Lucía corrió por el pasillo calculando el momento en el que aprovecharía la suavidad de sus calcetines nuevos para deslizarse unos cuantos metros. El suelo de madera pulido y brillante era un regalo para patinadoras incipientes y arriesgadas. Resbaló hasta caer de rodillas a la altura del vestíbulo, justo cuando sonó el teléfono a dúo. Los timbres de dos aparatos retumbaron a una en la casa. Esperó tres tonos sentada en el suelo en la postura de la rana hasta que oyó cómo su madre descolgaba el auricular del Góndola de la habitación.
—¡Lucía, cuelga! —le llegó su voz desde la habitación principal.
—¡No lo he cogido, mamá! —lanzó su voz como su pequeño cuerpo por el pasillo.
Aurora cerró la puerta de su cuarto y el murmullo inicial desapareció. Lucía se levantó y aprovechó esta vez el sigilo de sus nuevos calcetines para acceder al salón sin que nadie pudiera escucharla. El canario la observaba desde la jaula y pio unas cuantas veces. La niña le reprendió con un chitón suave pero decidido y el pájaro obedeció sin más. Pura suerte. Fue entonces cuando Lucía se encaramó al sillón y agarró el auricular del teléfono del salón. Con la precisión y el tempo de quien desactiva una bomba, elevó la pieza antigua de forma equilibrada para que la trompetilla no rozara con la estructura y cualquier sonido delatara su maniobra al otro lado. Ella sabía que el hecho de descolgar podía producir un leve sonido en la línea, mucho menos perceptible que el que producía el gesto opuesto. Una especie de clin lejano que su precisión y su lentitud podrían controlar. Una vez despegó el auricular de la estructura, respiró tres veces a la espera de un nuevo grito de su madre. Al no oírlo, concluyó que estaba a salvo. Se puso de rodillas en el sillón y apoyó todo su cuerpo en el reposabrazos para acercar su cabeza al auricular.
La conversación llegaba a ella como si dos pequeños seres vivieran dentro de ese tubo que agarraba entre los dedos. Lucía acercó la oreja hasta pegarla como una ventosa al auricular y comenzó su vigilancia.
—¿Qué llevas puesto hoy? —dijo una voz masculina irreconocible para ella.
—¡Tonto! —«¡Bien, mamá!», pensó Lucía, era un tonto más—. Ya sabes que me da vergüenza contestarte y, además, nunca sabes si te digo la verdad.
—Pero sé que aunque adornes más o menos tus vestidos, no me engañarás cuando llegues a describirme lo que más me interesa.
—¿Qué quieres saber?
La niña intentó recordar qué llevaba puesto su madre esa mañana. Creía haberla visto salir de la cocina en bata minutos antes, pero no podía asegurarlo.
—Empieza por decirme si llevas falda o pantalón.
—Falda.
«¡Mentira! —pensó Lucía—, llevas una bata».
—¿Corta?
—Por debajo de la rodilla.
—¿Llevas tacones?
—Sí, pero no muy altos.
—Entonces, quítatelos. ¿Camisa o jersey?
—Un jersey azul con cuello de pico.
Lucía repasó mentalmente el armario de su madre y no encontró ningún jersey azul.
—¿Es muy escotado?
—Sí, se podría decir que sí.
—Mira hacia abajo por mí y dime qué ves.
—Ya sabes lo que veo… No me hagas pasar tanta vergüenza.
—No te tengo cerca para verlo yo mismo. Tienes que darme al menos esto si solo me ofreces algún que otro fin de semana. No te cuesta nada, Aurora…
Aurora y Lucía contuvieron la respiración a un tiempo. «No se lo digas, mamá», deseó con fuerza, agarrada ya con dos manos al auricular.
—Me veo el escote y el canalillo hasta el ombligo. Puedo ver el encaje beige del sujetador, pero poco más.
—Es suficiente. ¿Llevas bragas?
Lucía apretó un muslo contra otro instintivamente y se miró las bragas. Aún no había terminado de vestirse.
—Sí. A juego con el sujetador. Es una braga con transparencias que deja ver el color del vello del pubis.
—Cuéntame más. No me sueltes ahora —dijo con voz ronca—. Dime qué harías si estuviese allí.
—No, esto no. La niña está en casa, y aunque esté entretenida jugando, no me relajo tanto como para esto. Déjame parar.
—No pares, por favor. ¿Te levantarías la falda para mí hasta enseñarme esas bragas preciosas?
La voz masculina se transformó. Comenzó a ser como la voz de quien cuenta un secreto al oído. Lucía entendió que lo que estaba pasando era lo bastante malo como para que nadie debiera saberlo.
—Sabes que sí. Lo haría por ti.
—¿Y me dejarías que te quitase esas braguitas y te tumbase? Desabróchate el sujetador. Hazlo ya.
Aquellas frases, el susurro con que fueron dichas, la impactaron tanto que sintió algo que se parecía al miedo.
—… ya está.
—Quítate el jersey.
—No puedo, está la niña. Ya te lo dicho.
—Vamos, no queda nada. Desnúdate para mí.
Lucía empezó a sentirse mal. Intentaba llenar de aire los pulmones pero apenas lograba que alcanzase el límite del esternón. Inspiró profundo y tampoco esta vez lo consiguió.
—Ya me lo he quitado todo, ¿qué más quieres?
—Túmbate con la falda arremangada y abre las piernas.
—Te estás pasando. La niña me puede ver.
—¿Tienes la puerta cerrada?
—Sí.
—Entonces, sigue. Además, si te pilla, no lo entenderá. Sigue, ahora no me puedes dejar así.
—Estoy tumbada y con las piernas abiertas para ti.
«¿Para qué?», se preguntó Lucía hiperventilando al ritmo del hombre desconocido.
—Tócate.
«¿Dónde?», se miró los antebrazos, lo que tenía a primera vista.
—Esto no está bien.
«No, mamá, sea lo que sea, no lo hagas», pensó la niña.
—No dices eso cuando te lo hago yo. Eres mía… ¿de quién eres, Aurora?, ¿de quién eres?, dime de quién eres…
—Soy tuya —gimió Aurora—. Soy tuya…
Lucía se tapó la boca para no gritar. Aurora también. El hombre gimió hasta convertir su grito en un sonido agudo, casi el de una mujer; un aliento postrero, pegajoso y vago; un hilo que emergió desde el último resquicio de sus pulmones ya vacíos. Un silencio incómodo lleno de culpa y cansancio recorrió kilómetros de distancia y los unió a los tres sin necesidad de palabras. Los dos adultos con los ojos entornados, y la niña con ellos abiertos como platos. Lucía oyó respirar a su madre como si acabara de alcanzar el último piso cargada de bolsas. Pasaron varios minutos hasta que pudo recuperar cierta sensación de normalidad, aunque ahí había pasado algo, eso estaba claro. Solo que ¿qué había pasado?
—Voy a colgar. No me vuelvas a llamar un sábado por la mañana. La niña no tiene colegio.
Un tono repetido avisó a Lucía. No llegó a tiempo de colgar a la vez que Aurora. Si lo hacía ahora, su madre oiría un clin al otro lado. Decidió dejar el auricular suspendido sobre la estructura en un equilibrio que bien podría atribuirse a cualquier despiste. Para alejarse del problema, se bajó del sofá y anduvo hasta la habitación. No sabía qué decir, ni qué hacer. Tenía miedo, pero debía transformar la situación en algo a su favor, desvincularse del teléfono, alejarse del salón, estar en otro lugar y mentir.
Abrió la puerta del dormitorio de sus padres.
—¿No sabes llamar, Lucía? —le preguntó Aurora a su hija mientras se abrochaba la misma bata de estar en casa con la que le había visto desayunar.
Lucía no entendió nada. Buscó los zapatos por el suelo, el jersey, la falda… ¡No había tenido tiempo de esconderlos!
—Perdona, mamá. Se me ha olvidado. —Pensó de nuevo en el auricular aún descolgado—. ¿Qué hacías?
—Y tú, ¿qué hacías que no te oía correr por el pasillo?
—Jugar. —No se le ocurrió nada más concreto.
—Pues exactamente lo mismo que estaba haciendo yo, jugar un rato.
«Pero yo jugaba sola, mentirosa».