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Gloria observó la estela del avión rumbo a Nueva York en un cielo rosa explosión floral. Sus ojos siguieron el trazado del vuelo como la aguja de un segundero, dividiéndolo en microfracciones de aire traspasado y roto. Recordó una entrevista que había leído años atrás. En ella, un estudiante español contaba que presenció en vivo el impacto del segundo avión contra las Torres Gemelas. Con una serenidad que ponía los pelos de punta, aquel joven de apenas veinticinco años narraba cómo la segunda aeronave sobrevoló a muy baja altura el ferry en el que él viajaba. Pudo ver su panza como la de una ballena que hubiera saltado sobre ellos dibujando un arco perfecto. Cuando los viajeros observaron el brutal choque del vuelo 175 de United Airlines contra la Torre Sur, pensaron que los siguientes serían ellos. Todos menos aquel chico. Él tuvo miedo, pero no dejó de mirar al infinito, solo allí estaba el peligro. Ese testigo permanente del cielo había presenciado meses antes cómo un acróbata quedaba suspendido de la antorcha de la Estatua de la Libertad porque su paracaídas se enredó en la estructura, y ese mismo chico, unos años después, también estaba en el aeropuerto de Barajas cuando se estrelló el JK5022 de Spanair, en cuyo accidente murieron ciento cincuenta y cuatro personas.

Gloria sabía con seguridad que ese hombre tenía una íntima conexión con el cielo. Cuando él miraba hacia arriba, pasaban cosas. Algún malpensado podía concluir que era objetivamente gafe, pero ella comprendía que solo el que mira más al cielo que a la tierra sabe tanto de sus desgracias como de sus dones. Había que estar atento para distinguir lo verdaderamente importante en ese espacio limitado que ella denominaba el más acá.

En realidad, como todo lo ingenioso que había en su vida, el nombre era cosa de Ima. Su hermana mayor, Inmaculada, tenía la grandiosa costumbre de cambiar todo lo predeterminado que no le convencía; jugaba al desorden y la provocación y era, con mucha diferencia, la persona más divertida y especial que Gloria había conocido. Se llevaban catorce años. Para sus padres, Ima era el sueño vivo de un amor temprano, y Gloria, simplemente, un error del universo, un fenómeno que nunca debió ocurrir. Quizá por eso, a pesar de la diferencia de edad, Ima recogió a su pequeña hermana, la no esperada, como un regalo del cielo. Se convirtió en la única aliada de Gloria en una casa que la llenaba de miedos y terrores nocturnos, regada por las miradas de desaprobación de su madre y el asco de un padre que veía en ella un castigo por otra noche de alcohol.

La engendraron en una mañana de rabia. No era el amor el que movía los cuerpos de aquel matrimonio moribundo, sino el dolor por la pérdida de su primogénito. El hermano mayor de Gloria murió de una sobredosis de heroína una noche de Navidad. Sus padres lo encontraron tirado en el portalón de la casa del pueblo. Ima, que tenía entonces nueve años, vio sus ojos abiertos y fríos agazapada detrás de la pila que había en la entrada. La cabeza de su hermano colgaba por encima de su hombro, manchado de saliva y vómito. Gloria conocía muy bien esa historia porque Ima se la había contado mil veces para argumentar por qué sus padres la odiaban de una manera tan injusta. Su hermana mayor le repetía ese mal sueño de forma obsesiva cuando llegaba de madrugada oliendo a tabaco y alcohol, acelerada como un rayo de verano, y desgarrada por la depresión de un cerebro desatado por las drogas. En aquellas mañanas que se colaban en el cuarto de las dos, Ima lloraba y acariciaba el pelo de Gloria mientras repetía una y otra vez que no se merecían la vida que esa muerte les había dejado. «Nuestros padres están locos —le susurraba al oído—. Él se fue por eso, Glori. Nuestro hermano nos dejó para no tener que soportar esta locura».

Poco a poco, la alegría de Ima se fue transformando en un delirio. Las noches se convirtieron en días completos de irrealidad. Gloria recordaba con una claridad cristalina el día que vio a su hermana caminar semidesnuda por el mercado de fruta y verdura que se celebraba la mañana de los martes. Avanzaba directa y sin temor hacia el grupo de ganaderos que se citaban en la esquina de la plaza para cerrar tratos de venta de ganado. Ima había cortado una camiseta blanca de algodón a modo de poncho y la había ceñido a su cintura con un cordel. Bajo esa camiseta, su cuerpo se movía completamente desnudo, mostrando el final de sus nalgas y la mitad de sus senos en un vistazo rápido de su perfil. Los ganaderos, en un primer momento perplejos, comenzaron a darse la vuelta a su paso mientras confirmaban entre susurros y alguna carcajada nerviosa que esa chica de apenas veinte años no llevaba ropa interior. Esas risas se convirtieron en sonidos animales cuando empezaron a tocarla. Uno de ellos se atrevió a acariciarle el culo y ese gesto se contagió en una escalada de abusos. El círculo de ganaderos se cerró sobre Ima y Gloria pudo escuchar cómo los hombres se subastaban la pieza. De aquel corrillo surgió una Ima despeinada y sonriente, con los ojos entreabiertos y uno de los senos fuera de la camiseta. Dos tipos la agarraron de la cintura y se la llevaron entre gritos y una comitiva de jadeos. Uno de los que prácticamente la cargaban frenó su paso cuando estaban a punto de desaparecer por una de las calles que daba a la plaza, levantó la camiseta de Ima y restregó su mano por el sexo joven. Los demás gritaron a una como animales en celo, y como si el aire trasladase consigo hierro y fuego, esos bramidos se marcaron en el recuerdo de Gloria como la herradura al rojo en la grupa de las bestias.

Ima regresó la noche del jueves, casi dos días y medio más tarde. Lo hizo vestida tan solo con su camiseta y su cordón. Agotada y ausente, se sentó en la cama frente a su hermana pequeña. Apenas podía mantenerse erguida. Su olor era ácido y repugnante. Llevaba unos zapatos blancos de tacón alto que Gloria no reconoció. Su hermana mayor, la mujer que más quería en el mundo, había desaparecido detrás de esas cicatrices en las manos, se había deslizado por los agujeros de los pinchazos. Vio rastros de sangre alrededor de uno de sus pezones y la marca de un mordisco en su muslo derecho. Ima sonreía y volvía de inmediato a un estado de pausa vital en el que se convertía en un precioso maniquí. Estaba allí, pero no estaba. Era ella, pero no lo era. Gloria decidió acostarla. Le sujetó la cabeza y la movió como si fuera una pieza rígida, robada de un mal escaparate. Fue al baño, cogió una esponja y la llenó de ese gel cuyo perfume le recordaba a las galletas del desayuno. Volvió a la habitación con una palangana y agua templada. La esponja flotaba como un nenúfar en un charco de espuma. Lavó a su hermana sobre la cama como quien busca lavar con agua heridas que supuran y sangran después de un combate. La aseó como quien asea a un herido.

Ima no volvió a contarle historias, ni siquiera su favorita de aquellas mañanas nacientes. Sus padres comentaban con los vecinos que su hija se había vuelto puta porque estaba loca. La hermana a la que tanto amaba dejó también de llegar a casa. Los días de ausencia se convirtieron en semanas, y estas, en meses. Gloria se quedó completamente sola. Sus padres no dudaban en transmitir delante de ella y de cualquiera que los visitaba su certeza de que estaban malditos. «Dios nos ha mandado todo este sufrimiento: un hijo yonqui muerto en la puerta de casa; una hija que sigue el mismo camino y que se prostituye sin pudor en los alrededores de la plaza del pueblo». La Policía entregó a Ima en más de una ocasión. La recogían en los portales del barrio, con las bragas en los tobillos y las jeringuillas aún colgando de sus pies y brazos. A veces llegaba en ambulancia, otras, la mayoría, en el coche de los municipales. Su madre abría la puerta, pero nunca se hacía cargo de ella. Señalaba a los hombres en qué cama dejarla y apartaba la vista de su hija hasta que la traían de nuevo. Fueron tres años de angustia para Gloria y destrucción para Ima.

Una madrugada extraña, entre sueños, Gloria sintió el beso de su hermana: «Te sacaré de aquí». No volvió a verla hasta cinco años después.

Todo el pueblo creyó que Ima había muerto. Las leyendas sobre su final animaban las tardes de los vecinos en la plaza. Cada uno tenía su teoría y, de tanto en cuanto, una nueva noticia falsa revolvía el supuesto presente de la desaparecida. Cada poco la mataban y, cada poco también, resurgía de las cenizas. «Me han dicho que está en Madrid trabajando en la Casa de Campo», «Alguien en quien confío mucho me ha dicho que la mató a palos su chulo», «Está en una clínica de desintoxicación y ha tenido una niña de no se sabe cuántos…». Ima había llegado a ser el misterio que siempre deseó.

Gloria vivió esos años intentando pasar tan desapercibida que casi desapareció. Sufrió anorexia y bulimia, ciertos trastornos de personalidad y una especie de autismo autogenerado. En realidad, todas sus manifestaciones escondían una aspiración de rechazo social que la mantuviera a salvo. Si no te ven, no pueden hacerte daño. No puedes morir a manos de otros si tú misma te has matado. No estaba tan enferma como parecía, pero expandía sus malestares para, al menos, no verse obligada a salir de su cuarto, no tener que hablar con nadie, y menos aún con sus padres. Pasó más de un año sin decir palabra. Se convirtió en una especie de animal de porcelana que mutaba entre la belleza de un felino y la fealdad de una rata mojada. Desnuda de pie frente al espejo, semana tras semana, iba viendo cómo se desarrollaba de forma irregular, tratando de contener el despertar de su cuerpo tan solo con la voluntad y la mirada. Le daba miedo crecer y veía una especie de oasis en esa imagen infantil que cada vez le costaba más encontrar en su reflejo. Muy a su pesar, se le fueron marcando las caderas… pero su espalda no se abrió, su caja torácica no se curvó, su pecho apenas asomó a los lados de su esternón y sus hombros no se redondearon. Acabó su crecimiento convertida en una especie de mujer y niña a retazos. Una mezcla extraña de algo interrumpido. Aquel error del universo del que siempre hablaban. La belleza de Gloria no era evidente, pero detrás de tanto miedo había una feminidad imposible de frenar. Su mirada era tan profunda que, malinterpretada, podía ser una invitación a los infiernos.

La noche de la reaparición de Ima, el pueblo celebraba su verbena. Los niños correteaban por la plaza lanzando objetos luminosos al cielo mientras sus padres se agarraban al ritmo del pasodoble. En casa, Gloria escuchaba la música tendida en el suelo del comedor, con las piernas pegadas al calor del plástico. El balcón estaba abierto y un bochorno insoportable pudría los alimentos almacenados en el hogar. El portalón de madera crujió empujado por una mano desconocida. Gloria no se movió. El ruido de unos pasos que escrutaban los escalones en la oscuridad la puso en alerta, pero se mantuvo muy quieta. A veces, no moverse asustaba a los fantasmas. La luz de la luna iluminaba su cara desde el balcón cuando sintió la presencia de algo mucho más carnal que un espíritu detrás de ella y apretó una rodilla contra la otra. La figura pesada y torpe acopló su cuerpo en el suelo a unos centímetros del suyo. La muchacha que vivía en «el más acá» notó cómo el visitante le retiraba las bragas de la entrepierna y sintió una especie de pinchazo cuando dos dedos buscaron la entrada de su vagina. Una respiración entrecortada unos segundos antes de embestirla. Gloria apretó los labios. El dolor le atravesó el cuerpo y una náusea le llenó la boca de reflujos estomacales. Su atacante empujó un poco más los dedos y Gloria deseó morir o matar. De repente, instalada ya en la pesadilla, adormecida en una actitud defensiva de olvido prematuro, escuchó la voz rota de una mujer. Una voz que conocía. «Déjala en paz, cerdo, o te corto las dos manos y se las llevo a tu mujer de recuerdo». Su violador retiró de golpe los dedos provocándole aún más dolor. Como cuando retiras una daga clavada hasta la empuñadura en la carne y, al sacarla, la vida sale tras ella. El fantasma se levantó apresurado y salió corriendo sin decir palabra.

La chica tiritaba mirando al cielo. Aquella noche, por vez primera, deseó convertirse en un satélite cualquiera, uno que estuviera muy lejos de allí. Unas manos femeninas llenas de cicatrices la rodearon en un abrazo intenso y lacrimoso. «Gloria, soy Ima, levántate, nos vamos de aquí». Su hermana, tal y como había prometido, había regresado para rescatarla.

Gloria cerró la ventana. El rastro del avión se perdía en un cielo cada vez más oscuro. Los recuerdos de Ima y de cómo la ayudó a encontrar un lugar en un mundo que despreciaba la reconfortaban y revolvían a partes iguales. Su alma sufría dolores crónicos que iban y venían con las lluvias. Esa nueva noche de estrellas dolía sin piedad, cargada de recuerdos. Para aliviar el malestar, Gloria huyó a su lugar secreto. Antes comprobó que Aurora dormía: se acercó a la cama de la anciana para observar de cerca lo que ya habían delatado sus profundos y masculinos ronquidos, y le puso la palma de la mano en la frente, aunque la apartó al segundo porque intuyó que su energía, después de rememorar su historia, no era la adecuada. Sonrió casi imperceptiblemente al presentir la fragilidad que acabaría por despedazar a aquella mujer fuerte y valiente. Saber que al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, estarían juntas le hacía sentir algo parecido a lo que otros describían como alegría. Una especie de sordo alborozo en su corazón apagado.

Con esa sensación que desplazaba las memorias no deseadas, se dirigió a la habitación de la plancha. Se subió a una silla y tiró de la cuerda de la trampilla que daba acceso al desván. En ese espacio de vigas de madera cargado de humedad, Gloria guardaba sus estrellas de colores, figuras fluorescentes, dibujos de planetas, láminas de astronomía, radios antiguas, planetarios y espejos que rebotaban la claridad lunar que asomaba desde un acceso imposible que conectaba el desván con el tejado. Su viejo ordenador parpadeaba en una esquina siempre atento a los sonidos del universo, pero esa noche, Gloria ni se acercó a él. En vez de comprobar los resultados del escrutinio permanente del sistema solar, se situó frente a un espejo que Aurora abandonó allí años atrás, se desnudó por completo y se agarró sus pechos pequeños, amputándolos de la imagen. Soportó su reflejo solo unos segundos y, con una leve sensación de frío, abrió de par en par la puertecita de escapada al tejado. No sabía quién había tenido la increíble idea de construir allí, sobre las tejas inclinadas, una especie de plataforma de metal sin protecciones ni barandillas, un balcón sin resistencia al vuelo. Gloria subió a su trampolín de cielo.

La noche extendida sobre los tejados de Madrid formaba un mapa de luces de colores, un reflejo lavado de las rutas estelares perfectamente visibles. Se tumbó en la chapa de metal y abrió los brazos y las piernas. Entornó los párpados para aislar la contaminación lumínica y dejó que un baño de luna y silencios la hipnotizara. El más acá se hizo presente en una desnudez pálida y azul, casi extraterrestre.