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Lucía y César pasaron el control de seguridad de la terminal con una precisión que parecía ensayada. Los relojes de ambos, el fular de ella, la chaqueta de él, los pasaportes que llevaban a mano y las tarjetas de embarque. Ni una moneda, ni un mechero, ni una muestra de cremas en el bolso. Todo perfecto para no perder ni un minuto en ese control completamente vacío para los pasajeros que volaban en clase business. Ambos habían recorrido medio mundo juntos, más de cuarenta países llenaban decenas de pasaportes sellados en los cajones del despacho de su casa; una décima parte de la biblioteca repleta de guías de viaje; incontables recuerdos —desde ceniceros hasta grabados, taburetes, arte, colchas, almohadones, telas exóticas— y, sobre todo, la experiencia de dos viajeros capaces de desenvolverse en cualquier parte por muy desastrosa, desordenada o peligrosa que fuera. Barajas y el paseo hacia la sala VIP eran un clásico para César y Lucía, que volaban regularmente a Nueva York para visitar a la familia de él y, de forma mucho más impulsiva, al resto del planeta.

Ahora viajaban menos, pero seguían comprometidos con la idea de descubrir fuera cuando dentro no hay hallazgos. Un avión y unas cuantas horas de sueño a más de 30.000 pies de altitud les garantizaban una felicidad que habían aceptado como irremplazable. Marcharse a donde quisieran y cuando quisieran era su gran suerte, la única de la que presumían frente a sus amigos. Les encantaba relatar sus rutas: Jamaica-Miami, Santiago de Chile-Isla de Pascua-Polinesia, India y Nepal, Myanmar-Tailandia, Hong Kong-Japón, China-Mongolia, Kenia-Tanzania…

Lucía y César tenían sus normas para viajar. Debían vivir el viaje dentro del viaje. Como les gustaba decir, dar el salto. Un único país no era suficiente; esa extensión hacia un segundo destino hacía que el principio y el fin de su viaje se distanciasen y dividiesen con una frontera. Ese doble o triple escenario los obligaba a diseñar los recorridos. Solían decidir su viaje los dos juntos sobre un globo terráqueo que compraron en una de sus escapadas de fin de semana por Europa, pero la organización, las reservas, las compras, la búsqueda de las agencias locales eran tareas de Lucía. Disfrutaba en su papel de productora sobresaliente sorprendiendo a César y a ella misma con sus acertadas decisiones, fruto de innumerables búsquedas. Lucía y César habían aprendido a viajar mejor que nadie y lo sabían.

El vuelo IB3641 partía a las 11.30 dirección JFK. Treinta minutos en la sala para repasar los últimos mails, tomar un café y cruzar los dedos para que el avión saliera en hora. Odiaban los retrasos. Esa mañana más. Ambos sentían que este viaje era diferente.

Lucía miró por los enormes cristales y vio despegar un avión de LAN Chile. Deseó estar en él. Volar muy lejos y volar sola. Cuando giró la cabeza, César la miraba y se preguntó si sería capaz de leerle la mente. «¿Sabes qué pienso ahora mismo?», le preguntó sin palabras. No tenía claro si la idea le parecía buena o mala.

—Siempre te ha gustado Nueva York en primavera —dijo él de repente—. Aunque mi madre me ha dicho que el frío aún no se ha ido. Hay previsión, incluso, de nieve…

—No me importa. Me gusta el Nueva York desapacible. Vivir a medida la ciudad no tiene gracia, pero si quieres pasarte a los viajes con pulserita, podemos discutirlo… ¿Una semana en el Caribe por 800 euros con todo incluido?… No te veo, César.

—Podríamos tomarnos cincuenta caipirinhas y no pagar ninguna. Quedarnos dormidos en las hamacas con la salivilla colgando y despertarnos abrasados por el sol, jugar un partido de vóley playa con los animadores del hotel… Esas cosas de los viajes que tanto te gustan… —Le acarició el dorso de la mano con un dedo y le guiñó un ojo. ¿Ni siquiera era consciente de lo lejos que estaba ella? Lucía lo pensó un instante.

—Sería más fácil si nos gustaran esas cosas. Sería todo más fácil si nos pareciésemos a los demás. —De verdad lo creía. Sería más fácil si pudiera dejar de cuestionarlo todo, si pudiera bajar el listón y simplemente dejarse llevar.

—Sería sobre todo más barato, pero ¿más fácil? El lujo es fácil, Lucía, todo el mundo lo comprende en unos segundos.

—El lujo a veces es no comprender. Si no comprendes y no sabes, no sientes, no cuestionas, duermes bien…

—Tienes el día nublado, amor. Recuérdame que no te llame para buscar calor.

Lucía volvió a girarse hacia la ventana. Se preguntó por qué el alma humana es capaz de amar tanto y luego dejar de amar sin dejar rastro. Recordó todos los viajes, las fotos, el sexo en todas esas habitaciones y playas, las carcajadas en las plazas de las ciudades, aquel amanecer en el Annapurna, los abrazos y las lágrimas en la bahía de Ha-Long, aquella cena bajo la lluvia en Corea, la entrada prohibida en los sex shops masculinos de Tokio sin más disfraz que una gorra, las paradas en los hoteles del amor, las arañas en Chichén Itzá, el paseo con elefantes en la selva, el viaje de treinta y cinco horas con aquella maleta rota llena de sombrillas, el baño desnudos rodeados de mantas y pulpos gigantes en Bora Bora, las inmersiones en Honduras, la primera vez que nadaron con tiburones y delfines, la primera isla juntos, el primer billete, ese primer amor… Lucía empezó a llorar por dentro.

Las primeras veces y las últimas pesan más en la memoria, se graban con otra fuerza. Como si entre una y otra se creara un puente irrompible: imposible evocar la primera caricia sin recordar la última. El último beso. La primera mañana. La última vez que César y Lucía serían «César y Lucía». Su compañero de viaje se había quedado encerrado en cientos de fotos digitales que no sabrían repartir. Ya no quería volver a viajar con él. El viaje a Nueva York era puro trámite. Acompañarle por última vez. Ella también necesitaba despedirse. Volver a mirar a la que había sido su familia durante tanto tiempo, comprobar que era capaz de abandonar todo aquello sin salir herida de muerte. Lucía viajaba para no esperar más.

—¿Has llamado al servicio de coches para que vengan a recogernos? —preguntó César.

—No. Ahora llamo. Deberíamos ir hacia la puerta, ya están embarcando.

—Pues vamos. ¿Las pastillas? ¿Vamos a empastillarnos o pasamos el viaje viendo películas?

—Prefiero dormir. Creo que podré sin ayuda. —Llegaba hasta ellos el eco amortiguado de los altavoces del aeropuerto.

—Tenemos cena familiar y ya sabes que mis padres con jet lag son difícilmente soportables.

—Tus padres son maravillosos. Con y sin jet lag.

Lucía sintió un nudo en la garganta pensando en su otra familia. Le costaba alejarse de aquellos a los que tanto quería y no poder explicarles el porqué. Irse sin más. Pensó que no tendría valor para hacerlo. El nudo creció y taponó su tráquea hasta causarle dolor.

—Vamos, señorita Alegría. Muévase. Tenemos que coger ese avión o nos quedaremos aquí comiendo galletitas saladas y tomando gin-tonics hasta mañana.

Lucía y César caminaron por las cintas estirando sus pasos. César delante y ella detrás. Tres azafatas daban la bienvenida a los pasajeros, en su mayoría parejas de turistas que viajaban por primera vez a Nueva York.

—Solo a ellos se les ocurre viajar con tanto amor —dijo Lucía sin intención de comunicarse con su compañero de viaje.

Metió la mano en el bolso mientras se abrían hueco entre la clase turista para pasar en primer lugar. Sacó las tarjetas de embarque.

—¿Pasaportes, por favor? —pidió la azafata de forma rutinaria.

Lucía y César ya los tenían preparados junto a sus tarjetas de embarque. La azafata se disculpó, rompió los billetes y le entregó los comprobantes a César. Ya dentro del finger, él se giró para darle el comprobante de las maletas y la documentación a Lucía, tal y como llevaba haciendo desde que comenzaron a viajar juntos. Ella le miró fijamente y, sin dar más explicaciones, solo recogió el suyo.