César no tenía la costumbre de visitar a Aurora. Vivían tan cerca que, muchas veces, pasaba hasta en dos ocasiones en un mismo día por su portal y no subía. Se veían poco, aunque, cuando lo hacían, ambos lograban sin esfuerzo llenar al otro de un cariño verdadero. Por eso, las visitas a su suegra no eran muchas, pero sí bienvenidas. El hecho de espaciarlas les confería un aire extraordinario, como si a pesar de vivir a escasos 200 metros, la casa de Aurora estuviese en otro país. Verla era, para César, un viaje familiar. Pasaba tanto tiempo entre encuentro y encuentro que, cuando definitivamente se reunían, tenían muchas cosas que contarse. Esto beneficiaba su relación, porque, a la hora de ponerse al día, siempre es mejor presentarse ante el otro con el bolsillo repleto de nuevas aventuras y proyectos. Él sabía cómo conquistar la anquilosada vida de ella, llenar su habitación de viajes y nuevas creaciones, hacerla reír y quererla sin más. Eran cómplices. Al fin y al cabo, ambos coincidían en que Lucía era tan complicada como un fenómeno meteorológico extraordinario. Ambos la amaban y ambos sufrían por ella.
César llegó a la casa de Aurora cargado con el transportín de León. Abrió la puerta con las llaves que le había dejado Lucía sobre una nota escrita a mano esa misma mañana: «Por favor, lleva a León a casa de mi madre. Solo el gato. Ellas tienen comederos y arena. El transportín está en el armario de la habitación pequeña. Recuérdale a Gloria que necesita agua fresca a diario y que hay que limpiarle la arena. Dale las gracias a mi madre por quedarse con él aunque lo odie. Luego nos vemos».
—Madre de todas las madres —gritó César mientras dejaba el cajón a los pies del perchero y echaba a andar por el pasillo.
—Aquí estoy, yerno cruel. Un día de estos vendrás y ya estaré muerta y enterrada y no te habrás enterado. Bueno, muerta e incinerada… Ocúpate de que Lucía no me entierre, que sufro solo de pensarlo. Ven aquí, César. ¿Cómo estás? —Él recogió la mano de la anciana entre las suyas y, buscando un hueco, besó su piel traslúcida. Luego, acarició el beso con el pulgar.
—He venido a traer a León —respondió enérgico mientras se acercaba a la ventana para abrirla de par en par. La luz se coló como una aguja y marcó vivamente la esquina de la cómoda—. Bien, todo bien. Mucho trabajo, nuevos proyectos, los mismos amigos, los mismos restaurantes, un montón de mujeres nuevas… —rio.
—No seas cabrito, que te quiero mucho, pero soy su madre, te guste o no.
—Sabes que soy hombre de una sola mente y es la de tu hija… —César regresó y se sentó en un lado de la cama para agarrar de nuevo la mano de Aurora—. ¿Cómo andas? ¿Te sientes igual que la última vez que te vi o estás un poco más fuerte?
—Estoy fastidiada pero contenta. Mi felicidad nada tiene que ver con que me dejéis a ese felino egoísta que parece la reencarnación de mi hija con pelo, pero estoy bien. —Como si los estuviera oyendo, llegó hasta ellos el maullido lastimero de León, que estaba deseando salir de su celda—. ¿Sabes que duerme en mis pies todas las noches que pasa aquí? Recuesta la cabeza en mis tobillos doloridos y duerme como un niño pequeño. Es como tener al demonio descansando sobre ti.
—Eso no suena mal del todo. Por cierto, ¿te ayuda a dormir la música que te traje? No es una playlist que me pidan mis amigos para salir de fiesta, pero te confieso que la tengo en casa y que, de vez en cuando, escucho las arias que me recomendaste. —Asintió obediente y estirado, emulando un saludo marcial.
—Tengo tanto tiempo y hace tanto que no te veo, que ya he podido hartarme de escucharlas. Ahora estoy en otro momento. —Señaló el techo—. Ahora escucho el universo.
—Venga, Aurora, no me digas que sigues con las tonterías de una niña con una esquizofrenia acechante. Eres más lista que todo eso…
—Y un poco menos arrogante que tú —replicó ella imponiendo límites a su yerno—. Esa niña, que no niego que no haya sufrido algún trastorno o que lo sufra, pero qué más da… pasa los días conmigo y, atento, escúchame bien… Le gusta. No pide más. Solo estar tranquila y protegida, lejos de todos esos ruidos que a ti te encantan. Ella los odia y yo, según me acerco a la muerte, también.
—¿Y prefieres un pitido o un zumbido de la interpretación en frecuencias compatibles con el oído humano de las ondas que nos llegan desde los rincones de nuestra galaxia? Zummmmm. —César hizo vibrar el sonido dentro de su boca—. Cri, cri, cri, cri —gritó en unos agudos imposibles que estresaron sus cuerdas vocales—. ¿De verdad, no prefieres la radio?
—¿Me lo dices en serio? ¿Cuatro petardos escuchándose hablar y contando lo mismo una y otra vez? No sé por qué no te parece válido escuchar, simplemente, sin ánimo de análisis. Escuchar por el placer de hacerlo.
—Aurora, Gloria participa en el programa SETI at Home y lo sabes. Esa panda de chiflados busca señales que demuestren la existencia de vida extraterrestre. Disponen sus ordenadores para que puedan analizar esos barridos del cielo y, agarrándose a un fenómeno que nunca pudo explicarse, el famoso Wow, vaya nombrecito, esperan encontrar… ¿Qué? Un «hola, aquí estamos, amigos terrícolas…» —saludó César con efecto metálico.
—No creo que busquen eso.
—Y entonces, ¿qué buscan?
—¿Y si no buscan? Puede que simplemente encuentren el vacío lleno de matices. A mí me gusta cerrar los ojos y escuchar las grabaciones que me pone Gloria. Me gusta salir de aquí con su imaginación. A veces me pone en el ordenador imágenes de los planetas, las galaxias, nebulosas, polvo de estrellas, y yo escucho esos zumbidos mientras veo girar las imágenes, o cuando veo una explosión solar repetida y repetida a cámara lenta y es fabuloso… Me relaja, me hace feliz, me desestresa y me prepara para morir…
—… y convertirte en polvo de estrellas. —César apretó la mano de ella y le guiñó un ojo, en un gesto que pretendía quitarle trascendencia a aquella charla entre ambos.
—¿Por qué no? Deja que me muera como me dé la gana. Pesado.
—Me interesará escuchar el universo cuando pueda hacerlo en tiempo real, simplemente orientando una parabólica hacia el cielo. Hasta entonces, no es mi guerra y no quiero ser parte del «frikiclub» de bienvenida a los alienígenas.
—Si te animas algún día…, aquí estamos. —Aurora inspiró hondo recuperando aire y dejando que sus pensamientos se reordenaran. Por la ventana abierta, llegó hasta ellos el pitido cíclico y chillón de la alarma de un coche—. César, ¿cómo ves a Lucía? —cambió de tercio—. Está un poco nerviosa últimamente.
—Ya te he dicho que no puedo escuchar los sonidos de la cara oculta de la Luna. —Por un segundo, los ojos de César parecieron denotar cierta emoción, como si un pensamiento fugaz los velase.
—Pues si tú, mi genio favorito, no puedes escucharlos, ¿quién podrá hacerlo?
—Gloria.
—Eres el hombre más malo que conozco. Una verdadera alimaña.
—¿Lo ves? Eso sí me gusta escucharlo. Insultos antiguos y potentes. ¡Alimaña! —Ambos rieron.
Al fondo del pasillo sonó el crujido de una manecilla que ya apenas giraba. Gloria había terminado su ducha diaria y salía del baño a su hora de siempre, puntual como un reloj. Pasó por delante de la habitación de Aurora, envuelta en una toalla y acelerando el paso para que nadie pudiera distinguir más allá de una masa mojada y redonda. Sin embargo, César la vio pasar.
—Vive bien, esta Gloria —le dijo a la anciana—. Come, duerme, escucha el universo… Se está poniendo ella misma en sus formas, bastante… como diría yo… «planetaria».
Aurora le reprendió con un cachete en la mano y otro en el antebrazo. No alcanzaba a castigarle más. César lloró de la risa, retozando en su propio chiste.
—Hola, César —dijo Gloria al poco, desde la puerta, vestida con un chándal y con el pelo empapado.
—Hola, Gloria. ¿Cómo estás? —respondió él rápidamente con los rastros de la risa aún en su cara—. ¿La NASA no se anima a reincorporarse al proyecto SETI para volver a dar validez y peso científico a vuestra búsqueda?
La chica cambió el peso de una pierna a la otra y le miró seria.
—No parece, no.
—Ya lo siento. En lo que se deciden a regresar a la búsqueda de la vida extraterrestre, Lucía y yo nos vamos a Nueva York. Ella se queda cinco días; y yo, de allí a San Francisco por tres meses. Lo mismo a la vuelta tenemos novedades, ¿quién sabe? —La ironía de aquellas palabras orbitaba alrededor de Gloria como un molesto satélite. Aurora asistía a la conversación entre la decepción que le causaba su yerno y el orgullo de ver a su niña enfadada.
—¿Piensas dejar al gato encerrado hasta que deje de respirar, César? Te gustan las cosas que están encerradas —dijo Gloria inmutable, con el semblante de un robot al que le hubiera caído un cubo de agua encima.
—Pero no las personas —atacó él.
—Vivo encerrada porque quiero. —La chica alzó ligeramente la voz sin cambiar apenas de postura, impasible, en una ausencia total de gestualidad. De haber podido congelarse el aire, lo habría hecho.
—Pues me parece un error. Eres demasiado joven para malgastar tu vida mirando a la nada.
—¿Qué tendrá que ver la juventud con esto? —intervino Aurora—. Y las viejas que se pudran, ¿no?
—Bueno… Veo que tengo todas las de perder —reculó él con las manos en alto y una sonrisa—. Dos mujeres en su mundo y unidas. Sal de aquí, César, cuanto antes… Perdona si te he molestado, Gloria. Simplemente creo en los estudios, en el esfuerzo y en una ambición mayor, nada más —dijo levantándose dispuesto a marcharse.
—Hace tiempo que sabemos que solo crees en ti.
—¡Gloria! —gritó Aurora—. Ya está bien. Prepara el desayuno, que ya es tarde. Y luego escuchamos lo que más te apetezca. Venga, hazme caso, esto no va a… —La joven se dio la vuelta y desapareció de repente—. Parece mentira que el adulto exitoso de mente privilegiada seas tú.
—Ha sido una broma. ¿No te ha parecido divertido?
—No. Ella es más débil. Y aunque te parezca que no le afecta, es una chica muy sensible. ¡Y tú deberías ser más generoso y menos soberbio!
—Bueno, Aurora, ya está. Si se me ha ido la mano, lo siento —se disculpó César sin demasiada verdad. Al segundo volvía a sonreír forzando la musculatura de su cara para encantar de nuevo a esa bella e invencible mujer—. No dejes de quererme. Me llevo a tu hija a Nueva York y te la devuelvo en unos días. —César le besó la mejilla.
—Buen viaje. Puede que no te vuelva a ver —le dijo ella directamente en el oído.
—No te vas a morir esta primavera, ni este verano, ni el próximo otoño, Aurora —dijo César desde el umbral de la puerta—. No, mientras tú no lo decidas.
Sus pasos dejaron su último rastro en las maderas del piso. El crujido de los tablones sonó como el chismorreo de un comité de despedida. Gloria, encerrada en la cocina, sintió la vibración en la planta de los pies. León, encerrado en el trasportín, presintió el olor que dejaría al marcharse. La casa también decía adiós a César.
—Puede que no te vuelva a ver —repitió Aurora cuando ya estaba sola.