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Lucía regresó al bar de Marisol dos semanas después de lo acordado. Al menos lo hizo a la hora en que, como le había dicho la camarera, la luz era más bonita. La primavera de Madrid había entrado de lleno en la cafetería. Las maderas parecían más anaranjadas y las jarras heladas anunciaban el calor que viajaba camino de la ciudad. El ruido era el eco de oficinas repletas de trabajadores inmersos en el ajetreo laboral previo a la Semana Santa. Los teléfonos clamaban la atención de todos los clientes, y los cláxones de los repartidores despertaban a los más perezosos. Madrid estallaba ante sus ojos y, justo ahora, ella tenía que marcharse.

—Hola, Marisol.

—Dos tostadas con tomate y aceite y un pincho de tortilla sin calentar —gritó Marisol a través del office de la cocina—. Hola, friolera. Pensé que ya no vendrías. La casa sigue ahí, vacía, pero mira el bar, ahora no puedo dejar la barra sola. ¿Tienes mucha prisa?

Marisol seguía sirviendo cafés y desayunos mientras hablaba con Lucía, casi siempre dándole la espalda.

—No, la verdad es que no tengo demasiada prisa, pero quería pasarme para decirte que sigo pensando en ello. De hecho, esta tarde me voy a Nueva York para una semana. No pretendo que me guardes la casa porque no sé qué voy a hacer al final, pero no me gusta desaparecer sin decir nada. Habíamos quedado… y por eso he venido.

—Pues a mí me encantaría desaparecer ahora mismo y coger ese avión a Nueva York contigo. Si fueras mi amiga, te diría que eres una zorra con suerte que se queja y se queja aunque vaya a pasar una semana en la ciudad que más ganas tengo de conocer, pero, como no somos amigas, simplemente te diré que hablamos cuando vuelvas y que ya veremos lo que pasa. ¿Te pongo algo?

Los pensamientos de Marisol iban a la velocidad de Madrid. Lucía, aunque más espabilada que en su primer encuentro, no encontraba fuerzas para ser tan rápida, ni tan ocurrente.

—Me parece bien. Ponme un café americano y una tostada con mantequilla y mermelada.

—¿Barrita o tostada?

—Barrita.

—¿Entera o media?

—Media.

—Bueno, algo hemos mejorado. Parece que ya tienes claro al menos lo que quieres desayunar. Es un comienzo.

Lucía respondió a la sonrisa de Marisol con otra sonrisa. Le gustaba la camarera, aunque no fuese aún su amiga. Pensó que le hubiera gustado que la llamase zorra, porque habría implicado un nivel de cercanía mayor y porque hubiera sido acertado y cierto. Pensó que preferiría no ser una zorra y no viajar con César por obligación, no tener que hacer la maleta, no coger ese avión sabiendo que al otro lado del Atlántico le esperaba un desastre, no vivir ese viaje que muchos en su lugar habrían soñado.

—Gracias. —Lucía recogió su café americano—. Creo que voy a leerme el periódico cerca de la ventana. Es verdad que es la luz más bonita del día.

—¿Y sabes por qué lo sé? Porque a esta hora siempre estoy encerrada en esta barra y esa luz solo les da a los que están fuera. Aquí y en Nueva York.

—Es cierto, pero… ¡qué poco te pega ser tan gruñona pensando siempre en lo que no puedes disfrutar! —A saber por qué había dicho algo así a alguien a quien apenas conocía. Se sintió avergonzada por el abuso de confianza. Marisol, en cambio, volvió a sonreír.

—Al final sí que vas a ser una zorra lista —dijo apoyando las dos manos sobre la barra como un juez que se dirige a la sala.

—En realidad…, sí que lo soy —respondió Lucía como un acusado que confiesa aliviado su crimen.

—Pues por esa razón, te invito a desayunar. Solo te pongo una condición.

—Dime. —Ambas acercaron sus cabezas, haciendo desaparecer la distancia que imponía la barra.

—No se te ocurra quedarte aquí dentro mirando el día desde la ventana. Sal de aquí y acuérdate de mí en Nueva York.