No era la primera vez ni sería la última que Lucía se acercaba a visitar a su madre después de una mala noche. Noches de pesadillas en las que siempre encontraba un hueco para Aurora. Cuando llegaba la mañana, aún con el pecho encogido por el miedo, buscaba el amparo de su madre como un animal herido su guarida. Verla la apaciguaba y la desequilibraba por igual. Era su madre, una mentirosa dañina en su juventud e inofensiva ahora que con la vejez había llegado también la incapacidad de movimiento. Probablemente, en este instante de sus entrelazadas vidas, Lucía tenía más posibilidades de ser la mala. Dado su control sobre la situación, era ella, la hija, la que podía destrozar el mundo de su madre aunque ya no encontrase ningún placer en semejante ataque.
La relación entre ambas era de una subyugante dependencia que las hacía, a su vez, inmunes a la dependencia de un tercero. Eso siempre las unió y las hizo únicas. Tantos años después, se querían con locura. Locura real. Para evitar que esas fuerzas chocasen hasta la extinción, Lucía había buscado, hacía ya más de diez años, un piso cercano al último hogar que compartió con Aurora. Un lugar para hallar una distancia suficiente pero salvable. Desde esa distancia mínima, más próxima a la vecindad, había preparado una vida llevadera para su madre. Aurora vivía con una estudiante volcada en la búsqueda de los sonidos del universo. Era una cría adorable sin ningún interés en nuestro mundo y con todo su potencial destinado a escuchar silencios eternos. Gloria (ese era su nombre) no necesitaba el bullicio de sus contemporáneos, es más, lo rechazaba. Vivir con Aurora era perfecto para ella y para Lucía. Y la anciana la adoraba. A diario, Gloria le leía todos los artículos que encontraba en internet sobre escuchas de vida inteligente, las evoluciones del proyecto de computación distribuida SETI@home, y los trabajos, rastreos y la potencia de uno de los mayores radiotelescopios del mundo, el Arecibo, en Puerto Rico. Juntas, soñaban con antenas mirando a las estrellas. Gloria exponía las características de algunos de los sonidos registrados e incluso, a veces, los reproducía de cualquier manera desde su garganta para asombro de Aurora. Tras los ejemplos, la chica le colocaba unos auriculares y, después, se ponía los suyos. Antes de dar al play, le decía: «Hoy vamos a escuchar el sonido registrado en la órbita de Júpiter en la noche del 24 de junio de 2012 entre las 2.00 a. m. y las 4.00 a. m. desde el observatorio Leuschner, en California… Atenta, Aurora».
Una vez le había dado al play, se tumbaba junto a la anciana y, algunas veces cogidas de la mano, escuchaban el cielo durante la hora de la siesta. Aurora solía dormirse, pero Gloria seguía atenta hasta el final de la grabación. En muchas de esas ocasiones, era Lucía la que interrumpía su ritual porque se presentaba antes de la hora de la merienda. Últimamente lo hacía más a menudo, algo que molestaba mucho a Gloria. No podía decir nada porque al fin y al cabo era su empleada, aunque lo que Lucía no acababa de entender era que ese tiempo en el cielo le daba horas de vida a su madre en la Tierra. Esa tarde de abril, interrumpió de nuevo las escuchas del universo.
—Hola, Gloria —susurró desde la puerta.
La chica ya se estaba incorporando y abrochándose las zapatillas.
—Hola, Lucía. Vienes antes de la merienda. Aún no está preparada —respondió sin mirarla mientras desinstalaba su sistema de escucha y retiraba los auriculares de los oídos de Aurora.
Lucía se acercó para besar a su madre.
—Hola, mamá —le dijo al oído ya descubierto.
—Hola, hija, ¿qué hora es?
—¿Aquí o en Saturno? —bromeó Lucía abriendo mucho los ojos y poniendo cara de susto.
—No digas eso, Lucía. Ya sabes que no queremos que te rías de nuestras cosas. Escuchar el universo es importante.
—Es importante para ella —Gloria ya iba de camino a la cocina—, pero tú solo oyes el sonido de tus ronquidos, mamá.
—Al menos ella pasa los días conmigo.
—Mamá, no empieces.
—Está bien… No me quejo, pero déjala soñar con lo que quiera. Hay personas que se ganan la vida escuchando el universo y Gloria puede ser una de ellas. Desde luego, es una labor que solo se puede desarrollar si cuentas con una intensa vocación —replicó Aurora abriendo mucho los ojos, como si imitase el gesto anterior de su hija, para inmediatamente estallar en carcajadas bajo las sábanas.
Lucía no paraba de reír y su madre tampoco. De repente recordó que Aurora solía hacerse pis de la risa, porque ya no controlaba sus esfínteres como antes, y trató de pararla. Fue imposible. La mujer se orinó encima al pensar en todos esos jóvenes que, imaginando constelaciones y sistemas planetarios, escuchaban la nada en busca de lo que no encontraban en este mundo que ella tanto echaba en falta. La risa incontrolada de Aurora era la más contagiosa que había conocido Lucía. Por suerte, ahora reían juntas mucho más que antes. Incluso eran capaces de pasar por alto algo tan molesto como un cambio de pañal extra.
—¡Gloria! Trae algo para lavarla, por favor. Se ha hecho pis encima.
—¡Voy! —respondió inmediatamente desde la cocina.
Poco después entraba en la habitación con una palangana, una esponja, una toalla, crema y los nuevos pañales, y un cambio para la bajera impermeable que siempre protegía a Aurora de cintura para abajo. Comenzaron a limpiarla desde ambos lados de la cama.
—Mamá —dijo una vez calmada Lucía—. Me voy mañana a Nueva York.
—Bien, ¿ha pasado algo? ¿La familia de César está bien?
—Gírate —le dijo Gloria para poder sacar todo lo que había ensuciado.
—Sí, tiene que irse a San Francisco a pasar dos o tres meses por un nuevo proyecto que está poniendo en marcha. Ya sabes que desde aquí es mucho más complicado… Voy a acompañarle a Nueva York, visitamos a la familia y luego regreso. —Lucía recogió a su madre en los brazos y la mantuvo de pie mientras Gloria tomaba una muda limpia de la cómoda.
—Muy bien. Otro viaje a Nueva York. Ya me gustaría a mí… y a Gloria…
—Mamá —Lucía volvió a sentar a su madre y se arrodilló delante de ella para ponerle la braga limpia—, puede que esta vez vuelva sin César.
—Eso ya me lo has dicho.
Gloria, acostumbrada a percibir lo ínfimo entre la nada, escuchaba las intenciones casi antes que las palabras. Miró a Lucía y le hizo un gesto para tumbar a Aurora a un tiempo.
—Una, dos y tres. Ahora, mamá.
Una vez tumbada en la cama, Aurora escuchó todos los matices de lo que le acababa de decir su hija. Desde que era niña, cuando no sabía cómo comunicarle una decisión controvertida, la escondía en una frase ambigua. Agarró fuerte la mano de su «pequeña rebelde».
—Pues aquí estaremos. Esperándote mientras viajamos por no sé qué galaxia. Con tal de que no salgas de la órbita terrestre, me conformo.