Llegado el momento de las primeras impresiones y recuerdos, nadie pudo advertir a Lucía de que nacer en un lugar pequeño prácticamente le garantizaría una vivencia en extremo violenta: conocer en persona al «hombre que te trajo al mundo». Sin defensas, tuvo que asimilar en un segundo que el hombre que le estrechaba la mano o le besaba las mejillas manipuló en su día el sexo de su madre y tiró de ella hacia este lugar llamado Tierra. Se sintió perdida y estúpida porque no encontró las piezas que la ayudaran a reconstruir ese recuerdo de su vida. Nunca había visto un paritorio, ni una parturienta, ni los gestos o las indicaciones de una matrona, y jamás había intentado imaginar a un bebé en el instante de su nacimiento. ¿Cómo debía comportarse entonces con «el hombre que te trajo al mundo»? ¿Debía ser cariñosa, mostrarse agradecida…? ¿Tenía que abrazarlo y dejar que la cogiese en brazos… eso que tanto odiaba? Evaluó las opciones y no halló respuesta.
—Lucía… ¡Lucía!… ¡Habla, di algo!
—…
—¿No vas a decirle nada al doctor Guillén? Es el señor que te trajo al mundo y es un gran amigo de tu padre —exigió Aurora a su «pequeña rebelde», su apelativo más cariñoso.
—Me acuerdo perfectamente, Lucía. Quiero que sepas que fuiste un bebé precioso —mintió el doctor, incapaz de seleccionar un recuerdo entre los cientos de neonatos a los que había acompañado en su llegada.
—…
—Lucía, ¡Lucía! —Aurora levantó la voz—. ¡Habla de una vez! No seas maleducada…
—… gracias.
—¡Ay, qué niña tan simpática! —aplaudió la esposa del doctor.
—Gracias —repitió Lucía mirando de reojo al doctor y a su madre cada vez más nerviosa.
—Bueno, algo es algo. Aunque cualquiera diría que solo sabes una palabra… Ahora, sin embargo, pareces un disco rayado… Con lo que canta y baila en casa… De verdad, os parecerá mentira, pero en casa, no calla. Nos vuelve locos a todos, ¿verdad, hija?
—…
—Bueno, pues está claro que este no es su día… Ya sabéis cómo son los niños y cómo les gusta provocarnos… Despídete, hija, que nos vamos… Adiós, adiós, adiós… Sonríe, Lucía.
Aurora apretaba con fuerza la mano de su hija. La cría había aprendido a hablar con un año y, a esas alturas, sabía ya decenas de palabras que tenía bien guardadas, pero las seleccionaba con un ánimo de perfección que podía desquiciar a cualquier adulto. Era lista y desconfiada. No era demasiado guapa, aunque de algún modo percibía que no era eso lo que algunos pensaban. El deseo era algo que notaba, solo que aún no le había asignado ninguna palabra. Lo haría pronto. Mucho antes de lo necesario. Y jamás lo olvidaría.
—¡Lucía!
—Solo ha sido una pesadilla.
—¿Con los ojos abiertos?
—… ya.