Hacía demasiado calor para llevar un cuello cisne, pero Lucía no atendía a razones cuando intentaba que el frío no se deslizase por su espalda hasta calarle los huesos. Era una de esas mujeres que se destemplan a menudo y, cuando le ocurría, solía sentir una especie de escalofrío que empezaba en la cabeza y acababa congelándole el corazón. La vida, su vida, la dejaba fría. Esa era la única explicación convincente que había hallado tras años de consultas con decenas de médicos que atribuían el fenómeno a una sensibilidad extrema o, sencillamente, a un trastorno psicológico leve asociado a la ansiedad. Le daba igual lo que dijeran: siempre había sabido que eso que sentía no eran imaginaciones suyas, al margen de cuántos diagnósticos clínicos asegurasen que todo estaba en su cabeza. Cansada de tanta incomprensión y falta de sensibilidad, aprendió a convivir con sus fríos como con las estaciones, aunque, a menudo, fueran a contratiempo: escalofríos en verano y tiritonas febriles en invierno.
Cuando sentía llegar su frío siempre recordaba una noche de verano en una playa de Indonesia. Una noche cuajada de estrellas y de un bochorno asfixiante, o de eso al menos se quejaban todos los clientes y personal del hotel en el que se alojaba. Para ella no era así: mientras el mundo a su alrededor exprimía el potencial de sus aparatos de aire acondicionado, Lucía se sentaba en la terraza de su bungalow arropada con una manta y tiritando sin control. Las ardillas y los monos, excitados por la tormenta que se avecinaba desde el océano, la observaban entre brincos, como si fuera de otro planeta o como si, pobre de ella, estuviera loca. Pero no era eso. Tenía claro lo que sentía. Dijeran lo que dijeran los médicos, el diagnóstico era otro: Lucía estaba cuerda e íntimamente destemplada.
El cuello cisne era una de sus prendas favoritas porque no solo la protegía de sus fríos, sino que además la ocultaba en los momentos en que más necesitaba desaparecer. Como ese lunes de primeros de abril. Una de esas mañanas muy de Lucía. Una mañana primaveral para esconderse y esperar.
Se había despertado muy activa y medio desnuda, enredada en las sábanas y arrinconada en su lado izquierdo de la cama. Había abierto los ojos de repente, en un despertar claro, completo. Se sentía templada y cómoda, dispuesta un lunes más a transformar la semana en la semana de la sorpresa. Ese podía ser el lunes que le devolviera todo. Lucía era lo bastante inteligente como para saber que no era la más guapa, ni tampoco la más sexy, pero también para asegurar objetivamente que desearla no resultaba tan complicado. Todas estas razones componían un mantra habitual que repetía para sí mientras se duchaba: «Las cosas pueden cambiar, las cosas pueden cambiar, las cosas pueden cambiar…».
Llevaba ya seis años viviendo con César. Un tipo alto, perfecto, culto, moderno, curioso y bastante cobarde.
César. ¡Ay, César! Ni frío, ni calor.
Fue él quien le regaló a León años atrás. León era su gato cómplice, un felino hermoso e inteligente que adivinaba sus intenciones como una conciencia paralela con mucho pelo y cuatro patas. Un gato persa de color plomo y ojos amarillos con una curiosidad insaciable y una terrible falta de respeto por la intimidad de Lucía. Un entrometido, un observador de la raza humana, que a sus ojos se limitaba a un único espécimen: su dueña. León era un núcleo de preguntas y respuestas, todas las suyas y todas las de ella. Solía mirarla fijamente mientras se enjabonaba en la ducha, tumbado sobre una alfombrilla mullida que recogía las salpicaduras del agua. Esa mañana, como siempre en último lugar, Lucía extendió la mascarilla por su larguísima melena negra y esperó bajo el agua el efecto suavizante que lograra deshacer tantas vueltas sobre la almohada. Se agachó hasta ponerse en cuclillas y clavó su mirada en la mirada infinita de su gato para comunicarse con él telepáticamente: «Créeme, León. Hoy lo conseguiremos».
Al salir de la ducha, olía a flores y menta. Se había exfoliado con un jabón comprado en un haman marroquí. El perfume le recordaba el calor de los baños y las manos de las mujeres que le aclaraban la piel una y otra vez en cada paso del tratamiento. Hipnotizada por el eco de los aromas árabes y el sonido del agua que caía a jarras en el suelo, Lucía preparaba un desayuno-hotel-cinco-estrellas cuando escuchó a César abrir el grifo de la ducha. Dejó de exprimir las naranjas, tiró bruscamente del enchufe de la tostadora para apagarla, interrumpió el ciclo del microondas en el que calentaba la leche y salió de la cocina. Había paralizado el desayuno a toda prisa, pero ahora caminaba por el pasillo despacio, respirando, moviendo las caderas al compás de las de su gato. Abrió la puerta del baño y observó cómo la silueta de César, dibujada a contraluz, se desperezaba bajo el agua. El vapor y el calor se entremezclaban en su mente con aquellos otros del haman, tiraban de ella —de su piel, de todo su cuerpo— para fundir la realidad y el recuerdo. «Las casualidades no existen, León». No quería estropear ese momento, pero no tenía mucho tiempo.
—Buenos días —le dijo despacio.
—Buenos días.
Él había respondido entre bostezos, con los ojos casi cerrados, y antes de que arrancara el siguiente, Lucía ya se había quitado la camiseta y las braguitas. Entró en la ducha de obra y se arrodilló en las maderas. Sin decir nada, agarró las caderas de César y, suavemente, se metió su pene dormido en la boca. Inspiró para recuperar el olor a menta y le envolvió pensando en todo el calor de todos los baños de Marrakech, en todos los vapores de las piedras calientes de una sauna turca; lo amó con mimo y determinación, decidida y femenina, casi felina. Unos segundos después, el vapor de agua empezó a enfriarle la piel. Un lunes más, otro día más, no lograba despertarlo.
—Lucía, cariño, llego tarde al trabajo —le dijo él con esa sonrisa que tanto odiaba, llena de respeto, madurez y años de convivencia.
César salió de la ducha, se envolvió en la toalla y se fue tranquilo, y Lucía se quedó allí, sola y mojada, expuesta al vapor que la helaba. Lloró bajo el agua plena de rabia y en secreto. Un llanto sordo con hipo e hiperventilación, apretando los ojos para retener las lágrimas. Ya no esperaba nada y nunca volvería a hacerlo. Claro que practicaría de nuevo sexo oral con su pareja, pero nunca más se sentiría aislada, o fea, o fría cuando el pene muerto de César yaciera sobre su lengua. Nunca más tendría la culpa. Nunca más sería ese lunes.
León asistía inmóvil a esa escena patética. «Ya no somos sexys, ni guapos. Ya no somos nada, mi gato».
Cuando eligió el cuello cisne rojo de entre todos los que tenía, César ya se había marchado a la oficina.
Lucía salió de casa acongojada por el llanto que se disipaba y sintió de nuevo su frío. Los peatones la sobrepasaban con paso firme y apresurado en una especie de coreografía de las calles más céntricas de Madrid, como si cada uno de los bailarines urbanos supiera a qué lado debía saltar, cómo debía esquivarla de forma armónica y ordenada. Ella era el tono disonante, la nota fuera de lugar en una melodía más amplia. Por suerte, en el nudo del centro de la ciudad, cualquiera podía caminar llorando sin violentar al resto de ciudadanos perfectamente adiestrados en sus maneras urbanitas y radicalmente discretos frente a las emociones de los demás. Lucía callejeaba sin destino fijo, adentrándose poco a poco en un barrio cercano. Solo tenía hambre y necesitaba desayunar algo caliente: un café con leche, una tostada con aceite y tomate, quizá un pincho de tortilla… Se detuvo frente a la entrada de un bar y leyó el anuncio en el cristal de la puerta: «Se alquila piso, 60 m2, una habitación amplia, un baño, calefacción central. Muy luminoso. Razón aquí».
Entró en la sala que se abría como un abanico desde la barra semicircular situada a la derecha. Tan solo cinco clientes: una pareja disfrutando del desayuno, una abuelita tomando un café en vaso, dos chicos con sus portátiles actualizando sus redes sociales… Lucía decidió sentarse en un taburete de madera cerca de la barra. La única camarera que había en el local estaba de espaldas.
—¿Eres tú la que lleva la «razón aquí»? —preguntó de repente asumiendo que la otra lo entendería.
—No siempre, pero no suelo reconocerlo —contestó rápidamente como si llevara toda la mañana preparada para dar esa respuesta y toda la vida esperando esa estúpida pregunta.
La mujer de pelo rizado y esponjoso se giró con un grupo de tazas en la mano.
—Era solo un juego de palabras por el anuncio del p…
—¿Quieres verlo? —la interrumpió. También parecía preparada para esta respuesta.
—… sí —dijo sin demasiada seguridad Lucía.
Ciertamente, ese diálogo estúpido no era la mejor forma de ganarse la confianza de un posible arrendador, y tampoco esa pinta que llevaba con el cuello cisne en un día de calor y los ojos reventones del llanto… Y eso sumado a la rapidez de su interlocutora, sus preguntas infantiles, la confusión, el miedo, la desidia de César… Lucía comenzó a sudar.
—Me llamo Marisol —dijo sonriendo la camarera mientras colocaba las tazas encima de los platos dispuestos en fila sobre la barra, preparados con sus correspondientes cucharillas y azucarillos.
Tenía los ojos enormes y de color agua con pintitas verdes. La piel, brillante; la mandíbula, picuda; unas ojeras que parecían permanentes y un escote que desafiaba a todos los cuellos cisne del hemisferio norte. Ella era el verano sirviendo cafés frente al invierno comprimido dentro de su jersey.
—La casa es mía… Bueno, de mi madre. —Volvió a sonreír Marisol—. Nunca la he puesto en alquiler, pero las cosas han cambiado… —Respiró un par de segundos sin pestañear—. Puedo enseñártela, aunque te advierto que lo mismo cambio de opinión y la cierro a cal y canto otro año más, o dos o tres… Creo que puede ser una buena idea, pero no lo tengo del todo claro. Depende de mí, de ti, de ella… Pero si quieres verla, ¿por qué no?
Lucía tenía ganas de quitarse el jersey porque se moría de calor. Sin embargo, como no llevaba nada debajo, tuvo que resistir y poner todo su empeño en hacer bien aunque solo fuera una cosa.
—Me tomaré un café. —Fue lo primero que se lo ocurrió.
—Te lo tendrá que poner la otra camarera. Saldrá en un momento. Está en la cocina. Yo me tengo que marchar ahora mismo. ¿Vendrás mañana entonces a ver el piso? Es mejor verlo a esta hora, la luz es más bonita.
Lucía no se adaptaba a ese ritmo, seguía atrapada en esa sensación extraña de quien lo ve todo bajo una capa de agua. Destemplada y amortiguada. En un alarde de paciencia infinita, Marisol respiró muy fuerte por la nariz, como en una clase de yoga. Al hacerlo, el pecho se le levantó varios centímetros; el escote, de poder hacerlo, habría lanzado un quejido.
—¿Y bien? —dijo al fin—. Tengo que irme. No te veo muy decidida.
Ella carraspeó y bajó la mirada. Entendía la prisa de esa mujer por obtener una respuesta, ya fuera afirmativa o negativa. Simplemente era eso. Pero ¿cómo podía imaginar, aunque fuese un poco adivina, lo que significaba «alquilar un piso» en la vida de Lucía? Significaba, para empezar, abandonar la otra, abandonar su casa, repartir, decidir, pelear por León, darse por vencida…
—Si puedo, vendré mañana a esta hora, y si no…, el próximo lunes o en unos días… —contestó ahogada por el cuello elástico.
—Muy bien. Por fin una respuesta. Poco concreta… pero una respuesta… Y ahora, vuelve a la cama —dijo mirando sus ojos enrojecidos—. Tómate un caldito y a sudar. Esos catarros de primavera son muy jodidos y si te lo curas mal, lo arrastrarás todo el verano. —Marisol le guiñó un ojo antes de darse la vuelta y desatarse el delantal.
—Todo el verano —se repitió Lucía.
Apretó los ojos para comunicarse con su gato, un nuevo mensaje telepático a unos cientos de metros de distancia. «Estoy cerca de casa. Sé que puedes oírme, León. Escúchame bien, pequeño. Todo el verano, todo el verano, mi gato…».
Y Lucía volvió a tiritar.