… Y entre ellos mantienen el siguiente diálogo.
Hamsun
En el patio hay una vieja que tiene un reloj de pared en las manos. Paso cerca de ella, me paro y le pregunto:
«¿Qué hora es?»
—Mire —me dice la vieja.
Yo miro y veo que el reloj no tiene agujas.
—No tiene agujas —digo.
La vieja mira la esfera y me dice:
—Ahora, son las tres menos cuarto.
—Ah, bien. Muchas gracias —digo antes de alejarme.
La vieja grita algo a mis espaldas, pero yo continúo sin volverme. Llego a la calle y camino por la acera soleada. El sol primaveral es muy agradable. Camino entornando los ojos y fumando mi pipa. En una esquina de la calle Sadovaia me encuentro con Sakerdon Mijailovich. Después de intercambiar un saludo, nos detenemos y charlamos durante un rato. Me harto de estar allí parado en la calle y entonces invito a Sakerdon Mijailovich a entrar en una taberna. Tomamos un huevo duro y unas anchoas que regamos con vodka, después de lo cual nos despedimos y yo continué solo.
En ese momento, recordé súbitamente que había olvidado apagar la cocina eléctrica. Eso me contraría mucho. Di media vuelta y volví a mi casa. El día había comenzado tan bien y he aquí ya un primer contratiempo. No debí salir a la calle.
Llego a casa, me despojo de la americana, saco el reloj del bolsillo del chaleco y lo cuelgo de un clavo; después cierro la puerta con llave y me tumbo en el diván. Voy a intentar dormir.
De la calle, llegan hasta mí los abyectos gritos de los niños. Aquí tumbado, imagino cómo castigarlos. Lo que más me gusta es la idea de que le entre el tétanos y dejen repentinamente de moverse. Sus padres se los llevan a casa. Ellos se quedan en la cama y no pueden ni comer, porque ni siquiera pueden abrir la boca. Los alimentan artificialmente. Después de una semana, el tétanos pasa, pero los niños se quedan tan débiles que deben guardar cama todavía un mes más. Luego, poco a poco comienzan a recuperarse, pero les entra una segunda vez el tétanos y todos revientan.
Estoy tumbado en el diván con los ojos abiertos y no consigo dormir. Me acuerdo de la vieja con el reloj a la que vi esta mañana en el patio y me resulta agradable pensar que ese reloj no tiene agujas. Hace unos días, en una tienda de ocasión, vi un infecto reloj de cocina cuyas agujas tenían la forma de un cuchillo y un tenedor.
¡Dios mío! ¡Pero si aún no he apagado la cocina eléctrica! Me levanto de un salto y voy a apagarla, después vuelvo a tumbarme en el diván y procuro dormir. Cierro los ojos. Aunque no tengo sueño. Por la ventana entra el sol primaveral, que cae sobre mí. Comienzo a tener calor. Me levanto y voy a sentarme en el sillón, cerca de la ventana.
Ahora tengo sueño, pero no pienso a dormir. Cogeré papel y pluma y me pondré a escribir algo. Siento en mí una fuerza terrible. Desde ayer lo tengo todo mascado. Será la historia de un taumaturgo que vive en nuestra época y no lleva a cabo ningún milagro. Él sabe que es un taumaturgo y que puede realizar cualquier prodigio, pero no lo hace. Lo desalojan de su casa, y, aunque sabe que le bastaría con mover un dedo para impedirlo, no lo hace, y resignado abandona la casa y se va a vivir a un cuchitril en la periferia de la ciudad. Podría hacer de ese cuchitril un magnífico palacio, pero no lo hace: se queda a vivir ahí hasta el día de su muerte, sin jamás llevar a cabo un solo prodigio.
Estoy sentado y me froto las manos de contento. Sakerdon Mijailovich va a reventar de envidia. Me cree incapaz de escribir algo genial. ¡Vamos, rápido, manos a la obra! ¡Se acabaron el sueño y la pereza! ¡Voy a escribir dieciocho horas de un tirón!
Tiemblo de impaciencia. No sé por dónde empezar: debía coger papel y pluma y de hecho cogí diversos objetos que nada tienen que ver con lo que necesito. Me desplacé por la habitación de la ventana a la mesa, de la mesa a la estufa, de la estufa de nuevo a la mesa, luego al diván, después otra vez a la ventana. La llama que ardía en mi pecho me cortaba el aliento. Ahora son las cinco. Tengo todo el día por delante, más la tarde y toda la noche…
Estoy de pie en medio de la habitación. ¿A qué espero? Son ya las cinco y veinte. Tengo que escribir. Acerco la mesa a la ventana y me siento a ella. Tengo ante mí papel cuadriculado y una pluma en la mano.
Mi corazón late con más fuerza y mi mano tiembla. Aún espero, con la intención de calmarme un poco. Dejo la pluma y me lleno una pipa. El sol me da directamente en los ojos, entorno los párpados y enciendo la pipa.
Ante la ventana pasa un cuervo. Miro a la calle y veo que por la acera camina un hombre que golpea ruidosamente el suelo con su pierna ortopédica y su bastón.
—Vaya —me digo, y sigo mirando por la ventana.
El sol se oculta tras la chimenea de la casa de enfrente. La sombra de la chimenea corre sobre el tejado, atraviesa la calle volando y se detiene en mi cara. Hay que aprovechar esta sombra y escribir algunas palabras sobre el taumaturgo. Cojo la pluma y escribo:
«El taumaturgo era alto».
No consigo escribir nada más. Me quedo sentado hasta que el hambre se deja sentir. Entonces me levanto y me acerco al armario donde guardo las provisiones; busco pero no encuentro nada allí. Un poco de azúcar, y eso es todo. Llaman a la puerta.
—¿Quién es?
Nadie contesta. Abro la puerta y veo ante mí a la vieja del reloj que estaba esta mañana en el patio.
Estoy muy sorprendido y no sé que decir.
—Ya ve, aquí estoy —dice la vieja entrando en mi habitación.
Me quedo cerca de la puerta sin saber qué hacer: ¿la echo o le propongo que se siente? Pero la vieja se dirige con naturalidad al sillón que está cerca de la ventana y se sienta en él.
—Cierra la puerta con llave —me dice la vieja.
Yo cierro la puerta con llave.
—Ponte de rodillas —dice la vieja.
Y me pongo de rodillas.
Pero entonces comienzo a darme cuenta de lo ridículo de la situación. ¿Qué hago allí, de rodillas, delante de una vieja? ¿Y qué hace ella en mi habitación, sentada en mi sillón preferido? ¿Por qué no la echo fuera?
—Escuche —dije—, ¿con qué derecho dispone de mi habitación y, además, me da órdenes? No tengo intención de quedarme de rodillas.
—No hace falta —dice la vieja—. Ahora, debes tumbarte boca abajo, de cara al suelo.
Obedecí al instante…
Veo ante mí cuadrados dibujados con regularidad. Un dolor en el hombro y en la cadera derecha me obliga a cambiar de postura. Estuve tumbado boca abajo, y ahora me pongo de rodillas no sin gran esfuerzo. Mis miembros están entumecidos y apenas puedo doblarlos. Miro en torno y me veo de rodillas en el suelo, en medio de la habitación. La conciencia y la memoria regresan poco a poco. Echo otra ojeada a la pieza y me parece ver a alguien sentado en el sillón, cerca de la ventana. Hay poca claridad en la habitación, seguramente porque se trata de una noche en vela. Miro atentamente. ¡Señor! ¿Será posible que esta vieja aún esté aquí, sentada en mi sillón? Estiro el cuello para mirar. Sí, por supuesto, es la vieja quien está sentada allí, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Debió quedarse dormida.
Me levanto y me acerco a ella renqueando. Su cabeza cuelga sobre el pecho, y sus brazos caen a ambos lados del sillón. Tengo ganas de agarrarla y ponerla en la calle.
—Escuche —dije—, está en mi habitación. Yo tengo trabajo. Le ruego que se vaya.
La vieja no se movió. Me inclino y echo un vistazo a su cara. Su boca está entreabierta y deja ver una dentadura postiza que se ha desencajado. Y repentinamente lo comprendo todo: la vieja está muerta.
Me invade un gran malestar. ¿Por qué tenía que morirse en mi habitación? No soporto los cadáveres. Y ahora, sal con esta carroña en los brazos, ve a hablar con el portero y el administrador sobre esto y explícales qué hacía esta vieja en tu casa. Le eché a la vieja una mirada llena de odio. ¿Y si no estaba muerta? Toqué su frente. Su frente estaba fría. La mano también. ¿Pero qué hago yo ahora?
Enciendo la pipa y me siento en el diván. Se despierta en mí una ira loca.
—¡Qué puerca! —digo en voz alta.
La vieja está tirada como un saco en el sillón. Sus dientes sobresalen de la boca. Parece un caballo muerto.
—¡Menuda escena! —me digo—, sin atreverme a cubrir a la vieja con un periódico (nunca se sabe lo que puede ocurrir bajo un periódico).
Hay un movimiento en la pieza contigua: es mi vecino, un maquinista de tren, que ya se levanta. Sólo faltaba eso, que se oliera que tengo a una vieja muerta en mi habitación. Escucho el ruido de sus pasos. ¿A qué espera? ¡Son ya las cinco y media! Hace rato que debía haber salido. ¡Dios mío! ¡Se prepara el té! Escucho el ronroneo del hornillo tras la pared. Ah, ojalá se vaya pronto el maldito maquinista. Pongo las piernas sobre el diván y me tumbo. Han pasado ocho minutos, pero el té del vecino aún no está listo y el hornillo sigue ronroneando. Cierro los ojos y dormito.
Sueño que el vecino al fin se va y que yo salgo con él al rellano de la escalera y cierro de un portazo la puerta equipada con una cerradura automática. No tengo llaves y no puedo volver a entrar en casa. Tendría que llamar y despertar a los demás inquilinos, lo que sería una mala solución. Me quedo en el rellano pensando qué debo hacer cuando, súbitamente, constato que no tengo brazos. Inclino la cabeza para comprobar si tengo o no mis brazos, y veo que en un lado tengo un cuchillo de mesa en lugar del brazo, y en el otro un tenedor.
—Mira —le digo a Sakerdon Mijailovich que, por una razón desconocida, se encuentra a mi lado sentado en una silla plegable—. Ves —le digo— qué brazos tengo.
Pero Sakerdon Mijailovich guarda silencio y me doy cuenta que éste no es el auténtico Sakerdon Mijailovich, sino uno de barro.
Entonces me despierto y enseguida me doy cuenta que estoy en mi habitación sobre el diván y que cerca de la ventana, en el sillón, está la vieja muerta.
Vuelvo rápidamente la cabeza hacia ella. La vieja ya no está en el sillón. Contemplo el sillón vacío y me invade una enorme alegría. Eso significa, pues, que todo fue un sueño. ¿Pero cuándo comenzó? ¿Entró ayer la vieja en mi habitación? ¿Fue aquello también un sueño? Ayer, yo regresé a casa porque había olvidado apagar la cocina eléctrica. ¿O quizá eso también lo soñé? En cualquier caso, es una tranquilidad saber que no hay en mi casa una vieja muerta, y que no tenga que ir a explicarme con el administrador por el asunto del cadáver.
Aunque entonces, ¿cuánto tiempo habré dormido? Miré el reloj: las nueva y media… de la mañana por supuesto. ¡Señor! ¡Los sueños que a veces podemos tener!
Bajé las piernas del diván y me disponía a levantarme, cuando súbitamente vi a la anciana muerta tendida en el suelo y detrás de la mesa, cerca del sillón. Estaba caída de espaldas y la dentadura postiza, fuera de la boca, se había quedado enganchada de un diente en una aleta de la nariz. Tenía los brazos atrapados bajo al tronco, de tal manera que no se veían, y bajo la falda asomaban unas piernas huesudas enfundadas en unas medias de punto blancas y sucias.
—¡Puerca! —exclamé—, y precipitándome sobre ella le di una patada bajo el mentón.
La dentadura postiza salió volando hacia un rincón. Aún quise golpear otra vez a la vieja, pero temí que pudiese quedar alguna señal en su cuerpo que me delatara y luego pensaran que yo la había asesinado.
Me aparté de la vieja, me senté en el diván y encendí la pipa. Transcurrieron así unos veinte minutos. Parece claro ahora que, de cualquier modo, será abierta una investigación judicial sobre este asunto y que los imbéciles que instruirán el caso me culparán de asesinato. La situación se ponía seria, y, para colmo, esa patada.
Me acerqué de nuevo a la vieja e, inclinado sobre ella, me puse a examinar su cara. Bajo el mentón había una pequeña mancha oscura. No, imposible que vayan a liarme por eso. Vaya usted a saber, tal vez se golpeó contra algo antes de morir. Me tranquilizo un poco y me pongo a dar vueltas por la habitación fumando mi pipa y pensando en lo ocurrido.
Voy de acá para allá por la habitación y cada vez siento más hambre. Incluso empiezo a temblar de hambre. Rebusco otra vez en el armario de provisiones, pero no encuentro nada más que el terrón de azúcar.
Abro la cartera y cuento el dinero. Once rublos. Puedo, entonces, comprarme un poco de salchichón y pan, y aún me quedará algo para tabaco.
Me ajusto la corbata que la noche puso del revés, cojo mi reloj, me pongo la americana y salgo al corredor, cierro la puerta con mucho cuidado, después guardo la llave en un bolsillo y enfilo la calle. Antes de nada debo comer algo, así podré pensar con más claridad y entonces decidiré qué hacer con esta carroña.
Mientras encamino mis pasos hacia la tienda, me asalta la idea de pasar por casa de Sakerdon Mijailovich y contárselo todo: quizá entre ambos encontremos más rápido una solución. Pero rechazo inmediatamente esta idea, pues hay cosas que uno debe hacer solo, sin testigos.
En la tienda no había jamón y compré medio kilo de salchichas. Tampoco había tabaco. De la tienda me fui a la panadería.
En la panadería había mucha gente y una larga cola se agolpaba ante la caja. Aquello me fastidió, pero aun así me puse a la cola. La cola se movía muy despacio, después se inmovilizó por completo porque se organizó un escándalo en la caja.
Yo ponía cara de no enterarme de nada y miraba fijamente la espalda de la joven señorita que estaba delante de mí. Aquella mujer parecía muy curiosa, pues no dejaba de estirar el cuello ora a derecha, ora a izquierda, y hasta se ponía de puntillas para ver mejor lo que ocurría en la caja. Finalmente, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Sabe lo que está pasando ahí?
—No, lo siento —respondí lo más secamente posible.
La señorita no hacía más que girarse de un lado al otro hasta que de nuevo se dirigió a mí:
—¿No podría acercarse a ver lo qué ocurre?
—Lo siento, pero no me interesa en absoluto —le dije aún más secamente.
—¿Cómo que no le interesa? —exclamó—. ¿A pesar de estar bloqueado en la cola por eso?
No respondí nada y me contenté con inclinarme ligeramente. La señorita me miraba con atención.
—Por supuesto, esperar en la cola del pan no es cosa de hombres —dijo—. Me apena verle aquí esperando. ¿Es usted soltero, quizás?
—Sí, soy soltero —respondí, un poco desconcertado, aunque por inercia seguía contestando secamente, mientras hacía una leve inclinación.
La señorita me miró una vez más de los pies a la cabeza y, de pronto, tocando suavemente con un dedo mi brazo, dijo:
—Vamos, yo le compraré lo que necesite, y usted espéreme en la calle.
Me quedé completamente desconcertado.
—Se lo agradezco —dije—. Es usted muy amable, pero de verdad que puedo hacerlo yo mismo.
—Nada de eso —dijo la señorita—, vamos, salga. ¿Qué es lo quería comprar?
—Bueno —le dije—, quiero comprar medio kilo de pan negro, pero de molde, el más barato. Lo prefiero.
Está bien —dijo la señorita—. Y ahora, váyase. Yo lo pagaré y después haremos cuentas.
Y me empujó suavemente con el codo.
Salí de la panadería y me puse a esperar cerca de la puerta. El sol primaveral me daba de lleno en la cara. Encendí la pipa. ¡Qué mujer más encantadora! Es muy raro hoy en día. Espero allí entornando los párpados debido al sol, fumo mi pipa y pienso en la agradable señorita. ¡Tiene los ojos de color castaño claro! ¡Es realmente bonita, una preciosidad!
—¿Fuma en pipa? —dice una voz detrás de mí.
La bella señorita me ofrece el pan.
—Oh, se lo agradezco infinitamente —digo cogiendo el pan.
—¡Fuma en pipa! Me encanta —dice la señorita.
Y entre nosotros se establece la siguiente conversación:
Ella: ¿Así que usted mismo se compra el pan?
Yo: No sólo el pan: yo mismo me lo compro todo.
Ella: ¿Y dónde come?
Yo: Habitualmente, me preparo yo la comida. Pero a veces como en una taberna.
Ella: ¿Le gusta la cerveza?
Yo: No, prefiero el vodka.
Ella: A mí también me gusta el vodka.
Yo: ¿Le gusta el vodka? ¡Qué bien! Con mucho gusto me tomaría un vaso con usted uno de estos días.
Ella: Yo también me tomaría con mucho gusto un vaso de vodka con usted.
Yo: Discúlpeme, ¿puedo preguntarle algo?
Ella: (sonrojándose): Por supuesto, pregunte.
Yo: Bien, de acuerdo. ¿Cree usted en Dios?
Ella: (sorprendida): ¿En Dios? Sí, claro.
Yo: ¿Y qué le parece si compramos vodka y vamos ahora a mi casa? Vivo muy cerca de aquí.
Ella: (con aire provocador): Por mí, de acuerdo.
Yo: Entonces, vamos.
Entramos en una tienda y compramos medio litro de vodka. Ya no me queda dinero, aparte de un poco de calderilla. Hablamos sin parar de una cosa y otra, cuando, de pronto, recordé que en el suelo de mi habitación estaba la anciana muerta.
Echo una mirada a mi nueva amiga: estaba al lado del mostrador examinando unos tarros de mermelada. Yo, con sigilo, doy unos pasos hacia la puerta y salgo de la tienda. En ese mismo instante un tranvía para frente a la tienda. Salto al tranvía sin ni siquiera reparar de qué línea se trata. Me bajo en la calle Mijailovskaia y me acerco a casa de Sakerdon Mijailovich. Llevo conmigo la botella de vodka, las salchichas y el pan.
El mismo Sakerdon Mijailovich me abrió la puerta. Vestía un albornoz sobre el cuerpo desnudo, botas rusas de caña corta y gorro de piel con orejeras recogidas y atadas en lazo por arriba.
—Me alegra verte —dice Sakerdon Mijailovich.
—¿No te molesto? —le pregunto.
—No, no —dice Sakerdon Mijailovich—, sencillamente estaba sentado en el suelo sin hacer nada.
—Como ves —le dije—, traigo vodka y algo para picar. Si no tienes nada en contra, tomemos un trago.
—Muy bien —dijo Sakerdon Mijailovich—. Entra.
Pasamos a su habitación. Descorché la botella de vodka mientras Sakerdon Mijailovich ponía sobre la mesa dos vasos y un plato de carne cocida.
—Traje unas salchichas —dije—. ¿Las comemos crudas o las cocemos?
—Vamos a cocerlas —dijo Sakerdon Mijailovich—, y, mientras cuecen, nos tomaremos un poco de vodka con la carne hervida. Se ha cocido con la sopa, ¡está estupenda! Sakerdon Mijailovich puso una cazuela en el hornillo de petróleo y nos sentamos a beber.
—Beber vodka es sano —decía Sakerdon Mijailovich llenando los vasos. Miechnikov escribió que el vodka era mejor que el pan, que el pan sólo era paja que se pudría en nuestros estómagos.
—¡A tu salud! —dije trincando con Sakerdon Mijailovich. Vaciamos nuestros vasos antes de comer un trozo de carne fría.
—Muy bueno —dijo Sakerdon Mijailovich.
Pero en ese momento, se dejó oír un violento chasquido en la habitación.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
Permanecimos sentados en silencio, escuchando atentamente. De pronto, se escuchó un nuevo chasquido.
Sakerdon Mijailovich se levantó de un salto, se precipitó hacia la ventana y arrancó la cortina.
—¡Qué haces! —exclamé.
Pero Sakerdon Mijailovich se abalanzó sin responderme sobre el hornillo de petróleo, cogió el cazo con ayuda de la cortina y lo puso en el suelo.
—¡Maldita sea! —dijo Sakerdon Mijailovich—. Me olvidé de echar agua en el cazo, y, como es esmaltado, el esmalte saltó por los aires.
—Ahora lo entiendo —dije moviendo la cabeza.
Nos sentamos de nuevo a la mesa.
—¡Lástima! —dijo Sakerdon Mijailovich—, nos las comeremos crudas.
—Tengo un hambre feroz —dije.
—Come —dijo Sakerdon Mijailovich empujando las salchichas hacia mí.
—Es que la última vez que comí algo fue ayer, contigo, en la taberna; desde entonces, no he probado bocado —dije.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Sakerdon Mijailovich.
—Estuve escribiendo todo este tiempo —dije.
—¡Diablos! —exclamó Sakerdon Mijailovich con un énfasis exagerado—. Qué agradable es tener a un genio delante de uno.
—¡Tampoco hay que exagerar! —dije.
—¡Habrás escrito mucho! —dijo Sakerdon Mijailovich.
—Sí —dije—. Escribí montañas de papel.
—¡Por el genio de nuestro tiempo! —dijo Sakerdon Mijailovich alzando su vaso.
Bebimos. Sakerdon Mijailovich comió carne cocida y yo salchichas. Después de comerme cuatro, encendí mi pipa y dije:
—Sabes, de hecho, vine a tu casa para librarme de mis perseguidores.
—¿Y quién te persigue? —preguntó él.
—Una dama —dije.
Y como Sakerdon Mijailovich no me preguntó nada más y se contentaba con llenar los vasos en silencio, continué:
—La conocí en la panadería y enseguida me enamoré de ella.
—¿Es guapa? —preguntó Sakerdon Mijailovich.
—Si —dije—, para mi gusto, sí.
Bebimos y continué:
—Ella aceptó mi invitación para tomarnos un vodka en mi casa. Antes fuimos a una tienda, y, allí, se me ocurrió salir a la chita callando.
—¿No tenías dinero? —preguntó Sakerdon Mijailovich.
—Sí, suficiente —dije—, pero recordé que no podía llevarla a mi casa.
—¿Por qué, había otra mujer en tu casa? —preguntó Sakerdon Mijailovich.
—Sí, si quieres creerlo así, hay otra dama en mi casa —dije sonriendo—. De momento, no puedo permitirle a nadie que vaya a mi casa.
—Cásate. Así podrás invitarme a comer alguna vez —dijo Sakerdon Mijailovich.
—No —dije, partiéndome de risa—. No, con esa dama no me casaré.
—Entonces, cásate con la de la panadería —dijo Sakerdon Mijailovich.
—¿Pero por qué te empeñas en casarme? —dije.
—¿Y por qué no? —dijo Sakerdon Mijailovich llenando los vasos—. ¡Por tus éxitos!
Bebimos. El vodka comenzó visiblemente a producir su efecto. Sakerdon Mijailovich se quitó el gorro de piel con orejeras y lo lanzó sobre la cama. Yo me levanté para dar algunos pasos por la habitación; la cabeza me daba vueltas.
—¿Cómo lo llevas cuando estás ante un cadáver? —le pregunté a Sakerdon Mijailovich.
—Muy mal —dijo Sakerdon Mijailovich—. Me dan miedo.
—Sí, yo tampoco los soporto —dije—. Si tuviese que vérmelas con un muerto, salvo que fuera un familiar, le daría de patadas.
—No se debe patear a los cadáveres —dijo Sakerdon Mijailovich.
—Pues yo le daría un puntapié en todo el morro —dije—. No soporto ni a los muertos ni a los niños.
—Es verdad, los niños son un asco —aprobó Sakerdon Mijailovich.
—¿Y qué es peor, en tu opinión: los cadáveres o los niños? —pregunté.
—Creo que los niños son peores: nos molestan más a menudo. Los muertos, al menos, no se meten en nuestra vida —dijo Sakerdon Mijailovich.
—¡Oh, claro! —exclamé—, pero me callé al momento. Sakerdon Mijailovich me miró con atención.
—¿Quieres más vodka? —preguntó.
—No —dije, después, intentando dominarme, añadí—: No, gracias; ya está bien.
Me acerqué a la mesa y volví a sentarme. Permanecimos largo rato en silencio.
—Me gustaría preguntarte —dije al fin— ¿tú crees en Dios? Sakerdon Mijailovich arrugó la frente, y dijo:
—Hay cosas que son de mala educación. No está bien pedirle 50 rublos prestados a una persona a la que acabamos de ver cómo mete 200 en su bolsillo. Es ella quien ha de decidir si quiere prestarnos o negarnos ese dinero, y la manera más cómoda y educada para ella de negárnoslo, es mentir diciendo que no tiene. Pero como vimos que esa persona tenía dinero, la privamos de esa forma de la posibilidad de negárnoslo sencillamente y con educación. La privamos de su derecho a elegir, y eso es una grosería. Es un proceder maleducado, una falta de tacto. Y preguntarle a alguien «si cree en Dios» es también un proceder maleducado, una falta de tacto.
—Sin embargo —dije—, ambas cosas nada tienen en común.
—Pero yo no las estoy comparando —dijo Sakerdon Mijailovich.
—Bien, de acuerdo —dije—, dejemos esto. Perdona por haberte hecho por falta de tacto una pregunta tan maleducada.
—No tiene importancia —dijo Sakerdon Mijailovich—. Yo sólo me negué a responderla.
—Yo tampoco hubiera respondido —dije—, pero por otro motivo.
—¿Por cuál? —preguntó sin mucho interés Sakerdon Mijailovich.
—Verás —dije—, a mi parecer, no hay creyentes o no creyentes. Sólo hay personas que quieren creer y otras que no quieren creer.
—¿Quieres decir que aquellos que no quieren creer, creen ya en algo? —dijo Sakerdon Mijailovich—. ¿Y que los que quieren creer, en principio no creen en nada?
—Tal vez sea así —dije—. No lo sé.
—¿Y en qué creen o no creen? ¿En Dios? —preguntó Sakerdon Mijailovich.
—No —dije—, en la inmortalidad.
—Entonces, ¿por qué me has preguntado si creía en Dios?
—Sencillamente, porque preguntar «¿Crees en la inmortalidad?», suena un poco raro —le dije a Sakerdon Mijailovich mientras me levantaba.
—¿Qué haces, te vas? —me preguntó.
—Sí —dije—, tengo que irme.
—¿Y el vodka? —dijo Sakerdon Mijailovich—. Aún queda para un par de tragos.
—Ah, de acuerdo, acabémoslo —dije.
Acabamos el vodka y nos comimos el resto de carne.
—Ahora sí que me voy —dije.
—Hasta pronto —dijo Sakerdon Mijailovich acompañándome desde la cocina a la escalera—. Gracias por todo.
—Gracias a ti —dije—. Adiós.
Y me fui.
Una vez solo, Sakerdon Mijailovich recogió la mesa, puso la botella de vodka vacía en el armario, se volvió a poner su gorro de piel con orejeras y se sentó en el suelo bajo la ventana. Sakerdon Mijailovich dobló los brazos tras la espalda de tal manera que no se le veían. Bajo el albornoz asomaban dos piernas huesudas y desnudas calzadas con botas rusas de caña corta.
Yo caminaba por la Perspectiva Nevski, sumido en mis pensamientos. Debo ir a ver inmediatamente al administrador y contárselo todo. Y cuando me haya deshecho de la vieja, iré a apostarme días enteros cerca de la panadería hasta que encuentre a aquella gentil dama. Aún le debo los 48 kopeks del pan. Tengo un excelente pretexto para buscarla. El vodka que había bebido continuaba haciéndome efecto y quizá por eso, ahora, me parecía que todo comenzaba a encajar de la manera más fácil.
Al borde del Fontanka, me acerqué a un quiosco y, con el dinero que me quedaba, me tomé una enorme jarra de kvas. El kvas era malo, ácido, y continué mi camino con un mal gusto en la boca.
En una esquina de la calle Liteinaya, un tipo borracho trastabilló y acabó empujándome. Menos mal que no tengo revólver: lo hubiera matado en ese momento.
Debí de hacer el recorrido hasta mi casa con la cara descompuesta de rabia. Para colmo, todo el mundo se volvía para mirarme.
Entré en la oficina del administrador. Una joven —baja, sucia, rubianca, tuerta y de nariz respingona— que se daba rouge en los labios mirándose en un pequeño espejo de mano, estaba sentada sobre la mesa del escritorio.
—¿Dónde está el administrador? —pregunté.
La muchacha callaba y seguía dándose rouge.
—¿Dónde está el administrador? —repetí con una voz cortante.
—No está, y ya no vendrá hasta mañana —respondió la joven sucia, rubianca, tuerta y de nariz respingona.
Salí a la calle. Por la acera de enfrente caminaba el inválido que golpeaba ruidosamente la acera con su pierna ortopédica y su bastón. Seis chiquillos lo seguían imitando su manera de andar.
Torcí hacia el portal de mi casa y comencé a subir las escaleras. En el primer piso, me detuve; acudió a mi mente el pensamiento abyecto de que la vieja quizá había comenzado a descomponerse. No había cerrado la ventana y parece que si se deja la ventana abierta, los muertos se descomponen más de prisa. ¡Qué tontería! ¡Y el maldito administrador que no volverá hasta mañana! Me quedé indeciso durante unos minutos, después continué subiendo.
Cerca de la puerta del piso, me detuve de nuevo. Quizá debiera ir a la panadería y esperar allí a mi querida dama. Podría suplicarle que me dejase pasar dos o tres noches en su casa. Pero entonces, recordé que ella había comprado el pan y que, en consecuencia, hoy no volvería ya a la panadería. Y además, de cualquier forma, eso no cambiaría nada.
Abrí la puerta y pasé al corredor. Al final del corredor, la luz estaba encendida y Maria Vasilievna frotaba dos paños entre las manos. Al verme, dijo:
—Vino un viejo que preguntó por usted.
—¿Qué viejo? —pregunté.
—No sé —respondió Maria Vasilievna.
—¿Cuándo vino?
—No sé.
—¿Habló usted con ese viejo?
—Sí —respondió Maria Vasilievna.
—Entonces ¿cómo es que no sabe cuando vino? —dije.
—Vino hace dos horas más o menos.
—¿Qué aspecto tenía?
—No sé —respondió Maria Vasilievna, y se fue a la cocina. Yo me dirigí a mi habitación.
«¿Y si la vieja hubiese desaparecido? —pensé—. Entro en la habitación y la vieja no está. Así de sencillo. ¡Dios mío! ¿Acaso no existen los milagros?».
Giré la llave y comencé a abrir lentamente la puerta. Tal vez sólo me lo pareció, pero el agridulce olor de la descomposición me dio en la cara. Eché un vistazo a través de la puerta entreabierta y me quedé paralizado. La vieja se arrastraba lentamente a mi encuentro a cuatro patas.
Con un grito, cerré la puerta, giré la llave y me puse de espaldas contra la pared opuesta.
Maria Vasilievna apareció en el corredor.
—¿Me llamaba? —preguntó.
Yo temblaba de tal manera que no podía responder y moví negativamente la cabeza. Maria Vasilievna se acercó un poco más.
—¿Discute con alguien? —dijo.
De nuevo hice un gesto negativo con la cabeza.
—Está zumbado —dijo María Vasilievna— después se fue a la cocina volviendo la cabeza más de una vez para mirarme.
«No puedo quedarme aquí de esta manera. No puedo quedarme aquí de esta manera», me repetía mentalmente. Esa frase adquiría vida propia en alguna parte de mi interior. La repetí hasta que tomé conciencia de su significado.
No, no puedo quedarme aquí de esta manera —me dije—, pero estaba como paralizado. Había ocurrido algo horrible, pero aún quedaba por hacer algo quizá más pavoroso. Mis pensamientos giraban como un torbellino y sólo veía los malvados ojos de la vieja muerta, la cual, arrastrándose a gatas, se acercaba lentamente hacia mí.
¡Irrumpir en la habitación y destrozarle el cráneo a esa maldita vieja! ¡Eso es lo que tenía que hacer! Me alegré al ver en un ángulo del corredor un martillo de croquet, que, por una razón desconocida, llevaba allí muchos años. Coger el martillo, irrumpir en la habitación, y ¡pimpampum!…
El escalofrío no pasaba. Seguía allí, con los hombros alzados por el frío que tenía en mi interior. Mis pensamientos se disparaban, se enredaban, volvían al punto de partida y comenzaban de nuevo su acoso, abarcando otros aspectos, mientras que yo, estaba allí escuchando mis pensamientos; como si estuviera escindido de ellos, como si ya no fuese dueño de la situación.
—Los muertos —me explicaban mis pensamientos—, son una raza vil. Nos equivocamos al decir de ellos que descansan en paz, por el contrario son más bien agitados. Hay que vigilarlos sin cesar. Preguntad si no a cualquier vigilante de la morgue. ¿Para qué, además, creéis que los han puesto ahí? Para una sola cosa: vigilar para que los muertos no se escapen. Ocurren cosas curiosas a ese respecto. Una vez, mientras el vigilante se lavaba por orden de la dirección, un cadáver salió de la morgue y entró en la sala de desinfección donde se comió una pila de ropa de cama. Los empleados de la desinfección le dieron estopa hasta cansarse, pero por la ropa perdida tuvieron que pagar de su bolsillo. Otro cadáver, a su vez, apareció en la sala de partos y asustó a aquellas mujeres de tal manera que una de ellas abortó; entonces el muerto se arrojó sobre el feto y lo devoró ruidosamente. Y cuando una valiente enfermera le golpeó en la espalda con ayuda de un taburete, él le mordió en una pierna, y la enfermera murió poco después de una infección debida a la tomaína del cadáver. Sí, los muertos son una raza vil, con ellos, hay que estar prevenido.
—¡Basta! —le dije a mis propios pensamientos—. Estáis diciendo disparates. Los cadáveres no se mueven.
—Muy bien —me dijeron mis pensamientos—, entonces entra en tu habitación, donde se encuentra, según dices, ese cadáver inmóvil.
Una inesperada terquedad se apoderó de mí.
—Pues bien, ¡entraré! —dije con tono decidido a mis pensamientos.
—¡Inténtalo! —me dijeron ellos con cierta ironía.
Aquella mofa acabó por soliviantarme. Cogí el martillo de croquet y me lancé hacia la puerta.
—¡Espera! —me gritaron mis pensamientos.
Pero yo había girado ya la llave y abierto la puerta de par en par.
La vieja estaba tumbada cerca del umbral de cara al suelo. Yo me mantenía a un paso, con el martillo de croquet en alto. La vieja no se movía.
El escalofrío pasó y ahora mis pensamientos eran claros y precisos. Era dueño de la situación.
—¡Lo primero es cerrar la puerta! —me ordené a mí mismo. Saqué la llave de la cerradura del lado del pasillo para introducirla en la parte interior. Eso lo hice con la mano izquierda, mientras que en la derecha, sostenía el martillo de croquet en alto, sin apartar los ojos de la vieja.
Cerré la puerta con llave, después, tras franquear con cuidado a la anciana, gané el centro de la pieza.
—Ahora vamos a explicarnos —dije.
Yo había concebido un plan al que recurren de ordinario los asesinos de novela negra y las crónicas criminales; quería sencillamente ocultar a la vieja en una maleta, llevarla fuera de la ciudad y arrojarla a un pantano. Conocía un lugar ideal.
La maleta estaba debajo del diván. La saqué y la abrí. Contenía distintos objetos: algunos libros, un viejo sombrero de fieltro y ropa usada. Puse todo eso sobre el diván.
En ese momento, la puerta de la calle sonó ruidosamente y tuve la impresión de que la vieja se había movido.
Me puse en guardia al instante y cogí el mazo de croquet. La vieja estaba tranquilamente tumbada. Yo permanecía inmóvil, escuchando con atención. Era el maquinista que había regresado, le oigo moverse por su habitación. Ahora está en el corredor y va a la cocina. Si Maria Vasilievna le habla de mi extraño comportamiento, cosa fea. ¡Maldita sea! También tendré que ir a la cocina para que se tranquilicen al verme.
Franqueé de nuevo a la vieja y dejé el mazo cerca de la puerta a fin de tenerlo ya en mano antes de entrar cuando volviera, después salí al corredor. Se oían voces en la cocina, pero no se podían distinguir las palabras. Cerré tras de mí la puerta de la habitación y con sigilo me encaminé a la cocina: quería saber de qué hablaban Maria Vasilievna y el maquinista. Me desplacé raudo por el pasillo antes de aflojar el paso cerca de la cocina. Era el maquinista quien hablaba, debía contar algo ocurrido en su trabajo.
Entré. El maquinista estaba de pie, con una servilleta en la mano, y le decía algo a María Vasilievna, que lo escuchaba sentada en un taburete. Al verme, él me hizo un gesto con la mano.
—Buenos días, Matvei Filipovich —dije, pasando al cuarto de baño.
Todo estaba tranquilo por el momento. Maria Vasilievna ya estaba acostumbrada a mis extravagancias y posiblemente había olvidado lo sucedido.
Pero, de pronto, un pensamiento atravesó mi mente: no había cerrado la puerta con llave. ¿Qué ocurriría si la vieja sale de la habitación?
Iba a volver precipitadamente, pero me contuve a tiempo y, para no asustar a los demás inquilinos, crucé la cocina con un paso tranquilo.
Maria Vasilievna tamborileaba con un dedo sobre la mesa y le decía al maquinista:
—¡Eso sí que es bueno! ¡Muy bueno! ¡Yo también hubiera silbado!
Con el corazón en un puño, salí al corredor y, entonces, me lancé casi corriendo hacia la habitación.
Desde fuera todo parecía tranquilo. Me acerqué a la puerta, y, entreabriéndola, eché un vistazo al interior. Como antes, la vieja estaba tumbada de cara al suelo. El martillo de croquet estaba en el mismo lugar donde lo había dejado, cerca de la puerta. Lo cogí, y entré en la habitación cerrando con llave. Sí, un olor a cadáver apestaba la estancia. Franqueé a la vieja, me acerqué a la ventana y me senté en el sillón. Ojalá no me sienta mal a causa de este hedor, aún débil, pero sin embargo ya insoportable. Encendí la pipa. Sentía una ligera náusea y un pequeño malestar en el estómago.
¿Pero qué hago yo sentado aquí? Hay que actuar con rapidez, antes de que esta vieja se pudra definitivamente. Pero en cualquier caso, debo tener cuidado al meterla en la maleta, porque es justamente entonces cuando puede morderme un dedo. Y morir a continuación de una septicemia, ¡no, gracias!
—¡Ajá! —exclamé de pronto—. Me gustaría mucho saber con qué va a morderme. ¡Usted ya sabe dónde están sus dientes!
Sin abandonar el sillón, me incliné y miré hacia el lugar donde, según creía, debía encontrarse la dentadura postiza de la vieja. Pero la dentadura no estaba allí.
Me puse a pensar: ¿tal vez la vieja muerta gateó a través de la habitación buscando sus dientes? ¿Quizá llegó a encontrarlos y volvió a colocárselos en la boca?
Cogí el martillo de croquet y hurgué con él en el rincón. Nada, la dentadura había desaparecido. Entonces saqué de la cómoda una gruesa sábana de algodón y me acerqué a la vieja. En la mano derecha, tenía preparado el martillo de croquet, y, en la izquierda, la sábana de algodón.
La vieja muerta me inspiraba a la vez terror y asco. Con la ayuda del mazo, levanté ligeramente su cabeza: la boca estaba abierta, los ojos en blanco, y una gran mancha oscura se extendía por todo el mentón, allí donde le di la patada. Eché un vistazo a su boca. No, no había encontrado su dentadura. Solté su cabeza. La cabeza cayó golpeándose contra el suelo.
Entonces extendí la sábana en el suelo y la arrastré hasta donde se encontraba la vieja. Después, ayudándome del mazo de croquet y una pierna, giré a la vieja sobre su costado izquierdo, hasta dejarla boca arriba. Ahora estaba tendida en la sábana. Tenía las rodillas dobladas y los puños apretados contra los hombros. Parecía que echada así panza arriba, como un gato, quisiera defenderse contra los ataques de un águila. Vamos, de prisa ¡tengo que deshacerme de una vez por todas de esta carroña!
Envolví a la vieja en la sábana y la cogí en mis brazos. Resultó ser más ligera de lo que yo pensaba. La deposité en la maleta e intenté cerrar la tapa. Me esperaba toda clase de dificultades, pero la tapa se cerró fácilmente. Encajé los cierres de la maleta y me erguí.
La maleta, ante mí, tenía un aspecto de lo más convencional, como si en su interior hubiese ropa y libros. La agarré por el asa e intenté levantarla. Sí, por supuesto, era pesada, pero no excesivamente, de modo que podría llevarla hasta el tranvía.
Comprobé la hora: las cinco y veinte. Está bien. Me senté en el sillón para relajarme un poco y fumar una pipa. Probablemente las salchichas que comí no estaban muy buenas, pues cada vez me dolía más el estómago. ¿Quizá se deba a que las comí crudas? ¿O se trate de un dolor de estómago puramente nervioso?
Permanezco sentado y fumo. Los minutos se suceden inexorablemente.
El sol primaveral brilla a través de la ventana y sus rayos me obligan a entornar los párpados. Poco después se oculta tras la chimenea de la casa de enfrente, y su sombra corre por el tejado, cruza la calle volando y viene a posarse en mi cara. Recuerdo que ayer, a la misma hora, estaba en este mismo lugar escribiendo mi relato. Aún está aquí el papel cuadriculado en el que escribí con letra pequeña: «El taumaturgo era alto».
Miré a través de la ventana. Por la calle pasaba el inválido que golpeaba ruidosamente la acera con su pierna ortopédica y su bastón. Dos obreros y una vieja se partían de risa viendo la ridícula manera de andar del inválido.
Me levanté. ¡Había llegado la hora! La hora de ponerme en camino. La hora de llevar a la vieja al pantano.
Debo pedirle algún dinero prestado al maquinista.
—Discúlpeme, Matvei Filipovich, ¿tiene dinero? ¿No podría prestarme 30 rublos? Se los devolveré pasado mañana.
—Sí, no faltaba más —dijo el maquinista.
Pude oír cómo abría un cajón haciendo tintinear las llaves. Después abrió la puerta y me alargó un billete rojo y nuevo de 30 rublos.
—Muchas gracias, Matvei Filipovich —dije.
—De nada, de nada —dijo el maquinista.
Metí el dinero en un bolsillo y volví a mi habitación. La maleta seguía estando tranquilamente en el mismo lugar que la dejé.
—Y ahora, pongámonos en camino, sin más tardanza —me dije.
Cogí la maleta y salí de la habitación.
Maria Vasilievna me vio con la maleta y exclamó:
—¿A dónde va?
—A casa de mi tía —dije.
—¿Cuándo volverá? ¿Pronto? —preguntó Maria Vasilievna.
—Sí —dije—. He de llevarle alguna ropa a mi tía. Quizá esté de vuelta hoy mismo.
Salí a la calle. Llegué al tranvía sin ningún tropiezo, llevando la maleta ora en la mano derecha, ora en la izquierda.
Subí al segundo vagón del tranvía, por la plataforma delantera, y me puse a llamar la atención de la cobradora para que me cobrase por el equipaje y el trayecto. No quería hacer pasar mi único billete de 30 rublos a través de todo el vagón, y tampoco podía decidirme a abandonar la maleta para ir yo mismo al encuentro de la cobradora. Ella se acercó a la plataforma y me dijo que no tenía cambio. Tuve que bajarme en la parada siguiente.
De muy mal humor, me puse a esperar por otro tranvía. Me dolía el estómago y mis piernas acusaban un ligero temblor.
Y súbitamente vi a mi encantadora dama: en aquel momento cruzaba la calle sin mirar hacia donde yo estaba. Agarré la maleta y me lancé en su persecución. No sabía su nombre y, por lo tanto, no podía llamarla. La maleta me molestaba terriblemente: la sostenía ante mí con las dos manos y la iba empujando con rodillas y vientre. La bella dama caminaba muy deprisa y entonces me di cuenta de que no le daría alcance. Estaba ya casi extenuado y empapado de sudor. Después la dama dobló por una callejuela, y, cuando llegué a la esquina, ella había desaparecido.
—¡Maldita vieja! —farfullé, arrojando la maleta al suelo.
El sudor había atravesado por completo las mangas de mi americana, que se me pegaban a los brazos. Me senté en la maleta y, con ayuda de un pañuelo, me sequé la cara y el cuello. Dos chiquillos se pararon ante mí y comenzaron a observarme. Tratando de aparentar calma, me puse a mirar fijamente el portal más próximo, como si esperase a alguien. Los chiquillos susurraban y me señalaban con el dedo. Una rabia terrible me estrangulaba. ¡Ah, si les entrase el tétanos!
Y por culpa de estos pequeños tiñosos me levanto, cojo la maleta, me acerco al portal y echo un vistazo. Aparento sorpresa, saco el reloj y me encojo de hombros. Los chavales me observan desde lejos. Yo me encojo de hombros una vez más y me asomo al portal.
—Qué extraño —digo en voz alta, después cojo la maleta y la arrastro hasta la parada del tranvía.
Llegué a la estación a la siete menos cinco. Compro un billete de ida y vuelta para Lisi Nos y subo al tren.
En el vagón hay otras dos personas: uno, al parecer, es un obrero, parece cansado y duerme, con la gorra echada sobre los ojos. El otro, un tipo aún joven, viste como un petimetre de campo: bajo la chaqueta, lleva una camisa rosa abotonada a un lado y una mata de rizado pelo asoma bajo su gorra. Fuma un cigarrillo en una boquilla de plástico de intenso color verde.
Dejo la maleta entre los bancos y me siento. Tengo tales cólicos que aprieto los puños para no gemir de dolor.
Por el andén, dos policías llevan a un hombre detenido. Camina con las manos a la espalda y cabizbajo.
El tren se pone en marcha. Miro el reloj: las siete y diez.
¡Qué placer será arrojar a esta vieja al pantano! Lástima que no haya traído un bastón conmigo: llegado el caso, habrá que empujarla.
El petimetre en camisa rosa no deja de mirarme con insistencia. Yo le vuelvo la espalda y miro por la ventanilla. Tengo horribles dolores de estómago: durante estos momentos, aprieto los dientes, cierro los puños y tenso las piernas.
Dejamos atrás Lanskaia y Novaia Derevnia. A ese lado asoma la cúpula dorada de la pagoda budista y por allí asoma el mar.
Pero entonces, me levanto de un brinco, y, olvidando todo lo que me rodea, salgo disparado —con un trote de cortos pasitos— hacia el retrete. Un infausto vómito conmueve y trastorna mi conciencia…
El tren aminora su marcha. Nos acercamos a Lajta. Estoy sentado sin hacer el menor movimiento, temiendo que me hagan salir del retrate durante la parada.
—¡Vamos, que se ponga en marcha! ¡Que se ponga en marcha de una vez!
El tren se mueve y yo cierro los ojos de placer. ¡Ah, estos minutos pueden ser tan dulces como los instantes de amor! Todos mis nervios están tensos… pero sé que tras esto seguirá un abatimiento terrible.
El tren se detiene de nuevo. Estamos en Olguino. ¡Esto significa que se repetirá la misma tortura!
Pero ahora, son falsas ganas. Un sudor frío perla mi frente y una ligera tibieza revolotea en torno a mi corazón. Me levanto y permanezco un momento con la cabeza apoyada en el tabique. El tren avanza y el traqueteo del vagón me resulta agradable.
Hago acopio de todas mis fuerzas y, a tientas, salgo del retrete.
En el vagón no hay nadie. El obrero y el petimetre en camisa rosa descendieron, al parecer, en Lajta o en Olguino. Me dirijo lentamente hacia mi ventanilla.
Pero súbitamente me detengo y miro con aire alelado ante mí. La maleta no está donde la había dejado. Debí equivocarme de ventanilla. Me precipité a la ventanilla siguiente. Tampoco allí estaba la maleta. Recorrí el vagón de arriba abajo, miré bajo los bancos, pero la maleta no aparecía por ninguna parte.
Sí, ¿cómo puede haber la menor duda? Por supuesto, me robaron la maleta mientras estaba en el retrete. ¡Era de esperar!
Estoy sentado en el banco, con las cejas enarcadas, y, quién sabe por qué, recordando aquel momento en casa de Sakerdon Mijailovich cuando el esmalte del cazo, al rojo vivo, saltó con un chasquido impresionante.
—¿Y ahora qué? —me pregunto a mí mismo—. ¿Quién va a creer ahora que yo no maté a la vieja? Me arrestarán hoy mismo, aquí o en la ciudad, en la estación, como al hombre que caminaba cabizbajo.
Salgo a la plataforma del vagón. El tren se acerca a Lisi Nos. Los pivotes blancos que bordean la vía pasan como desfilando. El tren se detiene. Las escalerillas del vagón no llegan al suelo. Salto y me dirijo al hall de la estación. Aún habrá que esperar media hora por el próximo tren que lleva a la ciudad.
Me acerco a un lugar arbolado. Veo unos matorrales de enebro. Tras ellos nadie me verá. Me dirijo hacia ellos.
Una enorme oruga verde se arrastra por el suelo. Me pongo de rodillas y la toco con el dedo. Una y otra vez se contorsiona con violencia y nerviosismo en todos los sentidos.
Miro en torno. Nadie me ve. Un ligero escalofrío me recorre la espalda. Inclino la cabeza y susurro:
—En el nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
……………………………………………
Con esto, interrumpo momentáneamente mi manuscrito, considerando que su extensión es ya suficiente.
[final de mayo y primera mitad de junio 1939]