Yo levantaba polvo. Unos niños corrían tras de mí, desgarrando sus ropas. Viejos y viejas caían de los tejados. Yo silbaba, gruñía, chasqueaba los dientes y golpeaba el suelo con mi bastón de hierro. Andrajosos niños volaban más que corrían en mi persecución, y, sin poder alcanzarme, acababan rompiéndose sus delgadas piernas. Viejos y viejas trotaban y daban vueltas en torno a mí. ¡Adelante! Los niños, sucios y raquíticos, como setas venenosas, se enredaban entre mis piernas. Me costaba correr. Tropezaba a cada momento e incluso, una vez, a punto estuve de caer en una blanda papilla de viejos y viejas que se revolcaban en la tierra. Salté, arrancando algunas cabezas de setas venenosas, y pisé el vientre de una vieja flaca que reventó ruidosamente mientras decía: «Me matan». Sin mirar atrás, proseguí mi carrera. Ahora, bajo mis pies se extendía una calzada limpia y lisa. Algunas farolas iluminaban mi camino. Llegué a una sauna. Su acogedora luz parpadeaba ante mí y un vapor confortable, pero sofocante, penetraba ya por mi nariz, oídos y boca. Sin desnudarme atravesé el vestuario, pasé junto a los grifos, palanganas y tarimas, y me dirigí directamente a una litera. Me envolvió una nube cálida y blanca. Escuché un sonido débil pero persistente. Al parecer estoy tumbado.

… Y en ese momento, un poderoso descanso suspendió los latidos de mi corazón.

1 de febr. 1939