Me llaman el capuchino. Por eso, le arrancaría las orejas a quienquiera que fuese, pero por ahora, hay algo que no me deja en paz, y es la gloria de Jean-Jacques Rousseau. ¿Cómo es posible que él lo supiera todo? ¡Lo mismo ponerle pañales a los niños como casar a las chicas! A mí también me gustaría saberlo todo como él. De hecho, lo sé todo, pero no estoy seguro de mis conocimientos. A propósito de los niños, sé de manera segura que no es ponerle pañales lo que hay que hacer con ellos, sino eliminarlos. Para ese fin, construiré en la ciudad una fosa central donde arrojaré a los niños. Y para evitar que de la fosa se eleve el fétido olor de la putrefacción, bastará con arrojar cada semana cal viva. A esa misma fosa, arrojaré a los campesinos alemanes. Ahora, a propósito del casamiento de las chicas. En mi opinión, es más sencillo: construiré un lugar público donde se reunirán los jóvenes, digamos, una vez al mes. De diecisiete a treinta y cinco años, todo el mundo habrá de desnudarse completamente y recorrer la sala. Si alguien le gusta a alguien, la pareja se retirará a un rincón, donde se examinará detalladamente. Olvidaba decir que todos habrán de llevar al cuello un pequeño cartel con su nombre, apellidos y dirección. Después, se podrá enviar una carta a la persona de su elección y profundizar en el conocimiento. Y si un viejo o una vieja se entromete en estas historias, propongo acabar con ellos a hachazos y arrastrarlos al mismo lugar de los niños, a la fosa central.

Me gustaría seguir hablando de los conocimientos que tengo pero, lamentablemente, debo ir a la tienda a comprar tabaco. En la calle, llevo siempre conmigo un nudoso y grueso bastón. Lo llevo para vapulear a los niños que se enredan entre mis piernas. Debe ser por eso por lo que me llaman el capuchino. ¡Pero esperad, cerdos, que voy a arrancaros las orejas!

12 de octubre 1938