El péndulo dejó oír un extraño chirrido y los mensajeros llegaron a mi casa. Tardé en comprender que los mensajeros habían llegado. Lo primero que pensé fue que se había estropeado el reloj. Pero pude ver que continuaba marchando e indicaba con toda probabilidad la hora exacta. Entonces concluí que había una corriente de aire en la habitación. Estaba muy sorprendido: ¿cuál era, pues, ese fenómeno cuyo origen podía ser tanto el desajuste de un reloj como una corriente de aire en la habitación? Pensaba en eso mientras seguía mirando al reloj, sentado en una silla cerca del diván. El minutero estaba sobre el nueve, y la aguja de las horas cerca del cuatro: por tanto, eran las cuatro menos cuarto. Bajo el reloj había un calendario cuyas hojas se agitaban, como si un fuerte viento soplase en la pieza. Mi corazón latía agitado y temí perder el conocimiento.
—Tengo que beber agua —me dije.
Cerca de mí, en una mesilla, había un jarro de agua. Tendí la mano para coger aquel jarro.
—El agua puede ayudarme —me dije—, mirándola.
Entonces comprendí que habían llegado los mensajeros, pero no conseguía distinguirlos del agua. Temía beber porque hubiera podido tragar un mensajero por error. ¿Qué significa esto? Esto no significa nada. Sólo podemos beber líquidos. ¿Acaso los mensajeros son líquidos? No. No hay nada que temer, puedo beber agua tranquilamente. Pero no conseguí encontrarla. Recorrí la pieza buscándola. Intenté meterme un cinto en la boca, pero no era agua. Me metí el calendario en la boca, pero tampoco era agua. Olvidé el asunto del agua y me puse a buscar a los mensajeros. Pero ¿cómo encontrarlos? ¿A qué se parecen? Recordé que no podía distinguirlos del agua, lo cual quiere decir que se parecen a ella. Pero ¿a qué se parece el agua?
Me quedé allí pensando.
No sé cuánto tiempo me quedé allí pensando, pero de pronto, me sobresalté:
—¡Al fin, el agua! —me dije. Pero aquello no era agua, sencillamente me picaba una oreja.
Me puse a mirar bajo el armario y bajo la cama con la intención, por lo menos, de encontrar agua o a un mensajero. Pero bajo el armario, entre el polvo, sólo encontré una pelota roída por el perro, y, bajo la cama, algunos trozos de cristal.
Bajo la silla, encontré una croqueta mordisqueada. Me la comí y me sentí mejor. El viento ya no soplaba y el reloj con su tic-tac tranquilo indicaba la hora exacta: las cuatro menos cuarto.
—O sea, que los mensajeros ya se han ido —me dije—, y comencé a vestirme para ir a casa de unos amigos.
Daniil Charms
22 de agosto 1937