Las piernas de mi mujer comenzaron a crisparse. Ella quería sentarse en un sillón, pero sus piernas la llevaron a otro lugar hacia el armario, y aún más lejos, antes de sentarla en una caja. Pero con un esfuerzo de voluntad, mi mujer se levantó y se dirigió a la habitación; sin embargo, una vez más sus piernas le jugaron una mala pasada y no consiguió llegar a la puerta. «¡Ah, al diablo!…», dijo mi mujer cayéndose de bruces bajo el escritorio. Y sus piernas continuaron haciendo de las suyas, hasta el punto de romper un cuenco de cristal que estaba en el suelo, a la entrada.
Finalmente, mi mujer pudo sentarse en el sofá.
—Lo conseguí —dijo mi mujer con una amplia sonrisa y quitándose las pequeñas virutas que se le habían adherido a la nariz.
[1936-1938]