Yo fui un anciano muy sabio.
Actualmente, ya no es lo mismo, considerad incluso que no lo soy; pero hubo un tiempo en que no importa quién de vosotros hubiera venido a mí y, cualquiera que fuese el fardo que oprimía su alma, cualesquiera que fuesen los pecados que atormentaban sus pensamientos, yo lo hubiera acogido entre mis brazos y le habría dicho: «Hijo mío, consuélate, pues ningún fardo oprime tu alma, y en tu cuerpo no veo ningún pecado», y se hubiera marchado lleno de alegría y felicidad.
Yo era alto y fuerte. Las gentes que venían a mi encuentro en la calle se apartaban, y me abría paso entre la muchedumbre como una plancha.
Me besaban a menudo los pies, pero yo no protestaba: sabía que era digno de eso. ¿Por qué privar a las personas de honrarme? Yo mismo, además, teniendo un cuerpo de una flexibilidad excepcional, intenté una vez besarme mi propio pie. Me senté en un banco, cogí mi pie derecho con la mano y lo llevé a mi cara. Conseguí besar el dedo gordo. Me sentí muy feliz por aquello. Entonces comprendí la felicidad de los otros.
¡Todo el mundo se inclinaba ante mí! Y no sólo las personas, sino también los animales, e incluso toda clase de bichos se arrastraba ante mí moviendo la cola. ¡Y los gatos! Éstos me amaban con locura, y, agarrándose unos a otros de cierta manera por la pata, corrían ante mí cuando yo subía la escalera.
Por esa época, yo era efectivamente de una gran sabiduría y lo comprendía todo. No había ni una sola cosa que hubiera podido ponerme en apuros. Un solo minuto de esfuerzo bastaba a mi prodigiosa mente para resolver de la manera más sencilla del mundo la cuestión más compleja. Incluso una vez me llevaron al Instituto de encefalografía a fin de mostrarme ante sabios profesores. Estos midieron mi intelecto eléctricamente y se quedaron atónitos: «Nunca vimos nada semejante», dijeron.
Yo estaba casado, pero raramente veía a mi mujer. Ella me temía: la enormidad de mi mente la aplastaba. Ella no vivía, temblaba, y si yo la miraba, se sentía presa de hipo. Vivimos mucho tiempo juntos, pero un día, creo que ella desapareció en alguna parte; no me acuerdo con precisión. La memoria es, ciertamente, un extraño fenómeno. ¡Qué difícil es memorizar algo, y qué fácil olvidarlo! O bien puede ocurrir esto: uno memoriza una cosa, y recuerda otra completamente distinta. O bien: uno memoriza algo con esfuerzo, pero sólidamente, y después, ya no consigue recordarlo. Eso también ocurre. Yo le aconsejaría a todo el mundo que trabajase con su memoria.
Yo siempre he sido ecuánime y nunca le pegué a nadie gratuitamente, porque cuando le pegamos a alguien, acabamos perdiendo el control y nos arriesgamos a dar la nota. A los niños, por ejemplo, jamás hay que corregirlos con un cuchillo o con objetos metálicos en general, mientras que a las mujeres, por el contrario, es conveniente no corregirlas nunca con los pies. Los animales, al parecer, soportan más. Pero yo tuve algunas experiencias en ese sentido y sé que eso no siempre es verdad.
Gracias a mi flexibilidad, soy el único en poder hacer ciertas cosas. Así, por ejemplo, conseguí recuperar un día de una tubería del alcantarillado el anillo de mi hermano que, casualmente, se había deslizado allí. Podía, por ejemplo, esconderme en un cesto relativamente pequeño y cerrar la tapa sobre mí.
¡Sí, por supuesto, yo era un fenómeno!
Mi hermano era mi exacto contrario: en primer lugar, era más alto, y en segundo lugar, más bruto.
Nosotros nunca nos llevábamos bien. Aunque, de hecho, nuestras relaciones eran buenas, e incluso excelentes. No, aquí, me he extraviado un poco: exactamente no nos llevábamos bien y discutíamos todo el tiempo. He aquí un ejemplo de nuestro malquisto. Yo estaba cerca de una tienda donde había azúcar y hacía la cola intentando no escuchar lo que se decía en torno a mí. Tenía un ligero dolor de muelas y estaba de mal humor. Debía de hacer mucho frío fuera, pues todo el mundo tiritaba a pesar de los forrados gabanes de piel. Yo también llevaba un gabán forrado, pero no tenía especialmente frío; en cambio, tenía las manos heladas porque debía sacarlas de los bolsillos a cada momento con el fin de trasladar la maleta, que había protegido entre las piernas para evitar que desapareciese. Súbitamente, me golpearon en el hombro. Aquello me sumió en una indignación indescriptible y, a la velocidad del relámpago, comencé a reflexionar en el modo de devolver la ofensa. En ese momento, me golpearon por segunda vez en el hombro. Me puse en guardia, pero decidí no volver la cabeza y fingir que no me había dado cuenta de nada. Me limité, por si acaso, a coger la maleta con la mano. Siete minutos después más o menos, me golpearon por tercera vez en el hombro. Entonces me volví y vi ante mi a un hombre alto, de edad madura, que vestía un grueso y usado abrigo, pero todavía en buen estado.
—¿Qué quiere de mí? —le pregunté con una voz severa y ligeramente metálica.
—Y tú, ¿por qué no te vuelves cuando te llaman? —dijo él. Me había puesto a pensar en el sentido de sus palabras cuando de nuevo abrió la boca y dijo:
—¿Pero qué te ocurre? Vamos, ¿no me reconoces? Si soy tu hermano.
Me puse otra vez pensar en sus palabras cuando de nuevo abrió la boca y dijo:
—Escucha, querido hermano. Me faltan cuatro rublos para comprar azúcar, y sería una estupidez abandonar la cola. Préstame un billete de cinco y después haremos cuentas. Me puse a pensar en la razón por la cual le faltaban cuatro rublos a mi hermano, pero me agarró por la manga y dijo:
—¿Entonces, qué? ¿Le prestas un poco de dinero a tu hermano?, y mientras decía eso, él mismo desabrochaba mi forrado gabán, hurgaba en mi bolsillo interior y sacaba de allí mi monedero.
—Pues bien, querido hermano —dijo—, te cojo una pequeña cantidad y mira, vuelvo a meterte el monedero en el abrigo.
Y deslizó el monedero en un bolsillo exterior del abrigo. Evidentemente, yo estaba muy sorprendido por haberme encontrado con mi hermano de manera tan inesperada. Permanecí callado un momento, después le pregunté:
—¿Y tú dónde has estado hasta ahora?
—Por ahí —respondió mi hermano indicando una dirección con la mano.
Me puse a pensar: ¿dónde podía ser «por ahí»? Pero mi hermano me golpeó con un codo y dijo:
—Mira, empiezan a entrar en la tienda.
Fuimos juntos hasta la puerta de la tienda, pero una vez dentro, me encontré solo, sin hermano. Abandoné por un minuto la cola a fin de echar un vistazo hacia fuera a través de la puerta. Pero a mi hermano no se le veía por ninguna parte.
Cuando quise volver a mi sitio en la cola, no me lo permitieron y me empujaron progresivamente hasta la calle. Entonces, tratando de domeñar mi ira por tan malas costumbres, regresé a mi casa. Una vez en casa, pude comprobar que mi hermano había aligerado mi monedero de todo el dinero que contenía. Entonces me sentí terriblemente furioso contra él y a partir de ese día nunca más volvimos a reconciliarnos.
Yo vivía solo y no dejaba entrar en mi casa más que a los que venían a buscar consejo. Pero eran tan numerosos que, finalmente, yo no disponía de paz, ni de día ni de noche. En ocasiones, me fatigaba hasta tal punto que me tumbaba en el suelo para descansar. Permanecía tendido en el suelo hasta que me invadía el frío, y entonces saltaba sobre mis pies y comenzaba a correr por la habitación para entrar en calor. Poco después volvía a sentarme en el banco para ofrecerles mis consejos a los que lo necesitaban.
Entraban en mi casa uno tras otro, a veces incluso sin abrir la puerta. Yo encontraba divertido observar sus rostros atormentados. Hablaba con ellos haciendo grandes esfuerzos para no reírme.
En cierta ocasión, no pude contenerme y estallé en risas. Horrorizados, se precipitaron corriendo unos hacia la puerta, otros hacia la ventana, y otros más ciegamente a través de la pared.
Una vez solo, me alcé en mi poderosa estatura, abrí la boca y dije:
—Printimpram.
Pero algo se rompió en mí, y, desde ese momento, podéis considerar que ya no lo soy.
[1935-1937]