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Una mosca golpeó en la frente a un señor que iba corriendo, le atravesó la cabeza de parte a parte y le salió por la nuca. El señor —que se apellidaba Derniatin— se quedó muy sorprendido: le pareció notar que algo pasaba silbando al lado de su cráneo y que en la nuca se le desgarraba un trozo de piel que le producía cierto cosquilleo. Derniatin se detuvo y pensó: «¿Qué significa esto? Pude escuchar con absoluta claridad una especie de silbido en la mollera. No se me ocurre ninguna explicación a lo sucedido. En cualquier caso, es una sensación extraña, parecida a una enfermedad de la cabeza. Pero no voy a pensar más en ello, voy a seguir con mi carrera».

Sumido en esos pensamientos, el señor Derniatin siguió corriendo aunque, por más que lo intentaba, no conseguía correr en paz. En el camino azul Derniatin tropezó y a punto estuvo de caer; tuvo incluso que recurrir a las manos para no perder el equilibrio. «Menos mal que no me he caído —pensó Derniatin— porque me hubiese roto las gafas y dejaría de ver por dónde lleva el camino». Derniatin continuó, esta vez andando, apoyado en su bastón. Sin embargo, un peligro acechaba tras otro. Derniatin comenzó a canturrear para alejar sus malos pensamientos. La cancioncilla era tan alegre y sonora que Derniatin, embelesado, se olvidó de que iba por el camino azul por el cual, a esas horas del día, pasan continuamente coches a una velocidad de vértigo. El camino azul era muy estrecho y evitar a los coches resultaba muy difícil. Por eso se le consideraba peligroso. Las personas precavidas iban por el camino azul con cuidado para no morir. Aquí, la muerte acechaba al peatón a cada paso, a veces en forma de automóvil, otras en forma de carro o carreta cargado con carbón mineral. Sin darle tiempo a decir ni mu, se le vino encima un enorme automóvil. Derniatin exclamó «¡me muero!» y saltó a un lado. La hierba se abrió ante él al caer en la húmeda cuneta. El automóvil pasó a su lado rugiendo y en una de las ventanillas asomó la banderola de las situaciones de emergencia.

La gente del coche no dudaba de que Derniatin había muerto y por ello se quitaron los sombreros y continuaron su trayecto con las cabezas descubiertas. «¿No os habéis dado cuenta bajo qué ruedas cayó ese tipo?, ¿bajo las delanteras o bajo las traseras?» —preguntó el señor de los manguitos, o sea no el de los manguitos sino el de la capucha. «A mí —decía ese señor— siempre se me enfrían las mejillas y los lóbulos de las orejas, por eso llevo siempre capucha». Al lado de este señor en el automóvil estaba sentada una dama de boca interesante. «A mí —dijo la dama— me preocupa que nos puedan acusar de la muerte de ese viandante». «¿Qué? ¿Qué?» —preguntó el señor alzándose la capucha. La dama repitió cuál era su preocupación. «No, —dijo el señor de la capucha— el asesinato se castiga sólo en aquellos casos en que la víctima se parece a una calabaza. Pero nosotros no. Nosotros no. Nosotros no somos culpables de la muerte del viandante. Él mismo exclamó ¡me muero! Nosotros simplemente fuimos testigos de su repentina muerte». Madame Anette sonrió con su interesante boca y dijo para sí: «Anton Antonovich, usted huye astutamente de la desgracia».

Mientras tanto, el señor Derniatin estaba tirado en la húmeda cuneta con los brazos y las piernas extendidos. El coche ya no se veía. Derniatin había comprendido que no estaba muerto. La muerte en forma de automóvil ya había pasado. Se puso en pie, limpió su traje con la manga, se lamió los dedos y continuó por el camino azul para dar alcance al tiempo. El tiempo le llevaba nueve minutos y medio de ventaja y Derniatin se fue a alcanzar los minutos.

[1929-1930]