[INTERLUDIO (DOS HISTORIAS RECOGIDAS EN EL DIARIO DE NARIJIRA)]

23. Los niños de unos vendedores itinerantes

Una vez, un niño y una niña, hijos de unos vendedores itinerantes, solían jugar juntos cerca de un pozo.{*} Cuando crecieron, empezaron a tener vergüenza el uno del otro, pero el niño pensaba casarse algún día con ella. Y ella también pensaba lo mismo. Por eso, cuando el padre de la niña decidió casarla con otro, ella se negaba. El niño le envió el siguiente poema:

Aquella mi talla

que antes no llegaba

hasta el brocal

lo ha sobrepasado

desde que no estás.

Ella le contestó:

El largo del pelo

me desafiabas.

¡Me llega al pecho!

¿Quién, si no eres tú,

lo va a levantar?

Y de este modo continuaron cambiando misivas, hasta que por fin se casaron.

Al cabo de unos años, el padre de ella murió, y la joven se quedó sin recursos para mantenerse. El marido pensó que no podía tolerar el caer en tanta pobreza, y se buscó una amante en Takaiasu, en la región de Kauachi. Así estaban las cosas. Pero cuando la esposa no daba muestras de reprocharle nada, antes por el contrario le animaba a seguir visitando a su nueva amante, él empezó a sospechar si tal vez ella por su parte no se habría buscado otros amores. Por eso un día fingió irse a Kauachi, pero se quedó escondido entre los arbustos del jardín, picado por los celos. Desde allí vio que su esposa, después de arreglarse, aparecía bellísima en la veranda, y que mirando a la lejanía recitaba:

La tormenta brama.

Las olas se encrespan.

Cresta Dragón

cruzarás de noche

sin tu compañera.

Al ver esta escena, el hombre se quedó irremediablemente enamorado de su mujer, y dejó de ir por Kauachi.

Pero una vez se le ocurrió a él hacer una visita ocasional a Takaiasu, y encontró a su antigua amante, que le había parecido antes tan elegante, completamente desarreglada; y lo que es más, vio que ella misma tenía que servirse el arroz durante la comida, de la olla a la taza. Con esto se le pasó la poca ilusión que le quedaba, y esta vez dejó por completo de visitarla.

Un día, esta amante de Takaiasu compuso un poema, y lo recitó mirando en dirección a la región de Iamato, donde vivía nuestro hombre:

Mirando y mirando,

miro hacia tu tierra.

¡Nube, no escondas

la sierra de Ikoma,

aunque aquí me lluevas!

Y se le pasaban las horas mirando en dirección a donde vivía él. Un día le pasaron aviso de que el hombre de Iamato venía a verla, Pero aunque ella le esperó llena de alegría, pasaron los días sin que él apareciera. Ella le envió este mensaje:

¡Las noches de cita

que yo pasé en vela,

y no viniste!

Ya no espero nada,

y sigo en mi espera.

Pero el hombre no volvió.

24. Un hidalgo provinciano

Una vez, un hombre vivía con su esposa en una ciudad provinciana. Estando él al servicio de la Corte, tuvo que ausentarse a la Capital, y aunque se le hizo muy dura la separación, antepuso su obligación a sus sentimientos, y se fue. Pasaron tres años sin que volviera ni una sola vez a visitarla, y la mujer se cansó de esperar. Justamente la noche que ella esperaba por vez primera la visita de un pretendiente que la había estado solicitando largo tiempo, se presentó el marido. Llamó a la puerta y dijo: «Ábreme, soy yo.» Ella no le abrió, y en su lugar le dijo desde dentro:

Te esperé tres años

lindos como gemas,

y ahora vienes

la noche que espero

almohada nueva.

Él entonces respondió:

Arco de catalpa,

bonetero, zelkova,

como te quise

tantos tantos años

quereos ahora.

Dicho esto, empezó a alejarse de la casa. Ella salió desesperada tras él diciendo:

Arco de catalpa tuyo,

me tenses o no,

sólo hacia ti,

más firme que nunca,

va mi corazón.

Pero el hombre no se volvió. Llena de angustia, ella le siguió, pero sin poder alcanzarle. Finalmente llegó a un lugar donde corrían aguas cristalinas, y se dejó caer por tierra desconsolada. En una roca que allí había escribió, mojando el dedo en su propia sangre:

De mí te apartaste

sin apelación.

Como no pude

detener tus pasos,

aquí muero yo.

Y allí mismo quedó muerta.