Capítulo 19

Anna contempló a las cerca de cincuenta personas que se habían dado cita en el auditorio A de la Facultad de Biología. La mayoría eran desconocidos, alumnos de otros departamentos y personal de la universidad que debía de haber visto el acto anunciado en el tablón interno. Vio a una palidísima Hanne Moritzen sentada en la última fila. Había enterrado a Asger el sábado anterior y Anna la había acompañado. Al principio solamente estaban ellas, pero en el último momento apareció por la puerta Tybjerg, muy elegante con un traje arrugado y el pelo recién cortado. Cuando el órgano empezó a sonar, ninguno de ellos reparó en que la puerta se abría y se cerraba una vez más, pero al acabar la ceremonia descubrieron a Birgit Helland sentada al fondo de la iglesia. No dijo nada ni levantó la vista.

Anna paseó la mirada por los asientos del auditorio. Allí estaban Jens y Cecilie, y junto a ellos, Karen. Todos la observaban expectantes y a Jens le brillaban los ojos. Había dado instrucciones de que no la fotografiaran, la molestaba y la ponía nerviosa, pero no pudo ahogar la risa al ver a su padre sacar la cámara a hurtadillas y hacerle la cuarta foto en menos de diez minutos.

El día anterior habían cenado todos juntos —Anna, Karen, Lily, Jens y Cecilie—, y la velada había transcurrido en paz y armonía. Hablaron de Troels, y Karen y Cecilie se echaron a llorar. Ella lo comprendía, el impacto había sido enorme. Después de cenar Karen bajó un momento y Jens, Anna y Cecilie quitaron la mesa mientras Lily acostaba a sus muñecas en un cajón del aparador del salón. Cecilie hizo ademán de decir algo y arrancó con un «mira, Anna» que su hija conocía muy bien, pero la joven la detuvo.

—Pero tarde o temprano tendremos que hablar del tema —objetó su madre con lágrimas en la voz y el respaldo de Jens, que asentía tras ella.

—Sí, cariño —corroboró.

—Y lo haremos —contestó Anna—, os lo prometo. Pero ahora no, estoy agotada.

Ellos accedieron.

En ese mismo instante regresó Karen con un montón de merengues bañados en chocolate y empezaron a jugar al Monopoly.

Faltaban cinco minutos para que diera comienzo su exposición. Estaba sudando. Habían quedado en que Karen iría a recoger a Lily a la guardería en el intervalo entre la exposición y el examen. Arriba, en el departamento, había tarta y champán para todos y, naturalmente, la niña era indispensable.

Tybjerg estaba sentado en primera fila jugando con un lapicero. Llevaba el mismo traje arrugado que en el entierro de Asger y la miraba con aire de gravedad. De repente señaló hacia su reloj con el lápiz y Anna asintió.

Atenuó la luz y cogió aire.

Comenzó con una breve introducción histórica y siguió con una detallada presentación de los ideales científicos, haciendo especial hincapié en las teorías de Popper y luego en las de Kuhn y Daston, para a continuación pasar a las reglas básicas de la buena práctica científica, las mismas que contenía el papel que le había mostrado a Freeman. Le llevó algo más de quince minutos. La siguiente media hora la dedicó a repasar las evidencias morfológicas relacionadas con el debate en torno al origen de las aves. Se refirió más o menos rápidamente a la disyunción estratigráfica, el carpo en forma de media luna, la espoleta, el proceso ascendente del astrágalo, los dedos de la mano de las aves y el pubis, después de lo cual entró a exponer en detalle las discrepancias y los problemas epistemológicos vinculados al desarrollo de las plumas. Con el pequeño mando a distancia que tenía en la mano iba haciendo pasar por la pantalla distintas ilustraciones y palabras clave a través del ordenador.

Escrutó la oscuridad de la sala.

—Tras esta exposición debería haber quedado claro que Clive Freeman, profesor de paleornitología del Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática de la Universidad de British Columbia, no respeta las reglas más elementales de la ciencia, y que su teoría del arcosaurio está plagada de contradicciones y adolece de una sorprendente falta de método. La cuestión fundamental es… —hizo una pausa tratando de encontrar la mirada de Tybjerg en la penumbra— ¿por qué? ¿Por qué tantas reticencias a la hora de aceptar que las aves descienden de los dinosaurios? Se me ocurren tres posibles respuestas.

Avanzó un paso hacia su público.

—Es de lo más humano ver sólo lo que se quiere ver…

Deseaba con todas sus fuerzas mirar a su madre a los ojos, pero Cecilie se perdía en la oscuridad que envolvía las filas de asientos.

—… y la gente, por definición, imagina a los dinosaurios sin alas. El mismo conservadurismo se puede aplicar a las aves. Las aves son seres únicos y evolucionados y cualquier niño puede decirnos que no se parecen en nada a los dinosaurios. ¿Acaso son criaturas enormes y terroríficas llenas de dientes?

Un murmullo de risas se extendió por la sala.

—Pero la verdad suele estar escondida en otro sitio —prosiguió—, en las entrañas de la tierra, de donde hay que desenterrarla, limpiarla e interpretarla con la mayor objetividad posible.

Dejó la conclusión en suspenso unos instantes antes de retomar el hilo.

—La segunda respuesta que se me ocurre está relacionada con la terquedad humana, en esta ocasión disfrazada de prestigio científico. Nuestros oponentes, y en particular el profesor Clive Freeman, han apoyado su exhaustiva labor de investigación en una postura que no siempre ha resultado estar suficientemente documentada. Reconocer los propios errores no es una derrota, reconocer los propios errores es una muestra de que se forma parte de una disciplina llamada ciencia cuya dinámica última depende de que los investigadores planteen constantemente hipótesis, traten de sostenerlas con evidencias y, en caso de no lograrlo, las desechen. No querer reconocer esos errores es anticientífico. Clive Freeman puede defender su postura todo lo que quiera, aunque sea por razones que no alcanzamos a entender, pero no tiene derecho a llamarla ciencia.

»La última respuesta que se me ocurre a la pregunta de por qué continúa abierto el debate en torno al origen de las aves, a pesar de que desde el punto de vista científico no queda nada por discutir, hace referencia a la divulgación científica y está estrechamente relacionada con ese prestigio al que ya nos hemos referido. Una cosa es tratar de entender a Clive Freeman y otra muy distinta, comprender por qué perdura un debate como éste. Para ello hemos de volver la vista hacia el mundo de la ciencia y la investigación, un mundo caracterizado por una competencia feroz por unas partidas presupuestarias insuficientes y un mundo donde los medios desempeñan un papel cada vez más importante que influye en la ciencia y en su calidad.

»En la segunda mitad del siglo XX llegó a convertirse en una tradición difundir las controversias científicas con la idea de popularizar sus contenidos de un modo que fuera comprensible para el gran público. Sin embargo, yo creo que en los últimos años se ha producido un cambio y el interés por el contenido especializado de los debates científicos ha ido perdiendo terreno en favor del interés por la polémica en sí. Todo el mundo recuerda el agrio enfrentamiento entre Bjørn Lomborg y una serie de expertos acerca del estado de nuestro planeta, pero ¿cuántos profanos en la materia estarían en condiciones de resumir el contenido científico de su disputa? ¿Cuántos entienden sus implicaciones a pesar de toda la atención que le prestaron los medios a la cuestión?

Miró a Tybjerg y vio el lapicero en su mano, que ahora descansaba sobre la mesa que tenía delante.

—Y ¿por qué este repentino interés por la contienda? —preguntó la joven al tiempo que encendía las luces de la sala. El silencio era total y ahora sí pudo verle con claridad la cara a Tybjerg. Estaba sonriendo.

»Porque vende —contestó ella misma—. Vende periódicos y vende revistas, y la fiebre mercantil también se les contagia a los editores de publicaciones de renombre como Science y Scientific Today, que a la hora de escoger los artículos que van a ver la luz, cada día se fijan más en lo polémico del texto y menos en su calidad. Los dinosaurios son glamorosos como glamorosa es la cuestión de su desaparición, y todos sabemos que a los medios les apasiona el glamour. Ése parece ser el motivo de que haya surgido esa relación de dependencia entre nuestros oponentes en el debate en torno al origen de las aves y la prensa; ambas partes necesitan del debate porque vende, aunque eso suponga que un experto como Clive Freeman se vea obligado a sostener una postura poco científica.

Anna descubrió en la sala la mirada de admiración de Karen.

—Los responsables de conceder los fondos de investigación son personas que también leen periódicos y revistas y ven la televisión. Los grandes titulares y la presencia en los medios pueden llegar a dar la impresión de que las noticias que cubren son grandes acontecimientos. Los conflictos despiadados entre investigadores altamente cualificados son, por supuesto, muy apetitosos, y estoy convencida de que nuestros oponentes se han estado aprovechando de ello hasta este mismo momento. Que hablen de uno atrae la atención de los medios, y la atención de los medios atrae fondos. Cada uno es muy libre de tener su propia opinión al respecto, pero no tiene derecho a pretender convencernos al mismo tiempo de que eso es ciencia.

La sala quedó sumida en un silencio sepulcral.

—Gracias —concluyó Anna. Después cerró su portátil.

Todos aplaudieron. Todos menos Johannes, que ocupaba un asiento en el extremo de la primera fila. Se había quitado la cazadora y le lanzó a su amiga un beso con la punta del dedo.

Tybjerg se puso en pie y dio comienzo al examen. Le asistía un joven profesor de Århus mientras un examinador externo, también de Århus, tomaba nota de todo. Anna llevaba puesto el colgante de Helland. La asaetearon a preguntas y, en un momento dado, Tybjerg le entregó una caja llena de huesos y le pidió que explicara la evolución de los dedos de la mano de las aves comparándola con la de las extremidades de otros pentadáctilos. La joven obedeció mirándole directamente a los ojos. Karen ya debía de haber abandonado el auditorio para ir a buscar a Lily. ¿Cuándo acabaría todo? De repente, la puerta se abrió dando paso al Policía Más Desesperante del Mundo. Parecía algo acelerado, pero intentaba ser discreto. Sin mucho éxito. Cuando tropezó con un escalón, todas las cabezas se volvieron a mirarle. Joder, no podía ser más desesperante. Anna se sintió invadida por una sensación cálida y le sonrió.

Tybjerg dijo:

—Felicidades.

Ya era bióloga.