Capítulo 18

Era lunes 15 de octubre y el primer día laborable de las vacaciones de otoño y Anna se despertó cuando Lily se presentó bamboleándose con un platito en las manos. Intentó parecer despabilada. La noche anterior le había contado a Karen lo de Troels y su amiga había estado llorando sin parar hasta las cuatro. Se habían acostado muy tarde.

—Lenguas de gato —dijo la pequeña—. La Tipa Karen dice que se llaman lenguas de gato.

Anna oyó que su amiga echaba más leña a la estufa. Cogió en brazos a su hija y la sentó encima de la cama con la espalda apoyada en la almohada.

—Mmm —dijo mientras le acariciaba el pelo—, me encantan las lenguas de gato.

—¿Sabes lo que son?

—Todos los gatos saben lo que son las lenguas de gato —contestó Anna con sorpresa.

—Pero tú no eres un gato —replicó la niña, entusiasmada.

Karen apareció en la puerta, insinuó una sonrisa y le dio los buenos días.

—Mi mamá dice que mi mamá es un gato —gritó Lily.

Karen sonrió.

—Tu mamá es bióloga, así que si ella dice que es un gato, es que es un gato.

La pequeña empezó a mordisquear el desayuno de su madre y manchó un poco el edredón.

—Oye, ¿estás libre hoy? —preguntó Karen.

—No del todo —respondió Anna consultando el reloj—. Tengo que hacer dos cosas. La primera es ir al museo. ¿Os venís conmigo? Hay una exposición sobre plumas, un trozo de glaciar de verdad que se puede tocar, montones de animales, películas y esas cosas. A Lily le chifla.

—¿Qué tienes que hacer allí?

—Tengo que ver a una persona en la sala de vertebrados a las once. Me gustaría que me acompañarais. Será como mucho una hora, podéis comeros un perrito mientras tanto. Después tengo que pasar un momento por la comisaría de Bellahøj y… bueno, ya veremos —concluyó con una sonrisa mientras Karen se sentaba en la cama.

Anna sintió la punzada de los remordimientos.

—¿Estás bien? —preguntó escrutando a su amiga.

—Aún sigo sin entenderlo —contestó ella con los ojos llenos de lágrimas.

—Ven aquí —dijo Anna con dulzura. Karen se echó y su amiga la atrajo con el brazo.

—Espero que le internen en un centro donde pueda seguir una terapia —dijo Karen—. Que le ayuden.

Anna asintió.

—¿Dónde crees que le tendrán ahora mismo?

—Seguirá en comisaría. A mí van a interrogarme a la una; después tendrá que comparecer ante el juez y probablemente quedará en prisión preventiva.

—Me gustaría ir a verle —decidió Karen de pronto—. Si se puede, claro. ¿Me acompañas?

—No —contestó Anna acariciándole el pelo.

—De acuerdo —aceptó su amiga con el rostro oculto entre sus brazos.

A las diez y media llegaron al museo. Admiraron los animalitos multicolores, los lapiceros y los pósteres de la tienda de la entrada y Karen compró un dinosaurio de goma para Lily mientras Anna iba a dejar los abrigos en el guardarropa.

—¿No tenías algo que hacer? —preguntó Karen.

—Sí, pero aún falta media hora.

Empezaron a vagar sin rumbo por la exposición deteniéndose largo rato ante cada vitrina.

—No sabía que los pájaros eran dinosaurios —observó Karen asombrada mientras estudiaba un cartel que mostraba los doscientos millones de años de evolución de las plumas.

Anna sonrió.

—Entonces, ¿los gorriones también son dinosaurios? —preguntó su amiga.

Anna asintió.

—¿Te acuerdas de cuando comíamos dinosaurio a la cerveza todos los sábados?

—Mmm. Con patatas Hasselback.

—Dios, sí. Ésas sí que están extinguidas ya —comentó Karen.

Anna le dio un golpecito entre risas.

—¡Huyyy, mamá, mira qué mono! —exclamó Lily. Estaba frente a una vitrina baja donde se exhibía una reproducción de una cría de tiranosaurio. Tenía el tamaño de un cachorrillo y unos pies gigantescos, y estaba recubierta de una suave capa de plumón aislante. Anna se inclinó a observar aquel cuerpecillo.

—¿Qué es? —se interesó Karen.

—Un bebé de tiranosaurio con plumas —contestó su amiga.

—Ah.

—¿No es fascinante? —insistió Anna.

—¿El qué?

—Que tuviese plumas.

—Me parece mucho más fascinante que tuviera esos bracitos tan cortos. Debía de ser bien molesto.

En ese instante Lily descubrió un cartel de helados al fondo del todo, donde se encontraba la cafetería.

—¡Helados! —aulló.

Karen echó a correr tras ella.

—Lo siento, estoy consintiendo a tu hija —gritó mientras se alejaba.

—No pasa nada —gritó Anna—. Tardo una hora, ¿vale? Cuando termine nos vemos aquí.

Karen se despidió con la mano sin volverse.

Anna accedió a la zona universitaria a través de una puerta secreta que había en la sala de las ballenas; estaba pintada en dos tonalidades de azul de modo que quedaba disimulada en la pared. Antes de que la puerta se cerrara tras ella, alcanzó a atisbar el banco donde había estado con Troels. Luego se adentró en aquel extraño laberinto de corredores que poco a poco había llegado a conocer. Cuando dobló la esquina del pasillo de la sala de vertebrados descubrió que Clive Freeman ya estaba allí. ¡Sabía que el canadiense no podría resistir la tentación! No pudo evitar que la embargara una sensación de triunfo. Freeman se había quitado la chaqueta y la sostenía entre los brazos cruzados. Su rechazo se traslucía en todo su ser. Se aproximó a él con el corazón desbocado y tratando de concentrarse en que la mano que le tendía no temblara.

—Buenos días —la saludó.

—Gracias por venir —contestó ella con serenidad.

Abrió la puerta de la colección y encendió la luz, que parpadeó y dejó escapar un zumbido. De inmediato se oyó el arrastrar de una silla a lo lejos, entre los armarios. Tenía que conseguir que Freeman dijese algo para alertar a Tybjerg.

—¿También tienen sala de vertebrados en la Universidad de British Columbia? —le preguntó. Pronunció las palabras Universidad de British Columbia a tal volumen que fue un milagro que el investigador no hiciese ningún comentario al respecto.

—Sí, por supuesto, y nuestra colección es mucho mayor que la de ustedes, la mayor de toda Norteamérica. Pero el ambiente que se respira aquí —añadió casi con cordialidad— es único. Los armarios, la organización, bueno, tiene todo un aire tan histórico…

En la zona más alejada de la sala reinaba el silencio. Tybjerg debía de haber oído que había llegado con una visita de habla inglesa y seguramente ya habría adivinado de quién se trataba. La joven, que había planeado la escena al milímetro la noche anterior, condujo a Freeman con determinación hasta el lateral donde había encontrado a su tutor el miércoles. Una vez allí encendió una lamparita baja, sacó una silla y se la ofreció a su invitado. A continuación abrió el bolso y extrajo su tesina y el guión de la conferencia que pronunciaría en el plazo de una semana.

—¿Qué es eso que quería mostrarme? —preguntó él.

—Le mentí —replicó ella mirándole a los ojos—. Quería que escuchase lo que tengo que decirle.

Freeman cogió su chaqueta, que había caído al suelo, como si fuera a marcharse.

—Si se va, cometerá un error —dijo Anna bajando la voz.

Clive parpadeó y dejó caer la chaqueta.

—Tiene un cuarto de hora, ni un segundo más —replicó entre dientes.

Ella tragó saliva. Su ponencia duraba una hora y el examen posterior se prolongaría cuarenta y cinco minutos. Ahora tenía quince.

—He escrito una tesina sobre el debate en torno al origen de las aves —comenzó— y usted juega un papel muy importante en ese debate.

Clive la miró como si no le interesaran demasiado sus palabras.

—He leído todo lo que ha escrito, artículos y libros. Con lupa —espió su reacción—. Y he leído todo lo que han escrito sus oponentes usando la misma lupa.

Clive Freeman seguía pareciendo algo aburrido.

—Sus más destacados antagonistas son —prosiguió ella— Walter Darren, de la Universidad de Nueva York; Chang y Laam, de la Universidad de China; T. K. Gordon, de la Universidad de Sydney; Belinda Clark, de la Universidad de Sudáfrica; y, claro está, Lars Helland y Erik Tybjerg, de la Universidad de Copenhague.

Hojeó sus papeles.

—Un elemento en común a todos ellos es que, tras criticar sus análisis de los fósiles, han rechazado sus conclusiones acerca del origen de las aves, rechazo que usted no acepta, ¿no es cierto?

No esperó su conformidad para continuar.

—Durante más de quince años se han enfrentado ustedes en una guerra de trincheras a pesar de que la ciencia ha dejado claro que ya no hay nada que discutir. Encontramos un ejemplo de la actitud de sus oponentes al respecto en las declaraciones de Belinda Clark que Nature publicó en 2006.

Alzó una hoja y leyó en voz alta:

We basically try to ignore him. For dinosaur specialists it’s a done deal. Birds are living dinosaurs.

Bajó el papel.

—Sus oponentes sostienen que le ignoran, pero eso no es del todo cierto, ¿verdad? El debate sigue vivo. ¿Por qué?

—¿Usted qué cree? —preguntó él con el rostro inexpresivo—. Pues porque no nos ponemos de acuerdo. ¿Y por qué no? Porque se equivocan. Clark y Laam y Chang, Helland y Tybjerg se equivocan.

Anna le ignoró.

—Es imposible encontrar un solo fallo en sus análisis anatómicos y sus estudios de los fósiles. Imposible. He revisado todo el material y el método de trabajo siempre es el mismo. Tienen ustedes distintas maneras de ver los huesos y por eso sus conclusiones son diferentes. Es un círculo vicioso, jamás se pondrán de acuerdo. Estuve a punto de darme por vencida y abandonar.

Le miró con ojos sombríos.

—No sabía qué hacer. Llevaban tantos años defendiendo con uñas y dientes sus respectivas posturas que ¿cómo iba yo a…?

Freeman consultó el reloj. La joven dio un paso hacia él y le taladró con la mirada.

—Lo que hice fue repasar los cimientos de sus teorías. Y están podridos.

—Palabrería —dijo él en medio de un bostezo—. Palabrería sin base científica alguna. De una estudiante.

Volvió a coger la chaqueta. Anna le tendió un papel que él cogió en un acto reflejo.

—¿Tendría la amabilidad de leer esto y decirme si está de acuerdo?

Freeman, perplejo, bajó la vista de los ojos de la joven al papel.

—«Reglas básicas que debe respetar todo aquel que pretenda calificar su trabajo de científico» —leyó—. ¿Qué demonios es esto?

—Usted léalo y dígame simplemente si está de acuerdo con lo que pone en la hoja.

Clive lo leyó y se encogió de hombros.

—Claro, es elemental —dijo al fin—. La necesidad de que exista coherencia interna y una argumentación convincente tanto en la elección como en el rechazo de cualquier postura científica. ¿Eso es lo que enseñan ahora en la Universidad de Copenhague?

Anna notó que empezaba a sudar. Freeman estaba a punto de caer en la trampa.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo con lo que dice el papel?

—Completamente de acuerdo.

Dejó la hoja sobre su muslo y volvió a mirar a la joven con rostro inexpresivo.

—Entonces, ¿puede explicarme por qué su argumentación en lo referente, por ejemplo, a las plumas adolece de una grave inconsistencia que, según usted mismo acaba de señalar, no puede existir en una postura que pretenda calificarse de científica?

Tras un breve silencio, Freeman dijo:

—¿Qué estupideces son ésas?

—Son sus estupideces, profesor Freeman —replicó ella al tiempo que rebuscaba entre sus papeles—. En 2002, en su análisis del Sinosauropteryx, Chang y Laam observaron estructuras dérmicas bien conservadas semejantes a las plumas, y desde entonces no han dejado de aparecer dinosaurios con estructuras más o menos claras con apariencia de plumas, entre ellos el Tyrannosaurus rex hallado en 2005. Sus oponentes han presentado convincentes argumentos que demuestran que dichas estructuras son análogas a las plumas y, con ello, que las plumas no son una característica reservada a las aves, sino a un conjunto más amplio perteneciente al grupo de los dinosaurios depredadores, entre ellos las aves. Una de las consecuencias más inconcebibles de este hecho es que las plumas se habrían desarrollado antes que el vuelo.

Anna le echó un vistazo.

—Usted, evidentemente, está en total desacuerdo con esta conclusión y, en 1985, 1992, 1995, en tres ocasiones en 1997, de nuevo en 1999 y un total de seis veces entre 2001 y 2004, escribe en distintas revistas científicas que el desarrollo de plumas está de manera indisoluble ligado al fenómeno del vuelo y sólo en un segundo momento cumplió una función de aislante. ¿Es así?

Freeman asintió secamente.

—También ha escrito varias veces que desde un punto de vista evolutivo sería un auténtico desperdicio desarrollar complejas plumas con el único fin de usarlas como aislamiento. Ergo es posible que las estructuras halladas parezcan plumas, pero no lo son. En lugar de remitir al Archaeopteryx, usted y sus partidarios señalan a un arcosaurio, el Longisquama, como candidato al puesto de antecesor de las aves, ¿es correcto?

—Es correcto.

Clive había recuperado un poco el aplomo, pero resultaba evidente que no se sentía a gusto.

—Entonces volvamos a los problemas epistemológicos, siempre en el supuesto de que esté de acuerdo con las reglas científicas que aparecen en esa hoja. ¿Seguimos estando de acuerdo con ellas?

—Sí —respondió él con voz ronca.

—En ese caso, ¿podría decirme cómo es posible que en dos artículos, uno de 1995 y el otro de 2002, se mostrara usted escéptico ante las estructuras semejantes a plumas encontradas en el Longisquama y afirmara que dichas estructuras tenían un parecido pasmoso con ciertos vegetales, cuando, por otra parte, en un artículo del año 2000 sostenía que esas mismas estructuras determinan la analogía entre las aves modernas y el Longisquama? ¿Ciertos vegetales, profesor Freeman?

El canadiense hizo ademán de querer decir algo, pero Anna prosiguió infatigable.

—Da que pensar que ustedes se aventuren a considerar al Longisquama un arcosaurio, cosa que en opinión del resto de la comunidad científica está lejos de quedar demostrado, y al mismo tiempo muestren una visión tan ingenua de lo que es una falsación. No basta con señalar que el Longisquama es semejante a las aves, no es razón suficiente para permitir que desplace al Archaeopteryx de la posición que ocupaba.

Le observó un instante antes de retomar el hilo a sabiendas de que Freeman estaba a punto de estallar.

—Permítame señalarle dos incongruencias epistemológicas más vinculadas a su argumentación en lo tocante a las plumas y luego le dejaré en paz. En un artículo publicado en Nature en 2001 dice usted que resulta imposible determinar si las plumas de los dinosaurios depredadores eran análogas a las de las aves actuales porque no se puede llevar a cabo una comprobación bioquímica. Pero en otro escrito —pasó varias páginas—, concretamente en la página 114 de su libro Las aves, sostiene que «no es científicamente correcto recurrir a análisis bioquímicos para determinar si los apéndices del Longisquama son de origen animal o vegetal», lo que, a mi modo de ver, es un claro ejemplo de la incongruencia que caracteriza la mayor parte de sus teorías. Al hacer que la validez de un argumento dependa de una situación concreta, contraviene usted las más comunes y aceptadas reglas de la ciencia.

Clive Freeman estaba blanco como un muerto.

—Por último, en 2000 y en 2002 escribió usted, en Science y en Scientific Today respectivamente, que es impensable que una estructura de la complejidad de una pluma se haya desarrollado varias veces por separado, lo que probablemente es correcto. La inconsistencia aparece, sin embargo, en el momento en que en 1996, 1999 y 2000 sostiene usted sin pestañear que otras estructuras tanto o más complejas comunes a aves y dinosaurios, como por ejemplo el carpo en forma de media luna, podrían ser el resultado de una evolución convergente. ¿No le parece un contrasentido que, según usted, la pluma no pueda haberse desarrollado varias veces por separado pero el carpo en forma de media luna sí?

Le interrogó con la mirada.

—¿Algo más? —preguntó él con aspereza.

—Sí —contestó ella—. He observado la misma forma de inconsistencia y falta de razonamiento en sus teorías acerca de la disyunción estratigráfica, el carpo, la espoleta, el proceso ascendente del astrágalo, los dedos de la mano de las aves y la orientación del pubis, pero creo que se me ha agotado el tiempo.

Durante varios segundos no ocurrió nada. El aire no se movía y el corazón de Anna latía desbocado. Después Clive apartó su silla de un empellón y se marchó.

La joven se desplomó en la silla vacía. Oyó el portazo y los pasos de Freeman desvaneciéndose lentamente y sintió que la derrota de aquel hombre se confundía con el silencio de la sala. Poco a poco se fue serenando.

—Ya puede salir, Tybjerg —dijo.

No levantó la voz porque sabía que se encontraba muy cerca.

Anna y Tybjerg acompañaron a Karen y a Lily a coger el 18. Él no estaba precisamente entusiasmado, pero la joven había insistido y le había ayudado a ponerse el abrigo como si fuese un niño.

—Estaré allí en menos de una hora —prometió.

Karen se mostró algo escéptica.

—Karen, estaré allí en menos de una hora —insistió—. Si vais preparando la masa, en cuanto llegue os haré tortitas.

Lily empezó a dar saltos de alegría y Karen se ablandó.

Cuando se alejó el autobús, Tybjerg dijo:

—Nunca había visto a tu hija.

—No.

Después cogieron un autobús para ir a la comisaría. Su tutor parecía exhausto y no dejaba de pestañear como si le molestara la luz.

Se presentaron en el mostrador de la entrada. No les había dado tiempo a sentarse cuando Søren Marhauge salió por una puerta como una exhalación y se quedó mirándolos mudo de asombro.

—Esto… hola —los saludó—. Me alegro de que hayan venido.

Los condujeron a habitaciones separadas. Cuando iban a llevárselo, Tybjerg le lanzó a Anna una mirada asustada, pero ella sacudió la cabeza con aire despreocupado. Todo irá bien, le dijo sin necesidad de hablar.

El interrogatorio duró media hora. Las preguntas de Søren eran precisas y minuciosas y Anna trató de contestar de la misma manera. Cuando el comisario le dijo que Asger Moritzen había muerto, no pudo contener las lágrimas. El policía se levantó. «Ahora me dará una servilleta —pensó ella— y me dirá que me limpie la cara, que sea fuerte». Pero se equivocaba. Le apretó con dulzura el hombro y le dijo que podía marcharse en cuanto firmara su declaración.

En casa de Anna primero comieron tortitas, luego lasaña y ensalada y, para terminar, helado.

—Es una fiesta —repetía Lily una y otra vez haciendo reír a su madre y a Karen.

Cuando la niña se quedó dormida se sentaron en dos sillas frente a la estufa a compartir una botella de vino mientras Anna le contaba a su amiga toda la historia de cabo a rabo, a pesar de que lo más probable era que estuviese prohibido, pero le daba lo mismo. Cuando acabó, Karen se quedó mirándola.

—Tienes que abrir la puerta de la habitación de Thomas.

Anna cerró los ojos sin decir nada.

—¿Anna…?

—La abriré, no te preocupes —la interrumpió—. No me da miedo. Ahí dentro no hay nada. Está vacío.

Se puso en pie.

—Pero primero tengo que hacer una cosa que sí me da miedo. No te muevas, no digas nada, no hagas nada. Sólo quédate conmigo, ¿vale?

Karen asintió.

Anna permaneció un instante junto a la oscura ventana con la mano en el teléfono y mirando hacia la calle, por donde corría el agua. Veía el reflejo de su amiga en el cristal, sentada en una silla a la izquierda de la estufa, con las piernas encogidas y el mentón apoyado en las rodillas. Respiró hondo, levantó el auricular y marcó el número de Thomas en Suecia. Eran más de las once y tuvo que esperar seis tonos antes de oír una voz adormilada.

—Soy Anna —se presentó.

Thomas suspiró.

—¿Qué quieres? —preguntó, como si se pasara todo el santo día incordiándole con sus llamadas—. Estaba durmiendo, esta noche tengo guardia.

—Llamo para decirte que te perdono.

—¿Qué?

—Digo que te-per-do-no. Te perdono que hayas hecho que mi vida y la de Lily sean un asco —su voz empezó a cobrar brío—. Te perdono que tu vida sea una mentira. Te perdono que nunca me hayas querido y te perdono tu frialdad. Te perdono que hayas sido un acojonado, te perdono toda tu mierda, te perdono todo lo que te has perdido por no tener huevos, te perdono todas tus mentiras y que proyectaras en mí todos tus problemas. Te perdono que sólo vieras lo que querías ver, te perdono que…

—¿Sabes lo que te digo? Que lo único que me faltaba era oír todos tus disparates —contestó él. Y colgó.

Anna contempló Florsgade.

—Supongo que tienes razón, pero de todas maneras yo te perdono —continuó sin soltar el auricular—. Todo menos una cosa. Jamás te perdonaré que hayas dejado a Lily sin un padre.

Luego colgó.

Se volvió hacia Karen, que seguía sentada junto a la estufa.

Anna se sentó en la silla y le preguntó:

—¿Quieres pasar a ver tu nueva habitación?

Su amiga sonrió.

El jueves 18 de octubre enterraron a Johannes. La víspera Anna había telefoneado a Janna Trøjborg para preguntar dónde tendría lugar el entierro y a qué hora, y ella le había explicado que sería una ceremonia muy sencilla, pero que era bienvenida. Al llegar a la capilla de la iglesia de Charlottenlund a la una menos diez la joven se encontró con setenta y cinco góticos plantados a las puertas en traje de gala. Era un espectáculo increíble. La madre de Johannes estaba agazapada en un rincón completamente perdida. Ya en el interior de la iglesia se sentó sola en el primer banco, pero de pronto, poco antes de que diera comienzo la ceremonia, se puso en pie y preguntó con un hilo de voz:

—¿No queréis sentaros un poquito más cerca del ataúd?

Todo el mundo se levantó y se acercó, los bancos se llenaron y cuando Janna estalló en sollozos una joven con el pelo teñido de negro y verde la cogió de la mano con mucha delicadeza. Anna, que ocupaba un asiento en la cuarta fila, dio rienda suelta a las lágrimas. El féretro era blanco como la nieve, sólo le faltaba una camisa hawaiana.