Capítulo 17

Cuando Søren llegó al Museo de Zoología el domingo 14 de octubre, Anna ya se había ido. Iba de camino al centro cuando recibió su llamada, que le heló la sangre.

«Ayúdame —había dicho. Podía oír sus jadeos—. Mi amigo Troels ha matado a Johannes. Está aquí, en la sala de las ballenas del museo. Le he atado a un banco, pero tengo que marcharme». Después había colgado. Søren aceleró y llamó a la comisaría. Un coche patrulla con dos agentes llegó al mismo tiempo que él. Les explicó lo poco que sabía mientras corrían escaleras arriba. Voy a la sala de las ballenas, le gritó a la joven del mostrador. Ella señaló obedientemente hacia el ascensor. Al llegar al cuarto piso echaron a correr, pasaron por delante de un atónito empleado, subieron unas escaleras y fueron a parar a una inmensa sala donde reinaba el caos más absoluto y había una ballena colgando de una pared.

El comisario atravesó el gentío. En el banco estaba el modelo del anuncio del Magasin. Observó con asombro cómo intentaba por todos los medios liberar su brazo izquierdo de las ataduras que le sujetaban al respaldo del banco en el que estaba sentado. Le sangraba la muñeca y echaba espumarajos por la boca como un animal salvaje.

—No te muevas —le ordenó Søren.

Él se resistió.

—¡He dicho que no te muevas! —rugió el comisario.

El joven le lanzó una mirada furiosa. Tenía los ojos inyectados en sangre. De pronto le descargó la bota contra la espinilla con todas sus fuerzas. Søren retrocedió y dejó que intervinieran los dos policías.

—Tranquilito —dijo uno de ellos. El otro cortó la brida y le puso unas esposas.

—¿Cómo te llamas, aparte de Troels? —le preguntó el comisario en tono cordial al tiempo que se acercaba renqueante.

—A ti qué te importa, poli de mierda.

—¿Dónde está Anna? —siguió intentando.

Los ojos del detenido llamearon.

—Cuando la vea, la mato.

—Ya, ya —contestó Søren, jovial—. Seguro. Son las 15.22 y quedas detenido bajo la acusación de… atentar contra un funcionario público en el ejercicio de sus funciones.

Advirtió la expresión de asombro de sus colegas, pero así eran las cosas. En el curso de unas horas, cuando tuviera más datos, podría acusarle del asesinato de Johannes.

—No estás obligado a hacer declaraciones a la Policía —añadió.

La mirada de Troels se transformó y sus labios se entreabrieron por un instante; luego se resignó.

—Id llevándolo al coche —ordenó el comisario—, yo voy enseguida.

Dio una vuelta por el museo, pero no encontró ni rastro de Anna. La telefoneó varias veces a intervalos de un minuto, pero no contestaba. Finalmente decidió dejarle un mensaje para explicarle que no le apetecía buscarla por toda la facultad y esperaba que le llamase lo antes posible. Le dio las gracias por el arresto y le rogó que se pusiera en contacto con él para darle los detalles. Lo antes posible, repitió.

A las cinco y media seguía sin noticias de Anna. Sentado en su despacho, sopesaba sus posibilidades. Había dedicado media tarde a intentar que Troels le dijera su apellido, pero él se negaba. Al final llamó a Stella Marie Frederiksen, que estaba de visita en casa de unos amigos, pero accedió a pasar un momento por comisaría y regresar en taxi. Tardó poco más de un cuarto de hora en llegar. Observó a Troels a través de un falso espejo y confirmó que era él. Sin dudarlo. También les facilitó una lista de los invitados que habían estado en La Máscara Roja el 7 de septiembre. En algún punto tenía que aparecer el nombre completo del joven. El comisario repasó la lista, pero se quedó como estaba. Había dos Troels; Vedsegaard y Nielsen. Echó un vistazo al reloj mientras se rascaba la nuca.

Tic tac.

Se comió un sándwich.

Redactó el informe.

Intentó escrutar la oscuridad, pero se lo impidió su propio reflejo en el cristal.

Cuando Anna llamó al fin, estaba hecho un manojo de nervios.

—¿Dónde estás? —reaccionó casi a gritos al oírla.

—Estoy en casa —contestó ella con calma.

Søren se tranquilizó.

—El tipo ese que has dejado atado al banco de la sala de las ballenas, Troels, ¿cómo se apellida? —la interrogó.

—Vedsegaard —contestó con voz apagada—. Era mi mejor amigo… cuando éramos pequeños. No te preocupes, te lo explicaré todo, pero ahora no. Siento haberme ido así.

El comisario subrayó el nombre del joven con una gruesa línea.

—Ha confesado —añadió Anna.

—Me lo he imaginado al ver que le habías detenido —dijo él sin poder reprimir una sonrisa—. Tienes que estar aquí mañana a las diez.

Se produjo un silencio.

—Hay algo más que tengo que contarte —dijo la joven al fin.

—¿Sí?

—Sé quién infectó a Lars Helland con las larvas.

Silencio total.

—¿Sigues ahí? —preguntó Anna.

—¿Qué has dicho?

—Que sé quién infectó a Lars Helland.

—¿Quién?

—Se llama Asger Moritzen y es hijo de Lars Helland y de Hanne Moritzen. Vive en el número 12 de Glasvej, en el barrio de Nordvest. Tybjerg descubrió la conexión entre ellos. Se hicieron amigos en los primeros años de carrera. Luego estuvo trabajando en la universidad, pero le despidieron porque cerraron su departamento a causa de los recortes. Tybjerg me ha contado que Asger no tenía la menor idea de que Helland era su padre. Él lo descubrió por casualidad y se dedicó a chantajear a Helland. Dice que cuando Asger al fin se enteró, se volvió raro. Ya no son amigos.

Søren intentaba ir digiriéndolo todo en pequeñas dosis.

—Continúa —ordenó con brusquedad.

—Me he pasado casi tres horas con Hanne, por eso no he podido esperarte ni contestar a tus llamadas. Tenía que ir a su casa. Es mi amiga y me había mentido. ¡Tiene un hijo! He llegado hecha una furia, pero… me lo ha contado todo. Ha descubierto que su hijo es el asesino de Helland y lleva todo el fin de semana intentando denunciarlo a la Policía, pero… una madre es una madre y es capaz de hacer cualquier cosa para proteger a un hijo.

El comisario iba a hacer un comentario, pero ella continuó.

—Le he prometido que lo tratarían bien cuando lo detuvieran. Es muy frágil, pero no es peligroso. Me lo ha asegurado. Por lo visto está muy asustado.

Søren tragó saliva.

—O sea que sabes dónde está Tybjerg —se decidió a preguntar.

—Sí —admitió ella—. Siempre lo he sabido. Lo siento.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Está a punto de venirse abajo, no me atrevía. Me examino el lunes que viene y necesito aprobar. Tengo una hija de tres años, necesito volver a ser su madre.

—Bien, ¿dónde está? —quiso saber el comisario, algo ablandado.

—Te lo diré, de verdad —dijo ella con voz tranquila—, pero mañana. Aunque no puedo ir a las diez, antes tengo que hacer una cosa. Estaré ahí a la una. Y ahora debo colgar.

—Anna, quiero saber dónde está Tybjerg. ¡Ahora mismo!

—Confía en mí.

Y colgó.

Søren se quedó en su mesa mirando el auricular.

Søren llamó a la puerta de Hanne Moritzen, que vivía en una pequeña bocacalle que salía a Falkoner Allé, en un apartamento del segundo piso.

—Suba —le invitó con voz ronca al tiempo que pulsaba el botón que abría el portal. Le aguardaba en la puerta vestida con una ropa cómoda de color gris. Tenía el pelo mojado, como si acabara de salir de la ducha.

Pasaron al salón. Igual que en la casa que tenía en la costa, la decoración era de lo más rigurosa a base de tonos bambú y blanco roto interrumpidos de cuando en cuando por rojos y naranjas. Hanne Moritzen se sentó en un extremo del sofá y le lanzó una mirada expectante.

—Estoy aquí porque hace una hora me ha llamado Anna Bella Nor para decirme…

—Se lo he pedido yo —le interrumpió. Él asintió.

—Entonces ¿sospecha que su hijo infectó a Lars Helland con parásitos?

Hanne asintió.

—¿Y el difunto Lars Helland era el padre biológico de su hijo?

Volvió a asentir.

—¿Por qué cree que su hijo infectó a su padre biológico con parásitos?

Por un instante consideró la posibilidad de que estuviese loca. ¿Existía realmente aquel hijo o se lo habría inventado?

—Asger me lo contó el jueves —confesó al fin—. Estaba muy asustado, pero después de decírmelo se sintió mejor. ¿Cuándo se lo van a llevar? —preguntó con ojos implorantes—. Asger es muy delicado, no pueden irrumpir en su casa de repente. Vaya usted solo y hable con él. No irrumpirán de repente, ¿verdad? —repitió—. Tiene animales peligrosísimos.

—¿En su casa? —preguntó perplejo.

—Sí, tiene varios terrarios —respondió ella sin darle mayor importancia—. Muchos. ¿Irá?

—¿Cuándo habló con él por última vez?

—Asger es un buen chico —prosiguió ella ignorando la pregunta—. No le hagan daño. Él no tenía intención de matar a Lars. El muy tonto creía que le estaba infectando con la solitaria. ¡La solitaria! Quería fastidiarle un poco, pero no matarle, claro que no. ¡Pero no se coge la solitaria por comer un trozo, no se coge la solitaria por comerse sus huevos! El muy tonto —su voz se volvió insegura—. El hijo de una parasitóloga cometiendo semejante error. Y eso que es biólogo.

Parecía abochornada.

—Pero entonces ¿cómo se coge la solitaria? —se interesó el comisario.

—Hay que comer carne infectada que no esté bien cocinada, lo que te convierte en el huésped final, ésa es la idea. Cuando el ser humano es el huésped final, desarrolla la solitaria —recitó dibujando unas comillas en el aire—. Pero si, por algún error, pasa a ser el huésped intermedio, las larvas infestan la carne como harían con un cerdo y esperan a que alguien se las coma. Pero nadie come humanos, de modo que a medida que pasa el tiempo las larvas se calcifican y se endurecen. Después empiezan a ocasionar graves daños a su huésped, sobre todo si llegan a infestar el tejido nervioso. Todo comienza con pequeños ataques de epilepsia que no tardan en empeorar, luego llegan los trastornos visuales y nerviosos en forma de alucinaciones y, finalmente, la muerte. Como le pasó a Lars. Tener la solitaria es totalmente inocuo, pero sus larvas son letales. Son conocimientos básicos para un parasitólogo.

Le lanzó una mirada desolada.

—Ahora al menos ya sabe —añadió secamente— de dónde salieron las dos mil seiscientas larvas. Del tonto de mi hijo. Yo también me he estado preguntando de dónde habría sacado el material y ahora lo sé. Fue un fin de semana de mayo. No encontraba mis llaves y tuve que utilizar el otro juego que guardo. Al final aparecieron y no le di más importancia. Ese fin de semana, Asger entró en mi despacho y sacó una larva de las reservas in vitro. La verdad es que creía tener más control sobre el número de ejemplares, los cuento, pero sólo se había llevado una larva y, qué quiere, cuando las revisé no noté nada. Tengo ejemplares refrigerados para diseccionar y otros vivos que mantengo de manera artificial en condiciones similares a las del intestino. Mi hijo tuvo la astucia de llevarse uno de los cultivos vivos, pero hasta ahí llegaron sus conocimientos. El lunes siguiente subió al Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada y comió con Elisabeth en su despacho, frente a la sala común. Se conocen de un proyecto en el que trabajaron juntos cuando él aún estudiaba. A mitad de la comida se levantó a buscar sal y, una vez en el comedor, puso un trozo de solitaria en la comida de Lars, que estaba en el frigorífico.

—¿Cómo sabía que era la de Lars Helland? —la interrumpió.

Ella dejó escapar un suspiro.

—Es tonto, pero lo tenía todo bien calculado. La semana anterior había estado allí en dos ocasiones y las dos había encontrado en el frigorífico un bote de helado con las iniciales L. H. Otro día, al pasar por delante del comedor, vio a Lars comiéndose las sobras de la cena directamente del bote. Fue muy cuidadoso, no quería infectar con una solitaria a Svend, a Elisabeth ni a ninguno de los tesinandos, solamente a Helland. Estaba muy enfadado, acababa de contarle que Lars Helland era su padre biológico. Fue poco después de que me despidieran. Durante toda su vida Asger había creído que su padre era un ligue casual con el que me había acostado y del que nada sabía. Me quedé embarazada de Lars en el segundo semestre y estaba enamorada de él. Ya estaba casado con Birgit y para él fue un shock. Me dijo que no se creía que fuese suyo, pero yo sabía que sí lo era. Las cosas se complicaron y la gente empezó a murmurar. Alguien nos había visto juntos y yo de repente estaba embarazada. Lars se puso paranoico y me ofreció dinero. Si arriba descubrían que había dejado embarazada a una alumna le pondrían en la calle de inmediato. Aproveché la ocasión y me mudé a Århus, donde tuve a Asger. Lars nos compró un apartamento con la condición de que le firmase un papel que decía que Asger no era hijo suyo. Registré al niño como hijo de padre desconocido y, francamente, no tardé en superar todo aquello. Tenía veinte años, vivía en Århus, el bebé y los estudios me tenían muy ocupada, salí con otros chicos… ¿Le apetece un té?

Søren asintió y Hanne fue a la cocina. Poco después regresó con una tacita sin asas de contenido humeante y se la tendió. Se sentó en el sofá y sopló con cuidado la suya.

—¿Qué la llevó a contarle a su hijo que Helland era su padre después de tantos años?

Ella suspiró.

—Asger creció sin un padre, pero eso no supuso ningún problema. Cuando cumplió diecinueve años decidió que él también quería estudiar Biología. Al principio me opuse con todas mis fuerzas, porque la carrera académica no está hecha para las personas débiles. Es una larga lucha; por los fondos, por el prestigio, por abrirse hueco. Tenía serias dudas, no creía que fuera a ser capaz de aguantarlo. Era un chico solitario, circunspecto y muy sensible, pero estaba empeñado. En realidad era de esperar, se había pasado la vida pegado a mis faldas y si pedía un cazamariposas por Navidad o por su cumpleaños, lo tenía. Qué esperaba. En 1998 solicité la plaza de jefe de Parasitología de la Universidad de Copenhague, pero ni remotamente pensé que me la fueran a conceder. Sin embargo, en plenas vacaciones me telefonearon diciendo que era mía. Menos de una semana después, Asger también tuvo noticias. Le habían admitido en la carrera de Biología en la Universidad de Copenhague. Aquel verano nos trasladamos. Vendí el apartamento de Århus y con el dinero que me dieron compré dos, éste y el de Asger, en Glasvej.

»Al acabar el verano Asger empezó las clases. La misma semana en que empecé a verle pasar bajo mis ventanas con aire tímido descubrí también a Lars Helland. Sí, había contemplado la posibilidad de que siguiera en el mismo puesto de entonces, pero aun así me dejó muy impactada. Llevábamos diecinueve años sin vernos y sin mantener contacto alguno. Tardamos casi medio año en encontrarnos frente a frente. Extraño, teniendo en cuenta que trabajaba dos pisos por encima del mío dentro del mismo edificio. Fue poco antes de Navidad. Lo más extraño de todo es que pareció alegrarse de verme. Apareció de repente corriendo detrás de mí y me dio la vuelta sin parar de repetir que era increíble. No sabía qué había sido de mí, si había terminado los estudios de Biología. Sí, sí, le dije. En la Universidad de Aarhus. No dijo una palabra de nuestro hijo, como si se le hubiese borrado de la memoria que me había dejado embarazada. En ese momento llegó Asger y Lars le estrechó la mano. “Éste es mi hijo Asger”, le presenté. “Va a primero”. Clavé los ojos en Lars, pero su expresión no dejaba entrever nada especial. Se limitó a estrechar la mano de Asger y darle la bienvenida.

»Desde el punto de vista profesional no daba abasto. La parasitología había crecido mucho. Trabajábamos con los países en vías de desarrollo y el Gobierno repartía dinero a manos llenas para proyectos que se desarrollaran fuera de Dinamarca. La bilharziasis había pasado a un primer plano y me pusieron a cargo de tres ingentes proyectos de investigación, dos de ellos en África central. Asger estaba encantado. Hizo la carrera a la velocidad del rayo y parecía estar en su elemento. Yo me alegraba por él, pero también me preocupaba. No tenía amigos y jamás iba a ningún sitio, para él todo era estudiar y preparar el siguiente examen, y apenas tenía unos días de vacaciones los dedicaba a sus terrarios, cada vez más numerosos, y a asistir a ferias, leer o coleccionar insectos. Yo intentaba tirarle de la lengua, pero siempre me miraba con una sonrisa tonta. No me interesa la gente, mamá, decía. Soy un científico. Lo que más me molestaba era que siempre lo decía con una especie de complicidad, como si los dos fuéramos iguales. Yo no quería ser una persona que no tenía amigos porque su trabajo era toda su vida, pero lo cierto es que era exactamente así.

»Al poco tiempo encontró un amigo, Erik Tybjerg. Uno de los tutores de Anna Bella, tiene gracia. Pensará usted que este mundo nuestro es un pañuelo, y no le falta razón —dijo con una risita—. Asger estaba haciendo la tesina y cada vez pasaban más tiempo juntos. Siempre por motivos académicos, pero algo es algo. Tenía todo el aspecto de una amistad. Asger seguía satisfecho a su particular manera. Todo iba bien. De no haber sido porque convertía todo lo que tocaba en las notas más altas, habría pensado que mi hijo tenía algún problema cognitivo, pero es un chico despierto y la naturaleza no tiene secretos para él. El problema es que no sabe nada de ninguna otra cosa. Yo me consolaba diciéndome que mientras fuera feliz, lo demás daba lo mismo.

Dejó escapar un hondo suspiro.

—Un día me presenté en su casa sin avisar. Sabía que le encontraría porque estaba pasando los últimos coletazos de una gripe, de modo que fui a llevarle unos pasteles para darle una sorpresa. De camino hacia allí traté de recordar cuándo había ido a verle por última vez. Una cosa era segura: hacía ya mucho tiempo. La verdad es que me remordía la conciencia por visitarle tan poco. Él solía tomarme el pelo. «A mi madre le dan miedo los animales», decía, y le parecía la cosa más graciosa del mundo. No es cierto, evidentemente, pero los suyos no me gustaban, no me agradaba lo que representaban.

—¿Qué representaban?

—Los terrarios son cosa de frikis —dijo sin andarse con rodeos—. ¡Nadie vive en una casa llena de serpientes y escorpiones! Yo no comparto piso con mis parásitos, ¿no?

El comisario echó una mirada furtiva a la casa pelada y no acertó a adivinar qué era peor, si los bichos o aquel vacío.

—Cada vez que me enfrento a esa faceta de mi hijo siento remordimientos. Me encantaría que tuviese amigos, chicos jóvenes con quienes salir por ahí o apuntarse a correr la media maratón, qué sé yo. También me gustaría que se echase una novia, que viviese con ella y me invitaran a su casa los domingos, que con el tiempo formasen una familia. Pero si algún día consigue subir a una chica a ese apartamento, se negará a pasar allí la noche en cuanto vea todos esos bichos. Por aquel entonces, que yo supiera, solamente tenía una serpiente pequeña y no venenosa, cuatro migalas y varios insectos palo de dimensiones sospechosas. No disimulé mi rechazo a que tuviera ese tipo de animales en una vivienda, pero él se echó a reír diciendo que por eso se iban de casa los hijos. No quería estar recordándoselo a cada instante, de modo que empezamos a vernos sobre todo en mi casa, por eso había pasado tanto tiempo desde mi última visita.

»Se puso muy contento al verme. Salió a abrirme en bata y pijama, con el pelo revuelto y una sonrisa de oreja a oreja. Todo iba bien. Entré y me quité el abrigo. Olía a cerrado, pero era comprensible, llevaba tres o cuatro días enfermo. También estaba todo un poco oscuro, pensé que acabaría de despertarse.

»Cogió mi abrigo, lo colgó en una percha y abrió un armario empotrado para colgarlo dentro. Entonces le cayó un bulto en la cabeza. Se trataba de un fardo de tela sujeto por arriba con un cordón y, al parecer, atestado de diversas prendas y calzado. Me pidió que sostuviera la percha con el abrigo y devolvió el bulto al armario sin demasiadas contemplaciones. Tras cerrar la puerta, colgó mi abrigo de un picaporte y fue a la cocina a poner agua a calentar. Yo me quedé en el pasillo y le pregunté a voces por qué estaba tan oscuro, pero el grifo estaba abierto y, si me contestó, no lo oí. Encendí la luz del pasillo. La puerta del dormitorio estaba abierta de par en par, de modo que entré y busqué a tientas el interruptor.

»Tardé cinco segundos en comprender lo que tenía ante mis ojos.

»Había tres terrarios, casi sentí alivio, tres tampoco es que sea una exageración, y a primera vista me pareció incluso que estaban vacíos. Entonces llegó el shock. Había bultos de tela por todas partes. Uno solo no es una cosa espeluznante, claro, pero lo que me asustó fue el sistematismo que había en todo aquello.

Hanne miró a Søren con cautela. Estaba tan absorto en su relato que no había probado el té.

—Sobre la cama había enrollado el edredón, la sábana y la almohada formando un fardo sujeto —tragó saliva— por el cinturón de mi bata, que se me había perdido hacía siglos. En la pared que daba a la calle había otros tres fardos, uno de ellos de libros, me pareció, y otros dos que parecían contener la ropa de mi hijo, porque uno estaba abierto y, además del extremo de un cinturón, pude ver unos pantalones Fjällräven carísimos que le había regalado por Navidad. Debajo de la cama había otro bulto con lo que parecía ser la báscula de baño que le había dado yo; sobre el escritorio de la esquina, a la derecha de la ventana, había otro más que sin duda contenía un portátil abierto; y junto a él, varios bultos más pequeños con objetos diversos. Estaba en medio de la habitación contemplando los bultos que me rodeaban cuando, de pronto, sentí que había algo detrás de mí. Oí a mi hijo silbando en la cocina y también el crujido de un papel. Me volví y descubrí que Asger había montado tres estantes bastante anchos en la pared; estaban repletos de frascos de etanol con insectos, pequeños terrarios vivientes, planchas de poliestireno llenas de mariposas atravesadas y varios manuales de anatomía y fisiología animal.

»Salí del dormitorio y me dirigí al salón, que estaba negro como el carbón porque había unas gruesas cortinas echadas, supuse. Quizá le he pillado echando la siesta, pensé a la desesperada. Aparté las cortinas de un tirón brusco, pero todo siguió sumido en la oscuridad. En ese mismo momento cobré conciencia de que la habitación estaba viva y comprendí lo que ocurría. Asger había convertido su salón en un terrario. “He pintado la ventana”, me explicó alegremente al entrar con el té. “Un día vino el fontanero y, como no veía nada, abrió las cortinas a pesar de que yo se lo había prohibido expresamente. Mi tarántula chilena estaba poniendo huevos y no tolera la luz del día durante el proceso. En su hábitat natural, las hembras se entierran a mucha profundidad para que los huevos tengan humedad, frío y oscuridad. Lo echó todo a perder, el muy condenado”, dijo en tono quejumbroso. “Desde entonces no he conseguido que ponga más”. Dejó la tetera y las pastas en una mesita baja de la que se intuía poco más que el contorno. “Pero si quieres luz, puedo encender”. Y, sin darme tiempo a responder, pulsó el interruptor. “Es una luz especial”, me explicó. “Se han eliminado todos los infrarrojos. No sirve para leer, pero sí para orientarse. ¿Te va bien así o prefieres que vayamos a la cocina?”.

»Aproveché la fría penumbra que bañaba el salón para echar un vistazo. No había un centímetro de pared que no estuviera cubierto de terrarios. “¿Son arañas?”, pregunté en un susurro. “Setenta y dos arañas, treinta y cuatro de ellas letales; treinta y nueve escorpiones, letales todos ellos; cuatro serpientes venenosas y, por supuesto, cucarachas, ratones y grillos para alimentarlos”, contestó alegremente. A la izquierda de los terrarios había varios bultos llenos de cosas: más libros, archivadores, varios números de la revista Science y discos, me pareció adivinar.

»Le pregunté por qué guardaba así las cosas y me contestó que así es como la naturaleza almacena sus posesiones. Huevos, nidos y bolitas de alimento, siempre dispuestos en racimos, pilas y montones. Él se limitaba a imitar a la naturaleza. “No es más que un experimento”, dijo. “Sólo lo hago para divertirme”, añadió con una repentina inseguridad.

Hanne guardó silencio y observó a Søren.

—No sé muy bien por qué le cuento todo esto.

Él se aclaró la garganta.

—Continúe, por favor. Es importante.

La miró a los ojos. Ella parecía haber perdido el hilo.

—No sé… Salí de allí… —se estremeció— muy triste, pero también furiosa conmigo misma. No había encontrado su casa atestada de pornografía infantil ni le había pillado falsificando dinero.

Lanzó un suspiro.

—¿Qué ocurría, entonces? Le di muchas vueltas en las semanas siguientes. Por aquella época veía a Helland a todas horas. Cada vez que me quedaba embobada mirando por la ventana aparecía él, hablando con algún compañero o abrochándose el casco de la bici, siempre en plena forma, siempre carismático. Le vi con su hija un par de veces. No se parecía en nada a Asger. La forma que Lars tenía de mirarlos tampoco podía ser más opuesta. El día en que los presenté, Asger había sido invisible para él, mientras que resultaba evidente que ella era toda su vida. Su forma de apoyarle la mano en la nuca, la manera que ella tenía de escucharle, ladeando ligeramente la cabeza. Por aquella época tendría doce o trece años. Algo se retorció en mi interior. ¿Por qué no podía querer a su hijo con la misma naturalidad? Me sentía cada vez más dividida. Desde mi última visita al apartamento de Asger había estado dándole vueltas a la idea de revelarle la verdadera identidad de Lars. Pasé horas y horas cavilando. ¿Deseaba darle un padre o no era más que mi necesidad de hablar de él con alguien que también le quisiera? No cabía duda alguna de que se trataba de esto último. Me imaginaba sentada con Helland en este mismo sofá, hablando de nuestro hijo. Pero estaba claro que Lars no compartía mis deseos conmigo. Sabía perfectamente que Asger era hijo suyo y jamás había dado a entender en modo alguno que quisiera hacerle parte de su vida. Ni siquiera miraba hacia mis ventanas al pasar, se limitaba a saludarme cuando coincidíamos en algún seminario o en conferencias. Amable y atento, como siempre. Un buen día me encontré con que teníamos que reunirnos para tratar unos asuntos económicos, una ayuda, unos fondos, que nuestros departamentos habían solicitado conjuntamente. Nos los habían concedido, de modo que ahora nos correspondía hallar entre los dos la manera de repartirlos de forma imparcial. El departamento se encontraba en una situación muy apurada. Quién nos iba a decir que las cosas aún podían empeorar.

Miró a Søren con aire sombrío.

—El caso es que nos pusimos a ello con toda nuestra energía y se aprobó que dos representantes de cada departamento distribuyeran el dinero entre los distintos proyectos de investigación. Yo me presenté con una joven investigadora de nuestro departamento y Helland con un compañero del suyo. Me di cuenta de inmediato de que había pasado algo. Se le veía cansado, indispuesto, sin un atisbo de esa vitalidad suya que a veces casi llegaba a molestarme. Durante la reunión se mostró irritable y seco y dio la impresión de que en el fondo ninguno de nuestros proyectos le parecía digno de esos fondos. Yo me preguntaba qué mosca le habría picado, pero como tampoco le conocía demasiado bien no llegué a ninguna conclusión. Lo único que estaba claro era que su habitual invulnerabilidad se había, si no esfumado, al menos sí debilitado, y pensé que era mi oportunidad.

Hanne le lanzó una mirada llena de sinceridad.

—Tras la reunión le alcancé y le dije que, después de haberlo pensado mucho, había decidido que debíamos contarle la verdad a Asger. Me contestó que no tenía la menor idea de a qué me refería.

»Al cabo de dos días me comunicaron oficialmente que más de tres cuartas partes de los fondos asignados irían a parar a nuestro departamento, más concretamente a dos de mis proyectos. Al llegar al trabajo me encontré a todo el mundo celebrándolo con una botella de Gammel Dansk y unos bollitos de pan. La compañera que me había acompañado a la reunión estaba exultante. “¿Qué le dijiste? ¡Buena jugada!”. Y me abrazó. Yo, desde luego, me quedé atónita, y durante exactamente cinco ingenuos minutos creí que nos habían concedido el dinero de un modo justo. Sin embargo, después comprendí por qué. Helland acababa de comprar mi silencio.

»Pasé varias semanas dividida. El ambiente en el departamento no podía ser mejor y celebrábamos una reunión detrás de otra para decidir nuestra estrategia. Podríamos comprar un microscopio de electrones, podríamos llevar a nuestros tres tesinandos al viaje a nuestros proyectos de campo que planeábamos, y también podríamos participar en dos inminentes simposios que iban a celebrarse en Asia y América. La euforia era generalizada y, desde luego, contagiosa. Durante esas semanas vi a Helland en varias ocasiones, pero él jamás miró hacia mi ventana, a pesar de que estoy convencida de que sabía que estaba allí. También vi a Asger. Estaba radiante. Le habían concedido una beca posdoctoral en el departamento. Jamás le he visto tan feliz. Empecé de nuevo a darle vueltas a la cabeza. ¿Debía permitir que Helland se saliera con la suya comprando mi silencio?

»Tomé la decisión una tarde al ver a Asger con Erik Tybjerg. Pasaron por delante de mi ventana tan entretenidos con algo que mi hijo no se acordó de saludarme. Jamás había ocurrido. Al día siguiente informé a Helland de que su descarado soborno quedaba aceptado con una condición: presentaría su candidatura al consejo de facultad y cuando saliera elegido se encargaría de que mi departamento no volviera a andar corto de presupuesto. Le apreté un poco las tuercas en parte también para sondear hasta qué punto era importante para él que lo de Asger no se supiera. Se ve que mucho, porque accedió. Mi hijo continuaba huérfano de padre, yo me convertía en una chantajista y Lars Helland conservaba el puesto. No me remordió la conciencia ni siquiera dos segundos. Nuestra investigación en el campo de la parasitología salvaría vidas humanas en el Tercer Mundo y mi hijo se libraría de tener un padre que, en realidad, no le quería. Así se mantuvieron las cosas durante años.

Hanne parpadeó.

—Lars tenía mucha mano para conseguir fondos, una mano increíble, y una vez conseguidos era de lo más creativo. Ponía el dinero en circulación por el sistema y cada vez que lo asignaba a un sitio lo maquillaba y lo volvía a mandar a otro, hasta que al fin llegaba a nuestro departamento sin que nadie sospechara ni hiciera preguntas.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Søren.

—El cambio de Gobierno —contestó ella secamente—. Cerraron el cofre y tiraron la llave. De la noche a la mañana nos encontramos con que todas y cada una de las secciones de la facultad tenían que presentar un informe semestral en el que dieran cuenta de en qué se habían empleado los fondos asignados y en qué punto se encontraban las investigaciones. Hasta la última corona. El nuevo Gobierno era enormemente desconfiado y enseguida quedó claro que no apostaría por nuestro trabajo a menos que arrojara un saldo positivo. Hubo una larga serie de cambios en la jerarquía académica y finalmente llegó un nuevo director, que decidió, de acuerdo con el consejo de facultad, cerrar Taxonomía de los Coleópteros…

—¿Qué es eso?

—Un minúsculo departamento especializado en la sistemática de los escarabajos. Lo integraban dos personas, un anciano profesor de taxonomía que estaba a punto de jubilarse y un joven y prometedor especialista en morfología de los invertebrados…

Hanne le miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Asger.

Ella apartó la mirada.

—Había pasado todo el verano en Borneo recogiendo material y regresó un día antes de que comenzara el curso. Estaba muy moreno y yo jamás le había visto tan relajado y tan contento. El nuevo director sostenía que le habían enviado una carta y un correo electrónico, que habían hecho todo lo posible por localizarle, pero ya fuera mentira o culpa de Asger, el caso es que mi hijo se presentó en la facultad y se encontró el departamento cerrado. A la puerta de su despacho había una fotocopiadora envuelta en plástico de burbujas esperando con impaciencia a que él desalojara el local, que iba a pasar a ser sala de reprografía. Yo estaba trabajando, acababa de saludarle brevemente y de pronto le vi salir como una exhalación por la misma puerta por la que acababa de entrar. Me quedé mirándole. Había llegado cargado de cubos y botes, demasiado abrigado, radiante de felicidad y con la mochila a cuestas, y ahora desaparecía en dirección al aparcamiento sin sus bártulos y en camiseta. Aguardé con inquietud su regreso y al cabo de media hora comprendí que ocurría algo grave. Primero llamé al profesor con el que compartía el departamento, pero tenía la línea desviada al teléfono de su secretaria. Ella me dio el número de su casa. Lo marqué con las manos temblorosas. Después llamé a Lars. Fue una conversación sumamente desagradable. “No he podido hacer nada”, repetía una y otra vez. “Es el departamento más pequeño de la facultad. Había que cerrar alguno. No he podido hacer nada”. Sentí deseos de asesinarle, me daba igual que hubiera podido o no. Me aseguró que había hecho cuanto estaba en su mano, pero el suyo había sido el único voto en contra. Mayoría, democracia, ¿me sonaba? El departamento se cerró de inmediato, el otro profesor se jubiló y Asger quedó… disponible.

Hanne observó la casa que se levantaba frente a su ventana. Había anochecido muy deprisa.

—Fui corriendo a su casa, claro, pero no me abrió. Le llamé por la rendija del correo. Lo sabía, siempre lo había sabido: su alegría, su buena suerte, Borneo, esas pecas que casi le hacían parecer normal…, todo era una ilusión. Por debajo Asger seguía siendo el mismo de siempre, un friki, una persona incapaz de desenvolverse en el mundo, y era todo culpa mía, por consagrarme a mi trabajo y dejarle sin padre. Al final llamé a un cerrajero y entré en el apartamento. Estaba acostado con los ojos clavados en el techo. Me senté en la cama y le acaricié el brazo.

Hanne miró a Søren.

—Le prometí que todo se arreglaría, que me encargaría de que no se quedara sin trabajo. Gracias a Helland mi departamento tenía presupuesto más que de sobra en aquellos años y contraté a mi hijo para que echara una mano en el Departamento de Parasitología. Y exprimí a Lars un poco más, quería que consiguiera dinero para Asger, para que realizara dos viajes de estudios al año al sudeste asiático, donde recogería más material, y que pronunciara tres conferencias por curso en el auditorio A. Con el aforo completo. Si no, lo contaría todo.

»Asger, desde luego, estaba cualquier cosa menos satisfecho. Se marchitó. No era lo mismo. Viajaba bastante a Asia, sí, y recopilaba material, pasaba bastante tiempo en mi departamento con animales, escribía artículos y echaba una mano, pero eso no era lo que él quería. No deseaba ser un empleado eventual de la Universidad de Copenhague, él quería una plaza fija y un despacho propio, preparar a los alumnos para los exámenes, convertirse en una figura de peso en el mundo de la investigación. Se negaba a ser un free lance cualquiera. Le pregunté con cautela si seguía viendo a Erik Tybjerg. Qué va, murmuró. Terminé odiando a Lars Helland.

De pronto Hanne miró al comisario directamente a los ojos.

—Le odiaba porque…

—Porque no quería ser el padre de Asger —la interrumpió él.

—Él era el padre de Asger —dijo con terquedad—. Le odiaba porque no quería asumirlo. En realidad, me odiaba a mí misma. En nuestro mundillo los fondos para la investigación son una droga, cuantos más tienes, más lejos llegas, y yo siempre he sabido estar bien provista.

Observó a Søren con aire compungido.

—De repente en abril me despidieron. Un cese con efecto dentro de tres años para que pueda concluir mis proyectos. Cierran Parasitología y el Seruminstitut se queda con todo. Ocurrió en Semana Santa. Al contrario que Asger, yo sí recibí una carta y una llamada del director. Lo sentían de corazón, pero había que hacer recortes. El Gobierno les tenía contra las cuerdas. Después de las vacaciones traté de encontrar a Lars, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Su despacho estaba cerrado con llave; le telefoneé, le envié mensajes, pero nada. Al final me decidí a llamar a su casa y contestó su hija. Tenía una voz clara y alegre. Era la hermana de Asger, compartían los mismos genes, ¿cómo era posible que hablase con voz clara y alegre? Me dijo que su padre había salido de viaje a una excavación y volvería en el plazo de diez días. Ese fin de semana se lo conté todo a Asger. Después de todas las vueltas que le había dado y de tantos años jurándome a mí misma que jamás se lo diría en un arrebato, le dije que Lars Helland era su padre. Porque estaba furiosa, porque me habían echado a la calle, porque me habían cerrado el grifo, porque ya no sacaría nada para Asger, porque me amargaba la existencia que la hija de Lars tuviera la voz alegre, por todas esas razones tan absurdas —le explicó con tono cansado.

Bajó la mirada en silencio.

—¿Por qué Anna no sabía nada de su hijo?

Hanne volvió a levantar la vista.

—Eso mismo me ha preguntado ella hace un par de horas —dijo esbozando una tenue sonrisa mientras jugueteaba con una de sus mangas—. Estaba enfadada conmigo porque se lo había ocultado. La verdad es que me ha echado una buena bronca. Pero no teníamos una relación tan estrecha. Nos conocimos en un curso de verano donde yo enseñaba ecología terrestre, empezamos a hablar por casualidad y me dejó fascinada. No está hecha de la misma pasta que Asger. Además, me recordaba mucho a mis comienzos como bióloga y madre soltera. Habremos quedado para comer unas cinco veces, era un placer pasar un rato charlando con ella en la cafetería. No tenía una vida fácil, no, con una niña pequeña y viviendo a base de becas. Nunca hablaba directamente del tema y un día me explicó que se avergonzaba de que su novio las hubiera abandonado. Pero ¿sabe una cosa? Yo también, yo me avergonzaba de Asger.

Søren intentó recapitular.

—Y de repente, el jueves pasado, Asger le dijo que él había infectado con parásitos a Lars Helland.

—Así es —contestó ella con aire abatido—. Pero la culpa es mía. No debería haberle contado quién era Helland, pero lo hice. La noche que se enteró se lo tomó con una calma pasmosa, parecía más sorprendido que otra cosa. No dejaba de repetir: ¡y yo que creía que no sabías quién era mi padre! Era como si le costara digerir que le había mentido. Después pedimos algo de comer y vimos una película juntos. Cuando se marchó a su casa parecía más pensativo que enfadado. Al cabo de tres días llamó diciendo que prefería no verme durante una temporada. Después colgó. Asger nunca ha sido un chico rebelde, ni siquiera en la adolescencia, siempre ha sido mi niño tonto. Cuando colgó me quedé paralizada. Le devolví la llamada, pero no cogía el teléfono. Me acosté. Quería tomarme mi tiempo y no empeorar las cosas actuando precipitadamente una vez más. Dejé que pasaran tres semanas y volví a llamarle. Sí, sí, todo bien. ¿Qué día era? Caramba, qué sorpresa. Reaccionaba a cada cosa que le decía como si acabaran de hacerle una lobotomía. Le invité a cenar, le pregunté si quería que fuésemos a algún sitio en las vacaciones de Pentecostés. No, no podíamos vernos. Adiós. Y así siguieron las cosas. Yo me decía a mí misma que no pasaba nada, que era un chico de veintisiete años y tenía todo el derecho del mundo a ignorar un poco a su madre, pero me moría de ganas de hablar con él, de volver a explicarle por qué le había ocultado lo de Lars. Le escribí una larga carta pidiéndole perdón. Le contaba que por aquel entonces yo no era más que una chica de diecinueve años que se había acostado con su profesor, que no sabía nada de la vida, que hoy en día no volvería a tomar la decisión que tomé, pero él no dio señales de vida, ni siquiera en julio, por mi cumpleaños, una fecha que siempre ha sido muy importante. Ni siquiera una tarjeta.

Tenía las mejillas bañadas en lágrimas.

—No reaccionaba a mis cartas ni a mis llamadas, me dio la espalda, así de simple. En agosto empecé a ir a terapia. Tratábamos básicamente mi relación con mi hijo y mi papel en su vida. Mi terapeuta me dijo que le escribiera otra carta, que aunque no contestase lo más seguro era que sí las leyese. Tenía que dejarle claro que estaría ahí cuando se sintiese preparado, que le quería y no veía el momento de que recuperásemos el contacto, pero sólo cuando él se sintiese preparado. La terapeuta insistía en que era importante, me explicó que Asger se encontraba en pleno proceso de emancipación y que tenía que dejarle su propio espacio, respetarle. También insinuó que ya iba siendo hora.

Hanne le miró con cierto embarazo.

—Y eso hice, escribí una carta que la terapeuta leyó y aprobó y luego se la envié a Asger. Después me puse a esperar. No pasaba nada, pero ella me consolaba. Era normal, cuanto más lejos quedaba la adolescencia, que era el momento en que debía producirse la ruptura, más difícil resultaba. Me preparó para una espera de años. Por eso me hizo tan feliz la llamada del jueves. Le juro que no había relacionado a Asger con la muerte de Lars ni por un instante. Me estuve devanando los sesos tratando de averiguar si el parásito era uno de los míos hasta que mis colegas y yo llegamos a la conclusión de que era imposible. Nadie había tocado nada, no faltaba nada. El jueves Asger confesó que había estado vigilándome porque su plan consistía en hacer que pareciera que quien había infectado a Helland con la solitaria era yo, así el castigo sería para ambos. Reconoció lo mucho que le había divertido imaginar la escena. Sabía que no eran parásitos peligrosos y que a menudo sólo se detectaban cuando ya medían varios metros y ocupaban casi todo el lumen. Le pareció maravillosamente desagradable. Imaginaba al animal creciendo poco a poco, ocupando cada vez más espacio. Como lo que habíamos hecho nosotros.

»También me contó que había amenazado a Lars. Le envió varios mensajes en inglés desde una dirección de correo electrónico imposible de rastrear. A Helland le dio exactamente igual, no lo tomó en serio. Según Asger, le contestó un par de veces, sin saber, claro está, a quién se dirigía; por el tono de sus mensajes parecía encontrar las amenazas de lo más entretenidas. A mi hijo eso le dejó fuera de combate —explicó con dulzura—. Se enteró de la noticia de la muerte de Lars por la radio y se asustó mucho. El miércoles fue a la facultad. El rumor no había tardado en extenderse ni quince minutos. Helland estaba infestado de parásitos. Presa del pánico, se encerró en su apartamento y pasó horas intentando entender lo que había ocurrido. No comprendía nada. Me llamó el jueves por la noche con un hilillo de voz. Al principio no entendí a qué venía esa llamada para interesarse por los ciclos vitales de los parásitos después de tantos meses sin dar señales de vida, él también tenía libros, ¿no? ¿Por qué no lo buscaba? Pero insistió. Entonces empecé a ver la luz y al final se lo pregunté directamente. ¿Has tenido algo que ver con la muerte de Lars Helland? Me confesó en un susurro que creía que sí. Después me contó todo sin llegar a entender por completo cómo había sucedido, cuando él lo único que pretendía era que el canalla de su padre tuviera la solitaria. Yo misma até todos los cabos.

Hanne le lanzó una mirada de desesperación.

—¿No dice nada en su favor que haya confesado? ¿Nada?

—Debería haber llamado a la Policía.

—¡Si eso es lo que ha hecho al llamarme a mí y contármelo todo! —objetó ella.

Volvió a adoptar un aire avergonzado.

—Así ha sido toda su vida, siempre he hecho las cosas por él. Cuando tuvo que cambiar el empadronamiento, cuando hacía la declaración, cuando pedía las becas de estudios… Es incapaz de hablar por teléfono con desconocidos, no le sale una palabra.

Miró por la ventana un instante.

—Puede que tenga un problema serio —admitió al fin—, pero no entiendo por qué saca las notas más altas en todo.

Permanecieron un rato en silencio. El comisario la dejó respirar un poco y luego se puso en pie.

—Voy a ir a buscarle —dijo—. Le ayudaremos, ¿de acuerdo? En todo lo que podamos.

El rostro de Hanne era inescrutable.

—Sí —se limitó a decir.

Cuando Søren salió de casa de Hanne Moritzen, caía una fina lluvia.

Rondaba la medianoche cuando el comisario y otros cuatro policías llegaron al número 12 de Glasvej. Søren levantó la vista hacia el apartamento, que según las indicaciones de Hanne Moritzen era el tercero derecha. No había luz. Antes de salir de comisaría había puesto a los demás en antecedentes muy sucintamente; les repitió los puntos principales. Al parecer, Asger Moritzen era un individuo frágil en extremo, huraño y asustadizo, de modo que todo debía llevarse a cabo de la manera más cordial y tranquila posible. Cuatro cabezas asintieron. Luego entraron. Al llegar al tercer piso, los cuatro agentes se apostaron en las escaleras y dejaron que Søren, que iba de paisano, se aproximara a la puerta; primero acercó el oído y después llamó. No se oía nada en el interior de la casa. Volvió a llamar, esta vez algo más fuerte. Ninguna reacción. Avisó a un cerrajero, que dijo que tardaría diez minutos. Sintió la tentación de echar la puerta abajo de una patada, pero recordó lo que Hanne le había contado sobre Asger.

Es mejor actuar con precaución, les había aconsejado a los demás antes de subir. Decidió cumplirlo a pesar de las dudas que le asaltaban. Llamó con suavidad a la puerta de al lado. Al cabo de unos momentos se oyeron pasos y la puerta se abrió dando paso a una mujer en camisón que se quedó mirando al policía con expresión de asombro. No tardaron ni tres minutos. Jamás había visto a su vecino. Llevaba ya diez meses viviendo allí y, claro, al principio lo encontraba un poco raro, pero había llegado a la conclusión de que el apartamento estaba vacío porque el propietario debía de estar de viaje. Nunca se oían ruidos, ni grifos abiertos, ni música, ni visitas. Se encogió de hombros. Lo sentía mucho, no podía ayudarlos. El policía le dio las gracias y le pidió que volviera a entrar en su casa. Cuando se cerró la puerta, apareció el cerrajero, jadeando. Al cabo de dos minutos Søren abrió la puerta del apartamento de Asger.

—Asger Moritzen —dijo—, somos de la Policía. Nos gustaría hablar contigo.

Nada. El recibidor estaba a oscuras, tan sólo la luz del rellano les permitía orientarse. El comisario encendió la luz. Era una habitación grande y ordenada. El armario empotrado estaba cerrado, al igual que las tres puertas. La de la cocina debía de ser la de la izquierda. Indicó a los demás por señas que permanecieran en sus puestos. Volvió a llamar a Asger, pero no hubo respuesta. Entonces abrió con cuidado la puerta de la cocina con el codo. Una vez más, localizó el interruptor gracias a la luz de la habitación contigua. La cocina era un espacio ordenado e impersonal, con las paredes desnudas, el rastro de una bayeta en la encimera y un fregadero reluciente. Retrocedió hasta el recibidor y se situó frente a las dos puertas cerradas. Una debía de conducir al salón de las ventanas pintadas de negro y la otra, al dormitorio. No lograba recordar cuál era cuál, de modo que abrió la de la izquierda y repitió:

—Asger Moritzen. Somos de la Policía. Nos gustaría hablar contigo.

El olor era muy penetrante. Quitaesmalte, fue lo primero que le vino a la cabeza; en cualquier caso, algún tipo de disolvente. La habitación estaba sumida en la oscuridad y el silencio era total.

—Linterna —ordenó volviéndose.

Uno de los agentes iluminó el cuarto con un potente chorro de luz. Había terrarios por todas partes, tal y como lo había descrito Hanne Moritzen, desde el suelo hasta el techo. En el centro de la habitación se veía un sofá de dos plazas y una mesita baja. No se movía una sombra. Søren encendió la luz y una penumbra fría y velada le permitió orientarse. El olor a disolvente era tremendo. De repente advirtió un resplandor blanco. En todos los terrarios había bolas de algodón del tamaño del puño de un niño.

El policía que iba detrás de él empezó a toser. El comisario se volvió y le ordenó que abriera la ventana. Mientras tanto, él se acercó a uno de los terrarios. De pronto la vio. Por detrás del algodón asomaba una araña del tamaño de un plato de postre. No se movía.

—La ventana no se puede abrir, está cubierta de pintura —jadeó el agente.

—Pues rómpela —exclamó él, desesperado.

Empezaba a marearse y el olor le abrasaba la nariz. Se oyó un estrépito de cristales y una bocanada de aire otoñal penetró en la habitación. Søren dio un golpecito en la pared del terrario, pero la araña seguía inmóvil. Empezó a revisar todos los animales, necesitaba encontrar alguno con el que estuviera familiarizado. ¿Qué había dicho Hanne? Algo de grillos y ratones. Tenía que encontrarlos para asegurarse, ignoraba lo quietas que podían quedarse las arañas. Encontró ambas cosas en dos terrarios que había en el suelo. Uno de ellos estaba lleno de unas criaturas con aspecto de saltamontes amontonadas unas sobre otras como una montaña de ramas secas. Dio un golpe en el cristal y no vio ni una sola contracción nerviosa en una pata. El terrario de al lado estaba repleto de serrín y ratones muertos. Se incorporó.

—Ha matado a sus animales.

Pasó junto a su compañero y regresó al recibidor, donde los otros tres agentes aguardaban en posición de alerta, todos ellos con gesto tenso.

—Pide una ambulancia. Estoy seguro de que está aquí dentro —dijo dirigiéndose al que estaba más al fondo. Después se puso unos guantes de goma y entró en el dormitorio de Asger. La oscuridad prácticamente se le vino encima. Le llamó. Las mismas palabras, ninguna respuesta. Escuchó. Le pasaron una linterna e iluminó el cuarto. Ventanas cegadas, un escritorio, varios fardos alineados contra la pared, una cama y un pie humano.

Localizó el interruptor y encendió.

Asger estaba tumbado en la cama, sin ropa. De cintura para abajo estaba tapado con un edredón y tenía el torso desnudo y blanco. Había cerrado los ojos y sus cabellos, que estaban pidiendo a gritos un buen corte, estaban esparcidos como una deslucida aureola en torno a su rostro. Estaba pálido como la cera y no reaccionó cuando Søren entró en la habitación seguido de tres agentes. El comisario se acercó a la cama, alargó el brazo con cuidado y le buscó el pulso.

—Está muerto —dijo sin más.

La piel de todo el cuerpo del cadáver empezaba a recubrirse de manchas de putrefacción. Lo pensó mejor. Habría que tomar todas las huellas y los forenses y los de la científica no tardarían en aparecer en tropel y exigir que se retirara; era ahora o nunca.

—Fíjate en su expresión —murmuró—, ¿por qué tan atormentada?

Olfateó. ¿Se habría suicidado con disolvente? ¿Habría querido morir como sus animales? La habitación estaba dispuesta como las demás: los fardos, el pequeño escritorio con el portátil en su capullo, todo tal como Hanne lo había descrito. Se volvió a estudiar los estantes. Pequeños terrarios, frascos con animales en alcohol, libros. ¿Cómo habría muerto? Olisqueó el cadáver con precaución, pero no olía a nada. Después levantó el edredón y estudió con cuidado lo que había debajo; no descubrió nada.

—Søren —le advirtió de pronto una voz a su espalda—, cuidado.

El comisario había dado órdenes a los agentes de que abandonaran la habitación, pero uno de ellos seguía todos sus movimientos desde la puerta y el tono de su voz no presagiaba nada bueno. Søren levantó el edredón a la altura de la cadera de Asger y volvió a soltarlo. De entre el pelo del cadáver, a la altura de la oreja, salió un escorpión. Era amarillo, llevaba el aguijón fuera y avanzaba lentamente por el pecho del muerto. El comisario apartó la mano.

—¡Joder! —exclamó—. Le ha picado un escorpión.

El animal echó a correr por el cuerpo de Asger y desapareció entre los pliegues del edredón.

—¡Hay otro! —le advirtieron desde la puerta.

En efecto, estaba en una arruga a la derecha de la almohada. Søren levantó la vista hacia la pared. Aún había otro más.

—Muy bien, chicos —dijo con tono tranquilo—. Voy a salir.

Controlándose a duras penas, retrocedió lentamente, salió del dormitorio y cerró la puerta. Sintió un escalofrío.

—Joder —repitió.

—¿Qué hacemos? —preguntó uno de los policías.

—Que no entre nadie —contestó él como un memo.

Primero llegó la ambulancia y después Bøje, otros dos agentes de la Policía judicial, dos técnicos de la científica y un tipo del servicio de emergencias de Falck de lo más amojamado, que venía a capturar a los animales. Pasó al cuarto de Asger con uno de los técnicos, que quería asegurarse de que no estropease ninguna huella, y, protegido por un guante especial, localizó y capturó ocho escorpiones amarillos de la familia Buthidae —le explicó a Søren—, a juzgar por las apariencias de la especie Leiurus questriatus. Su veneno era peligroso, pero de haberse tratado de un solo animal —prosiguió—, Asger no estaría muerto. Un niño o una persona mayor quizá, pero no un hombre joven como él. Pero el tipo sacó de allí ocho ejemplares y a eso no sobrevivía nadie, aseguró con la mayor seriedad.

—En mi opinión, él o alguien más ha metido los animales debajo del edredón —añadió.

—¿Por qué? —preguntó el comisario.

—Los escorpiones no son agresivos de por sí —contestó—. Sólo pican si se sienten agredidos o aplastados. Con un edredón, por ejemplo.

Después salió lentamente con los ocho animales amarillos.

En cuanto se marchó, los de la científica se pusieron manos a la obra. Aquello olía a suicidio a varios kilómetros. En un ángulo ciego por detrás de la cama había ocho terrarios portátiles vacíos, y por debajo de la mano entreabierta de Asger, que asomaba por el borde, se veía un libro titulado Los escorpiones más peligrosos del mundo. De madrugada ya sólo quedaba Søren, contemplando aquel lecho desnudo. Cuánta soledad, se dijo. Había encontrado una carta manuscrita en la cocina con una letra tan microscópica y tan escasa distancia entre línea y línea que apenas pudo leer lo que decía. La hoja fue a parar a una bolsa precintada. Suspiró. Conocía esas cartas de despedida. Perdonadme. Mi vida es espantosa. No quiero seguir viviendo. P. D.: He matado a mi padre. Con excepción de esto último, todas estaban cortadas por el mismo patrón. Cuánta soledad, volvió a decirse. Con el corazón en un puño, regresó a casa de Hanne Moritzen.