Cuando llegó a casa tras su larga peregrinación nocturna desde el hogar de los Helland, Anna se acostó al lado de Karen y durmió como un tronco. Por la mañana hizo tortitas y le dio a Lily un buen baño con burbujas. Cada vez que su amiga pasaba por allí, Anna le daba un abrazo. Al final Karen se echó a reír.
—Pero ¿qué tienes? —le preguntó.
Ella esbozó una tímida sonrisa.
—Es sólo que… —meneó la cabeza.
Karen se ofreció a sacar a la niña de la bañera mientras ella iba al salón. Acababa de llegar otro mensaje desde el número de Johannes.
«¿Nos vemos en mi casa?», decía.
Ella contestó: «No. Museo Zoología 15 h. Si no, llamo a la Policía».
Después entró en el baño. Karen estaba sentada con una toalla preparada en las rodillas. Lily se reía de un cervatillo de plástico porque le había salido barba de espuma. Su madre tragó saliva. Su amiga no tardaría en cambiar de humor. Le rozó la espalda.
—He pensado que podríamos ir a ver a Cecilie —propuso.
La pequeña se levantó entre las burbujas y echó los brazos al cielo.
—La abuela, la abuela —gritó.
Karen se volvió y observó a Anna sorprendida.
Atravesar el Assistens Kirkegård les llevó casi una hora, porque Lily, enfundada en su buzo, se encaramaba a todo lo que había en los jardines del cementerio. Las dos amigas caminaban codo con codo y observaban el paisaje nevado.
Al llegar a Nørrebrogade compraron dulces en una panadería árabe, unos rollitos con trozos de pistacho, y una bolsa de panecillos secos. Madre e hija se detenían en todos los escaparates. Anna señalaba a un lado y a otro al tiempo que exclamaba: «¡Mira eso!» o «¡Huy, qué bonito!».
—Vamos —dijo Karen estremeciéndose de frío—. No te va a servir de nada ir más despacio.
Anna le lanzó una mirada.
Karen y Lily subieron las escaleras de cuatro en cuatro seguidas de Anna, que oyó el alegre alboroto que se organizó cuando se abrió la puerta.
—¡Tesoro! —oyó gritar a Cecilie—. ¡Hola, Karen! Cómo me alegro de veros. Ven aquí, cariño mío, deja que te apechugue. Cómo te he echado de menos.
Cuando Anna llegó al rellano, su madre acababa de coger en brazos a Lily y la abrazaba. Al ver a su hija por encima del hombro de la niña, palideció.
—Hola, Anna —la saludó al tiempo que dejaba a la pequeña en el suelo. La niña se escabulló en el interior de la casa, que le resultaba muy familiar.
—Hola, mamá —le correspondió ella rozando levemente una mejilla con la de su madre.
—Pero pasa, hace un frío que pela.
Lily sacó de un armario un cajón azul y empezó a jugar con sus cosas. Seguía llevando el buzo y el gorrito y Karen la ayudó a quitárselos.
—Mira, mi cama de casa de la abuela —parloteaba la niña—. Y mira, también tengo muñecas. Una muñeca pequeña y una muñeca grande. Y peluches y cuentos.
Karen lo observaba todo. Anna no se quitó el chaquetón y Cecilie aventuró una sonrisa insegura.
—¿No quieres quitarte el abrigo?
—No, no me voy a quedar mucho rato, tengo que hacer una cosa. ¿Te importa, Karen?
Su amiga la miró sorprendida, pero asintió.
—¿Sigues enfadada? —preguntó Cecilie—. ¿Aún no quieres que te ayude con Lily?
Sonrió con aire indulgente.
—¿No has hablado con Jens? —quiso saber Anna.
Su madre parpadeó.
—Hablo con Jens todos los días, Anna.
Cecilie tenía una mirada franca y algo herida, como si pensara que su hija le debía una disculpa por haberle gritado días atrás. Anna observó a su madre en silencio mientras su amiga se hacía cada vez más pequeña. De repente Karen cogió a la niña y se la llevó al salón con un libro. Cecilie parecía confusa, como si presintiese que algo estaba a punto de ocurrir.
—Lo sé todo, mamá —dijo Anna con voz ronca.
Su madre volvió a parpadear.
—¿Disculpa?
—Sé que cuando nací sufriste una psicosis posparto. Sé que no podías ocuparte de mí, que no me alimentabas bien. Sé que antes me llamaba Sara porque a mi padre le gustaba ese nombre, sé que me cuidó lo mejor que supo. Sé que volviste a casa cuando yo ya tenía casi un año y sé que no querías que nadie supiera que habías estado tan enferma. Lo sé todo.
Cecilie estaba boquiabierta.
—También sé que me quieres —prosiguió Anna—, que intentas compensarme todos los días. Sé que quieres a Lily más que a nada en el mundo y que tienes miedo de que ella también se sienta abandonada. Creo que te asustaste cuando Thomas me dejó y yo me sentía tan mal que casi no podía cuidar de ella, cuando me derrumbé y viste que todo volvía a repetirse. Te viste a ti misma después de tantos años. Creo que temiste que pudiera hacerle a Lily el mismo daño que me hiciste tú a mí.
Cecilie, que no había dicho nada, boqueaba en busca de aire y dejaba escapar un gemido atormentado.
—Pero yo no soy tú, mamá —añadió su hija con dulzura—. Yo soy Anna Bella y nunca he tenido tu enfermedad. Luché…, me puse furiosa y me sentí impotente cuando Thomas nos abandonó, pero nunca he estado enferma y no le he fallado a Lily.
Le sostuvo la mirada a su madre, dio un paso adelante, la cogió de la mano y la atrajo hacia sí. Cecilie estaba rígida y se resistía, pero Anna tiró con fuerza.
—Lo que pasó no estuvo bien, mamá —murmuró con los labios entre los cabellos de Cecilie—, pero pasó. Puedo superarlo ahora que lo sé. Lily te quiere, tienes que ser su abuela, pero no intentes protegerla de algo que no tiene nada que ver conmigo.
La cogió por los hombros y la mantuvo a cierta distancia.
—¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —preguntó con aplomo.
Cecilie estaba deshecha. Seguía sin decir nada, pero asentía. Anna volvió a abrazarla.
Cuando su madre logró rehacerse, Anna se despidió de ella y de su hija con un beso, le dio otro abrazo a Cecilie y se marchó.
Anna abrió la puerta de la colección de vertebrados con determinación y avanzó a través de la oscuridad gritando:
—¿Tybjerg? ¿Dónde está? ¡Tengo que hablar con usted!
Estaba enfadada y, al oír algo en el último rincón de la sala, fue hacia allí decidida. Su tutor apareció de improviso, como la última vez. Lleno de sombras y con la mirada opaca.
—¿Por qué gritas? —preguntó.
—¿Por qué chantajeaba a Helland?
Tybjerg abrió unos ojos como platos, pero no parecía muy dispuesto a contestar. La joven se inclinó hacia él y le dijo con toda calma:
—¿Sabe que debería considerarle sospechoso?
—¿De qué? —preguntó sorprendido.
—De matar a Lars Helland. Es el único que se me ocurre que tuviera un motivo. Usted es el heredero de Helland y ahora el rey está muerto.
—¿Qué bobadas son ésas? —replicó él—. Lars era mi amigo.
Se retiró ligeramente hacia la oscuridad y Anna avanzó hacia él.
—Pero le chantajeaba.
—No tiene nada que ver. Una cosa era la ciencia, la investigación, y otra muy distinta, la amistad. Ciencia y amistad son dos conceptos irreconciliables. Helland decía que él habría hecho lo mismo en mi lugar. Todo el mundo presiona a todo el mundo. Así funcionan las cosas. Donde no hay harina, todo es mohína. Y la harina se ha acabado.
Tybjerg le lanzó una mirada sombría.
—Pero entonces, ¿por qué le chantajeaba? Siete mil coronas al mes durante tres años no se puede decir que sea calderilla.
La observó paralizado por un instante y después se encogió de hombros.
—Para conseguir recursos para mis investigaciones, ya te lo he dicho.
Dio un paso más hacia la oscuridad y ella le siguió.
—¿Cómo le chantajeaba? Ayúdeme un poco, vamos.
Él se encogió de hombros.
—Averigüé que Helland tenía un hijo secreto. Se llama Asger.
Asger. Ese nombre le decía algo.
—Hubo una época en que Asger y yo éramos amigos. Él ni siquiera sospechaba que su padre era Helland, fue un escándalo. Bueno, lo habría sido de haber salido a la luz. Helland tuvo una aventura con una de sus alumnas, una chica de diecinueve años que asistía a sus clases durante el segundo semestre. La madre jamás le dijo a Asger quién era su padre.
Observó a Anna como si acabara de bajar de las nubes antes de continuar:
—Asger fue alumno de su padre sin saberlo, ¿qué te parece? Ya no somos amigos, se ha vuelto muy raro desde que no tiene trabajo. Dejamos de vernos cuando se volvió extraño. Antes era un tipo muy inteligente, el mejor de todos. Era experto en coleópteros, bueno, y supongo que seguirá siéndolo. Terminó la carrera a la velocidad del rayo —prosiguió—. Hizo el doctorado y escribió la tesis y demás en tiempo récord. Era el miembro más joven de un departamento minúsculo con un catedrático a punto de jubilarse. Todo parecía de lo más prometedor y ¿sabes lo que pasó? Que el puto consejo de facultad le cerró el departamento. Ellos insistían en que le habían enviado una carta, pero por lo visto se perdió. Por aquel entonces aún éramos amigos. Cuando volvió de las vacaciones, listo para el nuevo semestre, para dar clases, para investigar, se encontró el departamento desmantelado. Bum. Una lástima, porque…
—¿Cómo descubrió que Asger era hijo de Helland?
Tybjerg pareció reflexionar un instante y, tras suspirar, continuó:
—La madre de Asger da clases aquí, en la facultad, pero en un departamento distinto del de Helland. Un día los vi juntos. Discutían con tanto misterio que resultaba evidente que se trataba de un asunto privado. Estaban en un rincón, junto a la entrada; los veía desde las escaleras sin que ellos me vieran a mí. Por lo que pude oír, la madre de Asger amenazaba a Helland, estaba furibunda. Yo acababa de terminar el doctorado y soñaba con empezar a investigar, pero ignoraba cómo. No sé qué me impulsó a hacerlo, pero un día, poco después de presenciar aquella discusión, dejé caer un comentario delante de Helland. Estábamos trabajando, por cierto, ahí, en esas mesas, y disparé a ciegas. Acerté de lleno, se lo vi en la cara. Se puso blanco como la cera y por su reacción comprendí que había dado con algo mucho más gordo de lo que creía. Cada vez que nos veíamos yo volvía a sacar el tema. Terminó por pedirme directamente que le guardara el secreto y yo se lo prometí, por supuesto. Poco después me asignaron el despacho del sótano, me lo consiguió él. Al fin y al cabo no le estaba exigiendo cifras astronómicas ni lujos de ningún tipo, pero veía adónde iban a conducir todos los recortes que estaba haciendo el Gobierno; todos iban quedando abandonados a su suerte y yo no quería seguir sus pasos. No, joder, no quería. He dedicado toda mi vida a llegar hasta donde estoy y no pienso acabar en un curso de reactivación para desempleados —exclamó indignado—. Supongo que podríamos decir que le retorcí un poquito el brazo, pero, insisto, fue una especie de acuerdo entre los dos. Yo le hacía un favor con mi silencio y él me lo devolvía abriendo un poco la mano. Un despachito en el sótano que nadie quería y una invitación a participar en sus investigaciones. Por eso hacíamos tantas cosas juntos, artículos, presentaciones, conferencias. Bueno, no solamente por eso, claro. Era como matar dos pájaros de un tiro, ¿no? Los dos trabajábamos en el mismo campo, de modo que formábamos un buen equipo. De los mejores del mundo. Lo de retorcerle el brazo pasó a un segundo plano.
—¿Por qué no quería Helland que saliera a la luz lo de Asger?
—¿Tú qué crees? En primer lugar, porque le habrían echado a la calle de inmediato; y, en segundo, porque su mujer no iba a ponerse precisamente a dar palmas, ¿no te parece?
—¿Quién es la madre de Asger? ¿La conozco?
—Es posible. Se llama Hanne Moritzen y es parasitóloga, tiene el despacho en la planta baja.
Anna era el vivo retrato de la estupefacción.
—¿Su madre?
—Sí. La madre de Asger es Hanne Moritzen.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó la joven, incrédula.
—El chico sabrá quién es su propia madre, ¿no?
—Pero yo la conozco —replicó dolida—, no tiene hijos. ¡Siempre me ha dicho que no tenía hijos!
—Bueno, pues te ha mentido —aseguró él.
Estaba perpleja. Hanne Moritzen había tenido un hijo con Lars Helland. Apenas se distrajo unos instantes, pero a Tybjerg le bastaron para ir retrocediendo hasta desaparecer en la oscuridad. Se oyó el arrastrar de sus zapatos, sus murmullos y el ruido de un armario al cerrarse. Se quedó paralizada con la mirada perdida.
—Tengo que irme —murmuró.
Anna salió de la colección de vertebrados y abrió la puerta del museo. El corazón le latía con fuerza y se sentía insegura. ¿Debería llamar a Søren para contarle lo que acababa de averiguar? ¿Se estaría aventurando en un terreno demasiado peligroso?
En ese momento vio a Troels. Estaba esperándola en la sala del mamut. Había alargado la mano para tocar el glaciar artificial y la retiró asombrado. No llevaba abrigo y el gorro de lana le asomaba del bolsillo de atrás de los vaqueros. Los cabellos rojizos le caían por la frente en rizos de corte perfecto.
La joven le observó unos segundos con la respiración entrecortada. Llevaba el arma guardada en el bolsillo. Cuando logró respirar con normalidad, se acercó y le puso la mano en la espalda con suavidad. Él se volvió.
—Hola, Anna —la saludó. Tenía la mirada inquieta.
—Venga, vámonos —contestó ella con calma.
Atravesaron lentamente la exposición sin decir nada e incluso se tomaron su tiempo para ver algunas de las piezas; terminaron en la sala de las ballenas, donde se sentaron en un banco. Un ruidoso grupo de chavales esperaba impacientemente su turno para usar los auriculares. Estaban sentados muy juntos.
—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó de pronto la joven volviendo la cabeza para observarle.
—No fue a propósito.
A Anna le faltaba el aire.
—¿Qué ocurrió? —susurró.
—Me enamoré de él —reconoció abiertamente.
—¿De Johannes? —inquirió perpleja; por un instante su horror cedió ante la curiosidad que sentía—. Pero si Johannes no era gay…, él…
—Ya lo sé —contestó él pausadamente—. Pero aun así me enamoré de él.
—Ya, pero ¿qué ocurrió? —insistió ella.
—Nos conocimos en La Máscara Roja. Yo no había estado allí nunca y fui con dos tipos de los que, en realidad, no sabía demasiado. Me gustó el sitio. Me fijé en Johannes casi de inmediato. Estaba en la barra y tenía un aspecto increíble. Guapo, guapo no era, ¿verdad que no? Pero eclipsaba a cualquiera y hacía reír a todo el mundo. Lo tenían rodeado. Me acerqué y empezamos a hablar. Tomamos una cerveza, yo ya llevaba algunas de más. Estuvimos mucho rato charlando en la barra y tuve que hacer esfuerzos para seguir la conversación.
Troels lanzó una mirada tímida a su amiga antes de continuar.
—Hablaba de asuntos muy complicados, movía mucho las manos y me tocaba el hombro, me daba con el dedo en el pecho y me revolvía el pelo. Para ser alguien a quien acababa de conocer, se comportaba de un modo muy físico, y a mí me gustaba. Llevo ya muchos años en el mercado homosexual, donde la rapidez en el contacto es sinónimo de sexo, y pensé que… Él llevaba falda de cuero, medias de rejilla y botas militares, pero se pasó toda la noche hablando de cualquier tema menos de sexo, venga a contar cosas sobre la epistemología, que, dicho sea de paso, me importaban muy poco. Pero él me encantaba. Le daba exactamente igual lo que pensaran los demás y gesticulaba todo lo que le daba la gana. Aceptadme tal cual o dejadme en paz. Por eso era como un imán, claro. Siempre he admirado a ese tipo de personas.
»Por la mañana nos marchamos juntos. Al llegar a Enghave Plads me dio un abrazo y me dijo que le había encantado conocerme y que le gustaría volver a verme.
—Johannes no era gay —insistió Anna. Troels apartó la vista.
—Quedamos al cabo de unos días. Yo no podía pensar en nada más que en él. Me invitó a cenar a su casa y bebimos vino. Me tenía confuso. No dejaba de enviarme señales contradictorias y acabé preguntándoselo directamente. Le confesé que me atraía muchísimo, que me moría de ganas de acostarme con él. Me dijo que no era gay. Al principio me cabreé, pensé que había estado tomándome el pelo, con el vino, la comida y la ropa tan absurda que llevaba. Luego descubrí que había algo más. No era gay, pero… —titubeó—. Quería que le… humillase. Sexualmente, pero sin contacto. Podía golpearle y humillarle verbalmente, pero no me dejaba tocársela. Me explicó que le excitaba la degradación. Lo había intentado con mujeres, pero no le bastaba. Lo hicimos aquella noche. En mi vida he experimentado nada semejante, tan auténtico. Viví varios años en Estados Unidos y sé lo que es esa vida, he ido a clubes sadomasoquistas, he sido el dominador en todas mis relaciones, el violento, pero con Johannes era… muy fuerte. Porque todo era nuevo para él. Porque yo era el primero.
Lanzó una tímida ojeada hacia Anna, que estaba paralizada, con los ojos fijos en el cachalote de la pared. Los niños ya se habían marchado y ahora los acompañaba una familia de cuatro miembros, el padre con el más pequeño en brazos.
—Le pegué y… bueno, da lo mismo. Se masturbó y se corrió. Me habría gustado hacérselo yo, pero cada vez que lo intentaba se echaba atrás, no quería. Al final sentí una enorme frustración. Yo deseaba acostarme con él. Lo intenté, pero de repente se había esfumado toda la magia. Se enfadó y se fue de la habitación diciendo que no podía estar hablando en serio, habíamos hecho un trato. Le pedí perdón, pero no sirvió de nada; me pidió que me fuera. Márchate, márchate, repetía. Como si le hubiese fallado. Al final me fui. Pasé varios días muy alterado, no podía quitármelo de la cabeza. Le envié un correo electrónico, pero nunca me contestó. En el ambiente gótico me llamo YourGuy —le explicó casi con timidez—, casi todos tenemos un alias, forma parte del juego. A mí me venía de perlas. Copenhague es un pueblo y yo acabo de volver de recorrer el ancho mundo y, sinceramente, me acojona acabar un día en la portada del Ekstra Bladet. «Supermodelo resulta ser un sádico» o algo por el estilo. En Estados Unidos soy bastante conocido, pero cuando volví aquí en primavera los trabajos me salían con cuentagotas. En septiembre iban a cogerme para una gran campaña con mucho dinero de por medio y me venía que ni pintado moverme con una gente a la que le daba igual quién era en realidad. Pero el caso es que nunca contestó y poco a poco empecé a desesperarme. Un día nos encontramos por casualidad en un café. Me pareció que se alegraba de verme, como si ya se le hubiese olvidado que en nuestra última cita las cosas se habían torcido. Había estado ocupado. Quedamos en volver a vernos al día siguiente.
»Esa noche me di cuenta de que os conocíais. Desde la primera cita me había hablado de ti. Anna, mi compañera; Anna, la chica con la que comparto el despacho. Yo no le di demasiadas vueltas, pero cuando volvimos a quedar te llamó Anna Bella y comprendí que tenías que ser tú. Para entonces ya sabía dónde vivías y llevaba medio año, desde que me instalé aquí, queriendo llamarte, pero me daba mucha vergüenza. Me avergonzaba haber desaparecido como lo hice. Tus padres… —sacudió la cabeza— siguieron en contacto conmigo durante años. Consiguieron mi dirección en Nueva York a través de mi hermana y no dejaron de escribirme fielmente todas las Navidades y en todos mis cumpleaños. Un año tu madre me mandó un calendario de Adviento y todo. Me dijo que no dejara de llamarlos si volvía a Dinamarca y yo no les contesté nunca. Cuando llegué a Copenhague pensé que lo más sencillo sería empezar por dar con Karen. A quien más echaba de menos era a ti, pero… Joder, cómo se te fue la pinza conmigo aquella noche.
La miró con aire risueño.
—¿Se me fue tanto que te dio miedo querer partirme la cara? —le preguntó ella. De repente se sintió dominada por la rabia. A Troels se le borró la sonrisa.
—No sabía por qué me humillabas así. Y sigo sin saberlo —contestó encogiéndose de hombros—. Aquella noche no eras mucho mejor que mi padre. Me diste patadas, Anna, me pegaste y me chillaste. Qué idea tan estúpida esa de acostarnos. ¿A quién se le ocurrió?
—A Karen y a ti —respondió ella, furiosa—. La idea fue de Karen y tuya y… Siempre estabas tratando de excluirme —explotó de manera inesperada—. Te llevabas mejor con ella sólo para fastidiarme. Y lo mismo aquella noche. Me ignorabais. Y con mis padres pasaba exactamente igual. El pobrecito Troels, tan majo, hay que cuidar mucho del pobrecito Troels.
Estaba hecha una furia. Su amigo la miraba asombrado.
—Anna —dijo—, siempre te he querido más que a nada en el mundo. Karen es mi amiga, pero es la persona menos complicada que conozco y ya era así entonces. Tú tenías todo lo que yo soñaba. Te idolatraba y adoraba a tus padres, quería vivir con vosotros, estar siempre a vuestro lado, pero a veces pensaba que me odiabas. Aquella noche pensé que me odiabas, y yo ya no soportaba más odio. Quería cerrarte la boca, por eso me fui corriendo. Joder, no hacía ni una semana que le había partido los dientes a mi padre con una tabla. Él le contó a todo el mundo que se había olvidado de ponerse el cinturón y había tenido que dar un frenazo, pero fui yo. Me tenía encerrado en el sótano y me decía de todo, me provocaba, me hostigaba, me llamaba mariquita. Al final agarré un estante, lo arranqué de la pared y se lo estampé en la cara. No soportaba todo aquel odio un minuto más, ¿lo entiendes? Aquella noche tuve miedo de mi propia reacción, mucho miedo. Lo he pensado miles de veces. Qué celosa tenías que estar. Eras hija única, te habías criado entre algodones, como una princesa, y de repente llegaba yo a estropearlo todo. Por cierto, que nunca he acabado de entender qué veían tus padres en mí teniéndote a ti. Pero…
Guardó silencio.
—Tú no sabes nada de mí —dijo Anna en voz baja.
Troels no parecía haberla oído.
—Esa noche me di cuenta de que Johannes estaba enamorado de ti. No dejaba de hablar de ti. No directamente, pero se las arreglaba para mencionarte en cualquier contexto. Yo le preguntaba cosas de vez en cuando, como si me interesaras, y él me respondía de buena gana. En muy poco tiempo supe casi todo lo que necesitaba. Que te había dejado tu novio, que se llamaba Thomas; que Thomas no iba a ver a vuestra hija; que no mandaba regalos por Navidad; que a duras penas pagaba la pensión que estipulaba la ley a pesar de que él era médico y tú, estudiante; que luchabas con tu rabia; que te sentías completamente impotente; que ya casi eras bióloga; que Cecilie se había instalado en Copenhague y no te llevabas bien con ella. Johannes no parecía reparar en lo extraño que era que me interesaras tanto, le apasionaba hablar de ti. Le brillaban los ojos. Qué absurdo. Yo estaba loco por él y él estaba loco por ti —sonrió—. Se ve que es mi maldición: todo lo que deseo acaba siendo tuyo.
Enmudeció.
—Esa noche —prosiguió luego en voz más baja— me pasé de la raya. Johannes quería repetir el mismo numerito, que le agrediera verbalmente, le degradara, le humillara y le pegara. Con la palma de la mano y sobre todo por el cuerpo, pero en la cabeza también. Mientras tanto él se tocaba, y cuando yo intentaba acariciarle se apartaba. Me dijo que podía hacer lo mismo, sacármela y masturbarme. Yo no quería. Estaba fuera de mí, un poco borracho y enamorado. Además, era el más fuerte, tenía el poder. Conseguí penetrarle. Le sujeté. Joder, no duró ni cinco segundos. Me corrí dentro de él y perdió los papeles. Me echó chillando y llorando. En el mundo fetish está totalmente prohibido —confesó con timidez—. Se puede llegar hasta el límite, pero jamás traspasarlo sin el consentimiento del otro. Johannes me había pedido que parara muchas veces, pero no le escuché. Los días que siguieron fueron un infierno. Le llamé, le escribí, pero no contestó. Me costó una semana localizarle. No parecía muy contento. Me había extralimitado y él no podía aceptarlo. Las reglas estaban claras como el agua: podíamos jugar con el reparto de poderes, pero nada de contacto sexual directo. Yo las había infringido. No quería volver a verme.
»Pasó algún tiempo. Quedé con Karen dos veces. Le conté que me había enamorado, pero que no me correspondían. Me consoló —sonrió—. También hablamos de ti. Le pregunté si creía que podríamos volver a ser amigos. Tú y yo. Los tres. Le pregunté cómo estabas. Ahí no supo qué decir. Al final reconoció que vosotras tampoco os veíais y me llevé una sorpresa enorme. A quien sí había visto era a Cecilie, que le había contado que te habías quedado sola con tu hija y estabas bloqueada, en las últimas. No intentó ocultar que para ella y para Jens en realidad era un alivio que Thomas hubiera salido de vuestras vidas, nunca les había gustado. Era un hombre muy inteligente, brillante, pero poco profundo. Ésas fueron las palabras de Cecilie. Karen me contó que estaban muy preocupados por ti y te estaban ayudando con la niña, Lily. Me encantaría conocerla algún día.
Sonrió.
—Karen quería que nos pusiéramos en contacto contigo, pero Cecilie le pidió que esperásemos a que acabaras la tesina. Hicimos un trato: nos veríamos después de tu examen. A Karen le entusiasmaba la idea, decía que nos había echado muchísimo de menos. Su alegría me dio ánimos. Un día me presenté en casa de Cecilie a tomar el té. Fue una tarde estupenda. Le pedí perdón por no haber dado señales de vida y ella me dijo que no importaba, le expliqué que lo había pasado muy mal. También le pedí que no te contase nada de mi visita. A ella le dije que quería que fuese una sorpresa, pero en realidad… me daba miedo que volvieras a enfadarte. A ponerte celosa y enfadarte. Que acabásemos en el mismo punto. Primero teníamos que acordar las reglas del juego: tú no volverías a humillarme, no podría soportarlo, y a cambio yo no te robaría la atención de tus padres, si eso era lo que tanto te molestaba.
»También fui a ver a Jens. Le esperé en la plaza del Ayuntamiento, a la puerta del periódico; le vi salir, muy envejecido, demacrado y gris. Le seguí hasta su casa, pero me faltó valor. Preferí intentarlo con mi hermana. La alegría de Karen y el recibimiento de Cecilie me volvieron temerario y la llamé. “No vuelvas a llamarme”, contestó con voz glacial. “No te acerques a mí ni a mis hijos en toda tu vida o te pongo una denuncia”.
Esbozó una sonrisa cohibida.
—Me había peleado con mi padre cuando estaba terminal en el hospital, supongo que era por eso. Le estampé un jarrón en la cara y él me tiró un cajón a la cabeza. A mi hermana la sacaban de sus casillas nuestras peleas. Seis días más tarde me presenté en el entierro con los siete puntos del cajón que me había lanzado. No sé de dónde sacó las fuerzas, estaba extenuado, moribundo. Aún tengo la cicatriz.
Troels se volvió hacia Anna y se pasó el dedo por una delgada línea blanca que le surcaba la frente.
—A mi hermana no se le ocurrió preguntarme por qué tenía una brecha en mitad de la frente. Se negó a sentarse a mi lado durante la ceremonia y ella y su familia ocuparon un banco en el lateral opuesto. Después se acercó a advertirme que si alguna vez se me ocurría aparecer, me denunciaría por malos tratos. Por más carcomido que lo tuviera el cáncer, para ella yo había matado a nuestro padre de un jarronazo —dijo con expresión resignada—. Cuando la llamé esa noche, deseoso de llegar a una reconciliación, enseguida me quedó claro que no tenía la menor intención de perdonarme. Al colgar me vine abajo. No podía dejar de pensar en Johannes, me asustaba lo que le había hecho, me asustaba que me denunciase, pero al mismo tiempo le echaba mucho de menos. Karen no notó nada. Las dos veces que quedamos para tomar un café estuvo hablando sin parar del gran reencuentro. Yo tenía que verte, me parecía la única salida. A lo mejor podías hablar con Johannes. No sé en qué estaría pensando. Fui dos veces a esperarte. Me colé en tu portal con la esperanza de que estuvieras en casa. No llamé para avisarte y lo hice a propósito, para evitar un rechazo. Estaba convencido de que si conseguía hablar contigo, las cosas se arreglarían, pero las dos veces me faltó valor. La segunda casi sentí pánico. Tu vecina de abajo salió a ver a tu hija. Por lo que pude entender, habías ido a correr. Dejó la puerta entornada y aproveché para entrar. Me senté y fingí ser un viejo amigo que te visitaba a menudo. Me echó, dijo que tenía que esperarte fuera. Estaba furiosa y sospechaba de mí, echaba fuego por los ojos como si me hubiera descubierto, como si me hubiese pillado con las manos en la masa. Me entró pánico. Bajé corriendo por las escaleras y de repente te oí volver. La puerta del portal se cerró y entraste jadeante, oí perfectamente que eras tú. Tosiste. Me metí en el cuarto de contadores. Casi había llegado abajo y tú subías corriendo. Tenía la sensación de que tu vecina me estaba buscando como si fuese un malhechor, como si representase un peligro para los demás. Igualito que en el colegio, ¿verdad? —preguntó con voz cansada—. Mi padre les explicaba a los profesores que tenía que ser duro conmigo porque de lo contrario me volvía ingobernable. No, por supuesto que no me pegaba, pero intentaba ser claro, les aseguraba, ponerme límites. Ellos lo comprendían perfectamente, también tenían sus más y sus menos conmigo. Tus padres fueron los únicos que no se lo tragaron.
»Tuve que acurrucarme entre los contadores cuando pasaste a mi lado y cuando oí que ya estabas más arriba salí corriendo. De repente me encontré en pleno barrio de Vesterbro. De pronto estaba delante del portal de Johannes. Me aparté un poco y levanté la vista hacia sus ventanas. La luz estaba encendida y al cabo de un rato le vi hablar por teléfono. Al poco entré en el portal, llamé a su puerta y, cuando la abrió, empujé con fuerza. Llevaba semanas llamándole a diario, enviando flores, pidiendo perdón y mandando mensajes y no había sabido nada de él. Al verme allí se asustó. Soy mucho más grande que él, por eso encajábamos tan bien. Él era pequeño y frágil y yo era mucho más alto y mucho más fuerte. En ese momento me excité. Vi algo en sus ojos, un destello en su mirada. Lo está deseando, pensé. Todo era un juego y aquello formaba parte de ese juego. Quería que decidiera por él, que le dominara, que le humillara, en ese instante lo vi claro. Me había engañado y bien.
Los ojos de Troels brillaron. Anna metió la mano con mucho cuidado en el bolsillo de su chaquetón y se estremeció como si tuviera frío.
—Cerré la puerta y me bajé los pantalones. Eso era lo que él quería, no me cabía la menor duda. Retrocedió, como estaba previsto. Con la polla en la mano, frotándomela, le ordené que se desnudara, le dije que se la metiera en la boca. Se hacía muy bien el asustado, era perfecto. Se resistió. Yo le llamé de todo… y me corrí. En la mano y en el suelo. Me quedé hecho un ovillo sintiendo un imperioso deseo de abrazarle, de estar junto a él, muy juntos. Cerré los ojos un instante y cuando volví a abrirlos vi que estaba armado. No sé de dónde lo había sacado, pero tenía un cuchillo en la mano y la mirada torva. Murmuré algo, levanté los brazos. No me amenaces, dije. Quería que se calmase, pero me atacó. Movió el cuchillo, intentó clavármelo. Traté de advertirle, le pedí que soltase el cuchillo, que se tranquilizase. No quedaba ni rastro de su dulzura, de esa fragilidad que me hacía amarle; se había esfumado. Su voz también era otra, más oscura, distinta. Siguió. Se acercó con el cuchillo y me amenazó para que me fuese. Me gritó tan fuerte que podía sentir su saliva en la mejilla.
Lanzó una mirada fugaz hacia la joven.
—Esa vez no eché a correr. Tenía que hacerle callar. Tenía que hacerle callar.
Guardó silencio. Anna aferraba la brida dentro del puño como si fuese una serpiente enroscada. Luego se estiró como si necesitara un cambio de posición. Tenía el corazón desbocado.
—Después fui a casa de Jens —continuó Troels—. No sé cómo llegué hasta allí, pero de repente me encontré delante de su casa sin abrigo y con los pantalones mojados. Lo único que me pasaba por la cabeza era que no tardarían en detenerme y antes quería hablar con Jens, sólo hablar. Hablamos durante horas. Me calmé un poco, pensé que a lo mejor Johannes no se había hecho daño, no era seguro. ¿Le había pegado? Me entraron dudas. Jens me sirvió un whisky y me prestó ropa. Tienes unos padres increíbles, Anna.
Ella asintió.
—Ellos también te quieren mucho —le dijo con dulzura.
—Enseguida me iré y no volveré. No quiero acabar en la cárcel —rió secamente—. Llevo en ella toda la vida.
—¿Por qué me has mandado esos mensajes?
—¿Sabes lo que ha supuesto para mí que dejásemos de ser amigos? Todo. No quería marcharme sin verte. Quería desahogarme, explicarte que no lo hice a propósito. Ni aquello ni esto. No creo que vuelvas a fallarme —dijo inesperadamente—. No, yo creo que has cambiado. Tu niña. Algún día me gustaría conocerla.
—De repente me di cuenta de que habías sido tú.
—Sí, es increíble —sonrió—. Pensé que tardarías un poco más. ¿Qué dije?
—No fue por eso, fue porque se te escapó que se llamaba Johannes. Cuando nos vimos el viernes dijiste que Johannes se llamaba Johannes. Intentaste hacerme creer que te lo había dicho Karen.
Se volvió a mirarle con un fuego dorado en la mirada.
—Pero ella no sabía cómo se llamaba. ¿De dónde lo habías sacado entonces? En un momento todo encajó. Que me estuvieras esperando, que aparecieses por todas partes. Karen se encontró contigo, Jens se encontró contigo y, por lo visto, Cecilie también. Y alguien molestando a Johannes… Al principio pensé que era una chica, pero cuando la policía me dijo que estaban buscando a un hombre… YourGuy. Demasiadas casualidades juntas.
Troels la observó con los ojos empañados.
—¿De veras dijo eso? —preguntó con voz apagada—. ¿Que le estaba molestando?
Anna se acercó a su amigo.
—Tienes razón. Ya no te voy a fallar —le susurró al oído. Troels la miró frente a frente. Tenía los ojos brillantes.
—Siento lo de Johannes. Yo también le quiero. Espero que se recupere y que no esté muy enfadado.
—Está muerto, Troels —dijo con suavidad—. Johannes está muerto.
Él la miró sin verla y se volvió. Anna intuyó que había llegado el momento en que iba a levantarse y desaparecer. Había llegado el momento de no fallarle.
Todo ocurrió en apenas diez segundos. Inmovilizó el brazo de su amigo con todo el peso de su cuerpo, le pasó la brida por la muñeca, se colocó como pantalla para impedirle ver lo que sucedía, tiró de la cinta de plástico y la cerró. El joven dejó escapar un grito de rabia sin llegar a entender por qué estaba encaramada a él, sujetándole, y trató de sacar el brazo. Oyó gritos: pero qué coño haces, mierda, no va a poder. Sólo cuando se encontró en el suelo, aturdida, a metro y medio de distancia y con el destornillador en la mano, comprendió que era ella la que había gritado. Troels se retorció hasta ponerse en pie y el banco se sacudió peligrosamente. Anna sintió que le faltaba el aire. El plástico estaba tenso, pero su amigo tiraba con fuerza. Ella sacó el teléfono. Él chillaba, la insultaba, la amenazaba. Te voy a matar, gritó. Intentó golpearla con el brazo libre, con el pie. Un puñetazo la alcanzó en la sien y todo se volvió negro. Introdujo la segunda brida por debajo de la primera, la pasó por el respaldo del banco y tiró. Él volvió a darle en la sien con el índice doblado, un golpe certero. Se le estaba empezando a enrojecer el brazo. Anna se alejó rodando por el suelo. Troels tenía un brazo entero sujeto al banco. La gente se aglomeraba. ¿Qué está pasando?, gritaban. Marcó con manos temblorosas. Él contestó de inmediato.
—Søren —le dijo—, ayúdame.
Anna abandonó el museo antes de que llegara la Policía y, jugándose la vida, echó a correr como pudo por Jagtvej y subió de un salto a un autobús. Cuando llamó a la puerta de Hanne Moritzen estaba furiosa.
—¿Por qué me miente todo el mundo? —preguntó cuando la parasitóloga le abrió la puerta de su apartamento del segundo piso.
Dio una patada en el suelo y clavó sus ojos en los de Hanne.
—¿Por qué me mentiste y no me dijiste que tenías un hijo? —continuó en un tono algo más suave—. ¡De Lars Helland! No tiene sentido. ¿Por qué no me lo contaste?
Estaban de pie en el recibidor, que era grande y claro, y por la puerta entornada que conducía al salón se entreveía un sofá blanco y una fuente de latón llena de lustrosas conchas marinas. De repente, Hanne se desplomó de rodillas, cogió las manos de Anna y se las llevó al rostro; el sonido que surgió de entre sus labios era sobrecogedor. Impresionada, Anna la ayudó a levantarse y la condujo al salón. Se sentaron en el sofá, donde la joven, consciente de lo cerca que estaba de la resolución del enigma, dejó que se aferrara a ella. Cuando se tranquilizó, Hanne empezó a hablar de su hijo.
—La culpa es mía —admitió—. Creía que si lo enterraba bien hondo, desaparecería. La culpa es mía.
Anna no la contradijo.
Tras una conversación que se prolongó durante casi dos horas, Hanne le suplicó que fuera a la Policía.
—No puedo denunciar a mi propio hijo —susurró.
Cuando la joven accedió, le preguntó:
—¿Quieres ver una foto suya?
Ella asintió mientras Hanne iba a buscar una cajita llena de fotografías. Esperaba ver una imagen reciente de ese Asger Moritzen que, al parecer, había trabajado tres pisos por encima de su madre y al que seguramente conocía de verlo por los pasillos de la facultad. Quizás hasta le hubiese dado clases de disección en algún curso de morfología. Pero no, se trataba de una caja con fotografías de infancia, retratos de un risueño bebé de ojos oscuros con la boca abierta, la baba corriendo por la barbilla y un sonajero de rayas en la mano, imágenes de un niño en la nieve con los ojos brillantes y una mirada franca y receptiva como un papel secante, sin mancha.
—Tengo que ir a casa a ver a Lily —susurró.
Se despidieron en la puerta, pero Hanne se resistía a dejarla marchar.
—Puedes contar conmigo para lo que sea, te lo prometo —le aseguró la joven.
La parasitóloga le soltó las manos con una desmayada sonrisa.
—En cuanto llegue a casa, llamo a Søren —continuó—. A partir de ahí ya es cosa tuya, ¿de acuerdo?
Hanne asintió.
Era domingo por la noche. Anna recorrió a pie el breve trayecto que iba por Falkoner Allé y Jagtvej pasando por la parte de atrás del Archivo Estatal. Llevaba el chaquetón desabrochado. De pronto oyó que alguien se acercaba y se volvió. Era Johannes, que apretó el paso y la alcanzó.
—No entiendo cómo no te abrigas más, alma de cántaro —le dijo con cariño.
Seguía llevando las Converse y la cazadora.
—No tengo frío —replicó él deslizando una mano en la de su amiga.
Fueron juntos hasta la puerta, pero sin decir nada. Anna abrió y le miró sin saber si debía invitarle a subir. ¿Y si Lily se asustaba? Pero él ya no estaba allí. Permaneció un instante escrutando la oscuridad con el picaporte en la mano y después entró y echó a andar escaleras arriba. Se oía una canción de los muñecos de la tele y lo que parecían los saltos de entusiasmo de un niño.
Ya estaba casi. Sólo faltaba reunirse con Freeman al día siguiente.