En 1975 Peter y Kristine, los padres de Søren, alquilaron una casita en el Mar del Norte, la recordaba como si la estuviese viendo. Era azul celeste, de madera, y estaba en un rincón de un gigantesco terreno, rodeada de altísimos árboles. La playa quedaba a un trecho y algo más allá había un pueblecito de pescadores. El accidente ocurrió cuando llevaban una semana de vacaciones. El padre estaba reparando el coche y había empezado a desmontarlo: matrículas, parachoques, silenciador… El sol apretaba y hacían falta helados con urgencia. Bastaba con recorrer cuatro kilómetros por un camino minúsculo, pero llevaron el coche porque su madre quería acompañarlos y no podía montar en bicicleta, ya que no tardaría en darle un hermanito o una hermanita. Solamente había un cruce en todo el recorrido, no habría problema.
El vehículo quedó reducido a un dado de hojalata tras chocar con un camión. Søren no murió. Salió con el rostro maltrecho, varias costillas rotas y una conmoción cerebral, y el equipo de rescate tardó más de una hora en sacarlo de entre los restos del coche. No recordaba nada, ni una gota de sudor resbalando por la nariz de uno de sus salvadores, ni un repentino olor a café, ni el trigo que debía de cabecear dorado en el calor del verano. Nada. Todo negro. Sus padres iban en el asiento delantero. Todo el frontal estaba aplastado.
En el hospital no lograron averiguar quién era ni dónde localizar a los suyos.
Los médicos y las enfermeras le preguntaban una y otra vez de dónde era, pero él no decía nada. Permaneció ingresado durante casi tres días sin despegar los labios. Había sucedido algo terrible, estaba solo y tenía cinco años. Lo importante era quedarse muy callado. Knud y Elvira tampoco estaban allí. Nadie le quería.
Sus abuelos ni siquiera sospechaban lo que había ocurrido. Se encontraban en Finlandia, en un seminario. No estaban en su casa de las afueras de Ørslev cuando recibieron la noticia y no tuvieron que armarse de valor para bajar al jardín a hablarle del accidente a su nieto, como le habían contado. Era mentira. Estaban en Finlandia. Al cabo de tres días, Søren dijo:
—Mi abuelo se llama Knud Marhauge y vive en la granja roja que hay al lado de Ørslev, en Dinamarca.
Después todo ocurrió muy deprisa. Una llamada y un amigo que estaba en casa de Knud y Elvira contestó al teléfono, los llamó a Finlandia y ellos regresaron a Dinamarca a buscar a Søren.
Cuando Vibe terminó de hablar, lanzó una mirada expectante hacia Søren, que, sentado en el sofá, sin fuerzas, tenía los ojos clavados en las velas que se consumían infinitamente despacio en unos candelabros de cerámica blancos que había sobre un anaquel en el otro extremo de la habitación. ¡Si él estaba jugando en el jardín de sus abuelos cuando ocurrió el accidente! Al fondo del todo. Knud se había acercado a darle la noticia. Lo recordaba perfectamente, aunque él entonces sólo tenía cinco años y poco después se trasladaron a Copenhague. La casa de Ørslev era roja, había tres viejos manzanos en el jardín y Elvira tenía una tinaja enorme donde se embalsaba el agua de lluvia que Søren utilizaba para criar los renacuajos que cogía en el lago vecino. El día en que Peter y Kristine sufrieron el accidente se dirigían hacia allí para recogerle. Había pasado el fin de semana con sus abuelos y estaba jugando con un cochecito rojo cuando Knud se reunió con él en la parte de atrás del jardín. Después tomaron unos helados. Tres cada uno. Las cosas no eran como aseguraba Vibe.
—¿Y por qué lo has mantenido en secreto? —le preguntó. Tenía la ropa pegada a la espalda y un pitido en la cabeza.
—Lo sé desde los diecisiete años —dijo Vibe—. Lo sé desde aquel verano en que vi la foto en el aparador y descubrí que Elvira y Knud no eran tus padres. Me impactó mucho que tus verdaderos padres estuviesen muertos. ¡Muertos! Era la primera vez que me enfrentaba al hecho de que puedes perder a quien más quieres en un accidente. Aquel día me fui a mi casa deshecha. Por la noche, cuando mi madre entró a darme las buenas noches, me eché a llorar. Tú habías perdido a tus padres y a mí me asustaba perder a los míos. Tenía diecisiete años. Le conté a mi madre lo que había dicho Elvira, lo terrible que había sido para Knud salir a buscarte al jardín a darte la noticia mientras ella se quedaba en casa apoyada contra el muro, rota de pena. Mi madre me abrazó con todas sus fuerzas y me prometió que ella no se moriría.
»En mi siguiente visita a la biblioteca no pude contenerme y busqué la noticia en un microfilm. Quería ver una fotografía de tus padres, leer acerca del accidente, llorar por el terrible destino de mi novio, regodearme en mi dolor, supongo. Estaba a punto de darme por vencida cuando al fin encontré un suelto sobre el accidente. “Tragedia estival esclarecida”, decía. “El pequeño de cinco años de la ciudad de Viborg que hace tres días perdió a sus padres en un terrible accidente, al que él sobrevivió milagrosamente, al fin ha sido identificado y ha podido reunirse con sus abuelos maternos”. Me quedé contemplando la foto que acompañaba al artículo, la misma que habían distribuido las autoridades cuando trataban de averiguar quién eras. Estaba hecha en el hospital y parecía una broma de mal gusto. Se te veía completamente cubierto de moratones, hinchado e irreconocible, con la cabeza vendada. El pie de foto decía: “El pequeño Søren Marhauge, de cinco años, se reencuentra al fin con su familia”. Salí de la biblioteca como alma que lleva el diablo, aterrorizada y furiosa, y por la noche llamé a vuestra casa. Contestó Knud. Le dije las cosas como eran. Habían mentido y tenían que contarte la verdad. Me pidió que me reuniera con él al día siguiente en el parque de la antigua muralla, detrás del colegio.
»Lo encontré sentado en un banco, observando el agua del foso. Hacía viento y estaba helada. Me dio un abrazo. Me explicó que Elvira no quería que lo supieras. Estaba convencida de que ya habías tenido bastante y no creía que necesitaras que te recordaran todo el alcance de la tragedia si no lo recordabas por ti mismo. Si algún día salía a la superficie, ellos estarían allí para ayudarte y explicártelo, por supuesto, pero hasta ese momento preferían guardar silencio. En su opinión, la amnesia era el mejor modo en que tu cuerpo había sabido protegerte de lo insoportable.
»Knud me contó que tenía serias dudas sobre si hacían lo correcto, me dio la sensación de que aquello había abierto una importante fisura entre ellos. Él estaba firmemente convencido de que los niños son supervivientes natos, de que pueden rehacerse en tiempo récord, de que se adaptan y compensan como las plantas que se marchitan cuando están a la sombra y brotan al sol, pero Elvira se negó. Knud terminó accediendo contra su voluntad, pero accediendo al fin y al cabo, me contó aquel día, a cambio de que ella le prometiese que al menor indicio de que recordabas algo pondrían las cartas sobre la mesa. Y así lo hicieron. Sellaron su pacto con un apretón de manos.
»“Querida Vibe”, me rogó en un susurro, “no se lo digas. Deja que las cosas sigan su curso ahora que al fin reina la paz”. Me lanzó una penetrante mirada de súplica. Yo le dije que lo pensaría. Elvira no sabía nada y tú tampoco. Knud pasó los días posteriores a nuestra conversación observándome esperanzado. De repente comprendí que ya no tenía sentido. Tenías diecisiete años e ibas al instituto. Eras presidente de la asociación de alumnos, buen compañero, deportista, un alumno ejemplar, estimado, un chico tranquilo. ¿Para qué desenterrar un secreto que no parecía afectarte lo más mínimo? Empecé a hacerte preguntas acerca de Peter y Kristine. No te pilló de sorpresa; al fin y al cabo, acababa de enterarme de que tus padres en realidad eran tus abuelos, de modo que te mostraste más que dispuesto a resolver todas mis dudas. Sí, pensabas en ellos alguna que otra vez, sobre todo cuando veías tristes a Knud y Elvira, por Navidad, y a mediados de mayo, cuando aunque lloviera encendían una hoguera en el jardín por el cumpleaños de Kristine. Decían que te parecías mucho a Peter; habría sido divertido tener un padre al que parecerse, pero no podías soñar con unos padres mejores que los que tenías. Al decirlo tu mirada siempre se llenaba de ternura y aplomo. Fíjate en qué bien lo pasamos, decías. Y era cierto. Vuestra casa estaba llena de vida y de espacio para todos.
»Me reuní con Knud detrás del colegio y le comuniqué mi decisión. Le noté muy aliviado. Durante los primeros años aquel secreto pasó a un segundo plano. Acabamos el instituto, nos fuimos a vivir juntos, todo era sencillo y el futuro estaba abierto a cualquier cosa. Tú solicitaste el ingreso en la Academia de Policía —sonrió— y no me paré a pensar por qué te atraía tanto resolver misterios. Nos iba bien, nuestra relación evolucionaba. Pero cuando empecé a sentir deseos de ser madre, el secreto volvió a salir a flote. Fue porque te negaste sin más explicaciones. Cuando te exigí que me dieras tus razones, lo único que pude deducir de tus innumerables rodeos era que tenías miedo. Pero ¿por qué asustarse de tener un hijo? Teníamos más de treinta años y nos queríamos. Al menos yo creía que sí; además, ibas a adorar a ese niño. Habías tenido una infancia llena de amor y se te daban bien los críos, yo misma lo había visto; esas cosas no se fingen. La única explicación que se me ocurrió fue que aquel secreto te aterrorizaba de manera inconsciente. Desde un punto de vista psicológico, para ti un niño era una criatura abandonada en una habitación de techos altos sin que nadie fuera a buscarla. Así cómo ibas a querer tener hijos…
»Una vez más me convencí de que lo que había que hacer era contarte la verdad. Knud y yo fuimos a comer juntos a un restaurante del centro y le sorprendió muchísimo que volviese a sacar el tema del accidente. Al principio se negó a hablar de ello y me recordó mi promesa. Después le pregunté si alguna vez había considerado la posibilidad de que existiera una relación entre lo ocurrido y el hecho de que no quisieras tener hijos. Se quedó muy impresionado. El muy tontorrón se moría por tener bisnietos —dijo esbozando una sonrisa.
Søren sintió que se le derretía un rincón del corazón.
—Entonces lo vimos claro. Tenía que haber una relación. Ese día, cuando nos separamos, me fui muy nerviosa y llena de confianza. Teníamos un plan. No sabía cómo ibas a reaccionar, cuánto te ibas a enfadar con Elvira y Knud, si era buena idea decirte que yo ya lo sabía o era preferible fingir que no. Pensé que lo mejor sería planearlo todo hasta el último detalle. Knud me prometió que me llamaría apenas hablase con Elvira.
»Pero nunca llamó. Aquélla fue una de las peores semanas de mi vida, cada vez me sentía más furiosa y más desesperada. Estaba harta de tus maneras bruscas y cortantes y al mismo tiempo me partía el alma que te negaras siquiera a plantearte la posibilidad de tener un hijo conmigo. Dormía en el sofá y por las mañanas, al despertarme, lo único que quería era enterrarte en toda la bilis que llevaba dentro. Knud seguía sin llamar y acabé por decirme a mí misma que ya daba lo mismo.
»El viernes fuimos a cenar a Snerlevej, y entonces comprendí el porqué de su silencio…, la maldita enfermedad —exclamó con la mirada perdida antes de proseguir.
»Lo más grotesco es que conocí a John en medio de todo aquello. Cuando murió Knud, yo ya estaba enamorada. Fui a visitarle dos días antes de su muerte. Estaba débil, extenuado, pero seguía teniendo muchas cosas que decir. Por primera vez me lo pidió directamente.
»“No se lo digas, Vibe. Deja las cosas como están. Dale paz a mi chiquillo”. Le cogí de la mano, llena de dudas. ¿Tendría razón? Tú seguías adelante a duras penas, sí, tenía razón; estabas sufriendo como no te había visto sufrir jamás. ¿Por qué destrozarte aún más? Pero no estaba segura de que el silencio equivaliera a la paz, y sigo sin estarlo. El caso es que me sentí incapaz. Oponerme a los deseos de Elvira, oponerme a los de Knud, que estaba a punto de morir, y arriesgarme a arrojarte a un abismo cuyas consecuencias ninguno de los dos éramos capaces de prever.
—¿Lo sabe John? —le preguntó con rudeza.
—Sí, lo sabe.
Søren dejó escapar un gemido.
—¿Por qué ahora? —quiso saber.
Ella guardó silencio unos instantes con las manos apoyadas en la tripa.
—Cuando has llamado diciendo que teníamos que hablar de algo grave, pensé que lo habías descubierto. No hay gran cosa en Internet, pero algo se puede encontrar. Además, los microfilmes de los periódicos de aquella época también están disponibles, en la hemeroteca y en la biblioteca central. ¿Y si sospechabas algo y habías estado investigando? Al fin y al cabo, eres policía —añadió con una risita—, igual de repente te había dado por averiguarlo todo sobre tu propia historia, yo qué sabía. El caso es que me he pasado todo el día preparándome para lo peor. Y… —le temblaba la barbilla— ni en mi peor pesadilla habría imaginado que lo peor pudiera ser tan horrible. Que hubieras tenido una hija y hubiese muerto. Pobre, pobrecito.
Lo dijo con tanta ternura que, cuando le abrazó, él no pudo evitar apoyar la cabeza en su hombro. Vibe desprendía un olor cálido y familiar y su vientre estaba lleno de vida. Pasó largo rato acariciándole el pelo. Entonces llegó John. Søren se levantó y los dos hombres se fundieron en un torpe abrazo. Al ver que se disponía a marcharse, Vibe se intranquilizó. Le aseguró que podía quedarse a dormir en el sofá, pero él prefirió irse. «Estoy bien», dijo.
El sábado por la mañana Søren se despertó furioso. Estaba furioso cuando desayunó, furioso en la ducha, seguía furioso al pasar por Bellahøj y furioso llegó al funeral de Lars Helland en la iglesia de Herlev. Se sentó en el último banco y no perdió de vista a Anna, a Clive Freeman, a Birgit Helland ni a ninguno de los cerca de doscientos asistentes. Sólo la ceremonia pareció aplacar un poco aquella furia. El ataúd de Helland parecía un papagayo. El susurro del órgano fue tirando del hilo de sus pensamientos y casi llegó a relajarse durante el sermón al tiempo que paseaba la mirada de la nuca de Anna a la de Freeman, a cual más obstinado.
Siempre había creído que el día del entierro de Maia había sido el peor de su vida. Llegó tarde a propósito y entró el último en la iglesia. Las ceremonias fúnebres podían ser solemnes, rayanas en la euforia o indiferentes, pero cuando el féretro tenía el tamaño de una caja de dátiles llegaban a convertirse en una pesadilla. La pesadilla de Søren. Nadie sabía quién era y en aquel momento no creyó que Bo le hubiese visto. Sintió deseos de levantarse y gritar:
—Esa que está en esa caja es mi hija. Mi hija.
Pero no dijo nada. Fue el peor día de su vida. Eso creía.
Tras el funeral de Helland, el comisario asistió al banquete fúnebre. El acto se celebró en un local alquilado, a escasa distancia de la iglesia. Se quedó en un rincón observando a todo el mundo, sin hablar con nadie y apestando a policía. Birgit estaba ausente. Bebía vino con calma pero sin pausa y hablaba con los invitados, aunque sin entretenerse demasiado con ninguno, y Søren seguía su mirada, que revoloteaba por la sala como una mariposa inquieta. Poco antes de las cinco la viuda se disculpó y abandonó el local a toda prisa. Nanna, su hija, se quedó. La gente empezaba a marcharse. Se oyó a Nanna disculparse. Tenía los ojos rojos, pero parecía más entera que su madre. Puso un poco de orden y poco antes de las seis un hombre mayor se ofreció a llevarla a casa. Se despidió de los últimos invitados, estrechó manos, recibió abrazos. El comisario se dirigió a su vehículo. Había ido únicamente porque estaba desesperado. Incluso había llevado las esposas, pronto a ponérselas al primero con un aspecto mínimamente sospechoso. Era ridículo.
Acababa de llegar a la comisaría y cambiar de coche cuando sonó el teléfono.
—Soy Stella Marie —se presentó una voz ronca.
—Hola —contestó sorprendido.
—Ya sé dónde había visto antes a ese tipo.
Søren estaba saliendo del garaje situado en los bajos de la comisaría, pero se hizo a un lado y le indicó por señas a un compañero que le adelantara.
—Dígame.
—Está colgando en el Magasin. He pasado por allí esta mañana. Un cartel gigantesco en la parte trasera de los almacenes.
Sí, estaba completamente segura. Él le dio las gracias y puso rumbo al centro de la ciudad en lugar de a su casa. Aparcó en Sankt Annæ Plads y recorrió unos cientos de metros por Bredgade, pasó frente al museo de Charlottenborg y llegó al Magasin. El cartel estaba colgado en la fachada que daba al mercado de flores.
Se trataba de una fotografía de un hombre y una mujer. Ella sonreía con picardía dejando al descubierto su blanquísima dentadura. Llevaba puesto un suave suéter rosa y unos vaqueros muy ajustados y tendía la mano hacia atrás, hacia el hombre, que le estaba colocando un ostentoso anillo de oro. Era muy atractivo, hasta Søren se daba cuenta. Cabellos de color rojo oscuro, ojos castaños y pecas. Sonreía, seguro de su victoria. A la espalda escondía una navaja suiza con cuatrocientas mil funciones, y el mensaje del cartel era que cuando empezaran las rebajas del Magasin podrían permitirse el anillo para ella y la navaja de las cuatrocientas mil funciones para él. Observó el rostro de aquel hombre. Rondaría los treinta años, quizá menos, y no era el tipo de persona que iba a La Máscara Roja. Repasó mentalmente los pasos que debía dar. Ponerse en contacto con el departamento de publicidad del Magasin, localizar la fotografía de dos modelos y conseguir el nombre del chico, no podía tener mucho más misterio, pero ya no podría ser antes del lunes. Mierda. Consultó el reloj. Ya estaba libre, aunque no le apetecía nada ir a Humlebæk a encerrarse en una casa de la que el silencio no tardaría ni dos segundos en adueñarse, llenándolo todo. Llamó a Henrik.
—Claro —dijo su amigo—. Pasa cuando quieras.
Henrik y su familia vivían en el barrio de Østerbro y el comisario pasó con ellos el resto de la noche. Cenaron juntos mientras Søren observaba fascinado a las hijas de su amigo, que se las arreglaban para ser reservadas y omnipresentes a un tiempo. Algunos hombres tenían una sola hija diminuta que jamás llegaba a crecer y otros tenían dos que rellenaban la camiseta a base de bien, se dejaban la comida en el plato, eran respondonas y tenían los ojos claros. Le agradaba la mujer de su amigo y no entendía por qué éste tenía una aventura. Jeanette era cinco años más joven que su marido y trabajaba como subdirectora de una guardería. Después de cenar, los hombres quitaron la mesa, las niñas se encerraron en su cuarto y la mujer se fue al gimnasio. Henrik parecía inquieto.
Abrieron unas cervezas y empezaron a charlar acerca de los dos crímenes. Por lo que se refería al caso Helland, Henrik coincidía con el comisario en que debían andar ojo avizor con Hanne Moritzen. Ella era la única que sabía cómo manipular aquellos parásitos del demonio, de modo que aunque a primera vista no lograran dar con el móvil, alguno tendría. Decidieron que el lunes Henrik se pondría manos a la obra con ella y trataría de averiguar su relación con Helland.
Sin embargo, cuando Søren nombró a Birgit Helland como posible sospechosa, su amigo torció el gesto.
—¿Por qué iba a matar a su marido? No tiene ningún motivo —objetó—. Y no sabe una palabra de parásitos.
Intercambiaron una mirada.
—En cambio Tybjerg sí tiene un móvil —continuó—. Está hasta los huevos de que Helland le haga sombra, profesionalmente hablando, y decide deshacerse de él. Puede que no sea un experto en parásitos, pero no hay que olvidar que es biólogo y sabe cómo obtener información.
Søren seguía sin convencerse del todo.
—Birgit Helland oculta algo, lo noto.
—Anna Bella Nor también oculta algo —replicó Henrik—. Y también tiene un móvil.
—¿Que sería…?
—Es una guarrilla que liquida a todos los hombres que se cruzan en su camino, puede que Johannes incluido. Reconocerás que no deja de ser curioso que los dos tipos con los que se pasaba el santo día desde el 1 de enero hayan caído fulminados en menos de tres días, ¿o son cosas mías?
—No creo que la muerte de Johannes Trøjborg tenga nada que ver con la universidad. Me temo que vamos a tener que ir de fiesta al castillo de Drácula si queremos encontrar a su asesino. O asesina.
Henrik asintió. Decidieron repasar los invitados que habían estado en La Máscara Roja el 7 de septiembre.
—De todas maneras, la tal Anna me sigue pareciendo muy misteriosa —insistió—. Igual está liada con Tybjerg y se han deshecho de Helland entre los dos. Así pasarían a ocupar su trono como el señor y la señora Dinosauriólogo.
—Ya estoy un poco harto de hablar de trabajo —le atajó el comisario desperezándose.
—Por mí, estupendo. Pero no quiero hablar de eso. Hoy le he dicho que no podemos vernos más.
Su mirada vacilaba.
Echaron un trago. Henrik se recostó y exclamó:
—¡Ahh!
Søren empezó a contarle una historia acerca de un niño que estaba de vacaciones en el Mar del Norte y quedó atrapado en un coche con sus padres muertos.
Se emborracharon. No mucho, pero sí lo bastante para que el comisario se relajara. Pasada la medianoche llamó a dos taxis. En uno pensaba volver a casa y el conductor del otro tendría que conducir su coche. Los taxis tocaron el claxon desde la calle. Søren estaba en la puerta con intención de estrechar la mano de su amigo, pero no pudo. Henrik le dio un abrazo. Mucho más largo y más efusivo que el anterior.
En la madrugada del sábado al domingo el comisario llevaba treinta minutos profundamente dormido cuando sonó el teléfono. Estaba inmerso de lleno en un sueño azulado poblado de perros de pelaje espeso y reluciente. Él los cuidaba, o quizá fueran suyos; el caso es que soñaba que podía controlarlos con un simple gesto. Él y nadie más que él. Se incorporó aturdido, bañado en sudor a pesar de que por fuera los cristales estaban cubiertos de escarcha. El timbre había enmudecido, pero cuando logró sacar los pies de la cama empezó a sonar de nuevo. Había dejado el móvil cargándose debajo del montón de ropa que acababa de quitarse y cuando consiguió sacarlo ya había saltado el buzón de voz. Lo desbloqueó, pero antes de que le diera tiempo a continuar, volvió a sonar.
—Diga —contestó con voz herrumbrosa.
Era Anna.
—¿Por qué no contestaba? ¿De qué le sirve a una tener el número de un policía que no coge el teléfono cuando le llama porque le necesita? —le gritó.
El comisario se preguntó si eso que oía era el castañetear de sus dientes. Miró el reloj. Las dos menos diez.
—Estaba durmiendo —contestó desorientado—. ¿Qué ha pasado?
Una vez despierto, se puso en pie, encendió la luz y revolvió entre su ropa.
—Acabo de recibir un sms de Johannes —le explicó ella.
—Te voy a dejar en la cama dos segundos —dijo él.
Se vistió a toda prisa y volvió a coger el teléfono.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Justo enfrente de la comisaría, curiosamente. He estado en Herlev y ya volvía hacia casa. He recibido el mensaje en el desvío que sale a la autopista de Lyngby y, como estaba bastante oscuro, he echado a correr. Y aquí estoy. Hace frío, estoy sudando y me voy a casa.
Søren reflexionó unos instantes.
—¿Qué hacías en Herlev?
Silencio al otro lado de la línea.
—Te he llamado para avisarte de que he recibido un mensaje de un muerto y no sería mala idea que azuzaseis a vuestros rastreadores antes de que vuelvan a apagar ese teléfono. Con el sueño tan pesado que tienes, lo más seguro es que ya sea demasiado tarde. Ha sido un día muy largo, buenas noches.
—¡Alto, Anna!
El comisario se quedó con una línea muerta en la mano.
—Mierda.
Marcó su número. Buzón de voz.
Eran las dos y cinco de la noche del domingo y estaba de lo más espabilado.
—Mierda —repitió.
Telefoneó al jefe del turno de guardia, que en ese mismo momento le estaba llamando a él. Acababan de conectar el teléfono móvil de Johannes Trøjborg, desaparecido y bajo vigilancia desde el miércoles. Habían empezado a detectar actividad en la esquina de Schlegels Allé con Vesterbrogade, calle por la que el terminal había continuado desplazándose en dirección al centro. Un minuto y veinte segundos después lo habían apagado. Søren colgó y fue masticando lentamente cinco manzanas una tras otra. Tuvo la sensación de que empezaban a fermentarle de inmediato en el estómago; algo se cocía, en cualquier caso. Contempló el bosque, la luna, que pendía grande y redonda por encima del perfil inquieto de los árboles. Apoyó la mano en el cristal y sintió el frío que lo atravesaba como una débil corriente eléctrica. Se aferró al alféizar. ¿Estaba cubriendo a Anna porque le volvía loco? ¿Tendría razón su amigo? ¿Sería ella la asesina de Helland? ¿Por odio? ¿Habría matado a Johannes? Y, en tal caso, ¿por qué? ¿Se habían apresurado al dejar marchar a Freeman? ¿Habría estado en la iglesia con un asesino al que había dejado escapar? ¿Habría sido Birgit Helland y lo veían todos menos él? Y Tybjerg, ¿cómo encajaba en todo lo demás? ¿Y dónde estaba? ¿Muerto? ¿O sería culpable y por eso había desaparecido de la faz de la tierra?
Se dio una ducha. Descalzo, torpe y desnudo sobre el frío suelo del cuarto de baño, le asaltó la sensación de que todo iba a cambiar, ya nada se iba a interponer en su camino. Se puso la ropa y preparó un poco de café. Pasó dos horas tomando notas y haciendo garabatos en unas hojas. Luego las dejó en el suelo, las cambió de sitió, reflexionó. Por último se echó en el sofá y durmió unas horas. A las ocho se levantó a hacer un puré de avena. Mientras esperaba a que hirviera, se echó un poco de agua por la cara. Pensó en Susanne Winther, en el terror que había en su voz al creer que le había sucedido algo a Magnus, su hijo. Él quería a su hija con la misma intensidad a pesar de que sólo la había visto unas cuantas veces, cuando era pequeñita y redonda como una alubia. ¿Qué dijo aquella noche cuando Bo llamó desde Tailandia? No preguntó en un susurro y con los ojos como platos si le había ocurrido algo a Maia, no. Aulló:
—¡Reacciona, hombre, no te quedes ahí moqueando como un imbécil!
Y ¿qué dijo Hanne Moritzen?
Cuando la llamó por primera vez.
Susurró:
—¿Le ha ocurrido algo a Asger?
Ya habían dado las nueve, era domingo, Søren se había quitado dos pesos enormes de encima y acababa de recuperar las energías.