El sábado 13 de octubre por la mañana Clive salió a la caza de una floristería, y cuando dio con una se quedó plantado frente a ella, reflexionando. Quién se lo iba a decir, él comprando flores para el funeral de Helland. No había desayunado en el hotel, de modo que, una vez comprado el ramo, se sentó en un local a tomar un café y un bagel. Pensaba en Kay, en lo que estaría haciendo. Se habían conocido por mediación de unos amigos comunes de aquel entonces; no era la más llamativa, pero tenía un aire anticuado y detallista que a él le agradó. Enseguida se hicieron novios y al cumplirse el aniversario de su primer encuentro se casaron. «Qué clásico», pensó entonces, pero no le importó. Franz y Tom llegaron de corrido y Kay se quedó en casa con los niños mientras él trabajaba. Su matrimonio había estado completamente desprovisto de dramatismo; hasta ese momento, claro. Lo cierto era que se parecía mucho al matrimonio de sus padres salvo en un punto: Clive se desvivía por Kay. Sabía que su mujer no siempre comprendía su trabajo, pero se esforzaba por mantenerla al tanto de las líneas generales; además, siempre se habían hablado con respeto, tanto a solas como delante de los niños. Sabía que su comportamiento siempre había sido intachable. No le interesaban lo más mínimo otras mujeres, no bebía, no jugaba y tampoco había pegado a Kay. Hasta ese momento. Contempló la ciudad salpicada de gris y maldijo a Jack. Él era el responsable de la mayor parte de los dramas que había habido en su vida, como una maldición que se prolongaba desde hacía más de treinta años y se negaba a soltarle. Jamás había sufrido tanto como cuando Jack se convirtió en un adolescente, se cansó de él de la noche a la mañana y se marchó. Ni siquiera el cuerpo a cuerpo intelectual con David le había costado tan caro. La esperanza de que el muchacho regresara le impidió conciliar el sueño por las noches hasta que aquel dolor fue desapareciendo muy lentamente. El reencuentro con Jack le pareció una señal del destino. Él era un hombre de ciencia y no creía en el destino, pero al ver a su amigo a la entrada de la universidad, con su mirada inquieta y oscura, pensó que no podía ser una casualidad. Algo los impulsaba a encontrarse, todo lo que tenían que hacer era extender la mano. Pero Jack no la extendía. Le había dado cientos de oportunidades, pero después de su infancia Jack no había querido seguirle más.
Se frotó las cejas. No quería pensar en él. Tenía que pronunciar una conferencia a las seis y antes estaba el funeral de Helland.
Cuando entró con Michael, la iglesia ya estaba abarrotada. El policía grandote, Marhauge, que estaba sentado cerca de la puerta, en la última fila, le saludó con una amistosa inclinación de cabeza. El sacristán se llevó sus flores y Clive buscó un sitio libre. Su acompañante se quedó al fondo mientras él era arrastrado hacia delante y acabó tomando asiento en uno de los primeros bancos. Había al menos doscientas personas y el féretro resplandecía, lleno de flores, en el altar. En la primera fila, a la derecha, había una mujer y una jovencita vestidas de negro y con aspecto desolado. Hablaban en voz baja. Debía de ser la familia de Helland. Le pareció irreal que un tipo tan abominable tuviese una familia. En el otro lado había un montón de hombres, como si Helland tuviese muchos hermanos. Lo que sí tenía, al parecer, era muchos amigos y colegas.
Algo más atrás, al otro lado, reparó en la presencia de una joven que miraba hacia la zona donde él se había sentado. Llevaba los cabellos de color castaño claro cortos, zapatillas de deporte, vaqueros y un nada acertado chaquetón de camuflaje con capucha. Tenía un aire furioso.
Pero ¿qué demonios estaba mirando? Trató de seguir la dirección de su mirada, aunque no encontró nada digno de atención entre la marea humana que se extendía ante él. Todos estaban ocupados en quitarse los abrigos y dar con la página adecuada del libro de cánticos.
De repente comprendió que la joven le observaba a él. En ese mismo instante comenzó la ceremonia.
Más tarde, en el Bella Center, Clive constató satisfecho que se habían congregado unas ciento veinte personas para oírle hablar. Buscó caras conocidas entre el público, pero no encontró ninguna. Tras la conferencia se abrió un acalorado debate. Conocía perfectamente el funcionamiento de esas cosas y con el paso de los años había recibido ya tantos ataques verbales que mucho le habría sorprendido encontrar el silencio por respuesta. Aun así, advirtió que los resultados del experimento de condensación no parecían tan revolucionarios como Michael y él habían esperado.
—Es un experimento interesante —comentó alguien—, pero evidentemente no anula las doscientas ochenta y seis apomorfias que relacionan a las aves modernas con los dinosaurios.
—Estoy con usted —apuntó otro dirigiéndose al canadiense— en que la ontogénesis de la mano de las aves es uno de los puntos más débiles de la teoría de los dinosaurios, pero qué se le va a hacer. No sabemos nada del desarrollo del embrión en los dinosaurios, claro, pero ese desconocimiento no impide que tengamos más que sobradas razones para concluir que existe un parentesco. Así es, Mr. Freeman.
—Sí —exclamó un tercero—. Es como tener delante un rompecabezas de mil piezas con una imagen del skyline de Nueva York al que le falta una sola pieza y pretender que no se sabe qué ciudad es.
—¡Bien dicho! —gritó un cuarto.
Clive siempre llegaba a un punto en el que se hacía fuerte en su posición y rechazaba todos los ataques. Dos se levantaron y se marcharon, algo menos de lo habitual. No tenía delante un público atento y obediente que absorbiese todas y cada una de sus palabras, pero tampoco estaba tan mal. Le pareció distinguir un interés auténtico en sus ojos.
Al cabo de una hora la sala estaba vacía y Clive no podía disimular su decepción. Un par de espectadores se habían acercado a estrecharle la mano tras su intervención, pero no tenía la sensación de haber ganado terreno para su proyecto y no entendía por qué. Era un buen proyecto.
—¿Tú qué dices? —le preguntó a Michael—. No parecían demasiado de acuerdo.
Freeman sacudió la cabeza, molesto. De repente se dio cuenta de que Michael estaba ausente. Había empezado a recoger los grandes paneles con sus coloridas ilustraciones, pero se detuvo.
—¿Michael?
No reaccionó hasta que se encontró con Clive junto a él.
—¿Estás en la luna?
—Clive —contestó—, lo siento muchísimo.
Freeman le miró sin comprender.
—Van a cerrar el departamento —continuó Michael dejándole sin aliento—. Está decidido. Lo van a integrar en el Departamento de Morfología de los Vertebrados y tú…
Se llevó una mano a la frente y prosiguió atormentado:
—Tú no formas parte de él. Al menos oficialmente. Sobre el papel pasas a ser emérito. Puedes seguir viniendo, claro está. Desde luego a mis proyectos. La idea era que te lo comunicase antes de venir a Europa, pero no pude. Entiendo que estés furioso.
—Pero ¿por qué? —balbució Freeman. Estaba paralizado.
—Sigues contando con todo mi apoyo, Clive —se apresuró a decir su colega—, no es eso. Mira los resultados del proyecto de condensación. Yo estoy contigo, pero todos los días aparecen nuevas pruebas que indican que podríamos estar equivocados. Tenemos que considerar que es posible que estemos cometiendo un error. El Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática ha pasado a ser sinónimo de tus teorías, y eso no entraba dentro de los planes, no puede ser. La British Columbia está pagando las consecuencias. Nos llaman «la facultad creacionista». Tenemos menos alumnos que nunca y ya sabes lo que eso significa —insinuó frotándose el dedo pulgar contra el índice—. A los nuevos licenciados no los toman en serio y no encuentran trabajo, y la facultad necesita dinero con desesperación. No nos queda más remedio que dar un giro si queremos tener alguna posibilidad de que aumente el número de matrículas. Y tú eres demasiado conocido, Clive. Todos piensan que mientras seas el buque insignia del departamento, no podremos salvarnos del naufragio.
Freeman clavó los ojos en él.
—Llevo más de veinticinco años consiguiendo fondos para el departamento, todas y cada una de las partidas —susurró.
—Y por eso es mejor dejarlo ahora que las cosas van bien. No podemos continuar así. Cada vez te asignarían menos dinero y al final no te darían nada. Además, fue uno de los requisitos del consejo de facultad, la unificación inmediata de los departamentos y tu jubilación.
—¡Si estoy en mi mejor momento! —protestó Clive.
—Debería habértelo dicho antes del viaje o al menos en el avión, pero no era nada fácil.
—Un vuelo en business y una buena cena con estrella Michelin incluida. ¿Ése es el broche de oro que intentaba poner el departamento? Y la reunión —gritó triunfante—. ¡Esa reunión a la que tan oportunamente no fui invitado!
—Lo siento de veras —insistió Michael.
Freeman se estrujaba las manos.
—Quiero estar solo —dijo con un hilo de voz.
Michael levantó las palmas de las manos en un gesto de impotencia.
—Lo siento, amigo —dijo en tono cordial—. Pero la vida sigue, ¿no? Has hecho una aportación inmensa, todos nos damos cuenta… Sin ti el departamento no sería lo que es y…
—¡Quiero estar solo! —rugió Clive.
—Tranquilízate un poco. Sabes perfectamente que la decisión no ha sido mía —replicó Michael, herido. Después se dirigió a la salida sacudiendo la cabeza a un lado y otro como si fuese el guardián supremo de la más alta moral.
Una vez solo, Clive se volvió a contemplar la enorme pantalla con su PowerPoint. Estaba helado, lleno de odio. Oyó unos pasos y creyó que era Michael, pero no, quien se encontraba detrás de él era la joven a la que había visto en el funeral de Helland apenas seis horas antes. Le tendía la mano y él, por puros reflejos, se la estrechó.
—Me llamo Anna —se presentó—. Me gustaría hablar con usted.
—La he visto en el funeral de Helland —dijo el canadiense—. ¿Por qué me miraba tanto?
—Me ha sorprendido verle allí —contestó ella con calma—. Curiosidad.
Tenía los ojos casi dorados y un gesto terco en los labios.
—¿Y eso por qué?
Clive empezó a recoger sus papeles y a guardarlos en la cartera.
—Estoy haciendo la tesina con Helland y Tybjerg —le explicó la joven—. He escrito un informe acerca del debate sobre el origen de las aves y hay varios detalles anatómicos que me gustaría repasar con usted en la sala de vertebrados. He venido a preguntarle si podría reunirse allí conmigo. ¿Mañana…? ¿O mejor el lunes? ¿Seguirá aquí el lunes?
Freeman no le quitaba ojo.
—¿La tesina con Helland y Tybjerg? Lo siento por usted —dijo cogiendo la chaqueta y la cartera—. ¿De qué podríamos hablar nosotros dos? Helland está muerto y lo lamento. Tybjerg… —la observó brevemente—. Tybjerg no ha tenido ni la decencia de presentarse. No tengo nada de que hablar con su protegida. Adiós.
Cerró la cartera y avanzó apresuradamente por la amplia escalera que discurría entre los bancos. La joven le siguió.
—Tengo algo para usted de parte de Tybjerg —dijo de pronto.
Él se detuvo y la observó con aire mordaz.
—¿Y es…?
—No puedo decírselo aquí.
Echó un vistazo hacia atrás como si las paredes tuviesen oídos.
—¿Por qué no me lo da él mismo? —preguntó Clive.
—Se lo explicaré todo. Se trata de un hueso…, es complicado —se puso de puntillas y continuó en voz baja—: ¿Cómo se sentiría si de pronto tuviera que reconocer que estaba equivocado? A lo largo de toda su carrera.
—¡Ja! —rió Clive Freeman—. El día en que Tybjerg reconozca sus errores, el sol saldrá por el oeste.
Continuó subiendo la escalera, salió al pasillo y apretó el paso. La joven le gritó:
—¡Profesor Freeman! El lunes a las once en la sala de vertebrados. ¿Vendrá?
—¡Le aseguro que no!
Y se alejó sacudiendo la cabeza.
Michael le esperaba en un taxi delante del Bella Center, sentado en el asiento trasero con la puerta abierta, medio cuerpo fuera y el taxímetro en marcha. ¿Qué se había figurado, que se iba a quedar así, como si tal cosa? Estaba hablando por teléfono, seguramente dando el parte de lo ocurrido; sí, sí, todo iba bien, por fin se lo había dicho y el abuelo ya estaba fuera de juego. ¿Con quién estaría hablando? ¿Con Ann? ¿Con el rector? Se echó hacia un lado para dejarle sitio en el asiento a Freeman.
—No vuelvas a esperarme en un taxi en tu vida —le gritó a un pasmado Michael, que soltó el teléfono.
—Cálmate, Clive —dijo en voz baja—. Súbete al taxi.
¿Es que no le había oído? Nunca más, eso le había dicho. Después cruzó el aparcamiento a paso firme en dirección a la boca de metro sin volver la vista atrás.
Bajó en la estación de Nørreport y echó a andar por una calle cualquiera. Él confiaba en Michael, le había enseñado todo lo que sabía. Sin él, Michael no era más que un investigador mediocre con unos conocimientos totalmente superficiales en materia de ornitología evolutiva. No era mucho mejor que Jack, pensó de pronto. Lo principal era mantenerse firme en medio de la tormenta, la hambruna y la tortura. De lo contrario uno no podía llamarse a sí mismo científico, no era más que un aficionado. Jack y Michael eran unos aficionados, no estaban hechos de la misma pasta que él. Él se mantendría firme aunque fuera lo último que hiciese en esta vida. Para ser sincero, tenía que reconocer que eso era precisamente lo que había hecho que Helland y Tybjerg se ganaran su respeto. Se podían decir muchas cosas de ellos, pero se mantenían en su sitio y defendían su postura con uñas y dientes, igual que él; era la única opción. Tener un punto de vista hasta que se adopta otro, valiente disparate. Por eso tampoco creía a esa condenada niña. Tybjerg jamás admitiría haber cometido un fallo. ¡De haber tenido esa cualidad, nunca habría ido tan lejos! Clive veía en él a su propio padre. Un hueso. Ja. Tenía gracia.
Subió a una torre redonda que apareció a mano izquierda. La ascensión consistía en una espiral lisa prácticamente sin peldaños y, sin comerlo ni beberlo, tropezó y cayó al suelo de rodillas. Creyendo que estaba solo empezó a maldecir, pero un hombre que bajaba se detuvo perplejo. Clive, incapaz de contenerse por más tiempo, empezó a chillarle. El desconocido retrocedió al instante, dijo algo y terminó marchándose.
Estaba solo. ¿Qué era lo que ocurría? Hubo un tiempo, hacía ya mucho, cuando era joven, en que hacía un sol radiante y cuando se inclinaba sobre su escritorio y miraba por la ventana veía a Kay en el jardín, disfrutando del día con una pamela, y a los niños chapoteando en una piscina, gritando y bebiendo limonada con pajitas de formas divertidas. Hubo un tiempo en que siempre se hacía un reverente silencio cuando llegaba al trabajo; por aquel entonces Michael tenía veintidós años, estaba verde como un saltamontes recién salido del huevo, era inmensamente feliz porque le habían prometido aceptarle como tesinando en el departamento en el plazo de dos veranos y se sentía muy agradecido porque, mientras tanto, le permitían pasar a limpio las notas que usaba Clive en sus conferencias y forrar sus obras de consulta con plástico transparente. Hubo un tiempo en que sus hijos le miraban con grandes ojos llenos de admiración, hubo un tiempo en que Jack le quería.
Aterido de frío, se levantó. Necesitaba a Kay; todo era inútil sin ella.
La llamó desde una cabina. La gente se abría paso en la oscuridad que le rodeaba y caían unos copos de nieve. El corazón de Clive estaba a punto de estallar. Contestó Kay. Ni Franz ni la mujer de Franz, Kay.
—Kay, te amo —susurró—. No quiero vivir sin ti, no puedo vivir sin ti. Cambiaré, no te volveré a pegar. Arreglaré las cosas con los chicos. Vuelve conmigo. Me esforzaré, te lo prometo.
Le costaba sostener el auricular, le parecía que el viento cambiaba constantemente de dirección y en ese momento soplaba en ángulo recto contra su espalda y la mano con la que sujetaba el teléfono. Un tictac indicaba que el saldo de la tarjeta iba bajando. Al otro lado no se oía nada.
—¿Kay?
—Llámame esta noche, querido —contestó ella con repentina dulzura—. Ahora no puedo hablar, voy a salir con Annabel. Pero esta noche estaré… en nuestra casa. Puedes llamarme allí.
Después colgó.
Sintió el pecho a punto de estallar de júbilo. No era demasiado tarde. Kay le quería.
Regresó al hotel. Michael le había dejado tres mensajes y él le contestó con otro. Si no lo entendía, era un memo. Subió a su habitación y encendió el ordenador. Quería reservar un viaje para Kay. Jamás había cruzado el Atlántico y más de una vez había dicho que le gustaría ver París. La invitaría. En París había una temperatura de dieciséis grados, un fresquito otoñal, nada que ver con el frío gélido de Copenhague. Comprobó las salidas de los vuelos y empezó a hacer cálculos. Había un vuelo que despegaba de Vancouver al día siguiente a las 13.25 y, vía Seattle y Londres, aterrizaba en Copenhague el martes a las 6.20 de la mañana. Podría ir a buscarla al aeropuerto para volar luego juntos hacia París a las 12.30. Pagó el billete con su tarjeta de crédito. Casi dos mil dólares ida y vuelta. Era mucho dinero, pero recordó que no le había regalado nada a su mujer por sus bodas de plata. También recordó que no quería estar solo. Intentó llamarla a casa de Franz, pero no contestaban. Necesitaría algo de tiempo para hacer la maleta. Al cabo de un rato se quedó dormido y se sumergió en un sueño denso, metálico, del que sólo salió a flote en un par de ocasiones cuando el timbre del teléfono protestó con furia, pero volvió a dormirse apenas calló de nuevo. Primero soñó con Helland, con Kay, con los chicos, con Michael y con Tybjerg. Todos le pedían perdón. Luego el sueño se fundió con otro sobre Jack. Lo tenía muy cerca, diciéndole algo con una sonrisa. Clive no le oía porque sonaba una música, pero se oía a sí mismo pidiéndole que lo repitiera; sin embargo, cuando Jack lo hacía, seguía sin oírle. De repente descubría que la cara de su amigo era la de un niño. Era alto como un hombre y llevaba los pantalones de un adulto y un suéter de lana fino, pero tenía cara de niño. Aquel labio carnoso que llevaba casi cuarenta años señalando hacia Clive, su mirada llena de infantil admiración. Sintió el bombear de la sangre en la entrepierna. Jack sonreía y nada podía ser malo. «Adelante, puedes», decía de improviso. La música se había interrumpido. El silencio era total. Clive se arrodilló frente a Jack y bajó los pantalones con cuidado por sus estrechas caderas.
Despertó sobresaltado y se sentó en la cama sudando a chorros. Se secó con furia con una toalla y la pasó por las manchas de la sábana. El reloj lanzaba su resplandor verdoso desde la mesilla. No tardaría en sonar para recordarle que era la hora de llamar a Kay. Se dio una ducha y, una vez limpio y fresco, se sentó junto al teléfono y marcó el número. Su mujer descolgó al cuarto tono.
—Hola —le saludó con dulzura—. Me alegra que hayas llamado.
Él suspiró aliviado. No quería estar solo.
—¿Sabes qué vas a hacer mañana? —preguntó.
—Cuidar de Annabel. Tiene faringitis —contestó Kay.
—Qué va, ¡te vas a París!
—¿A París?
—Sí. Te he comprado el billete. Si miras el correo, lo verás. Vuelas mañana a las 13.25 desde Vancouver y llegas aquí, a Copenhague, vía Seattle y Londres. Yo te estaré esperando en el aeropuerto para que vayamos juntos a París.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—No puedo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó estupefacto.
—Que no puedo, tengo otros planes para mañana.
—Pero si ya he comprado el billete —protestó él.
—Deberías habérmelo consultado.
—¿Y no puedes anularlo? Además, ¿qué es eso tan importante que tienes que hacer? A Annabel puedes cuidarla cualquier otro día.
Silencio.
—¿Kay?
—No quiero —dijo ella con calma—. Deberías habérmelo preguntado antes. Me apetece ir a París, pero tengo que cuidar a Annabel. Para mí es importante y ella tiene muchas ganas. Deberías habérmelo preguntado antes.
Concluida la conversación, Clive se sentó en la cama. Lo veía todo blanco.