Cuando Anna y Lily llegaron a la estación de Copenhague procedentes de Odense, Karen las aguardaba en el andén, como habían convenido. Llevaba una bolsa de plástico repleta de patatas fritas y vino que a punto estuvo de tirar al suelo al abrazar a su amiga. Anna se quedó rígida como una escoba mientras Karen le susurraba:
—No me sueltes.
No le quedó otra que rodearla con sus brazos no sin cierta precaución. Luego fue el turno de Lily, que, adormilada y medio grogui, recibió el achuchón de su vida de manos de una mujer a la que no había visto nunca. Su madre no pudo evitar echarse a reír al ver cómo la pequeña se derretía en un tiempo récord que contravenía todas las leyes de la física y miraba con ojos radiantes el peluche que salió del bolso de Karen. La niña insistió en ir de la mano de su nueva amiga, que, a su vez, insistió en ir de la mano de Anna, de modo que las tres echaron a andar entrelazadas hacia la parada de taxis por una estación casi desierta.
Tras acostar a Lily pasaron al salón. Karen quería saberlo todo. Anna fue a buscar fotografías de su hija recién nacida y de Thomas en el paritorio, sentado con la pequeña en el regazo y de pie, sonriente, entre Cecilie y Jens. Karen, que no intentaba ocultar su curiosidad, las estudió de hito en hito.
—Bueno, es evidente —dijo al fin.
Su amiga la observó sin comprender. Karen señaló a Thomas.
—Tiene toda la cara de estar en un sitio donde ha perdido pie.
Anna cogió la foto. Ella le veía muy guapo, relajado, sereno; en su mejor momento. El hombre de sus sueños. Con la cabeza alta y la mirada llena de aplomo.
—Fíjate en su mano.
Siguió el dedo de Karen.
—Uno no se planta en el paritorio con los puños apretados cuando acaba de ser padre. Y mira qué ojos.
Anna estudió aquellos ojos azules y brillantes.
—Está muerto de miedo. Y no me extraña, porque tienes que asustar —continuó su amiga con la mirada encendida—. Sobre todo, si el tío es un cagado.
Anna se quedó pensativa unos instantes y luego se echó a reír.
—¿De qué te ríes?
—Me río de ti. De tu habilidad para mover tu varita mágica y darte cuenta de todo. ¿En qué demonios estabas pensando ayer cuando llamaste a Troels, mendruga? El hada buena del bosque ataca de nuevo, ¿no?
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Karen, que no parecía avergonzarse lo más mínimo.
—Esta mañana me he encontrado con él —contestó Anna volviendo a ponerse seria—. Fue muy extraño. Empezamos muy bien, la verdad es que me alegré mucho de verle, pero de repente las cosas se torcieron. Le noté algo… raro.
Karen la recorrió largo rato con su cálida mirada.
—Me estaba muriendo de ganas de que volviéramos a ser amigos, como antes. Los años que pasé con vosotros fueron los mejores de toda mi vida. Quiero más.
Anna la abrazó.
—Eres una romántica sin remedio —le dijo con la cara enterrada en sus cabellos.
El hielo estaba roto y derretido y el agua empezaba a calentarse. Se bebieron todo el vino y se comieron las patatas. Hablaron de todo. De sus vidas. Los labios de Anna no podían detenerse. Karen se reía de todas y cada una de sus palabras. Tendría que haberla visto Søren, pensó la joven con aire triunfante. Ella en el salón de su casa, relajada, anestesiada por el vino, con una buena amiga. De pronto rompió a llorar. Karen la miró asustada y la cogió de la mano.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —se alarmó.
—¿Sabes quién es Sara?
Anna la escudriñó con expresión alerta. La madre de Karen había sido la mejor amiga de Cecilie durante siglos, y Karen y su madre siempre hablaban de todo y lo compartían todo. ¿Qué ocurriría si todos sabían quién era Sara menos ella?
—Pues no —contestó ella—. No conozco a nadie que se llame Sara. ¿Quién es?
Anna sintió que la rigidez se iba extendiendo por sus miembros. La fotografía. Estaba colgada a la derecha de la estufa, con su marco marrón, como un rostro que la escrutaba. Se levantó.
—Pero ¿qué ocurre?
Karen, intrigada por su repentino cambio de actitud, se incorporó en el sofá.
—Espera un momento.
Anna se secó los ojos y cogió la foto.
—¿Cuántos años tengo aquí?
—No lo sé… ¿Dos? No sé gran cosa de niños —se disculpó su amiga.
—Está sacada en verano, yo voy en camiseta y Cecilie en bikini, así que o tengo un año y medio o tengo dos y medio. Y la última posibilidad no me parece muy probable. Aún llevo chupete. Así que yo digo que uno y medio, ¿vale?
—Bueno, vale.
Karen se rascó los rizos. Anna sacó de su bolso la fotografía que le había entregado Ulla y se la mostró.
—Sois Jens y tú, ¿verdad? —preguntó Karen—. Hay que ver, es increíble cómo te pareces a Lily.
—Es una foto de agosto de 1978. Tenía más o menos ocho meses. Quedamos en que en una tengo año y medio y en la otra ocho meses, ¿estamos?
Karen asintió. Anna cogió un cuchillo de la mesa y le dio la vuelta al marco.
—¿Qué vas a hacer?
—Mis padres mienten —resopló.
El marco, cerrado hacía casi treinta años, se resistía como un demonio. Las pequeñas pestañas de metal se habían oxidado y estaban prácticamente pegadas al cartón del fondo.
—¿En qué mienten?
Resultaba evidente que Karen no acababa de seguirla.
—Dale la vuelta —le indicó señalando la foto de Ulla que había sobre la mesa mientras ella continuaba luchando con el maldito marco. Le daba lo mismo si se rompía. Su amiga estaba acurrucada en el asiento mientras ella, sentada en el borde, usaba el sofá como mesa de trabajo. Las recalcitrantes pestañas empezaron a salir disparadas en todas direcciones.
—Sara Bella y Jens Nor, agosto de 1978 —leyó Karen en voz alta—. Sigo sin acabar de entender quién es Sara.
—A mí no me lo preguntes.
La parte trasera del marco ya estaba abierta. Introdujo el cuchillo por debajo del cartón y lo levantó.
—Qué gore —dijo su amiga pensativa—. Igual tenías una especie de hermana gemela que se murió o algo así.
Anna se interrumpió en plena faena. No se le había pasado por la cabeza. Pero enseguida cambió de idea.
—Ésa de ahí…
Hizo una pausa mientras señalaba con la punta del cuchillo la fotografía de Ulla Bodelsen.
—… soy yo. Y si ésa soy yo —prosiguió para luego señalar la foto que intentaba sacar del marco—, esta otra también. Son idénticas.
—Gemelas univitelinas —susurró Karen en tono dramático.
—No tiene ningún sentido, Karen. ¿Por qué iban a ocultarme mis padres que tenía una hermana gemela que murió? Además, no encaja. La puericultora con la que he hablado hoy, Ulla, no ha dicho nada de gemelas.
El cartón cedió. Al ver la superficie amarillenta que asomaba por debajo, dejó escapar un grito de triunfo. En el reverso de la imagen alguien había escrito: «Anna Bella, papá y mamá. Julio 1979».
Colocó las dos fotografías una junto a otra en la mesita del sofá. Las dos amigas las estudiaron en silencio.
—Es la misma niña —afirmó Karen—, sólo que en agosto se llamaba Sara y en julio del año siguiente se llamaba Anna. Qué cosa tan rara.
Permanecieron largo rato sin decir nada, enfrascadas en sus propios pensamientos. Anna sentía una enorme determinación. Ya no estaba sola, Karen estaba con ella.
—¿Qué motivos puede haber para cambiarle el nombre a un niño, así, de repente? —le preguntó.
—¿No puedes preguntárselo directamente a Jens y a Cecilie? —le sugirió su amiga.
—Sí, es lo que pienso hacer. Pero vamos a jugar un rato a los detectives. Quiero estar preparada.
—De acuerdo —aceptó Karen—. Normalmente, un nombre marca el inicio de una vida, ¿no? Te dan un nombre y tú avanzas con él por la existencia. Lo conservas. A menos que vayas a ver a un numerólogo y te diga que si te llamas Solvej te tocará la bonoloto.
Anna sonrió levemente.
—O sea, que el nombre marca un comienzo —repitió con lentitud—. Cecilie estaba enferma. Tenía todo el lío aquel de la espalda.
—Mmm —reflexionó Karen—, algo recuerdo. Mi madre siempre ha dicho que por eso estás tan unida a Jens, porque se pasó el primer año cargando contigo a todas partes.
—Era prácticamente un padre soltero. Cecilie pasó muchísimo tiempo ingresada. Yo creo que se las arregló estupendamente.
—Joder, tendrías que haber visto a mi padre —rió Karen—. Se empeñaba en amamantarme con una bolsa de leche echada a la espalda y un tubito de plástico pegado con cinta al pecho. A mi madre le parecía bien, pero a mí casi me da un síncope cuando me lo contaron. Fue un auténtico milagro que no me volviera loca.
—Sí, verdaderamente es un milagro —corroboró Anna entre risas.
Poco después se acostaron.
El sábado por la mañana Anna se despertó sin saber dónde estaba y, aturdida, se incorporó en la cama. Eran más de las diez y se encontraba en su dormitorio. No recordaba la última vez que había dormido hasta las diez. De pronto oyó unas risas apagadas, se levantó y fue hacia la cocina. La puerta del cuarto de Lily estaba abierta y la niña se encontraba con Karen, dibujando. Habían pegado papel por casi todo el suelo y estaban enfrascadas en pintar casas y carreteras vistas desde arriba. La niña ya había empezado a decorar una de las casitas con muebles de muñeca y ositos. El radiador funcionaba a plena potencia y olía a tostadas.
—Hola —saludó Anna.
—Mamá —gritó su hija dejando todo lo que tenía entre manos para abalanzarse hacia su madre.
Ella la cogió en brazos y se sentó en una silla. Sintió el cuerpo cálido y blando de la niña por debajo del pijama.
—¿Has dormido bien? —preguntó Karen.
Anna asintió.
—Un peinado muy afro —comentó mirándola con aire de aprobación.
Los cabellos de su amiga estaban aún más enmarañados si cabía por las mañanas. Las dos rompieron a reír.
—¿De qué os deís? —preguntó Lily, insegura.
—Del pelo de tita Karen —contestó su madre.
—Tipa Karen tiene un león en la cabeza, ¿verdad, mamá?
Las carcajadas se redoblaron. La cocina resultaba de lo más acogedora, tanto que a Anna le entraron ganas de comerse unas tostadas. Con una buena capa de mantequilla y queso. Era exactamente igual que en los viejos tiempos, las dos rodando juntas por un prado de hierba alta y suave, bajo los rayos del sol, rodando y rodando y sin parar de reír. Podían con todo. Con las boñigas de vaca que iban aplastando, con el mundo que giraba, con el hambre, la sed, con todo. Si estaban juntas.
Karen se sentó a la mesa para hacerle compañía mientras ella desayunaba y Lily siguió jugando en su habitación. Había café recién hecho. Sabía a gloria.
—¿Qué hay detrás de esa puerta? —preguntó Karen de pronto señalando por encima del hombro de su amiga.
Anna terminó de masticar lo que tenía en la boca y se volvió sorprendida a mirar la puerta del despacho de Thomas como si fuese la primera vez en su vida que la veía. Después miró de soslayo a la niña, que estaba absorta en sus juegos.
—Era el despacho de Thomas cuando vivíamos juntos. Cuando se marchó, cerré la puerta y la fijé con clavos. No necesitábamos tanto espacio —explicó.
—¿Y qué hay dentro?
—Nada —contestó dando un bocado a la tostada.
—Ya veo.
Volvieron a guardar silencio hasta que, de repente, recordó que había telefoneado Jens.
—Siete veces a tu móvil y dos al fijo. Lo he desconectado para que no te despertase —dijo escrutando su rostro.
—¿Has hablado con él?
—No. Tienes el móvil ahí —señaló hacia la encimera—. He visto su nombre en la pantalla.
Karen encendió la radio y sintonizó P1.
—Vale —dijo Anna—. ¿Te importaría cogerlo si vuelve a llamar? Yo tengo que estar en el funeral de Lars Helland a la una.
Consultó el reloj.
—Mierda, tengo que comprar un ramo de flores. ¿Cuánto suele durar un funeral de este tipo? Calculo que dos o tres horas. ¿Le dices a Jens que podemos vernos a las cuatro y media, por favor? En su casa. Sin Cecilie. Debe respetarlo. Sólo dispongo de una hora porque a las seis hay una conferencia importante en el Bella Center. Si está Cecilie, me largo. Todo depende, claro, de que tú te quedes con Lily, ¿podrás? Estaría de vuelta entre las siete y las ocho.
Karen lo meditó un instante.
—Por supuesto —aceptó—. Aunque debes hacer algo a cambio. Tienes que prometerme que quedarás con Troels. Una cita de verdad. Yo también iré. O sea, que nos reuniremos los tres para ver si podemos recuperar nuestra amistad. Si no funciona, no funciona; me resignaré. Pero tienes que darle una oportunidad, Anna.
La joven lo consideró unos instantes y luego estrechó la mano de Karen.
—Trato hecho.
—Bien.
Cuando Anna salió del baño, había llamado Jens.
—Le ha sorprendido que contestara yo —le explicó su amiga—. Le he dicho que estabas en el baño, pero que pasarías por su casa a las cuatro y media. Y que Cecilie no podía ir. Al principio ha protestado.
—Sí, debe de ser muy duro hacer algo sin Cecilie.
Se secó el pelo con furia.
—Pero al final ha aceptado. Sonaba muy triste.
Anna entró en el dormitorio a buscar algo que ponerse. Acabó saliendo en vaqueros y con una blusa fina de punto y unas zapatillas.
—No puedes ir así —objetó Karen—. ¿Zapatillas de deporte?
—Yo voy como me parece, me da lo mismo que sea a un funeral que a una fiesta.
Permanecieron en el salón cerca de una hora más, Lily y Karen en el suelo haciendo construcciones con bloques de Duplo y Anna repantingada en un sillón que había acercado a la ventana. Contemplaba los tejados con un enorme nudo en la garganta; cada vez que cerraba los ojos, veía a Johannes. Su piel picada, su mirada dulce y aquel pelo imposible con las raíces sin teñir. Lily se acercó a ella.
—Mamá llora —dijo.
Anna miró a su hija. Deseaba sacudir la cabeza, negarlo, secarse las lágrimas, mentir, pero de pronto hubo un cambio de luz y la cabecita de la niña se iluminó.
—Estoy muy triste —admitió al fin—, porque tengo un amigo al que ya no puedo ir a ver.
—¿Por qué no? —preguntó Lily.
—Porque se ha muerto y se ha ido al cielo.
Señaló hacia las nubes, que se habían abierto por un instante permitiendo que descendieran varias columnas de luz. La pequeña siguió su dedo con la mirada y entornó los ojos.
—Allí corretea y juega a la pelota. Yo creo que está muy contento. El cielo es un sitio estupendo. Pero yo estoy aquí, en la tierra, y estoy muy triste porque no puedo verle nunca más.
—Yo también quiero ir al cielo —dijo Lily lanzando una mirada llena de nostalgia hacia la ventana.
Anna sentó a su hija sobre sus rodillas.
—Y un día irás, pero primero tienes que estar aquí abajo un montón de tiempo, con tu madre.
La niña se acurrucó en su regazo unos segundos y luego bajó de un salto.
—Quiero jugar con la Tipa Karen.
Karen, que había estado contemplando la escena, dijo a media voz:
—Es terrible lo de… tu amigo. ¿Cómo se llamaba?
—Johannes.
—Es terrible lo de Johannes.
Anna asintió. Poco después se puso el chaquetón militar y se echó la capucha por la cabeza.
—¿Vas a ir con eso?
Su amiga observó su indumentaria con incredulidad. Anna se subió la cremallera hasta la barbilla y clavó en Karen sus ojos dorados.
—Ajá —contestó.
Y se marchó.
Anna reconoció a Clive Freeman en el instante mismo en que le vio. Estaba a la puerta de la iglesia junto a un hombre más joven de atuendo impecable, escarbando en la gravilla con el pie como un chiquillo. Empezó a aproximarse a él con cautela tratando de ocultarse en el chaquetón, cuando de pronto se dio cuenta de que no la conocía. Se situó a unos quince metros de distancia, en el lado contrario, y al verle entrar en la iglesia le siguió y se sentó dos filas por detrás de él, al otro lado del pasillo, para no perderle de vista en ningún momento.
Birgit y Nanna estaban en pie junto al féretro. Anna observó a la viuda. Con sonrisa ausente, abrazaba a quienes se acercaban, acariciaba el cuello de su hija, volvía a sonreír, decía algo. Sus ojos se encontraron con los de la joven. Tras apenas dos segundos muy intensos, se apresuró a apartar aquella mirada llena de dolor. Después Birgit no volvió a mirarla una sola vez.
De pronto Søren apareció a su lado.
—Me alegro de verte —la saludó; y le puso una mano en el hombro como si fuese una reclusa que, tras disfrutar de un permiso, contra todo pronóstico volvía obedientemente.
Ella cabeceó.
—Buenos días —respondió arisca.
Søren le echó un vistazo.
—¿Alguna novedad?
Miraba inquieto a su alrededor. ¿Qué esperaba? ¿Que le hubiese resuelto el crimen ella solita en una noche? Se acercó a él.
—El asesino es el mayordomo —le susurró al oído—. Lo hizo en la biblioteca.
Søren la fulminó con una mirada glacial. Sin mediar palabra, se fue al fondo de la iglesia y ocupó un asiento en una de las últimas filas. Él tampoco volvió a mirarla. Ni siquiera cuando ella trató de llamar su atención. Pero bueno. ¿Es que no tenía sentido del humor? Empezó a sonar el órgano.
Le faltó poco para fenecer durante el sermón. Al distinguir su ramo entre los demás se alegró de que las flores y las tarjetas se entregasen por separado. De ese modo Birgit Helland jamás relacionaría aquel triste matojo con ella. No podía dejar de mover los pies, que le sudaban. Hacía largo rato que el suelo de la iglesia se había convertido en un lodazal de agua parda y gravilla, y los asistentes despedían vaho. Cantaron. Trató de concentrarse en el féretro, intentó abstraerse. La coleta de Nanna se movía a saltitos en la primera fila y cuando cesaba la música se oían los desgarradores sollozos de la muchacha. Anna se volvió a observar a Clive Freeman en varias ocasiones. No podía evitarlo. Al principio procuraba ser discreta, pero cuando vio que empezaba a revolverse inquieto y a lanzar miradas en todas direcciones, decidió contemplarle abiertamente. Cuántos problemas había causado ese hombre, un viejecillo apocado enfundado en un inmenso plumífero. Si todos los científicos del mundo hubiesen dejado que las teorías de aquel hombre les entraran por un oído y les salieran por otro, su posición se habría ido secando hasta caer como los restos de un cordón umbilical. Ella habría escrito su tesina sobre cualquier otro asunto, habría tenido otro tutor y puede que ni siquiera se hubiese enterado de la muerte de Helland; quizá por una nota en el periódico de la universidad. Y puede que Johannes no hubiese muerto. Se estremeció.
¡Tybjerg! ¡Mierda! Anna dio tal respingo que el hombre que estaba a su lado se volvió a mirarla, sobresaltado. Se tapó la boca con la mano. Joder, se había olvidado de Tybjerg. ¿Cómo había podido? No le veía desde el jueves y ya era sábado. Llevaba solo cuarenta y ocho horas. ¿Cómo podía ser tan irreflexiva? Furiosa consigo misma, dio una patada al banco de delante. Por suerte, en ese momento el órgano sonaba a todo sonar y su vecino de asiento fue el único en lanzarle una ojeada incrédula. Le sorprendió que la afectara tanto. Tenía la mirada perdida de Tybjerg grabada a fuego en la retina, su manera de abalanzarse sobre el sándwich. Quería haber ido a llevarle más comida, una toalla limpia, una manta, ofrecerse a lavarle algo de ropa; pero se le había olvidado. Y ¿cómo iba a recordar nada si sólo tenía ojos para sus propios problemas? Volvió a estrellar el pie en el banco. La señora de la fila delantera se volvió indignada y su vecino empezó a observarla de hito en hito sin el menor pudor. El órgano seguía sonando. Luego se hizo el silencio. Abochornada, se dio la vuelta y empezó a buscar a Søren con la mirada. Él la evitó. Hasta Freeman la ignoraba, entretenido primero con sus manos y luego con el mosaico del altar. Nanna se puso en pie. Estaba deshecha en llanto y la coleta se le bamboleaba de un lado a otro al hablar, dándole un aire muy juvenil. Su tono era contenido y débil. Sus palabras resultaban inseguras y algo banales, pero ¿qué edad tenía? ¿Dieciocho años? De pronto Anna se sintió superada y apoyó la cabeza en las rodillas. ¿Por qué soy tan egocéntrica? Yo jamás diría cosas así de Jens. Yo jamás me levantaría a decir cosas banales, juveniles y llenas de cariño sobre mi padre muerto. Me quedaría sentada en la primera fila compadeciéndome de mí misma. Me sentiría furiosa. ¿Qué se creía? Abandonarme a mí así. Ahí estaban las dos, Nanna erguida, orgullosa y vulnerable, y Anna con su chaquetón militar y llena de bilis. Ni siquiera había sido capaz de cuidar de Tybjerg. Sacaron el ataúd. Anna lo llevaba de un lado y Birgit del otro, y tras ellas iban cuatro hombres de la edad de Helland. Una vez introducido en el coche fúnebre, empezó a doblar la campana. Los asistentes escucharon las campanadas en silencio con la cabeza gacha. Cuando al fin se disgregó la multitud, Anna se fue. Eran poco más de las dos. Bajó corriendo las escaleras de la estación y se apeó del tren en Nordhavn. Entró en un Netto y llenó de cualquier manera una cesta de la compra; en su vida había estado tan furiosa consigo misma. Se había olvidado de Tybjerg. Durante dos días.
La universidad estaba muy tranquila. Pasó su tarjeta por el lector y entró. Iban a dar las tres y media, faltaba una hora para la cita con su padre, un encuentro que, por contraste con el que estaba a punto de tener, se había convertido en un juego de niños. ¿Y si Tybjerg estaba muerto? Sacudió la cabeza. Por supuesto que no. Nadie se muere de hambre en dos días. Además, seguro que había salido de su escondrijo para ir a buscar comida. Abrió la puerta de su despacho y colgó el chaquetón. Pasó del instituto al museo sin tropezar con un alma. En el edificio se oía el silbido del viento y la oscuridad de los pasillos era absoluta. La luz de la entrada de la colección estaba encendida. Se detuvo. ¿Se había marchado alguien o acababa de llegar?
Abrió la puerta. El olor la obligó a boquear en busca de oxígeno. Encendió todas las luces. Se oía el zumbido del sistema de ventilación. Avanzó entre los armarios llamando a Tybjerg. El silencio era total. Le costaba respirar, dominar su ansiedad. Volvió a llamarle.
—¿Erik? —jamás le había llamado por su nombre de pila—. Me he olvidado de usted. Lo siento mucho. ¿Dónde está? Si está aquí, salga, por favor.
Hablaba en voz alta, pero con dudas. ¿Hablaba consigo misma, con él o con los dos? Miró por debajo de las hileras de armarios.
De repente el científico apareció por el pasillo central y la sobresaltó. Lucía una incipiente barba negra tan oscura como su mirada. Observó la bolsa del supermercado.
—¿Traes comida? —preguntó con voz ronca.
—Sí —respondió ella.
Habría deseado ofrecerle una disculpa, pero no supo qué decir sin desvelar que Johannes había muerto, de modo que guardó silencio.
—Ha estado aquí —susurró de pronto Tybjerg.
—¿Johannes?
Anna abrió los ojos de par en par.
—No. Clive Freeman. Estuvo aquí. Varias horas. Me escondí ahí atrás —Anna reparó en la lágrima que le corría por la sien—. ¿A qué vino? Creo que estuvo viendo el esqueleto de la moa, le oí revolver los huesos. Luego se fue. ¿Qué quería?
Se acercaron a la luz.
—Bueno, supongo que ver el esqueleto —contestó ella.
Después se volvió y quedaron frente a frente.
—Erik —dijo—, Freeman no es más que un pobre viejo. No va a matarle. ¿Qué sacaría con eso, sinceramente? No va a hacer que tenga más razón en sus argumentos.
Aunque le cerraría la boca a su peor rival, pensó. La de Helland ya estaba cerrada y bien cerrada. No dejaba de ser una curiosa coincidencia. Le echó otro vistazo al móvil. Sin cobertura. Eran las cuatro menos diez. Tenía cuarenta minutos para llegar a casa de Jens. De repente se encontró sin saber qué hacer y empezó a frotarse la frente, indecisa.
—Erik —imploró.
—Yo de aquí no me muevo. Saldré cuando se haya marchado. Llámame tonto, paranoico o lo que quieras. Puede que tengas razón —dijo lanzándole una mirada obstinada—. ¿Ya han enterrado a Helland?
—Sí.
—¿Has comprado flores de mi parte?
—Sí —mintió ella—. Un ramo muy bonito de parte de los dos. También estaba Freeman.
Él asintió.
—Ahí lo tienes —dijo con aire misterioso.
—Me tengo que ir, pero volveré mañana.
—Sí, sí —contestó él.
A continuación se sentó de medio lado en una de las mesitas de trabajo. La joven le sujetó y le obligó a mirarla.
—Escúcheme. Voy a ayudarle, ¿lo entiende?
Tybjerg clavó en ella sus ojos claros y dijo con voz queda:
—La investigación lo es todo para mí, vivo por ella y para ella. Si no puedo investigar, todo me da lo mismo. Me quedo. Avísame cuando se haya ido. Entonces saldré y te prometo que hablaré con la Policía. Pero ni un minuto antes.
Se volvió de nuevo hacia la mesa.
—Cuando me hagan fijo, levantaré de la nada un nuevo departamento de vertebrados, un centro de investigación lleno de dinamismo, un equipo joven —añadió con gesto soñador.
Anna salió de allí al borde de las lágrimas.
Jens vivía en Larsbjørnsstræde, una calle del centro de Copenhague, en el último piso de una vieja imprenta al que se accedía por un portón antiguo y un patio interior. Estaba en aquella casa desde que se marchó oficialmente de Fionia y se separó de Cecilie, cuando Anna tenía cerca de ocho años. Por aquel entonces había un taller mecánico en el patio y árboles y arbustos crecían sin control. Anna le había visitado en un sinfín de ocasiones.
Ya casi nunca iba a verle. Muy de tarde en tarde iba a recogerle y luego comían juntos en Sabines o pasaban por el Magasin a comprar un regalo de Navidad para Cecilie. El patio estaba limpio, ordenado y repleto de coches nuevos aparcados. La vieja imprenta parecía fuera de lugar, rodeada de agencias de publicidad de lo más chic, estudios de arquitectura y mensajeros vestidos de verde que entraban y salían a todas horas con un pedido de sushi o un jarrón para una fotografía. Seguro que no se les pasaba por la imaginación que alguien pudiera vivir donde vivía Jens. Subió por unas escaleras de madera hasta una galería desvencijada. La puerta de su padre estaba en el otro extremo. Había calcetines puestos a secar. Llamó al timbre. Jens salió de la cocina, le vio por la ventana con el pelo muy revuelto y aspecto de estar pagando las consecuencias de una larga noche de excesos.
—¡Menuda pinta! —exclamó la joven.
Le dio un fugaz abrazo y gracias. Le envolvía un penetrante y rancio olor a alcohol.
—Se me hizo un poco tarde anoche y cuando me fui a la cama no me podía dormir.
—Es un mito eso de que la bebida da sueño. En realidad se duerme mucho peor —dijo su hija.
—Habría preferido dormir fatal antes que no dormir nada —murmuró él.
Se sentaron en el salón. El sofá era de bambú y los cojines tenían ocho millones de años. Delante había una mesita baja atestada de periódicos. El techo era abuhardillado y la casa consistía en una sola habitación dividida por una pared que subía cuatro metros hasta el vértice del tejado. Por el lado del salón, la pared estaba forrada de libros y, gracias a un ingenioso dispositivo consistente en un tubo de hierro y una escalera de mano, Jens llegaba a los estantes superiores. Por el otro lado Anna vislumbró la cocina; un pan blanco a medio sacar de una bolsa, un paquete de mantequilla abierto. En el suelo había una maltrecha alfombra hecha a base de retazos.
—¿Prefieres que vayamos a algún sitio? —preguntó él con aire culpable—. Por mí no hay ningún problema, te invito a un chocolate.
Ella le lanzó una mirada incrédula.
—¿Estás eludiendo el tema?
Su padre la contempló con ojos cansados.
—Sí, supongo que sí. De acuerdo, nos quedamos aquí. ¿Te apetece un té?
—No, gracias —respondió tomando asiento—. Lo único que quiero es una explicación.
Jens la observó acongojado. De pronto rompió a llorar. Anna se sobrecogió. Nunca había visto llorar a su padre.
—Jamás pretendimos hacerte daño, cariño.
Parecía perdido y solo, allí, con los brazos colgando como un peso muerto a los lados del cuerpo, en vaqueros y camisa, con demasiada tripa y pidiendo a gritos un corte de pelo. A Anna se le hizo un nudo en la garganta. Jens se sentó frente a ella en una silla de piel raída y permaneció largo rato contemplándose las manos, que tenía en el regazo.
—Cecilie no sabe que has venido —titubeó al fin—. Hablé con ella ayer, pero no le dije nada. Pensé que deberíamos hablar tú y yo primero.
—Me parece bien —contestó Anna con calma.
Él pareció algo aliviado.
—Pero no me vas a convencer —le fulminó con la mirada—. Vas a contarme ahora mismo quién es Sara, dónde está y por qué nunca me habéis hablado de ella. Voy a escucharte y a poner todo de mi parte para entenderte.
Jens la miraba asustado.
—Y si vuelves a mentirme alguna vez —añadió su hija con voz trémula—, me perderás para siempre. Voy a contar hasta diez, Jens. Estoy hablando en serio. Tienes diez putos segundos para empezar a darle a la lengua.
Empezó a contar. Cuando llegó a tres, su padre carraspeó.
—Cuando Cecilie estaba embarazada, todo iba estupendamente. Estábamos enamorados y la noticia nos hizo muy felices. Me parecía mentira: aún no tenía ni veinte años y aquella mujer maravillosa, atractiva y madura me había elegido precisamente a mí. Me instalé en su apartamento; ella trabajaba y yo estudiaba. Parecía que el verano no iba a tener fin. Pintamos el cuarto del bebé. Tu madre colgó un póster de Che Guevara encima del cambiador y yo te hice una serpiente gigante rellena de trocitos de gomaespuma, la tripa crecía, el sol brillaba y a mí no me cabía en la cabeza cómo podía haber tenido tanta suerte. Entonces viniste al mundo. Era invierno y todo estaba muy oscuro. Asistí al parto. Se alargó más de la cuenta, Cecilie luchó y al fin saliste. Aquella noche había diez grados bajo cero y se veían las estrellas cuando llegué a casa, a Brænderup, lo recuerdo porque me quedé en el mirador contemplando el cielo. Acababa de ser padre. Vosotras llegasteis cinco días después, entre Navidad y Año Nuevo —se llevó las manos a la cabeza—. En ese mismo instante supe que algo iba mal.
Anna sintió que el cuerpo se le ponía en tensión.
—¿Con la espalda de mamá? —preguntó.
Él le lanzó una mirada sombría.
—Tenía una depresión posparto. No te quería. Lo de la espalda nos lo inventamos.
Se quedó paralizada. Aquellas palabras fueron como un tentáculo que le entró por el ojo, le atravesó el paladar y descendió por su esófago hasta lo más hondo de su ser, donde quedó aprisionado como un ancla en el fondo del mar. Sentía náuseas.
Jens volvió a bajar la vista.
—Yo no quería admitirlo, pero lo veía. Tu madre no te miraba cuando te amamantaba. Tú sí la mirabas a ella. Apenas eras capaz de abrir los ojos y ya intentabas con todas tus fuerzas atraer su atención. Pero ella prefería mirar por la ventana a los pájaros del comedero. Cuando terminabas, se apresuraba a dejarte en la cunita o en una manta en el suelo. Ella se ponía a leer. Sólo estoy cansada, decía cuando le preguntaba con cautela. Poco después dijo que no le quedaba leche. Yo no la creí. Un día la vi en la ducha. Tenía los ojos cerrados y la cabeza enterrada en el chorro de agua y yo pasé al baño por casualidad a coger algo. La leche le corría por la tripa, goteaba y desaparecía por el desagüe. Cuando nos acostamos, me enfrenté a ella. Estábamos a mediados de enero, tendrías unas tres semanas, y se puso como jamás la había visto. Chillaba, daba alaridos, se golpeaba la cara. ¿Soy una mala madre, es eso lo que me estás diciendo?, gritaba. Tú estabas en la cuna y no parabas de llorar. Al final te cogí en brazos y te llevé al despacho. Fue espantoso. Conseguí calmarte, pero en plena noche te despertaste. Tenías hambre. Fui al dormitorio, pero Cecilie se negó a cogerte. Llévatela, me dijo. Yo no sabía qué hacer. Acabé dándote leche entera con una cucharilla. No teníamos nada, ni biberón ni leche en polvo. Cecilie se había pasado todo el embarazo deseando amamantarte. A la mañana siguiente compré de todo, botellas, tetinas y leche. Te dejé en casa mientras salía a buscarlo, seguía haciendo un frío horrible. Ella se quedó junto a la ventana contemplando el jardín. Tú estabas encima de una manta y tapada con un edredón. Recuerdo que le pregunté por qué no te cogía. Porque está dormida, me contestó molesta. Cogí el coche y compré todos los remedios que necesitábamos. Puede que tardara una hora. Cuando volví, tú seguías dormida, pero Cecilie no estaba. La busqué por toda la casa, la llamé. Regresó dos horas más tarde, blanca de nieve y con las mejillas encendidas. Estaba de mejor humor. Te preparé un biberón y le pregunté si quería dártelo, pero prefirió ir al baño. Dáselo tú, dijo, yo ya sé cómo se hace.
Jens respiró hondo.
—Al cabo de cuatro días empecé a trabajar.
Anna reparó en cómo le subía y le bajaba la nuez.
—Las cosas marchaban —continuó, pero sus ojos se ensombrecieron—. No, las cosas no marchaban, pero no podía soportarlo, Anna. No soportaba verlo. No se me ocurre otra explicación. Cuando cumpliste cinco semanas volvió la puericultora. Había venido un par de veces durante las dos primeras semanas, pero todo seguía siendo nuevo para nosotros. Me había explicado que era importante que Cecilie no se estresara con lo de la lactancia, que el biberón iba bien, que casi todas las madres primerizas tenían ese tipo de reacciones, que eras una niña preciosa y que no tenía más que llamarla por teléfono si me preocupaba algo. No la llamé. Cuando regresó, dio la voz de alarma. Habías perdido mucho peso y le costaba establecer contacto contigo. Aquella tarde cambió nuestras vidas. A Cecilie no le gustaba alimentarte y se lo dijo abiertamente. Le resultaba desagradable que lo mancharas todo, que devolvieras. Nuestro salón era el caos más absoluto. Yo no sabía qué hacer. La puericultora empezó a hacer montones de preguntas. Al cabo de un rato vino un médico. Tu madre dijo que sí, que a menudo pensaba que preferiría que no hubieses nacido. A veces te dejaba sola, lo admitió sin rodeos. De pronto reparé en lo mucho que había adelgazado ella también. Se había quedado en los huesos. Aquella mujer me lanzó una mirada que jamás olvidaré. Sus ojos me decían: «Supongo que sabrás que los bebés también se mueren por falta de cariño. ¡Se mueren!
»El médico examinó a Cecilie y habló con ella. Poco después se marcharon juntos. Yo te cogí en brazos mientras aquella mujer empaquetaba tus cosas.
»Me dijo que tendrían que estudiarlo, que tendrían que ver qué era mejor para ti, y que podría llevar algún tiempo. Sus ojos estaban llenos de compasión y reproches al mismo tiempo. Luego se marchó contigo. Entonces salí del trance. Empecé a correr por toda la casa aullando como un animal.
Anna se secó una lágrima y Jens se miró las manos.
—Después se puso en marcha la burocracia. Ingresaron a tu madre. No quería verte, de mala gana me veía a mí. Estaba ausente, todo le daba lo mismo. Durante mucho tiempo pensé que no me permitirían tenerte conmigo. Tres o cuatro semanas. Pedí un permiso en el trabajo. Hubo una interminable serie de citaciones, audiencias, estudios. Era a comienzos de 1978, no había muchos padres solteros que digamos en este país —esbozó una sonrisa—. No tenían experiencia en la materia. Al final las cosas salieron adelante y el caso sentó un precedente.
Por un instante pareció orgulloso.
—Te dejaron volver a casa. Yo estaba muy mal, sentía que os había traicionado a las dos, a Cecilie y a ti. Físicamente te repusiste enseguida, me dediqué a cebarte —sonrió—. Por las noches dormíamos juntos, y cuando estabas despierta… me pasaba el rato mirándote a los ojos.
Se secó una lágrima.
—Al principio te resistías, pero logré conquistarte. Nos pasábamos horas y horas en la cama mirándonos a los ojos.
Anna lloraba abiertamente.
—Me reuní con el médico de Cecilie. Me dijo que sufría una depresión posparto muy severa, que ella no tenía la culpa. Tras el embarazo, los niveles hormonales soportan una transformación tan drástica que puede llegar a desencadenar una depresión de mayor o menor grado. La suya era muy severa. Empezaron a medicarla y comenzó un programa de terapia muy estricto. Durante meses rechazó cualquier contacto contigo o conmigo.
Jens le lanzó una mirada rebosante de amor.
—Te llamé Sara. Es un nombre hebreo y significa princesa.
Por un instante se hizo el silencio. Después prosiguió.
—Estaba exhausto y me sentía muy desdichado, pero las cosas marchaban. Compré un arnés para poder llevarte a la espalda cuando volví a trabajar y calcé la mesa para poder escribir de pie. Trabajaba mucho menos, evidentemente, pero más o menos conseguíamos arreglárnoslas. Ibas pegada a mi espalda, balbuciendo y pataleando, de lo más perturbador para mis análisis políticos de la influencia de la guerra fría en la política europea —rió—. Mientras tanto nos asignaron otra puericultora porque la que teníamos se iba a trasladar a Groenlandia. Todavía me acuerdo del día en que vino a despedirse. Me confesó que estaba orgullosa de mí. Cuando nos dijimos adiós en la puerta, me dio un abrazo.
»Me aseguró que saldría adelante. Yo sabía que estaba en lo cierto.
»A finales del verano, Cecilie mejoró y empezó a visitarnos. Le gustabas. Quería volver a casa. Poco a poco empecé a creérmelo. La medicación la fatigaba y la hacía más sensible, pero la película de apatía que le velaba los ojos había desaparecido y era maravilloso ver que se interesaba por ti. Tú eras una niña regordeta y alegre y no le guardabas ningún rencor, al contrario: le echabas los bracitos con curiosidad.
»Sólo había dos peros en nuestra dicha. El primero era que Cecilie se había empeñado en que nadie se enterase de lo de su depresión. Se avergonzaba e insistía en que yo debía respetarlo. Quería que dijésemos que había tenido graves problemas en la espalda después del parto y que por eso había estado ingresada en varias ocasiones. Nos asignaron una nueva puericultora y el día de su primera visita me di cuenta de que había aceptado formar parte de la mentira de Cecilie. Le dije que no tenía tu historial, aunque su predecesora me lo había confiado para que se lo entregara a ella. No me costó mentir. Luego quemé el historial y empecé a contar la historia de la lesión en la espalda. Habían transcurrido nueve meses y para entonces todo el mundo sospechaba que ocurría algo raro. Teníamos amistades, sobre todo en Copenhague, antiguos compañeros de clase, pero nadie le daba demasiada importancia. Todo el mundo sabe que el primer año con un bebé es muy duro. Cuando al fin estuvimos preparados para llevar una existencia más abierta al mundo exterior fuimos a ver a amigos y conocidos, les contamos la historia de la espalda y les pedimos disculpas por no haber dado señales de vida. Todos se mostraron muy comprensivos, debía de haber sido muy duro.
»En casa tampoco resultaba difícil mentir. Nos habíamos mudado poco antes de que nacieras y cuando las cosas empezaron a ir mejor nos integramos en aquella comunidad rural que era el principal motivo por el que nos habíamos trasladado hasta allí. Un año más y jamás habríamos podido mantener en secreto una enfermedad como aquélla. De repente era como si no hubiera ocurrido. Cecilie volvió a florecer, pintó la casa y cosió cortinas nuevas; disfrutaba de su hogar. En otoño te cambiamos el nombre. Ése fue el segundo pero del que te hablaba. Sara es un nombre precioso. Anna también —se apresuró a aclarar—, pero ya me había acostumbrado a llamarte Sara. Pasé años llamándote así cuando nadie nos oía. ¿No te acuerdas de que te lo propuse cuando nació Lily?
Ella asintió. Jens parecía haberse quedado sin palabras. Anna tenía los ojos secos y no sabía qué decir. Su padre la miraba acongojado, como si intuyera que el jurado estaba votando su veredicto.
—Es curioso que un analista político tan despiadado, temido y admirado como tú sea tan blando con Cecilie.
Ella misma se dio cuenta de que su voz era más cariñosa de lo que habría deseado.
—¿Cómo fuiste capaz de prestarte a algo así? —continuó—. No lo comprendo. Mi madre estaba muy enferma y yo me pasé dos meses en casa a solas con ella, un día tras otro. Es terrible, Jens, y no debería haber pasado. Pero pasó. Lo habría entendido. Cecilie estaba enferma, no fue culpa suya. Pero ¿ocultarlo? Eso sí que no lo entiendo, joder.
Reflexionó unos momentos con la mirada perdida y luego añadió:
—Si supieras la de cosas que empiezan a encajar…
Él arqueó levemente una ceja.
—Cuando conocí a Cecilie yo tenía dieciocho años y ella, veinticinco. Yo seguía viviendo en casa de mis padres —explicó con una media sonrisa— y ella me asaltó. Siete años mayor, madura…, una mujer de los pies a la cabeza. La admiraba. Era guapa y tenía una sólida posición. Ya había acabado la carrera de Magisterio y acababa de comprar su primera casa cuando empezamos a salir. Siempre ha sido la más fuerte de los dos.
—Por lo menos la más dominante —le interrumpió.
—Llámalo como quieras. Yo siempre he sido un tipo callado y menos llamativo. El típico que nunca dice nada, pero está ahí. Ella era valerosa, tomaba las decisiones. Los papeles estaban repartidos y a los dos nos parecía bien. Se ponía de pie en las reuniones políticas y era clara y visionaria. Yo escribía lo que había que escribir, pero nunca decía nada. Estoy seguro de que mucha gente no entendía qué es lo que veía en mí, pero nos complementábamos. Cecilie era arrojada, gritona, de las que hacen época. Yo era leal, flexible y la adoraba. Por eso también nos separamos. Porque, por alguna razón, no funcionaba. Ella quería que le plantasen cara, y yo lo intenté, pero no fui capaz de darle lo que ella buscaba. De todos modos, nunca hemos estado separados del todo. Nos queremos, Anna. Todavía. Y aquella vez… aquella vez me pidió que no dijera lo que había ocurrido. Deseaba olvidarlo, empezar de cero, hacer borrón y cuenta nueva. No veía razón alguna para hurgar en algo que estaba mucho mejor muerto y enterrado, sobre todo para ti. En el fondo siempre he sabido que algún día todo esto tendría consecuencias, pero ella me convenció de que era lo mejor. Cuando llegaste a la adolescencia, tus enfados con nosotros rozaban lo incomprensible. Lo hablamos mucho. ¿Sabrías algo? De alguna manera, en algún rincón de tu ser, antes de que llegaras a hablar, quizás aquello hubiese quedado grabado en tus más tempranos sentimientos. Cecilie consultó a varios expertos, que lo único que hicieron fue llenarle la cabeza de datos contradictorios que terminaron de confundirnos. Entonces apareció Troels en nuestras vidas. Troels…, que fue… —se interrumpió, vacilante, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. Sabíamos que te queríamos. Éramos conscientes de que habíamos tratado de arreglar lo ocurrido con un remiendo y, aunque en aquellos momentos eras una adolescente furiosa, también eras una chica estupenda, muy expresiva y repleta de vida. Al volver la vista hacia Troels descubrimos a alguien que nos necesitaba mucho más desesperadamente. Sobre todo Cecilie, que se entregó por completo. A veces demasiado. Me daba mucho miedo que te sintieras celosa. Por suerte, a ti también te gustaba. «Este chico jamás ha tenido nada», dijo tu madre una noche. No sé muy bien qué tenía que ver eso contigo, pero algo había. La cuestión era que… —apartó la mirada— que otros niños lo habían pasado peor.
Anna movía el pie con impaciencia.
—Papá —dijo en voz baja—, ¿alguna vez le has preguntado a Cecilie por esos dos meses? Cuando adelgacé y me quedé débil y apática.
Removía el cuchillo en la herida conscientemente. Jens la observó largo rato revolviéndose en su asiento. Se oyó el silbido lejano de una tetera. Tragó saliva.
—No —contestó al fin—. Nunca se lo he preguntado.
Se dejó caer contra el respaldo de la silla como un rey derrocado. Anna comprendió que estaba preparado para lo peor, pero ella se sentía serena.
—No pasa nada —dijo—. Pero yo sí se lo voy a preguntar.
Su padre la miró con desconsuelo, aunque no dijo nada.
—Tú y yo nos hemos pasado toda la vida cuidando de mamá —prosiguió—. Mamá ha estado enferma, mamá está delicada. No grites tanto, no, no se lo digas a mamá, que se va a poner triste. La protegías porque creías que era lo mejor. Lo sé perfectamente.
Anna se inclinó sobre la mesa y le miró a los ojos:
—Pero fue una cagada, Jens Nor —continuó—. Fue una cagada y ya está.
Le echó un vistazo al reloj. Faltaba media hora para que empezase la conferencia de Freeman, tenía que irse. Se levantaron y fueron hacia la puerta. Ella ya tenía la mano en el picaporte cuando se volvió a abrazar a su padre.
—Viejo tontorrón —le dijo—. Eres un viejo tontorrón.
Él le apoyó la cabeza en el hombro y se dejó abrazar. Seguía mudo. Sólo al verla alejarse, gritó de pronto:
—¡Oye, Anna!
Avanzó hacia ella estremeciéndose de frío.
—Lo que quería decirte antes… de Troels. Se me había olvidado. Vino el otro día, el miércoles de madrugada.
Anna se detuvo en seco en las escaleras, levantó la vista hacia su padre y subió dos peldaños. Algo en su interior acababa de quedarse frío como el hielo.
—¿Aquí?
—Sí. Yo estaba dormitando delante de la tele y de repente me despertó el timbre. En la puerta estaba Troels. ¡Al principio no le reconocí! Estuvimos calculando cuánto tiempo había pasado. Diez años. Le preparé un té, estaba muerto de frío. Me contó que había estado en la casa del estudiante y que al salir se le ocurrió pasar por aquí. Reconoció que ya lo había intentado un par de veces, pero sin éxito. Supongo que estaría tratando de dar contigo, ¿no? Es estupendo lo de Bellas Artes. Dice que va a intentar entrar. Nunca he confiado demasiado en todas esas tonterías del modelaje. ¿Y Karen? Troels me ha contado que a ella ya la han admitido. Es genial, ¿eh? ¿Lo sabías? Me alegro muchísimo de que os veáis otra vez.
Jens parecía contento, pero de pronto reparó en la expresión de Anna.
—¿Ocurre algo?
—No, sólo que me resulta extraño —titubeó la joven—. Ayer me encontré con él por la calle y no dijo nada de que me hubiese estado buscando.
—Si te soy sincero, le vi un poquito pasado de rosca.
Jens estaba muerto de frío.
—Al principio pensé que estaba colocado, o algo así. Temblaba un poco y se le veía muy acelerado, pero cuando entró en calor se le pasó. Además, iba muy poco abrigado. Le presté un jersey de lana. Sus padres murieron, ¿lo sabías? Primero la madre, de cáncer de mama, y después el padre el año pasado. Me contó que no había vuelto a verle desde lo de su madre y que su hermana ha acabado Derecho y trabaja en Copenhague. Por lo visto a ella tampoco la ve demasiado.
—Karen y yo hemos quedado en verle en cuanto termine con todo esto. La tesina y… lo de Cecilie.
—Haz lo que tengas que hacer, cariño —dijo él.
Anna estuvo a punto de preguntarle si con eso trataba de decirle que se callara la boca, pero se tragó las ganas.
—No te preocupes, papá —le tranquilizó.
Después subió a la estación de Nørreport a buen paso y cogió el metro hasta el Bella Center.
Cuando metió la llave en la cerradura faltaban pocos minutos para las ocho. Karen y Lily estaban en el salón jugando con plastilina. La niña iba en pijama y con un delantal de plástico. Estaban oyendo un disco de Lisa Ekdahl y sobre la mesa había cuatro dibujos con el trazo de Lily y el preciso coloreado de Karen.
—Qué bonitos son —exclamó Anna—. ¿Los has hecho tú?
La pequeña se aferró a ella con cada músculo de su cuerpecito.
—Sí, yo solita con la Tipa Karen.
Anna dio cuenta de las sobras de la cena. Las piezas del rompecabezas seguían dándole vueltas por la mente; en la calle se sentían los zarpazos del otoño, Tybjerg se ocultaba en la colección de vertebrados, Helland yacía bajo tierra y el Policía Más Desesperante del Mundo estaría en algún lugar, seguramente con los pies en alto y la panza bien repleta de las albóndigas que preparaba su mujer. A la mierda. La sopa de tomate estaba deliciosa, y cuando acostó a su hija se quedó junto a ella en la oscuridad y le contó la historia de un pájaro que salía del cascarón con esquís en los pies. No se movió de su lado hasta que la niña se quedó dormida.
Karen estaba leyendo en el sofá cuando su amiga se sentó a acompañarla. Abandonó la lectura. «¿Y bien?», preguntaban sus ojos.
—Cecilie tuvo una grave depresión posparto cuando nací. Los primeros meses se quedó en casa hasta que descubrieron que yo había perdido mucho peso. No le gustaba darme de comer. Entonces la ingresaron y Jens se quedó solo conmigo. Me llamó Sara. Cuando cumplí nueve meses, Cecilie volvió. Estaba curada, al menos lo suficiente. No le gustaba el nombre de Sara, así que me lo cambiaron. Como si fuese un archivo.
Guardó silencio. Karen la contemplaba boquiabierta.
—Con el corazón en la mano, ¿lo sabías? ¿Te lo había dicho tu madre?
Anna la interrogaba con la mirada.
La expresión de su amiga se transformó. Cogió la cara de Anna entre las manos y la atrajo suavemente hacia sí.
—Anna —dijo con dulzura—, te prometo que no tenía ni idea. Ni la menor idea. No sé si mi madre sabrá algo, pero yo no. ¿Por qué demonios lo han guardado en secreto?
Se liberó del suave contacto de Karen.
—Para proteger a Cecilie —contestó con voz inexpresiva—. En nuestra familia siempre ha sido muy importante proteger a Cecilie.
Permanecieron largo rato en silencio.
—Qué tontería tan grande —exclamó al fin Karen.
Bebieron vino. Anna recostó la nuca en el respaldo del sofá y cerró los ojos.
—Troels —dijo su amiga de pronto—. No te habrás arrepentido, ¿verdad?
—Hemos hecho un trato y yo siempre cumplo los tratos —sonrió Anna con los ojos aún cerrados; después los abrió y añadió con sequedad—: Por cierto, que parece firmemente decidido a regresar de entre los muertos. El miércoles fue a casa de Jens, y seguro que si llamo a Cecilie, está comiendo peras Bella Helena con ella con una mantita sobre las rodillas.
Emitió un sonido que pretendía ser una carcajada.
—Yo creo que está asustado, Anna.
—¿Asustado de qué?
—De ti.
—¿Por qué?
—Porque tienes dientes de dragón y dos colas con escamas afiladas como puñales…
Anna le lanzó una mirada furiosa y se disponía a defenderse cuando su amiga continuó:
—… y eso, para un hámster, puede llegar a resultar un poquito abrumador.
—No es la primera vez que me lo dices. ¿Te parezco abrumadora? —preguntó ella con voz queda.
—No. Me parece una liberación estar contigo, porque abrumador más abrumador se anulan, y cuando estamos juntas no tengo que estar todo el rato pensando en lo que piensan de mí los demás, simplemente soy yo misma. Por eso no entiendo por qué llevábamos diez años sin vernos.
—Te enfadaste mucho conmigo aquella noche.
—Sí. ¿Y qué? ¿No se te puede llevar un poco la contraria?
Anna se encogió de hombros.
—Aquella noche —dijo Karen— íbamos colocados. Y Troels acababa de salir del armario, puede que no oficialmente, pero sí para nosotras. Sabíamos que era gay y aun así se nos ocurrió la descabellada idea de echar un polvo.
—Se os ocurrió —corrigió Anna.
—Lo que sea —concedió su amiga subiendo los pies al sofá—. El caso es que él y yo empezamos a besarnos aprovechando que tú estabas en el baño. En realidad estaba coladita por él. Era tan guapo —dijo levantando la mirada con embeleso— que no me resignaba a que fuera homosexual. Tenía diecinueve años y estaba convencida de que podía reconvertirlo o algo así.
Se echó a reír.
—Bueno, el caso es que de repente empezamos a besarnos y recuerdo que pensé que nos había tomado el pelo. Se le puso durísima. ¡Se supone que a los gays las chicas les dejan fríos y éste va y se pone como una moto! Y todo iba a pedir de boca hasta que llegaste tú y le soltaste una patada de kung-fu que lo dejó por los suelos. Y luego se te fue totalmente la pinza, allí gritando y pegándole. El pobre se quedó plantado con aquel pingajo de marica entre las piernas mientras tú le atizabas de lo lindo.
Karen no pudo evitar echarse a reír, pero Anna no movió un solo músculo.
—No tiene ninguna gracia —aseguró.
Su amiga parpadeó.
—Teniendo en cuenta los cócteles molotov que lanzas de vez en cuando, te encuentro algo susceptible —comentó asombrada.
—Esa noche… ¿qué le dije? —preguntó Anna.
—¿No te acuerdas?
—No del todo. Lo único que recuerdo es que me puse furiosa. Que la boca se me abría y lo veía todo rojo.
—Le humillaste —le explicó Karen con voz neutral—. Dijiste…
—Prefiero no saberlo —la interrumpió. Alzó la mano y se apartó.
—Ya da lo mismo —dijo su amiga en tono conciliador.
—Iba puestísima de coca.
—Yo entonces no lo entendí, pero el otro día me contó que se marchó porque le había faltado un pelo para estamparte el puño en toda la cara, para partírtela igual que a su padre —le explicó con cautela—. Ya sabíamos cómo estaban las cosas en casa de Troels, que su padre le tenía machacado y todo eso. Lo que no sabíamos es que a partir de la adolescencia la violencia empezó a ser física. Su padre le pinchaba hasta que Troels saltaba y luego le devolvía el golpe. Se estuvieron zurrando hasta el final. También me lo contó el otro día. El padre le atacaba verbalmente, Troels le pegaba y el padre devolvía los golpes. Nos echamos a reír, era todo tan grotesco… La última vez que le vio con vida, el padre consiguió desencajar el cajón de su mesilla y estampárselo en la cabeza. Tuvo que ir directamente del lecho de muerte de su padre a urgencias.
Dejó escapar una risita.
—Y eso fue lo que ocurrió aquella noche. Le humillaste, justamente lo que menos soportaba.
—Basta ya, Karen.
Anna se puso en pie y se acercó a la ventana.
—Y ahora ¿qué? —susurró—. ¿Ahora quiere volver a ser mi amigo? ¿Porque han pasado diez años? ¿Porque se le han pasado las ganas de partirme la cara?
—Todos hemos cambiado, Anna.
Anna fue al cuarto de baño y a su regreso encontró a Karen, que había puesto un cd danés antiguo, cantando junto a la ventana.
—¿Ha conseguido hablar contigo una tal Birgit? —le preguntó en mitad de una estrofa.
—No —contestó Anna, estupefacta—. ¿Cuándo ha llamado?
—A las cinco. Birgit Helland. Me ha dado su teléfono y yo le he dado el número de tu móvil.
En tres zancadas, la joven se plantó junto a su chaquetón. Había un sobrecito en la pantalla del teléfono. Birgit había llamado poco después de las cinco y había dejado un mensaje.
«Tengo que hablar contigo —decía en tono apremiante—. Es importante. Nanna y yo nos vamos a pasar unos días fuera mañana por la tarde. ¿Podríamos vernos antes? A ser posible esta noche. Te lo ruego. Llámame. Puedo ir a recogerte a donde me digas. Gracias».
Se lavó la cara con agua fría. Después se maquilló ligeramente y se cepilló los dientes. Antes de salir del baño, llamó a Birgit. Hablaron menos de un minuto. La viuda de Helland pasaría a recogerla en la esquina de Jagtvej y Borups Allé veinte minutos más tarde. Consultó el reloj. Eran casi las once. Luego entró en el salón y preguntó como de pasada:
—Te quedas a dormir, ¿verdad?
Karen se volvió sonriente.
—Ya te he dicho que no te vas a librar de mí así como así. Eh, ¿qué te has hecho?
Dejó escapar un silbidito.
—Tengo que hacer una cosa —explicó sin poder reprimir una sonrisa—. No me queda más remedio que ir a casa de Birgit Helland. Quiere hablar conmigo. Va a venir a buscarme. Estaré de vuelta dentro de un par de horas —dijo mirando el reloj—, pero si no es así… Si mañana cuando te despiertes no estoy aquí —tragó saliva—, llama a Søren Marhauge y da la voz de alarma, ¿de acuerdo?
Le entregó un trozo de papel con el móvil del comisario.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué se supone que podría pasar?
Karen escrutó a Anna.
—Nada —contestó ella restándole importancia.
Salió al pasillo con Karen pegada a los talones, se puso el chaquetón militar, comprobó la batería del móvil y, por último, abrió el armario y sacó la caja de herramientas. Se echó al bolsillo dos bridas para cables y un destornillador pequeño y muy puntiagudo.
—¿Qué vas a hacer con eso? —la interrogó Karen.
Anna la cogió por los hombros y la miró a los ojos echando mano de toda su capacidad de convicción.
—Karen, no te preocupes. Dios se apiade de quien quiera hacerme daño —sonrió—. Tomo ciertas precauciones porque soy una paranoica y no me apetece pudrirme con los gusanos.
Le dio un beso a su amiga en la mejilla.
—Hasta dentro de un rato —se despidió.
Y antes de que Karen alcanzara a decir algo, cerró la puerta.
En la calle caía algo de nieve, pero el asfalto estaba negro y mojado. Se situó en la esquina, junto a la puerta de una tienda de bicicletas. A través del cristal se veía una bici de chica, rosa y con una cestita. Dentro de la cesta había una fresa.
De pronto sonó un claxon.
Birgit Helland estacionó el coche a un lado y se inclinó sobre el asiento para abrir la puerta del copiloto. Anna montó de un salto. Birgit parecía consumida.
—Hola, Anna —la saludó con voz apagada.
La joven se abrochó el cinturón.
—¿Te importa que vayamos a mi casa? Hace mucho frío y no me apetece quedarme en el coche, pero tampoco ir a un sitio lleno de gente. Ha sido un día agotador —dijo con una breve sonrisa.
Anna asintió.
—Gracias por venir al funeral.
Birgit se concentró en el volante.
—No faltaba más.
—No, yo no lo daba por supuesto, y me alegro. Entiendo que no hayas venido después al banquete fúnebre, yo también he estado a punto de saltármelo —rió sin ganas.
—Tenía un compromiso.
—No pasa nada.
Continuaron en silencio.
—¿Dónde has dejado a tu hija esta noche? —preguntó de pronto Birgit observándola con curiosidad.
—En casa —contestó Anna tratando de parecer tranquila—. Mi amiga Karen está con ella.
¿A santo de qué venía esa pregunta?
Cuando se desviaron para entrar en el jardín del chalé, ya eran casi las once y media. La calle estaba desierta, pero los dos laterales llenos de coches aparcados revelaban que las casas no. La luz estaba encendida y Birgit debía de haber echado más leña al fuego antes de salir, porque la estufa crepitaba alegremente cuando pasaron al salón.
—No, gracias; no quiero nada —dijo Anna cuando su anfitriona le ofreció vino. Birgit se sirvió una copa y bebió dos tragos largos. La joven empezó a preguntarse cuánto habría bebido ya. ¿Habría conducido borracha? La viuda vació su copa y volvió a llenarla.
—Ven, vamos al piso de arriba. Quiero enseñarte algo.
Anna colgó el chaquetón en el recibidor, pero se guardó el móvil, el destornillador y las bridas en el bolsillo de atrás de los vaqueros y siguió a Birgit Helland escaleras arriba con los cinco sentidos alerta. En el primer piso había un fuerte aroma a flores. Al pasar frente al cuarto de baño, Birgit abrió la puerta.
—Me he traído algunos ramos —explicó con voz monótona.
En el suelo del baño había varios cubos de plástico blancos llenos de coloridos ramilletes. Continuaron por el pasillo y dejaron atrás la puerta entreabierta de una habitación de adolescente que, comparada con la de la propia Anna a esa edad, resultaba elegante y muy ordenada. Sobre la cama había una colcha de ganchillo y al lado un pequeño tocador con un espejo redondo, varios frascos de perfume y un iPod cargándose. Las cortinas descorridas dejaban ver unas ventanas que lanzaron su torva mirada hacia Anna.
—Nanna se ha empeñado en ir a casa de una amiga —explicó su madre levantando los brazos para después dejarlos caer con aire resignado—. La vida sigue.
Al llegar al final del pasillo abrió una puerta que conducía a una sala asombrosamente espaciosa. A la izquierda había un escritorio junto a una pared desnuda y a la derecha habían levantado un banco de obra que estaba repleto de almohadones forrados con tela basta. La pared del fondo consistía en un enorme ventanal, y tras el cristal crecía un magnolio al que el invierno había despojado de sus hojas. Sobre la mesa había un ordenador que, cuando Birgit movió el ratón, resultó estar encendido.
—Hoy he hecho un descubrimiento —anunció.
Anna observó la pantalla y reconoció el logo del banco on-line que ella misma utilizaba. Birgit entró en la página con una contraseña que copió de un papelito que había en la mesa y se abrió una ventana con los movimientos de una cuenta.
—Mira —dijo señalando hacia la pantalla.
La joven siguió la dirección que indicaba su dedo, pero le costaba entender qué era todo aquello. La sangre le zumbaba en los oídos.
—¿Qué es? —acertó a preguntar.
—Dinero. Todos los meses durante los últimos tres años. He estado comprobando las liquidaciones anuales. Siete mil coronas al mes. Dinero que Lars transfería de su cuenta personal a una cuenta del Amagerbanken. ¿Y sabes quién es el titular?
Anna hizo un gesto negativo.
—Erik Tybjerg.
Se hizo un silencio sepulcral.
—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Anna lentamente.
—No tengo la menor idea, pero estamos hablando de doscientas cincuenta mil coronas.
Birgit dejó aquella cifra suspendida en el aire como un revelador estandarte. Anna tragó saliva. Tenía las neuronas en un estado lamentable.
—¿Y ésta es la primera noticia que tiene?
—Así es. Es la cuenta personal de Lars. He encontrado la clave de acceso en el cajón y he entrado para hacerme una idea de cuánto dinero nos había dejado. Antes Nanna me ha preguntado un poco asustada si podríamos permitirnos seguir viviendo en esta casa y he querido ver cómo estaban las cosas. Después de entrar en la cuenta y descubrir lo de las transferencias a Tybjerg, me he puesto a revisar el despacho de Lars como una loca. Cada cajón, cada armario.
Birgit, que estaba inclinada sobre el ordenador, se irguió y observó a Anna con el rostro bañado en lágrimas.
—Tenías razón —confesó en voz baja—. Lars estaba enfermo. Mucho más de lo que habría podido imaginar ni en mis peores pesadillas.
—¿Qué ha encontrado?
Anna tragó saliva.
—Una bolsa llena de papeles ensangrentados.
—¿Qué?
No estaba segura de haber oído bien. Birgit se acercó al bancón, abrió el cajón que había debajo y sacó una bolsa de plástico. Era voluminosa, pero parecía ligera, como si realmente estuviese llena de papeles. Papeles ensangrentados. Anna sintió que el terror le atenazaba el cuerpo.
—He encontrado otra bolsa más al fondo —tragó saliva—. Está llena de remedios para reforzar los miembros. Fajas, vendas, un collarín. Y un mordedor, como los de los bebés, lleno de marcas de dientes. La Policía dijo que Lars estaba cubierto de marcas, marcas antiguas. Que debió de caerse y fracturarse varios dedos de las manos y los pies, hasta en el cuero cabelludo encontraron dos heridas cerradas sin puntos, aunque los habrían necesitado. Yo creí que eran cosas que decían, ya sabes, porque sospechaban de mí. La Policía siempre se guarda algo y siempre dice cosas que no son. Te pone trampas.
Respiraba con dificultad y miraba a Anna con desesperación.
—Erik Tybjerg le estaba chantajeando —susurró— y llevo toda la noche tratando de repasar todas las causas posibles.
Anna la observó expectante.
—A Lars le diagnosticaron un tumor cerebral hace nueve años, se lo operaron y dieron el asunto por solucionado. Después nunca tuvo nada. En agosto organizamos una barbacoa en honor de Nanna, que acababa de terminar el instituto. Lars se ocupaba del fuego y de pronto se desplomó. Nos dio un susto de muerte, pero él le quitó importancia. Estuvo diez minutos sentado en el césped reponiéndose y pasó el resto de la tarde en plena forma, dándoles la vuelta a las chuletas y jugando al croquet con los chicos. Ése era el mayor temor de Lars, perder la capacidad de pensar, ir quedando despojado de todo poco a poco hasta quedar convertido en un vegetal. Poco después empezó a dormir en su despacho y eso me dio que pensar, pero no por mucho tiempo. Decía que no quería molestarme con sus ronquidos. Y, sinceramente, he de admitir que habían empeorado mucho y me alegré.
Las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas en un dibujo asimétrico.
—Y en cambio era por eso —se lamentó señalando las bolsas—. No quería que descubriese que volvía a estar enfermo, que el tumor había empezado a crecer.
Se quedó pensativa y con la mirada perdida.
—Creo que Tybjerg sabía lo del tumor, sabía que Lars estaba gravemente enfermo, y puede que tratara de usarlo en su contra. Siempre le ha tenido envidia porque Lars tenía una plaza fija como investigador y él no. De lo que sí estoy segura es de que le chantajeaba. ¿Qué otra cosa puede ser? Siete mil coronas al mes es muchísimo dinero. He intentado localizarle, pero ni coge el teléfono ni contesta a los mensajes. Y ¿sabes qué es lo que más me asombra?
Anna sacudió la cabeza.
—Que no estaba en el funeral. ¿No es extraño? Ha venido hasta Clive Freeman, pero Tybjerg no. Yo creo que él mató a Lars, Anna.
Birgit la miró con ojos de fuego.
—Tiene que contarle todo esto a la Policía.
—Sí —dijo la viuda con voz inexpresiva.
—¿Por qué me ha llamado a mí, Birgit?
—La última vez que viniste vi en tus ojos que creías que le había matado yo; tenías el desprecio pintado en la cara y no me gustó.
—Yo no creo que haya matado a Lars —objetó Anna suavemente.
—Yo le quería —dijo Birgit.
Anna abandonó Herlev. Tardó una hora y media en llegar a casa. Las bridas y el destornillador volvían a estar en el bolsillo de su chaquetón, la misión quedaba cancelada. Hacía una noche clara como el cristal y el viento había amainado, pero el frío era glacial. Caminaba a buen paso balanceando los brazos. Por un instante fue el único ser vivo, el único, al que millones de estrellas habían salido a contemplar. De pronto Johannes echó a andar a su lado. Se sobresaltó.
—Vas muy poco abrigado —le dijo.
Su amigo llevaba una cazadora y unas Converse, pero ni gorro ni guantes.
—¿Cómo estás, Anna? —se interesó.
—Me parece una estupidez que te hayas muerto —protestó la joven alzando la voz—. Una auténtica estupidez.
Se le hizo un nudo en la garganta y clavó la vista al frente.
—Me habría gustado tener mucho más tiempo para conocerte.
Cuando se volvió a mirarle, había desaparecido. Por un momento se detuvo a buscarle. Qué idiota eres, se dijo. Dio dos pasos. De repente salió un pitido de su bolsillo de atrás. Era casi la una y media. Sería Karen, que se había despertado preocupada por ella. Sacó el móvil del bolsillo y se metió en una parada de autobús.
El mensaje era de Johannes.
«¿Quedamos?», decía.
Anna observó la pantalla con incredulidad.