Capítulo 12

El viernes 12 de octubre, Søren se levantó poco antes de las seis y se dio una ducha. Eran las ocho pasadas cuando llegó a Bellahøj, tenía tiempo de sobra antes de la reunión de las nueve. Una vez en su despacho, se entretuvo en observar por la ventana las pistas de entrenamiento mientras repasaba mentalmente el caso. Al cabo de dos días de un asesinato y de cuatro de una muerte en circunstancias sospechosas que, a juzgar por los hechos, también era un crimen, ¿qué tenía? Ni una sola idea. No quedaba más remedio que volver a mover mil hilos, poner mil cuchillos en otras tantas gargantas sospechosas y exprimir una vez más mil limones que ya estaban exprimidos.

Pensó en Anna. Nunca hasta entonces le había pedido ayuda a nadie, nunca había sido tan poco profesional. Y precisamente con ella, una leona desequilibrada con una cría en peligro; alguien que ocultaba algo.

Contempló el firmamento que se cernía sobre la ciudad y sintió un intenso deseo de hacer el amor con ella. Se imaginó en Nochevieja, los dos juntos, en algún lugar. Una fiesta llena de gente, mujeres con elegantes vestidos, hombres con traje y corbata. Ella estaba junto a la ventana y él la observaba a través de la multitud. Llevaba un vestido negro y los ojos dorados muy maquillados, y Søren sabía que todos los hombres la deseaban en secreto. Más tarde la veía bailar. Borracha, vulgar y al margen de cualquier etiqueta, con el pelo revuelto, enmarañado, el vestido remangado y los muslos descubiertos. La buscaría en la oscuridad y echaría más leña al fuego de su hoguera. No se apagaría nunca. Jamás, mientras él viviera.

De pronto sus músculos se tensaron. ¿Dónde estaba Anna las dos veces que la llamó el miércoles a última hora? ¿Qué era eso tan privado que se negaba a contarle? Curiosamente, Henrik le había dicho exactamente lo mismo: que había estado con alguien, que la había cagado. De repente lo vio claro. Henrik había ido a casa de Anna. Se había presentado allí con la excusa del caso y… Miró la hora y salió enfurecido del despacho rumbo a la reunión.

Cuando el equipo estuvo al completo, el comisario puso a todos al corriente del estado en que se encontraba la investigación, distribuyó las tareas del día y contestó a varias preguntas. Evitó mirar directamente a Henrik, pero con el rabillo del ojo advirtió que su amigo, falto de concentración, dibujaba monigotes en la libreta. Sólo cuando Søren anunció que se disponía a visitar a Janna Trøjborg, la madre de Johannes, reaccionó y quiso saber por qué. ¿Es que tenía alguna pista? Ya habían hablado con ella.

—Necesito averiguar si Johannes era gay o no… —empezó a explicarle.

—Pues claro que sí —Henrik no daba crédito a lo que estaba oyendo—. Si ese tío era hetero, te invito a ver el próximo festival de Eurovisión en mi casa.

Su amigo le lanzó una mirada de fastidio.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ellos hacen esas cosas, ¿no? Darse por el culo y luego ver Eurorrisión.

Se oyeron risas.

—¿Como tú, que eres un madero fascistoide que se pasa el día metido en el coche zampando donuts?

Esperaba una carcajada colectiva, pero nadie rechistó. De repente se dio cuenta de la rabia que había puesto en sus palabras.

Tras la reunión, Anna se presentó en comisaría a las diez en punto, como habían acordado. Resultaba más que evidente que no tenía intención de darle las gracias por la velada anterior. Se pasó todo el interrogatorio lanzándole miradas aniquiladoras, pero a cambio no se dignó siquiera a echarle un vistazo a Henrik, ni cuando éste se dirigía directamente a ella ni cuando se veía obligada a contestar a su batería de preguntas. Era casi una provocación.

—Joder, esta tía es para nivel avanzado —comentó su amigo observando con interés el pasillo por el que se alejaba la joven tras el interrogatorio. Søren siguió la dirección de su mirada.

—¿Se puede saber en qué coño andas metido? —le preguntó al tiempo que cerraba la puerta de su despacho con un portazo.

Henrik volvió a abrirla. ¿Por qué demonios estaba tan quemado? En ese instante sonó el teléfono y el comisario le indicó por gestos que saliera.

Era Bøje.

—¿Sí? —contestó Søren.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó el forense.

—Escupe.

No habían encontrado un solo parásito en los tejidos de Johannes.

El comisario no acababa de saber si se sentía aliviado o decepcionado. De pronto tenía que vérselas con dos asesinos.

—¿Qué más? —preguntó impaciente.

—He tomado varias muestras de esperma del cuerpo de Johannes —continuó Bøje mientras se le oía hojear sus notas— y los de la científica han recogido más del suelo y de la parte baja de dos patas de la mesa en un radio de medio metro del punto de la habitación donde le mataron. De más está decir que el esperma no era suyo.

Søren contuvo la respiración.

—¿A qué conclusión has llegado? —quiso saber. Se oyó un crujido de papeles y el forense cogió aire.

—Johannes Trøjborg falleció a consecuencia de seis heridas en la parte posterior del cráneo, cuatro de las cuales eran más que suficientes para acabar con él por sí solas. A juzgar por las conclusiones de la científica sobre el lugar de los hechos, que tengo aquí delante, y las heridas que presentaba el occiso, lo lanzaron de espaldas contra el remate exterior derecho del sofá y se golpeó en la nuca. Dos de las heridas se produjeron ante mórtem y probablemente lo dejaron inconsciente, aunque con vida, después de lo cual le hicieron cuatro heridas más que… —titubeó—, bueno, el equivalente sería clavarle un picahielos en el cráneo con todas tus fuerzas. No cabe la menor duda de que estaba ya muerto tras el primer impacto, de modo que uno no puede dejar de preguntarse por qué continuó el asesino. Johannes tenía que pesar lo suyo, lo que indica que se trata de alguien muy fuerte, muy furioso o ambas cosas a la vez. Por cierto, qué mueble tan extraño —añadió pensativo.

Søren lo imaginó estudiando atentamente la fotografía del sofá del joven.

—Parece el sofá del conde Drácula —murmuró—. En resumen: la cosa apesta ya de lejos a ataque de locura, así que no nos enfrentamos a un asesino frío y calculador, sino más bien a un chaval algo acalorado. Hay que estar muy rabioso para ensañarse así con una persona inconsciente y no detenerse ni siquiera después de haberla matado, ¿no?

—¿Qué pinta el esperma en todo esto? —preguntó el comisario con impaciencia.

—Sí, eso me tiene un poco perplejo. Hay restos de esperma en el cadáver, pero encima del cadáver, no dentro. Es decir, no mantuvieron relaciones, ni consentidas ni forzadas.

Se produjo un silencio, como si Bøje estuviese esperando a que cayese en la cuenta de algo.

—¿Y? —insistió Søren en vista de que el forense llevaba sin decir palabra un tiempo que empezaba a ser preocupante.

—Bueno, lo que me despista es que se trate de tan poco esperma.

El comisario estaba confuso.

—No te sigo.

El otro vaciló.

—Es todo un batiburrillo… Como si el asesino hubiese eyaculado al mismo tiempo que llevaba al muerto de acá para allá. Resulta todo muy confuso hasta para mí.

Søren gimió para sus adentros. Un friki de los parásitos y un necrófilo. ¿Qué demonios estaba pasando?

—¿Necrofilia?

—No, no creo —contestó Bøje con calma—. ¿Te acuerdas del padre de familia? Aquel tipo de Søborg que estampó contra la estufa a un ladrón armado que se había colado en su casa y lo mató.

—Pues no.

—Bueno, pues aquella vez encontramos el ADN del padre en el cuerpo del ladrón. En forma de esperma. Nos quedamos, por decirlo suavemente, intrigados. Él mismo llamó a emergencias, no se nos pasó por la imaginación que el señor Jensen hubiera tenido tiempo de sobra para satisfacer sus apetitos necrófilos antes de hacer la llamada; además, no tenía ningún sentido. Era un tipo de lo más corriente, con la mujer, que lloraba en un rincón con un recién nacido en brazos, no creí ni por un momento que hubiera eyaculado sobre el cadáver. Además, allí también había muy poco esperma. Encontramos restos, pero ni por asomo la cantidad que recogemos, por ejemplo, en los casos de violación. Vamos, que no era ni media carga. Así que ¿cómo coño había ido a parar su esperma al cuerpo del muerto? Faltó poco para que nos volviéramos locos, no conseguíamos averiguar qué había ocurrido. Tú estabas de permiso, o algo así, y nos habían mandado a un imbécil perdido, cómo se llamaba, Flemming Tørslev, o Tønnesen, o algo así.

Søren volvió a gemir en silencio.

—Hans Tønnesen —le corrigió.

—Ah, sí; gracias. Pues el muy idiota estaba empeñado en que el padre era un pervertido y se había masturbado encima del ladrón después de matarlo en la estufa. Valiente memo —insistía el forense como si la culpa de la mediocridad de Hans Tønnesen fuese de Søren.

Y, en cierto modo, lo era. Si no la culpa, al menos la responsabilidad de que sus compañeros tuvieran que resignarse a soportar el escaso talento de Tønnesen durante casi toda la primavera de 2005 a causa de su decisión de solicitar una baja de tres meses sin previo aviso. Elvira había muerto unos meses antes y Knud estaba enfermo. Además de lo de Vibe. Para colmo, ocurrió lo de Maia. Se vino abajo y no se le ocurrió otra manera de ocultarlo que desconectar de todo. En Bellahøj no habían tenido otra alternativa que poner a Hans Tønnesen como parche. Cuando se reincorporó al trabajo, Søren se vio obligado a compensar a sus compañeros con desayunos gratis durante una eternidad.

—Al final al padre no le quedó más remedio que confesar bajo presión que estaba desnudo en el váter masturbándose con una revista porno y que en el mismísimo instante en que eyaculó oyó que el ladrón entraba por la ventana del salón; echó a correr, pasó al ataque y así fue como dejó rastros de esperma en el cuerpo del muerto así como en el cuarto de baño, en el pasillo de camino hacia el salón, en el marco de la puerta…, en todo lo que tocó. Evidentemente, en cantidades mínimas, pero suficientes para que pudiésemos seguir todo su recorrido desde el baño hasta el salón. Un asunto muy oscuro. Pero toma nota, hijo mío: a veces la explicación que parece menos probable resulta ser la buena.

El comisario sintió una punzada de dolor en la cabeza.

—Y esta vez has vuelto a encontrar restos, pero no los suficientes para que se pueda hablar de un contacto sexual directo, ¿no? —preguntó.

—Bingo.

—Y, sin embargo, al mismo tiempo descartas la necrofilia.

—No podemos descartar ninguna hipótesis, pero en toda mi carrera me he topado con tres casos de necrofilia, más o menos uno cada quince años, y en los tres había bien una dosis completa de esperma dentro del cadáver o por encima de él, bien nada en absoluto. Hasta el necrófilo más perturbado sabe que el ADN puede ser de lo más revelador. Aquí el semen no es gran cosa, igual que en Søborg. Johannes no mantuvo relaciones sexuales antes de morir. Presenta algunos rasguños antiguos en el recto que apuntan a una posible penetración anal anterior, pero es difícil de determinar, podrían tener cualquier otro origen; en cualquier caso, no están directamente relacionados con su muerte. En mi opinión, nos encontramos ante una concatenación de circunstancias similar a la de Søborg. El autor de los hechos se está masturbando y, mientras tanto, se inicia una discusión, eyacula al tiempo que es presa de un ataque de furia y acomete contra Johannes dejando un sinfín de restos en el cadáver.

—¿Habéis comparado el esperma con las muestras de la base de datos?

—Sí —se oyó un ruido áspero al otro lado de la línea—. Negativo. No está en el sistema.

Søren permaneció en silencio unos instantes. Después preguntó:

—¿Crees que podría tener alguna relación con Lars Helland?

—¿El de los gusanos del otro día?

—Sí —contestó con resignación.

—Bueno, para infectar a alguien con parásitos hace falta, ¿cómo decirlo? Mucha sangre fría. No es algo que se haga así, en un arrebato, hay que planearlo. No creo que se trate del mismo asesino. Entiendo que te tiente la idea porque las dos víctimas eran colegas muy cercanos, y también entiendo que te apetezca matar dos pájaros de un tiro, pero hijo mío, mis más de cuarenta años de experiencia me hacen sentirme lo bastante competente como para afirmar que se trata de dos asesinos distintos: un demonio frío que ha llevado a cabo una venganza minuciosamente planeada y un exaltado que le ha dado un empujón a su amante durante un calentón y ha perdido los papeles al ver que se desangraba por la nuca.

Søren le escuchaba enfadado.

—¿Qué quieres decir con eso de amante?

Bøje guardó silencio un instante.

—Bueno, no estoy seguro del todo —admitió de pronto con sorprendente docilidad—. La víctima tenía un piercing en el pene que le atravesaba la uretra y salía por la base del glande, así que algo rarito debía de ser, ¿no crees? Los hombres normales, los de verdad, vamos, como tú y como yo, no van por ahí con un Prince Albert en la cachiporra, ¿no? Ese tipo tenía que ser sarasa.

El comisario se sentía inclinado a darle la razón.

Una vez concluida su conversación con Bøje, Søren resolvió un par de asuntos en el despacho y bajó a la cafetería a comer atrincherado tras el periódico para que nadie cayese en la tentación de hacerle compañía. Poco antes de las dos salió hacia Charlottenlund para visitar de nuevo a Janna Trøjborg. El hogar de la familia Trøjborg parecía un castillo y, al avanzar con el coche por la avenida flanqueada de álamos, el comisario no pudo evitar pensar en el cochambroso apartamento de Johannes. Le costaba creer que el joven había dado sus primeros pasos en aquella mansión de tres pisos a cuya puerta principal conducía una amplia escalinata de dos alas.

Había un silencio sepulcral.

Llamó a la puerta. Le abrió una mujer que le observó con los inteligentes ojos de Johannes, le tendió la mano y le invitó a pasar. Las tres habitaciones que alcanzó a ver antes de llegar a un enorme salón con la chimenea encendida estaban atestadas de muebles, adornos, alfombras, cabezas de animales disecadas y pieles. Había dos sofás de color azul real uno frente al otro y el comisario advirtió que en uno de ellos había una manta y un periódico abandonado con prisa. Janna Trøjborg le indicó el otro sofá y tomó asiento frente a él. Søren comenzó por explicarle a la madre de Johannes que el informe provisional de la autopsia parecía indicar que no existía relación alguna entre el asesinato de su hijo y la muerte de Lars Helland, acaecida tres días antes. En vista de que su anfitriona le observaba con aire escéptico, desvió la conversación hacia las causas de la muerte de Johannes. Era todo un experto en desvelar lo menos posible sin parecer poco comunicativo. Janna Trøjborg apartó la mirada con los ojos húmedos.

—Es fundamental para la investigación que nos formemos una imagen lo más precisa posible de los círculos en los que se movía su hijo; con quién salía y qué amigos tenía. Por eso estoy aquí.

Ella le miró largo rato antes de decidirse a contestar.

—Me gustaría ayudarle, pero no puedo. No conocía demasiado bien a Johannes. En Navidad habría hecho dos años que no nos veíamos. No tengo la menor idea de quiénes eran sus amigos. Lo cierto es que no sé prácticamente nada de mi hijo. Aunque…

Se levantó y regresó con un álbum de recortes. El comisario no le quitaba ojo. No perder la compostura, decía su expresión, por nada del mundo perder la compostura. Le tendió el álbum.

—Algo sí sé. Lo he sacado de los periódicos.

Søren lo abrió. Las páginas estaban forradas de artículos en los que aparecía Johannes. Observó una imagen de un Johannes sonriente que acababa de defender su tesina con la más alta calificación. Sostenía un sinfín de ramos de flores y, por lo visto, lo habían publicado en la revista de la universidad. En otro artículo se le veía junto a un grupo numeroso y había un pie de foto que decía algo de un seminario, mientras que un tercer texto trataba sobre la divulgación científica y había aparecido en la revista Dagens Medicin. La fotografía mostraba al joven con sus colegas del Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada. Se sobresaltó al reconocer a Anna, que miraba al objetivo con gesto escéptico. Johannes, risueño, estaba a su lado, y tras ellos se veía a un desconcentrado Lars Helland que miraba de soslayo hacia algo que no salía en la imagen. Hojeó el álbum. Contenía cerca de cuarenta artículos recortados y archivados como valiosos sellos.

—¿Le importaría explicarme por qué tenían una relación tan difícil? —preguntó.

Ella le observó.

—Todo esto es fruto de mi matrimonio —dijo indicando con un gesto el elegante salón—. Mi difunto marido, Jørgen, no era el padre de los niños; él murió cuando eran pequeños. Mi hija no tenía siquiera un año y Johannes, apenas cuatro. Mi boda con Jørgen nos dio seguridad económica por el resto de nuestras vidas —le aclaró sin el menor asomo de alegría.

»Mis hijos nunca han sabido apreciar la suerte que han tenido. Mi hija, por supuesto, tenía disculpa, pero Johannes… Johannes siempre se mostró… —trató de dar con las palabras justas— poco interesado. Era casi una provocación. Jørgen era un padrastro muy estricto, pero también le brindó la posibilidad de vivir una vida privilegiada, cosa que Johannes, sin embargo, no quiso aceptar. Podría haberse mostrado un poquito más…

Frunció el ceño y decidió cambiar de tema.

—El dinero conlleva una responsabilidad —afirmó con decisión—. Todo estaba dispuesto para que mi hijo entrara a formar parte de la empresa. Jørgen le había enseñado todo acerca de su estructura. Todo. Pero él se negó —explicó con una mirada sombría—. Estaba firmemente decidido a ir a la universidad, como su padre biológico. Jørgen se resistía a aceptarlo y eso dio lugar a graves desavenencias entre ambos. Las discusiones eran de tal magnitud que temblaban los cristales, pero Johannes se mantuvo firme.

»En el momento cumbre de su enfrentamiento, empezó a provocar a su padrastro conscientemente. Una noche apareció con faldas y los ojos pintados. Era la víspera de San Martín, no sé en qué estaría pensando. Yo ya había reparado en que su atuendo a veces era algo exagerado, con esas botas negras que dejaba en el pasillo y que yo trataba de esconder debajo de los abrigos del perchero, y luego el pelo. Se lo tiñó de rojo. Fui fijándome en pequeños detalles. Una joya extravagante que asomaba; los agujeros en las orejas, que durante algún tiempo tuvo el tacto de llevar sin pendientes cuando nos visitaba. Yo lo consideraba un acuerdo tácito. Él sabía que su padrastro se habría puesto hecho una furia, a Jørgen no le agradaba la gente que destacaba. Y, de repente, aparece con una falda de cuero y maquillaje en los ojos. Al principio creí que estaba bebido, pero no. Recuerdo que le temblaban las manos, pero tenía la mirada desafiante, como si hubiese tomado la determinación de declarar la guerra. Esa noche supe que las cosas acabarían mal.

Janna Trøjborg le lanzó una mirada llena de la misma inseguridad y porfía que atribuía a su hijo.

—Jørgen siempre se encerraba con él en su despacho. Esa noche los esperé en la cocina una eternidad. Haciendo crucigramas. La cena se quedó fría —sonrió con timidez—. De pronto descubrí que la puerta del despacho volvía a estar abierta. Jørgen estaba sentado tras su escritorio hojeando una revista de caza. Le pregunté dónde estaba Johannes y me respondió: «Se ha ido y no va a volver».

—¿Y no volvió?

—No —contestó la madre—, no volvió. Al menos en vida de Jørgen. Le llamé cientos de veces. Le echaba de menos. Él quería que me divorciara. Lo repetía como si fuese una condición para venir a verme. Pero yo, evidentemente, me negaba. Quería a Jørgen. Entonces empezó a decir cosas terribles.

Vaciló.

—¿Como qué? —se interesó el comisario.

—Como que Jørgen me tenía enterrada en vida. Que era un tirano y yo llevaba unos grilletes invisibles. Que si ésa era mi idea del amor, entonces estaba ciega. Eso decía.

Bajó la vista.

—Cuando Jørgen murió, Johannes no heredó nada. Bueno, sí; uno de los trofeos de caza del pasillo. Ahí sigue, se negó a llevárselo. Se puso furioso, pero ¿qué esperaba? Llevábamos casi un año sin tener noticias suyas, ni siquiera dio señales de vida cuando ingresaron a mi marido y nos dijeron que le quedaba poco tiempo de vida. Cuando supo que no le había dejado nada, montó en cólera.

Le lanzó a Søren una breve mirada de enojo que no tardó en resquebrajarse.

—Cómo me gustaría que siguiese siendo un niño. De pequeño era maravilloso, tan dulce y emprendedor. Siempre obedecía y jamás daba problemas. Igual que mi otra hija. Pero cuando crecieron…, no sé. Algo tuvimos que hacer mal. Y ya es demasiado tarde.

Se enderezó.

—¿Por qué ha dicho que su hija tenía disculpa? —preguntó Søren.

—Tenía una enfermedad mental —le explicó Janna—. Todo comenzó en la pubertad. Vivió con nosotros muchos años, pero acabó siendo una carga demasiado grande y la trasladamos a un centro de tratamiento.

—¿Johannes era homosexual? —preguntó de forma repentina.

—Su hermana decía que no —contestó la madre sin darle mayor importancia—. Yo, evidentemente, sospechaba que sí. Faldas de cuero y maquillaje. Además, jamás trajo una novia a casa. Pero ¿qué sé yo de homosexuales? No me gustan, y sí, durante una temporada pensé que mi hijo lo era. Mi hija me contó que pertenecía a una especie de club donde los hombres llevaban falda y corsé y que no era homosexual. Ella lo sabía porque había conocido a su novia, una mujer mayor que él.

—Voy a tener que hablar con su hija.

—No —replicó Janna Trøjborg.

El comisario se arrepintió de su estrategia.

—Necesito hablar con alguien que conociera a Johannes —añadió en tono afable—. Un amigo, una antigua novia o su hermana —insistió mirándola con ojos suplicantes—. En estos momentos estoy con las manos vacías.

Janna le observó largamente. Después cogió el álbum de recortes y pasó un par de páginas. Søren había visto la fotografía, pero no se había fijado bien en ella. Mostraba a una mujer regordeta de unos cuarenta años que llevaba la tupida melena rizada recogida con una cinta. Tenía una sonrisa radiante. Recorrió el texto con rapidez. El artículo hablaba de una tienda de objetos de segunda mano situada en Nordre Frihavnsgade. Según el artículo, la mujer se llamaba Susanne Winther y había dejado su trabajo de psicoterapeuta para convertirse en una apasionada cazadora de muebles. Dedicaba los fines de semana a localizar nuevas piezas en los mercadillos de Copenhague y alrededores. En compañía de su novio, Johannes. El nombre estaba subrayado y el artículo era de hacía dos años.

—Mi hija me pasó el recorte. Me dijo que esa mujer era novia de Johannes. Me pidió que se lo diera a su padre, a Jørgen, para que no creyera que Johannes era… de la acera de enfrente.

El comisario anotó el nombre de Susanne Winther en su libreta junto con la fecha. Johannes había tenido una novia llamada Susanne Winther. Quizá fuese exagerado calificarlo de revelación, pensó. Pero ya era algo.

—Es una buena pista —le agradeció—, aunque la verdad es que antes me gustaría hablar con la hermana de Johannes. Supongo que también se apellidará Trøjborg, ¿verdad? ¿Dónde vive?

—En el cielo —contestó ella en voz baja—. Se quitó la vida el verano pasado. Era esquizofrénica y tenía que ingresar a menudo. Acabó dándose por vencida.

Søren, conmocionado, se encontró de pronto sentado frente a una mujer que había perdido a sus dos hijos. No tardó en quedarse sin más preguntas y se levantó con intención de marcharse. La madre de Johannes le acompañó a través de aquella casa fría y elegante y él le prometió que llamaría tan pronto como tuviese novedades.

De camino a la ciudad, advirtió el olor de su propio sudor.

En circunstancias normales, habría pasado a recoger a Henrik antes de ir a Bellahøj, pero prefirió detener el coche en el cruce de Jagtvej, lejos de la comisaría, cerca de Nordre Frihavnsgade, aún enfadado con su compañero. Aparcó en Strandboulevarden y subió por Nordre Frihavnsgade, donde no tardó en localizar la tienda de Susanne Winther, que se llamaba La Manzana. Lo primero que vio nada más entrar fue una docena de bandejitas de plástico con forma de manzana sobre una mesa baja de palo santo que no habría desentonado lo más mínimo en casa de sus abuelos en Snerlevej. Se oía una música suave y olía a manzanas y a canela.

—Enseguida estoy ahí —anunció una voz desde la trastienda.

Se acomodó en un sillón de orejas que alguien había remozado colocando unos parches rojos con forma de manzana en los raídos brazos. Pensó en Vibe. En su rostro inocente, en su mirada, que había confiado en él desde la primera fiesta del instituto. Pensó en Maia. Era como si la imagen de su último encuentro aún no se hubiese desvaído. Su extraño olor, dulce y provocador, el pie diminuto enfundado en el mono, aún más pequeño entre sus manos. Le pesaba la mentira. Knud le había pedido que viviera de verdad, sin embustes, sin reticencias, le había dicho que la vida de una mentira dura más que la de un hombre, pero él había sido un engreído y había creído que su mentira se desintegraría hasta desaparecer y que su existencia seguiría componiéndose de fluctuaciones dentro de los límites de la normalidad. Sin dolor. No más dolor. Como en sus años con Vibe. Una vida bonita y plácida, sin dramas, sin pérdidas. Y había conseguido todo lo contrario. Se estaba enamorando de Anna, algo poco profesional y muy peligroso. Anna, que de un tajo furioso acababa con las artificiosas amarras que tanto le había costado anudar. ¿Qué era todo aquello? Sus ojos dorados, su vehemencia febril, su irreductibilidad. No se atrevía siquiera a plantearse el permanente estado de angustia en que viviría si fuera suya. Su dramatismo a diario, a cada minuto, levantando cada piedra, hurgando en cada herida, volviéndolo todo del revés.

En la tienda de Susanne Winther había manzanas por todos los rincones. De la pared colgaba un espejo de plástico con una cenefa de manzanas y en el suelo había una alfombra de nudos con una enorme manzana roja en el centro.

—Hola.

La reconoció de inmediato por la fotografía. Era una mujer con un notable sobrepeso y muy hermosa, la piel blanca e impecable, la nariz llena de pecas y una impresionante melena recogida en una coleta baja de la que los rizos escapaban por los lados. Llevaba puesto un delantal con una manzana roja y un ribete verde. Le tendió una bandeja que Søren observó asombrado.

—Acabo de hacerlos —le explicó ella alegremente—. Y la tetera está llena. ¿Buscaba algo en especial?

El comisario advirtió de pronto que estaba hambriento y cogió un dulce.

—Está claro que tiene debilidad por las manzanas —constató.

Ella se echó a reír.

—No es la primera vez que viene, ¿verdad? —preguntó Susanne—. ¿No es usted el que anda buscando una mesa de comedor? Pues ahora mismo tengo una en el almacén. ¿Le apetece verla? La quería de madera maciza, ¿verdad? ¿No era usted?

Él se levantó bruscamente.

—Soy policía —explicó contrito mientras se quitaba una miga de la comisura de los labios.

Ella volvió a reír y le lanzó una mirada juguetona. Después se quedó rígida.

—Va en serio, ¿no? —preguntó.

Él sacó la placa por segunda vez en el mismo día. Susanne Winther se llevó las manos a la cara.

—¿Le ha pasado algo a Magnus?

Søren hizo un gesto negativo. La situación le resultaba familiar.

—Estoy aquí porque Johannes Trøjborg ha muerto y tengo motivos para creer que usted le conocía.

Observó su reacción; parecía aliviada.

—Discúlpeme —dijo desmoronándose en el sofá—. Es horrible. ¿Cómo ha sido? ¡Dios! Es que tengo un hijo pequeño, Magnus. Tiene siete meses y está con su padre. Pensé que habían tenido un accidente o algo así. Que estaban muertos.

Le miró confusa.

—Pero Johannes ha muerto. ¿Cómo? ¿Un accidente? ¿Por qué ha venido?

—¿Es usted la misma Susanne Winther que hace dos o tres años salía con Johannes Trøjborg? —le preguntó el comisario.

—Sí, salimos juntos. Durante un año. Pero hacía tiempo que no nos veíamos —volvió a taparse el rostro con las manos—. Pero hablamos hace poco, hará menos de dos semanas. Éramos buenos amigos, o como quiera llamarlo, teniendo en cuenta que no nos veíamos mucho. Tenía muchas ganas de ver a Magnus. Quedamos en que me llamaría y pasaría por casa en cuanto estuviese un poco menos liado. No había vuelto a acordarme. Entonces, ¿ha muerto?

Le miró fijamente.

—¿Ha tenido un accidente? —repitió.

Søren movió la cabeza de un lado a otro.

Susanne Winther cerró la tienda y telefoneó a su marido. La oía hablar en voz baja en la trastienda, parecía que lloraba. La ayudó a meter dos cajones con objetos diversos que tenía en la calle y juntos fueron hasta el coche. Le abrió la puerta. Hacía sol y el comisario se puso las gafas oscuras. Colocó el teléfono móvil en su soporte y se puso el auricular. Dos mensajes. El primero no tenía la menor importancia y el segundo era de Henrik, que quería saber dónde demonios se había metido. Seguía sin haber rastro de Erik Tybjerg y su compañero no sabía si emitir una orden de búsqueda. Necesitaban una pista, por mínima que fuera. Søren detestaba que su amigo le dijese cómo tenía que hacer las cosas y estaba a punto de enfadarse cuando reparó en el titular de un periódico que había a la puerta de un quiosco.

«Venganza mortal en la Universidad de Copenhague», ponía en grandes letras, y, más abajo: «La Policía sin una sola pista». Al mismo tiempo oyó la voz enlatada de Henrik, que decía:

—No sé si has leído los titulares de hoy, pero en fin. El director de la Policía acaba de pasar por aquí echando humo por las orejas y con un par de cuernos en la frente. Él también se preguntaba dónde estabas. Creo que ya va siendo hora de dar una rueda de prensa y creo que harías bien en encontrar algo de carnaza que echar a las fieras. En fin, hasta luego. No acabo de entender en qué andas.

Y colgó.

Søren y Susanne Winther prosiguieron el viaje en silencio. De pronto sonó el teléfono. Era Henrik otra vez.

—¿Dónde cojones estás? —gritó.

—En Bellahøj dentro de tres minutos. ¿Puedes preparar una sala de interrogatorios, por favor? Voy para allá con Susanne Winther, la exnovia de Johannes Trøjborg.

—Cualquiera diría que soy sospechosa de algo —aventuró Susanne tímidamente cuando colgó—. Eso de interrogatorio suena muy serio. Salí con Johannes hace un par de años durante algo menos de uno. ¿No es un poquito excesivo que venga a buscarme la Policía con toda la parafernalia para interrogarme?

El instinto de Søren le impulsaba a esquivar sus preguntas y dejar que madurase en silencio sus miedos, era su especialidad.

—No es sospechosa de nada —la tranquilizó con suavidad—, por supuesto que no. Lo que ocurre es que necesito comprender quién era Johannes para averiguar quién le mató. Necesito su ayuda. De veras.

Susanne lanzó un suspiro.

—De acuerdo —cedió.

Susanne Winther había conocido a Johannes en el ambiente gótico. Empezaron a charlar en la barra de La Máscara Roja, un arco lleno de velas en un local atestado del barrio de Østerbro, y relativamente poco tiempo después iniciaron una relación erótica en la que ella llevaba la voz cantante. Más adelante le introdujo en el ambiente fetish y le llevó al club Inkognito.

Johannes era diez años más joven que ella y eso al principio, cuando sus encuentros eran exclusivamente de carácter sexual, no suponía ningún problema, al contrario; sin embargo, cuando formalizaron su relación y Susanne le confesó que estaba preparada para ser madre, él se echó atrás. No de mala manera, en absoluto. Lo hablaron mucho y decidieron, no sin lágrimas de por medio, continuar por caminos separados. Johannes no deseaba tener hijos y ella sí, y los dos se mostraban igual de intransigentes en su postura. Al parecer las cosas habían cambiado. Ahora estaba casada con Ulf, al que había conocido en una fiesta fetish.

—Johannes y yo estábamos muy a gusto juntos, pero un hijo es algo fundamental y nuestras posturas al respecto eran irreconciliables. Nuestra ruptura fue limpia y no tenía vuelta atrás. Poco después de conocer a Ulf me quedé embarazada y dejamos de movernos por esos círculos.

—¿Por qué? —preguntó Søren.

—Porque estábamos enamorados, esperábamos un bebé y nos bastábamos el uno al otro.

Susanne sonreía. El comisario analizó su rostro. Tenía una mirada franca que inspiraba confianza.

—Hace un momento ha dicho que Johannes era tierno —dijo el policía hojeando su libreta, aunque no había tomado ninguna nota—. Hoy he hablado con su madre y me ha ofrecido una imagen muy distinta de su hijo. Le describe como un joven desagradecido y provocador.

La mirada de Susanne se ensombreció.

—No haga caso de nada de lo que diga esa mujer —dijo con vehemencia—. Destrozó a su propia hija y trató de hacer lo mismo con Johannes.

Él la miró sorprendido.

—Cuando he hablado con ella parecía muy afectada por haber perdido a su hijo —objetó, en parte para que mordiera el anzuelo.

—Eso no hay quien se lo trague —insistió ella acaloradamente—. Sí, puede que esté un poco triste, ¿qué les va a decir ahora a las señoras del club de bridge? En esos círculos resulta de lo más in tener hijos con éxito en la vida. El señor director por aquí, el señor director por allá. Seguro que para ella es de lo más inconveniente tener que explicar por qué ya no le queda ninguno. La hermana de Johannes se suicidó, pero supongo que ya está al tanto —añadió al ver que Søren no terminaba de reaccionar. Él asintió lentamente.

—Y esa mala sintonía ¿no era más bien culpa del padrastro, Jørgen…?

Volvió a revisar sus notas.

—Kampe —acudió ella en su auxilio—. El de Muebles Kampe, en Lyngby. Sí, claro, en parte era por él, pero, en mi opinión, para ciertas cosas a Janna le venía de perlas tener un marido que era un tirano. Así se quitaba de encima cualquier responsabilidad. Porque eso es lo que hacía. Iba por la vida de señora frágil e indefensa que no tenía la culpa de haberse casado con un tirano dominante que para mí que abusaba de sus hijastros. No sexualmente —se apresuró a aclarar al ver cómo se elevaban las cejas del comisario—, pero sí en sentido figurado. La hermana salió más o menos bien librada porque se encerró en su enfermedad y acabó siendo tan pasiva y doliente como la madre, pero Johannes fue el blanco de todos sus disparos. Cuando Jørgen llegó a sus vidas, él tenía cuatro años y su hermana era un bebé. Le llovían los golpes de la mañana a la noche. Otra vez en sentido figurado —insistió—. Élite por aquí y élite por allá. El crío tenía que montar purasangres, jugar al golf, aprender a navegar, hacer submarinismo, ponerse derecho… La tomó hasta con su constitución: los hombres de verdad no pesan sesenta y cinco kilos, los hombres de verdad no miden 1,70 ni tienen dedos de pianista. Al menos en el mundo de Jørgen.

De repente enmudeció y se observó las manos. Eran grandes y de dedos rechonchos, pero tenían el dorso suave y pecoso y las uñas relucientes. Søren observó a aquella hermosa mujer metida en un cuerpo demasiado grueso.

—Pasé toda mi juventud sintiendo que tenía que ser distinta —le confesó de pronto con mirada tímida—. Lo peor vino después de los veinte años. Estaba convencida de que la felicidad consistía en que se te marcaran las costillas. Si adelgazaba, encontraría un novio con barba oscura, aficiones sanas y coche. Si lo lograba. Al cumplir los treinta me derrumbé y me pasé un par de años completamente perdida. Pero entonces las cosas cambiaron. Empecé a ir a terapia, a viajar, estudié y me hice terapeuta. Estuve trabajando durante casi cinco años y cuando me harté de tanto ombliguismo, compré La Manzana. Sé que a primera vista puede parecer absurdo, pero sentí que tenía que hacer algo que tuviese que ver con manzanas y muebles. Fue divertido —dijo con alegría—. Levantar un tenderete de la nada. Tenía treinta y ocho años y de pronto me encontré divirtiéndome como una loca. Una de mis clientas, Stella, me preguntó si me apetecía acompañarla a La Máscara Roja. Había oído hablar de sus fiestas, claro, porque llevaba años metida en el ambiente fetish y muchos fetichistas se mueven en los dos mundos, aunque lo gótico nunca me había llamado demasiado la atención. Entré en el círculo fetish única y exclusivamente por el tema sexual y, para ser sincera, no acababa de verle la gracia al ambiente gótico, pero cuando Stella me invitó decidí acompañarla. Colabora en la organización de las fiestas de los dos grupos y solía pasar por la tienda. El mundo gótico supuso un punto de inflexión en mi vida. Los góticos te aceptan desde el primer momento y te respetan y te aprecian mientras estés a la altura. Son abiertos y tolerantes con todo lo que se sale de la norma. Me sentía como pez en el agua. En mi tercera fiesta conocí a Johannes. Y ¿sabe una cosa?

El comisario hizo un gesto negativo.

—Fue como conocerme a mí misma, sólo que en hombre y diez años más joven. Al principio no me convencía demasiado, con esa falta de confianza que me recordaba tanto a todo lo que acababa de dejar atrás con tanto esfuerzo…

Søren la observaba con atención.

—Pero después me di cuenta de que, en realidad, era un hombre muy complejo. Todas aquellas humillaciones habían dejado su huella, claro, y en algunos aspectos tenía la autoestima como un colador —continuó con mirada pensativa—. Pero lo interesante de Johannes era que estaba decidido a romper moldes y en otros aspectos era un tipo fuerte y firme. Se negaba a ir por la vida como un perro apaleado a pesar de que ése era el trato que había recibido durante casi toda su infancia. Por eso me enamoré de él, porque fuera de la cama siempre me llevaba la contraria y a la vez no le importaba que yo le dominase sexualmente. Era una relación de lo más armónica.

»Vivimos seis meses de armonía total —prosiguió—. Entonces, un buen día, surgió el tema de los hijos. Aunque el golpe de saber que no quería ser padre fue muy fuerte, la herida cicatrizó bastante deprisa. Siempre he tenido muy claro que yo sí quería hijos. Los dos lo sentimos, pero la ruptura fue inevitable.

Guardó silencio.

—¿Tiene idea de qué estaba ocurriendo en su casa en esos momentos? —intervino Henrik. Søren y Susanne se volvieron hacia él al unísono como si acabaran de percatarse de su presencia.

—¿En casa de Johannes?

—Sí.

—Creo que hacía cinco semanas que nos conocíamos cuando se produjo la ruptura entre él y su padrastro y, por consiguiente, con Janna. Johannes trató de retomar el contacto con su madre en varias ocasiones, pero Jørgen siempre se interponía entre ellos. Aquello le dejó fuera de combate. De niño no fue capaz de pararle los pies a Jørgen Kampe y de mayor adoptó la estrategia de dejar que la mierda de su padrastro le resbalara. Hablamos mucho de su situación. Cuando el viejo murió, Johannes tenía la esperanza de que se abriera una puerta. Poco después del entierro fue a visitar a su madre y descubrió que Jørgen le había desheredado. A él le daba más o menos igual, pero cuando Janna insinuó que se había presentado allí para cobrar su herencia se quedó sin aliento. Esa noche cerró para siempre las puertas del hogar que le había visto crecer. Al llegar a casa me lo contó todo… —miró a Søren con expresión insegura—. Yo jamás los conocí, pero…

—Pues los describe usted con mucha seguridad —objetó Henrik.

El comisario, molesto, cambió los pies de postura bajo la mesa.

—Confiaba en Johannes. Se podía confiar en él. Para ciertas cosas, su infancia le había destrozado —explicó con una mueca—, pero era un tipo excelente. Era capaz de hacer cualquier cosa por los demás y nunca habría sido capaz de inventar una historia como aquélla. Nadie habría podido, y menos él. Era demasiado… reflexivo.

Le lanzó una mirada llena de determinación antes de volverse de nuevo hacia Søren.

—Permítame que insista —objetó Henrik mientras ella le observaba como si encontrase de lo más inconveniente que se inmiscuyera en aquel asunto; el comisario no pudo reprimir cierto regocijo—. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si Janna y Jørgen Kampe en realidad eran unas personas simpáticas y bienintencionadas y el que andaba un poquito despistado era Johannes?

—No, esas cosas se saben. Usted también lo ha notado —dijo volviéndose hacia Søren como si Henrik no le interesase—. Cuando estás delante de un farsante te das cuenta. Es posible que a veces prefieras ignorar ciertas señales, pero en el fondo lo sabes. Al menos, es lo que yo creo.

Tragó saliva antes de continuar.

—Puede que Johannes arrastrase una pesada carga, pero era una persona muy capaz y muy cariñosa. Había roto con su pasado y miraba hacia el futuro con mentalidad positiva.

—¿Era bisexual? —la interrogó Henrik con dureza.

Susanne sostuvo la mirada de Søren un instante más antes de volverse lentamente hacia su compañero.

—No —respondió.

—¿Está segura?

—Del todo. Comenzamos nuestra relación con total franqueza en el terreno de lo sexual. No code, no core, no truth. También era nuestro lema en la cama. Todo estaba permitido, no había ningún tabú y no, Johannes no tenía tendencias bisexuales.

—Joder, si se ponía vestiditos —le rebatió el policía señalando con furia hacia el expediente del caso, que estaba sobre la mesa—. Lo he visto en varias fotos.

—Pues sí, pero eso no hace que nadie se vuelva homosexual. Igual que no se es más hetero por llevar pantalones.

Susanne examinó de arriba abajo los vaqueros ochenteros de Henrik.

—A Johannes le excitaba dejarse dominar por ambos sexos y era travesti. Le gustaba aparecer por La Máscara Roja con falda y maquillaje y dejarse caer por el Inkognito con un equipo algo más atrevido.

Søren notó que la indignación de su amigo iba en aumento.

—Pero si los travestis son homosexuales —insistió.

El comisario se rascó la nuca.

—Y los moteros son gilipollas y todos los pedófilos llevan bigote —dijo ella con calma sin apartar la vista del bigote de Henrik, que estaba pidiendo a gritos que lo arreglaran—. Se ve que no trae hechos los deberes. Los travestis son personas a las que les pone lo que se conoce como crossdressing, es decir, ponerse ropa tradicionalmente ligada al sexo opuesto. Los transexuales son hombres y mujeres que sienten que han nacido dentro del cuerpo equivocado y por eso desean cambiar a su verdadero sexo mediante cirugía. Pero los transexuales tampoco están considerados como homosexuales, ni siquiera en los casos en que se sienten atraídos por personas de su propio sexo, porque… bueno, es lógico. Si alguien es un noventa por ciento mujer y ama a un hombre, pero, casualmente, sigue teniendo una cosita entre las piernas porque en este país las listas de espera son jodidamente largas, no va a ser un hombre por eso. El rabo no es lo único que hace al hombre, ¿no?

Susanne Winther volvió a contemplar los vaqueros de Henrik.

El comisario, consciente de que no faltaba mucho para alcanzar el punto de ebullición, se aventuró a proponer:

—Volvamos al caso que nos ocupa.

Ella le miró a los ojos.

—Johannes no era bisexual —dijo con aplomo—. ¿Por qué tiene tanta importancia?

—Tenemos motivos para creer que le asesinó un hombre. Por ciertos particulares del lugar de los hechos que no puedo revelarle…

—Lo comprendo, por supuesto —le interrumpió ella.

—Ah, muchas gracias —contestó como un pazguato.

Hubo una pausa.

—Francamente —continuó en un arrebato de confianza—, al principio yo también le tomé por homosexual. Por la ropa y todo lo demás. Hemos visto algunas fotos en la página web de La Máscara Roja. Evidentemente, hemos cometido un error…

Carraspeó antes de proseguir:

—No conocíamos…, no conocía el significado exacto del término. Y la escena del crimen…, bueno. La falta de indicios…, yo… En fin, que encontramos esperma en el lugar de los hechos y no es de Johannes.

Henrik se quedó boquiabierto.

—Al parecer, fue víctima de una violencia tan brutal que le condujo a la muerte.

—¿Qué cojones estás haciendo? —Henrik estaba de pie y le señalaba con el dedo—. ¡¿Es que te has vuelto loco?!

Tenía la mano a menos de diez centímetros de la cara del comisario cuando éste le cogió por la muñeca.

—Siéntate —le ordenó al tiempo que le llevaba hacia la silla—. Sé lo que hago.

—Le estás dando a un testigo una información de la que podría hacer un mal uso —susurró Henrik—. Estoy hasta los huevos de tus desmarques en solitario, ¿lo entiendes? Has perdido el juicio, Søren. ¿Qué coño te pasa?

—Confío en ella —aulló de pronto el comisario.

Henrik y Susanne Winther se estremecieron.

—Confío en ella, joder, en lo que veo —se llevó dos dedos a los ojos lleno de furia—. ¿No lo entiendes? No avanzamos nada en este caso porque no vemos más allá de nuestras narices, siempre lo mismo. Estamos ciegos.

Bajó un poco la voz.

—Estoy ciego. Todo está envuelto en mentiras y ya no veo nada, joder. Ahora voy a empezar por otro lado, ¿entiendes? Voy a empezar por donde el agua está más clara. Yo sé cuándo alguien miente.

Escrutó el rostro de su amigo con los ojos entornados.

—Te prometo que si hay alguien en este mundo que sabe cuándo le mienten, ése soy yo. Y ella no está mintiendo. No está mintiendo.

Las últimas palabras iban dirigidas a Susanne Winther.

—No —dijo ella.

Henrik no volvió a abrir la boca. Apenas hicieron un descanso, se alejó furioso por el pasillo, y cuando retomaron el interrogatorio mandó a Lau Madsen en su lugar. Pues muy bien. A Søren le importaba un comino que diera parte. A veces había que arriesgarse a confiar en los demás. También la Policía. También él.

El comisario acompañó a Susanne Winther a la salida.

—Adiós —se despidió ella tendiéndole una mano firme y fría como una manzana madura recién lavada. Le brillaban los ojos.

—Adiós —contestó él tragando saliva—. La llamaré si surge algo más.

—No deje de hacerlo, por favor.

Susanne se volvió y Søren se quedó contemplando su abrigo. Por abajo, a la altura de las rodillas, se veía un reflejo en forma de manzana. La mujer se alejó por el aparcamiento con su lento paso bamboleante.

Susanne le había dado un nombre: Stella Marie Frederiksen. Stella Marie era la clienta que la había invitado a ir por primera vez a La Máscara Roja. Søren había anotado su nombre y ahora, en su despacho, observaba aquel pedacito de papel, distraído por el encontronazo con Henrik. No le encontraba ni pies ni cabeza a todo aquello. En su opinión, su amigo se había mostrado quisquilloso e irascible. En esa ocasión y en la anterior. Era como si tuviese remordimientos por algo. ¿Sería por Anna? ¿O es que se estaba volviendo paranoico? Se llevó las manos a la cabeza. Henrik tenía razón, le gustaba desmarcarse en solitario, como le había gritado. No se podía describir su vida con más precisión.

Localizó a Stella Marie Frederiksen en el registro de residentes en Dinamarca de la Policía. Vivía en el barrio de Nørrebro, en Elmegade, y tenía móvil y teléfono fijo. La llamó al fijo.

—¿Sí? Soy Stella —respondió al primer tono, jadeante.

Søren colgó. Después se levantó y salió al pasillo. Henrik estaba en su sitio aporreando el teclado, con una mancha roja en la cara que empezaba en las mejillas y le bajaba por el cuello. En vista de que la puerta estaba abierta, el comisario entró en silencio. No llevaba ni un instante mirando a su amigo cuando éste levantó la vista.

—No —dijo.

—No ¿qué? —preguntó Søren.

—Ahora no vengas a decirme que ya me contarás todos tus secretos este verano, en Semana Santa o en Navidad. Mañana, dentro de poco. Me tienes harto —afirmó dando un golpe en la mesa con la mano—. Hacemos un interrogatorio juntos y ¿sabes para qué estoy? De adorno. De puto adorno. Haces lo que te sale de los huevos. Les quitas el balón a los jugadores de tu propio equipo y te lanzas por la cancha como un loco, eso es lo que haces.

Le señalaba con furia.

—Tu vida privada es una cosa —continuó—, y a lo mejor no somos tan amigos como yo creía. A lo mejor en realidad da lo mismo que nos conozcamos desde los veinte años. A lo mejor haces bien en no contarme más que lo estrictamente necesario. A lo mejor eres así y ya está. Cerrado herméticamente a pesar de que todo el mundo ve a la legua que luchas contra algo.

—No soy el único que tiene secretos —replicó Søren tratando de contener su irritación.

Henrik le miró asombrado.

—Yo no tengo secretos para ti, Søren, pero es cierto que hace siglos que no te cuento una mierda, y ¿sabes por qué? Porque quería comprobar si te dabas cuenta, y ¿sabes una cosa? Te has comportado como si te viniera de perlas que me volviese tan reservado como tú. Pues muy bien. Si vamos a seguir trabajando juntos como dos putas estatuas, adelante. Y si te refieres a lo de ayer en el coche, es que eres imbécil. Estábamos trabajando, no me apetecía ponerme a contarte en ese momento que…

—Que ¿qué?

Søren sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—Que tengo un asuntillo, ¿vale? —gruñó bajando la voz—. Hace ya cinco semanas. Es una mierda. No quiero separarme de Jeanette, pero ahora mismo prefiero no hablar del tema.

Miró de soslayo hacia la puerta del pasillo, que estaba abierta.

—¿Cinco semanas?

—Sí. Es una chica del gimnasio. Se llama Line. Pasó y ya está.

Echó un vistazo por la ventana. El comisario, por su parte, cerró los ojos.

—Pero estábamos hablando de ti —prosiguió Henrik—, no de mí. Pretendes hacernos creer que todo está en su sitio aunque todos sabemos que no es verdad. Todo el mundo sabe que tu baja de hace dos años y medio no tenía nada que ver con que estuvieses quemado. Y una mierda. Esas Navidades ocurrió algo, lo sé. Pero no importa. Como ya te he dicho, es tu vida privada, y si no quieres compartirla con nadie, es cosa tuya —dijo con mirada glacial—. Pero en el trabajo es distinto. No podemos ir cada uno por un lado, ¿sabes por qué? Porque formamos un equipo.

—Henrik, te recuerdo que soy tu superior —objetó el comisario.

—Por mí, como si eres el primer ministro —rugió su amigo—. Toda esa distancia que te gusta poner entre tu persona y el resto del mundo la puedes dejar en tu casa. Cuando vienes al trabajo formas parte de un equipo. Me tienes harto hace años. Tú juegas a Sherlock Holmes y yo soy el bobo de Watson, que asiste boquiabierto a las gloriosas serenatas de violín que el gran detective da en su balcón, incapaz de compartir sus ideas y ocurrencias con la gente que tiene más cerca.

Søren no dijo nada. Habría querido defenderse, pero de repente no sabía por qué. Defender ¿qué?

—Y a mí me afecta doblemente, porque yo soy tu amigo —añadió Henrik bajando el tono—. No sólo me excluyes de tu trabajo, sino también de tu vida. Me necesitas tan poco que prefieres hacer las cosas solo. Y estoy convencido de que no puedes.

Como el día del coche, enmudeció de improviso, como si hubiese perdido todo el gas, y empezó a juguetear con su llavero. Søren cerró la puerta. Fue un momento de locura o un momento de valor.

—Henrik —comenzó.

Su amigo levantó la vista hacia él.

Empleó diez minutos en contárselo todo. Hablaba a trompicones. El rostro de Henrik pasó del grana al blanco más blanco. Cuando concluyó, los brazos del comisario colgaban sin fuerza. Su amigo se levantó y le abrazó.

—Joder, tío —exclamó con voz ronca—. ¿Por qué no me habías dicho nada?

De pronto Søren no lo sabía.

Poco antes de las cinco Søren y Henrik llamaban a la puerta de Stella Marie Frederiksen en Elmegade. Salió a abrir en un chándal de color óxido, con unas zapatillas de peluche en forma de zarpas y con una impresionante melena negra con extensiones en tonos ciclamen. Parecía complacida y en absoluto sorprendida por la presencia de dos policías en su casa. Les ofreció café. Cuando al fin comprendió el motivo de su visita, se puso pálida. Balbució aturdida que había pensado que se trataba de su exmarido. Tenía una orden de alejamiento por maltrato y hacía tres semanas que había un coche patrulla junto al portal porque estaba en busca y captura.

Sí, conocía a Johannes perfectamente.

—¿Está muerto? —susurró al tiempo que levantaba a un bebé del suelo y lo estrechaba entre sus brazos. La niña tenía los ojos negros como el carbón y un espeso abanico de pestañas. Søren sintió un deseo instintivo de cogerla—. Esperen un momento —dijo la madre—, voy a ponerle una película, ¿les parece? Esto es demasiado grave para tratarlo delante de la niña.

Tras dejar a la pequeña entretenida, se acomodaron en la cocina. Søren dejó que comenzara Henrik. La última vez que Stella Marie había visto a Johannes fue en la reunión de septiembre de La Máscara Roja. Solían organizar fiestas con muy buen ambiente, pero aquel viernes fue excepcional, y casi todo el mérito había sido de Johannes. Normalmente llevaba una indumentaria más o menos discreta y se limitaba a tomar unas cervezas con los amigos, pero muy de tarde en tarde le daba un arrebato y aparecía con un vestuario que quitaba el hipo y hacía que saltaran chispas a su alrededor. A eso se sumaba que acababa de haber un concierto gótico en Horsens y el local estaba a reventar. ¿Que cuánta gente podía haber? Ella creía que unas cien personas. La atmósfera era agradable e informal.

—Johannes estaba en un rincón —dijo rebuscando en sus recuerdos con los ojos entornados—, a la derecha de la barra, donde se apelotonaba todo el mundo. Iba vestido de cuero, falda o pantalones, y llevaba una especie de corsé por debajo de una camiseta negra de rejilla. Pero, eh, un momento…

Se meció hacia atrás en la silla y movió un ordenador para sacarlo del estado de hibernación.

—Tengo montones de fotos de esa noche.

Antes de que Søren pudiese abrir la boca para decir que ya conocían las fotografías de la web, ella abrió la página y activó la presentación de diapositivas. Empezaron a aparecer góticos enlutados de todo pelaje. Algunos hacían muecas que dejaban al descubierto unas lenguas atravesadas por piercings, mientras que otros habían sido inmortalizados cuando pasaban un buen rato, con las cervezas levantadas hacia sus labios negros o en mitad de una carcajada que convertía sus ojos maquillados en finas rendijas. El comisario reconoció de inmediato la foto de Johannes.

—Aquí está —anunció Stella Marie.

—¿Sabe quién está a su lado? —preguntó él de improviso.

La joven y Henrik escrutaron la pantalla.

—¿Hay alguien a su lado? —se sorprendió Henrik.

Søren les indicó algo negro que había junto a Johannes. No tenía por qué pertenecer necesariamente a una persona, pero tampoco podían descartarlo. Parte de una espalda, o un muslo, algo con ropa negra, desde luego, que se apoyaba ligeramente en la pierna del joven. La tela parecía acanalada y podía ser parte del fondo, en eso tuvo que darles la razón.

—El bar tiene distintas alturas y hay cajones y sillas viejas cubiertos con tela negra para crear una ilusión de oscuridad total. Es posible que lo que tiene al lado sea un atril —les explicó encogiéndose de hombros—. No recuerdo con quién habló exactamente; con todo el mundo, creo. Ya les he dicho que tenía un día muy inspirado.

—¿Le dice algo el nombre de YourGuy? —la interrogó el comisario.

—No —respondió ella moviendo la cabeza de un lado a otro—. Pero en nuestros círculos es de lo más habitual usar un nombre artístico. Forma parte del juego.

—¿Cuál es el suyo? —se interesó Henrik.

—Surprise —contestó.

—Voy a necesitar una copia de su lista de correo —dijo el policía.

Stella Marie le lanzó una mirada llena de escepticismo.

—De acuerdo, supongo que no hay problema —murmuró.

Después se volvió hacia el ordenador, abrió un archivo y lo imprimió. Durante el instante que permanecieron en silencio, Søren se dedicó a observar un mechón de pelo de color rosa chillón que caía por la espalda de su anfitriona. Ella se volvió de nuevo, vacilante, y añadió:

—Ahora que me acuerdo, aquella noche…

Miró al comisario con expresión insegura.

—Había un tipo al que no había visto antes. Desde luego, no pasaba desapercibido. Seguro que no tiene importancia, pero prefiero decírselo de todas formas.

—¿Le importa que revisemos las fotos —la interrumpió Henrik— para que nos indique quién es?

—Ésa es la cuestión —dijo con timidez—. Era un tipo increíblemente atractivo, con el pelo rojo oscuro; pero no teñido como Johannes y muchos góticos, sino pelirrojo natural. Y alto. Al verlo pensé que lo conocía de algo. Me fijé en él en cuanto entró. Iba solo, no sé si conocía a alguien. Después le volví a ver en la barra. Seguía solo, pero me di cuenta de que todo el mundo se lo comía con los ojos. Las chicas parecían un montón de pirañas hambrientas. Al cabo de un rato empecé a hacer fotos para la página y pensé que era una buena ocasión para cotillear un poco. Estaba a la derecha de la barra, donde después vi a Johannes entreteniendo a la plebe —esbozó una media sonrisa—. Intenté sacarle una foto para la página, era tan guapo, pero también para tener un pretexto para hablar con él. Pero no quiso…

—¿Que le fotografiara?

—Exacto. Puso la mano en la cámara y la bajó. No fue agresivo, ni nada, pero no quería que le hiciesen fotos y yo lo respeté, claro. Cuando descargué las fotografías, las revisé para ver si por algún casual había salido en alguna. Sentía curiosidad. Aunque no hubo suerte. Saqué unas doscientas cincuenta y éramos cerca de cien, de modo que, en teoría, todos deberíamos aparecer en dos fotos y media; pero él no. Era como si no hubiese estado allí. Pero muchas de mis amigas se habían fijado en él. Estaba increíble.

Se encogió de hombros.

—¿Podría darnos más detalles sobre su aspecto? Por ejemplo, ¿qué llevaba puesto? —preguntó Søren. Un tipo con el cabello rojo oscuro había estado esperando a Anna, en menos de una décima de segundo se le disparó el pulso.

—Él no llevaba nada aparatoso, pero es bastante corriente. Siempre hay unos cuantos que llevan ropa normal, eso depende del humor de cada uno. Ropa negra, creo —volvió a encogerse de hombros—. Y luego, aquella sensación tan rara de haberle visto antes. Me pasé todo el día siguiente dándole vueltas, pero después…, bueno, me temo que tengo demasiadas cosas en que pensar.

Hizo un gesto en dirección a la niña, que veía dibujos animados.

—Pero quién sabe, a lo mejor vuelve la próxima vez. Podrían venir a ver, ¿les apetece?

Paseó una mirada juguetona de Søren a Henrik.

—Por cierto, ¿qué se sabe del funeral? Me gustaría asistir, y conozco a mucha gente que estoy segura de que también querría ir. Es espantoso, Johannes muerto —una arruga vertical le surcó la frente—. Le vamos a echar muchísimo de menos.

—Tendrá que preguntarle a la familia —contestó el comisario sin entrar en detalles—. Su madre aún vive, imagino que tendrá que hablar con ella.

—Su madre —repitió Stella Marie—. Aluciné un poco cuando oí que Johannes venía de una familia rica, pero que le había dado la espalda. Me lo contó Susanne Winther cuando salía con él. Un día, estaba limpiando La Máscara Roja después de una de nuestras fiestas y de repente apareció un camión de mudanzas con dos sofás. Al principio me quedé a cuadros y dije que se trataba de un error, pero el del camión insistió. Dos sofás de Muebles Kampe para Stella Marie Frederiksen. Un patrocinador. Por aquel entonces no sabía que la familia de Johannes era la propietaria de Muebles Kampe, me lo contó Susanne. Cuando se lo comenté a él en la siguiente fiesta, estuvo a punto de caerse de espaldas. Nunca supimos cómo había sabido su madre de la existencia de La Máscara Roja y me temo que Johannes nunca se lo preguntó, pero aquella noche no dejó de repetir con aire triunfal: «¡Mi madre me quiere!». Nos hizo reír a todos, ¡era tan conmovedor!

—¿Qué fue de los sofás? —preguntó Henrik.

—Los tenemos guardados en el camión y los llevamos de acá para allá con el resto del equipo. La barra del bar, los focos y todo lo demás. Son geniales. De cuero negro, por supuesto. Con florecitas no habría sido lo mismo —añadió entre risas.

Søren volvió a tener la sensación de que al menor movimiento la imagen del caleidoscopio se transformaba por completo.

De regreso en el coche, Henrik le preguntó:

—¿Estás completamente seguro de que Susanne Winther es de fiar?

—Sí.

—¿Tú crees que una fría tirana enviaría dos sofás de esa manera?

—Las cosas no siempre son blancas o negras. Es posible que la madre de Johannes tenga también su lado bueno. ¡No todo es blanco o negro!

Søren enterró de pronto el rostro entre las manos.

—Eh, ¿te encuentras bien? —dijo Henrik, que iba al volante. Todo su enfado se había esfumado.

—¿Sabes cómo ha sido siempre mi vida?

—Yo…, no.

—Las cosas eran lo que parecían ser. De A se iba a B, y de ahí a C, D y E.

—Vaya, ¿y qué tiene eso de malo?

—Que a veces la realidad parece de una determinada manera y, de pronto, sin que sepas cómo, ya sólo existen el producto E y el punto de partida A. Todos los puntos intermedios han desaparecido.

—Søren —dijo su amigo con suavidad—, no te sigo.

—Yo funciono así —continuó el comisario haciendo caso omiso de sus palabras—. Necesito poder retroceder y comprender qué ha ocurrido antes. Lo necesito, joder.

Golpeó la guantera con el puño.

—Pero a veces las cosas no salen como uno espera y ¿sabes qué significa eso?

No aguardó a que su compañero respondiera y prosiguió:

—Significa que las cosas no siempre son lo que parecen. Muchas sí, pero no todas, joder.

—No estoy muy seguro de entenderte —insistió Henrik con calma.

—No importa. Lo que tengo que hacer es cambiar de vida.

—Deberías hablar con alguien de lo… de lo de Maia —dijo su amigo—. Tienes que hacerlo.

Søren asintió. Continuaron en silencio.

—Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años —arrancó de improviso.

—Lo sé, te criaron Knud y Elvira. Lo sé.

—Sí, es verdad —recordó llevándose la mano a la frente—. Últimamente no sé dónde tengo la cabeza.

—Tienes que hablar con alguien de lo de Maia —repitió Henrik—. Si hubiera sido una de mis hijas, no sé, ahora no estaría aquí sentado, no…

—¿Crees que eso basta? —le interrumpió el comisario.

—¿Qué quieres decir?

—La muerte de mis padres. A los cinco años. Así, de repente. ¿Crees que eso basta para traumatizar a un niño?

—Depende de las circunstancias.

Henrik parecía confuso.

—Pues eso es precisamente lo que no entiendo —dijo Søren con voz ronca—. Claro que es una tragedia quedarse huérfano, pero joder, si ni siquiera me acuerdo de ellos. Además, Knud y Elvira me querían. No podría haber tenido mejores padres ni una infancia mejor que la que pasé con ellos, y no lo digo por decir.

Miró por la ventanilla.

—Pero es como si algo dentro de mí se hubiese chafado. Como un acordeón. No me atrevo.

—Que no te atreves ¿a qué?

—No me atrevo… ¡Mierda, Vibe es como una hermana para mí! Desde que la conocí en la segunda fiesta del primer curso en el instituto. ¡Salí con mi propia hermana desde los diecisiete años hasta los treinta y cuatro! No me atreví a tener hijos con ella. Cada vez que hay que atreverse a algo… Ahora, cuando la veo con esa barriga enorme le doy gracias al Señor por permitir que me dejara. Jamás me habría perdonado que se quedara conmigo y no fuera madre por mi culpa. Se merece a alguien mucho mejor que yo.

Se produjo un embarazoso silencio.

—Además, no tengo amigos de verdad —prosiguió—. Te tengo a ti. Y a Allan. Y a Vibe; y a su marido, claro.

—Pues Allan y yo somos unos amigos estupendos —replicó Henrik entre ofendido y divertido.

—Sí, no me puedo quejar. Pero tú mismo lo has dicho esta mañana. No doy pie a que se me acerquen, no doy nada de nada. No me conocéis, ¿verdad? Hay montones de niños que pierden a sus padres y acaban en orfanatos o van de familia de acogida en familia de acogida sin que ello les impida salir adelante. Yo estaba jugando en el jardín de mis abuelos maternos cuando ocurrió el accidente, y era el mejor jardín del mundo. Eso lo recuerdo. Pero no recuerdo su muerte, no recuerdo haber derramado una sola lágrima. Tampoco sentí rabia cuando murieron, nunca los eché en falta. No de verdad. Knud y Elvira eran mis padres. No entiendo por qué soy tan retraído y tan cobarde.

Hizo una pausa que Henrik aprovechó para aclararse la voz.

—Pues acabas de hacerlo —dijo.

—¿El qué?

—Abrirte. Tirarte a la piscina.

—No logro quitarme de la cabeza la cara de esa renacuaja —confesó Søren—. De repente está por todas partes. Creía que podría salir adelante. ¿Te imaginas lo que era acostarse al lado de Vibe sin poder contarle lo que estaba ocurriendo? Ella creía que estaba triste porque rompíamos, y me consolaba asegurándome que siempre seríamos amigos. Venía a traerme la cena y yo no dejaba de mentirle.

Apretó el puño contra su boca.

—Tienes que hablar de todo esto con alguien —dijo Henrik por tercera vez.

El comisario miraba por la ventanilla. ¿Cómo había podido dudar de su amigo?

—Sí, tienes razón —admitió al fin.

A las ocho menos diez, el comisario llamaba al timbre de un piso de protección oficial situado en los alrededores del barrio de Nørrebro. En la puerta ponía «Beck Vestergaard». No había vuelto a ver a Bo desde la víspera de su viaje a Tailandia con Katrine y Maia.

«Cuídalas bien», le había dicho mirándole fijamente a los ojos. Bo echaba chispas. Desde entonces sólo había vuelto a verle una vez más, en la iglesia y de espaldas.

Había telefoneado antes para anunciar su visita y le costó reconocer al hombre que salió a abrir. Bo iba sin afeitar, en vaqueros y con una camiseta. La tripa le colgaba como las defensas por la borda de un barco. Tras observar al recién llegado, giró sobre sus talones y desapareció en el interior de la vivienda. El comisario le siguió hasta un saloncito con una cocina americana. A la derecha de la cocina había una puerta que conducía a un dormitorio en el que se entreveía una cama deshecha. Las cortinas estaban corridas y la televisión, encendida.

—¿Qué quieres? —preguntó Bo en tono hostil.

Sentado en el sofá, encendió un cigarrillo. Antes de que Søren llegara a contestar, continuó:

—No sé por qué habrás aparecido de repente, pero si lo que buscas es algún tipo de perdón, ya puedes irte por donde has venido. Perdiste la oportunidad cuando dejaste de coger el teléfono, cuando ya no pude ponerme en contacto contigo. Ni siquiera en la comisaría. Me amenazaron con ponerme una orden de alejamiento si volvía a llamar. ¡Una orden de alejamiento! Como si el criminal fuese yo. Si supiesen…

—No tenía fuerzas para oír lo que había ocurrido. Estaban muertas. No tenía energías para escuchar los detalles.

Bo le miró con aire de incomprensión.

—Yo no pretendía acosarte, pero así es como me trataron, como si fuese un acosador. Yo sólo quería hablar contigo. Acababa de perder a mi mujer y a mi hija. Nuestra hija. ¡Sólo quería hablar contigo!

Ocultó el rostro entre las manos.

—Fui un cobarde —admitió Søren—. Me equivoqué.

Los dos guardaron silencio unos instantes y luego el comisario siguió hablando.

—Ahora quiero conocerlos. Los detalles. Quiero saber por qué tú estás aquí y ellas dos están enterradas.

Bo se puso blanco como una sábana y empezó a respirar de manera entrecortada.

—¿Me estás diciendo que fue culpa mía? Cabronazo de mierda…

Intentó ponerse en pie, pero el peso de su propio corpachón le devolvió al sofá y allí permaneció, resignado.

—Nuestro hotel estaba a cierta distancia de la playa y cuando me desperté por la mañana me encontré con que el agua entraba en la habitación por debajo de la puerta. Fuera todo era un caos. Se había arrancado el tejado y la gente corría y se alejaba de la playa entre chillidos. Llamé a gritos a Katrine y traté de bajar hacia el mar. No entendía qué estaba ocurriendo, pero de pronto comprendí que no tenía la menor oportunidad a menos que echara a correr. Y eso hice. En dirección contraria, apartándome de la costa, pendiente arriba, hasta que acabé en la cima de una montaña con otras cincuenta personas. No quería mirar hacia la bahía. No quería. Me quedé tirado debajo de un arbusto rezando para que siguieran con vida. Pero mis súplicas no fueron oídas —dijo con una risa seca—. El día anterior se me había ido la mano con el vino, improvisamos una especie de banquete navideño y bebí demasiado. Supongo que Katrine bajó a desayunar a la playa con Maia cuando se levantó. Para no molestarme. Maia no tenía ni tres meses. Cuando llegó la ola no hubo nada que hacer. Murieron. Las encontraron en la arena. Así es como sucedió. ¿Satisfecho, Søren? No las salvé porque estaba dormido cuando murieron. Porque tenía resaca.

Bo se desmoronó.

—Estuve en el funeral —le explicó Søren—. Sentado al fondo del todo.

—Ya te vi.

—Te agradezco que lo organizaras todo tan bien. Las flores en los ataúdes, las cintas de seda y todo eso.

Bo no dijo nada, parecía vencido. Al cabo de un rato consiguió arrastrarse del sofá al frigorífico para ir a coger una cerveza. No le ofreció otra a su huésped. No importaba. Su hija había muerto y él se había quedado al fondo de la iglesia escondiéndose como un cobarde, convencido de que Bo no le había visto. No se merecía esa cerveza. No se merecía nada. Permanecieron largo rato en silencio. Bo contemplaba el televisor con expresión embotada y de vez en cuando echaba un trago. Søren estaba petrificado. Cuando se levantó para marcharse, su anfitrión dijo:

—Los tíos como tú, cuarentones que van por ahí tratando de expiar sus culpas y esperan el perdón universal de los pecados, sois patéticos.

Tiró la botella vacía.

—Te llamaré —se despidió Søren—. Vendré a verte.

—Ni de coña —contestó Bo sin levantar la vista para verle abandonar la habitación.

El comisario abrió la puerta y, al cruzar el umbral, le oyó decir:

—Pero Maia me sonreía a mí. A mí. No tenía ni puta idea de quién era ese payaso.

Bajó por la galería exterior del edificio, de cemento gris y llena de bolsas de basura y bicicletas, con el corazón pesándole como una losa.

Lo primero que vio de Vibe cuando le abrió la puerta fue la tripa. Tenía la cara redonda como una pelota y los hinchados pies metidos en unas sandalias Birkenstock. Y sonreía de oreja a oreja.

—Soy el hipopótamo más feliz del mundo —declaró al tiempo que le daba un abrazo—. No sabes cómo me alegro de verte. Creí que andarías muy ajetreado y que no volverías a dar señales de vida mientras la Policía siguiera sin una sola pista.

Le escudriñó el rostro.

—Eh, ¿qué te pasa? Tienes una pinta horrible.

Søren colgó la cazadora.

—Vibe, tengo que hablar contigo. Es el momento menos oportuno —dijo haciendo un gesto hacia su tripa—, pero es urgente. No conseguiré sacar una sola idea constructiva de mi mollera hasta que no lo hablemos.

—Parece grave —comentó ella intentando restarle importancia.

—Es que lo es.

Su marido estaba sentado en el sofá frente al televisor encendido. Sobre la mesa había un frasco de aceite para masajes y John tenía una toalla extendida por encima de las piernas. Se veían también dos copas de vino tinto, una muy llena y la otra con unas gotas. Estaban viendo El inspector Morse. Se levantó a darle la mano.

—Hola, ¿qué tal? Caray con los titulares de hoy, ¿eh?

—No es para tanto —murmuró el comisario.

—¿Te apetece tomar algo? ¿Una copa de vino? ¿Tienes hambre? —preguntó Vibe.

Titubeó. Tenía un hambre de lobo y ella lo leyó en sus ojos.

—Cariño —le dijo a su marido—, ¿por qué no calientas lo que ha sobrado y le pones un vino a Søren? Quiere hablar conmigo. Es algo serio.

Las cejas de John se levantaron.

—¿Te parece que pasemos al comedor? Así no molestamos, ¿no?

Él consultó el reloj.

—Ahora mismo te caliento la comida —le dijo a su invitado—. Luego voy a sacar a Cash a dar una vuelta para que podáis charlar tranquilamente en el salón, ¿vale?

—Lo siento mucho —le interrumpió el policía—. No pretendía presentarme así y estropearos la noche de viernes.

—No te preocupes —le tranquilizó John dándole una palmadita en el hombro.

Veinte minutos más tarde Søren estaba tomando gulash con puré de patata. Trató de recordar la última vez que había comido. Vibe le sirvió una copa de vino y charlaron de cosas sin importancia mientras él daba cuenta de la cena. Cuando el plato quedó limpio, lo llevó a la cocina para que la futura mamá no tuviese que levantarse. Allí bebió varios tragos de agua gélida directamente del grifo y se echó un poco en el rostro. Después regresó al salón. Vibe, desde una esquina del sofá, le observaba inquieta y expectante.

—Me he pasado veinte años temiendo que llegara este momento —dijo.

Él se detuvo en seco.

—No te entiendo —dijo perplejo.

Ella le miró fijamente.

—Bueno —se apresuró a decir—, a lo mejor me estoy adelantando a los acontecimientos.

Apartó la mirada.

—Siéntate y suéltalo de una vez. Lo estás pasando fatal.

Era viernes 12 de octubre. Fuera reinaba la más negra oscuridad y hacía una noche fría y desapacible. Søren se reclinó en el asiento y se estudió las manos. Después le contó a qué había ido.

¿Se acordaba de cuando fue a Barcelona a hacer un curso en diciembre de 2003? Sí, claro que se acordaba. ¿Y se acordaba también de que él había salido por ahí con Henrik? ¿De que habían ido a cenar a un restaurante asiático en Vesterbro? ¿De que cuando ella volvió a Dinamarca le contó lo que habían hecho esa noche, le habló del restaurante, de las chicas de la mesa de al lado con las que habían hablado y habían ido a bailar? Vibe se acordaba. Aquella noche se fue con una mujer llamada Katrine. Al principio la mirada de Vibe se endureció, pero sus labios no tardaron en esbozar una sonrisa y le preguntó si había ido hasta allí para confesarle que la había engañado cuatro años antes. ¡Toma!, exclamó con el dedo en alto; pero, sinceramente, prosiguió, estuvimos juntos diecisiete años y sabía que podía ocurrir, es más, que lo más probable era que hubiese ocurrido. No tienes por qué poner esa cara de culpable. Él hizo un gesto negativo. No, no. Es que Katrine, esa mujer, se quedó embarazada. Los ojos de Vibe se abrieron de par en par. ¿Qué? Sí. Sólo fueron una noche y una mañana y después no volvieron a verse. Hasta que de repente le llamó al cabo de más de medio año diciendo que estaba embarazada. De muchos meses. Vibe sofocó una exclamación de pasmo. Søren tragó saliva.

—Katrine había empezado una relación con un hombre que pensaba hacerse cargo del bebé. Me dijeron directamente que no querían tenerme rondando por sus vidas —continuó en voz baja—. Pero querían que el niño supiese la verdad, que tenía un padre biológico y otro real, y que se trataba de dos personas distintas. La idea era que yo no conociese al crío desde el primer momento. Querían esperar y ver si surgía la ocasión antes de tomar una decisión. Yo estaba fuera de mí.

Alzó la vista, pero no encontró indicio alguno de simpatía en los ojos de Vibe.

—Elvira enfermó y yo estaba fuera de mí —repitió— y no quería tener ningún hijo. Fui a casa de Katrine y Bo y los mandé a los tres a la mierda.

Carraspeó.

—Pero de pronto me llamó Bo diciendo que había nacido. Un día, al salir del trabajo, me dejé caer por el hospital por compromiso, así lo sentía. Pero entonces la vi, Vibe.

Ella rompió a llorar.

—La vi y el mundo estalló. La quería. Como un loco, como jamás he querido a nadie. Tenía el pelo negro y abundante y estaba dormidita de medio lado; era mi vivo retrato. Ese día, al volver a casa, tuve que dejar el coche antes de llegar para no tener un accidente. Tan pronto me echaba a reír como a temblar de la cabeza a los pies y era incapaz de hilar dos ideas seguidas. La niña se llamó Maia. Volví a verlos dos semanas después, cuando regresaron a casa. Bo había asumido el papel de macho alfa y se veía a la legua que no tenía intención de compartir nada conmigo. Pero yo no admitía discusiones, quería ser el padre de Maia. Llevaba dos semanas pensándolo noche y día y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Bo estaba hecho una fiera, me puso verde. Pasamos dos meses muy duros, pero lentamente se fue ablandando. Me esforcé al máximo por no parecerle una amenaza y traté de demostrarle que el lugar que pretendía ocupar en la vida de Maia no era el suyo. Funcionó.

Guardó silencio y permaneció con la cabeza gacha. Vibe se sonó y cambió de lado su enorme panza.

—No podía contártelo —añadió de pronto—. Me faltaba valor para explicarte que no quería tener un hijo contigo, pero había dejado embarazada a otra mujer. No podía. En parte también era por nuestra relación, Vibe —se revolvió como si ella acabara de contradecirle—. Joder, si éramos como hermanos. No éramos novios, no había chispa. No de la auténtica. Quiero decir, mira a John. Hasta él me trata como si fuera su cuñado, es completamente incapaz de sentirse herido en su amor propio al pensar que me he tirado a su mujer más veces que él.

Ella no pudo reprimir una sonrisa.

—Aparte del hecho de que yo no quería ser padre, nuestra relación en sí era motivo más que suficiente para no tener hijos. Y, en medio de todo, se muere Elvira, y Knud… Quedaba descartado contarte que Katrine estaba embarazada. Al menos de momento —tragó saliva—. De modo que decidí esperar a que pasase la tormenta. Igual que decidimos esperar para contarles a ellos que habíamos roto.

—¿Knud y Elvira sabían algo de la niña? —susurró Vibe.

—No, no sabían nada. Nunca te habrían hecho algo así. Nadie sabía nada. Ni siquiera Henrik, ni Allan, nadie. Me lo guardé para mí solo. Pero no podía quedarme callado para siempre, era evidente…, aunque…

—Tienes una hija —susurró ella sacudiendo la cabeza con estupor, como si acabase de volar por los aires su imagen de la realidad.

—Yo no tengo ninguna hija —replicó él con dureza.

Vibe pestañeó.

—El 18 de diciembre Bo, Katrine y Maia fueron a Tailandia a pasar la Navidad. A Phuket. Murieron en el tsunami. Bo no, Maia y Katrine.

Vibe ocultó el rostro tras las manos. Sus pupilas se agitaban frenéticamente de un lado a otro como si al leer documentos del pasado todo cobrara sentido.

—Pero si no te viniste abajo hasta enero —recordó perpleja—, cuando ya habíamos roto. Mucho después de que muriera Elvira, cuando Knud aún no estaba ingresado y no sabíamos cuánto tiempo le quedaba. Y eso fue después del tsunami, a principios de enero, ¿no?

—Es que estábamos en Suecia y no supimos lo que había ocurrido hasta que volvimos a casa y vimos los titulares. Intenté contarte lo de Maia en Suecia, pero no pude. Estabas tan a gusto… Cuando regresamos y nos enteramos de lo que había sucedido en Asia, busqué sus nombres y no los encontré. Creí que se habían salvado, que no me llamaban porque allí todo era un caos. Al fin y al cabo, yo no era más que un tipo que había puesto un espermatozoide. No podía hacer otra cosa que esperar a que a Katrine se le ocurriese hacerme una llamada. La noche del 5 de enero llamó Bo. Gritando como un loco. Yo no entendía nada de lo que decía. Conseguí calmarlo un poco. No sé qué se piensa en esas situaciones. Cosas absurdas. Pensé que Katrine estaba herida en el hospital, que Bo era muy impulsivo y exageraba; ni se me pasó por la cabeza que estuvieran muertas. No aparecían en las listas. Pero sí. Bo acababa de identificarlas.

—¡Oh, no!

Vibe lloraba, las lágrimas le resbalaban por las mejillas dibujando dos líneas paralelas.

—Sí. Me derrumbé y pedí la baja. Vibe, perdóname. Sé lo culpable que te sentías al verme sufrir, pero no podía hablar de ello. Enterré a Maia en lo más hondo de mi ser y cuando, poco después, murió Knud, uní el dolor de su pérdida al dolor que sentía por la niña para que nadie me descubriese.

Ella guardaba silencio con la mirada extraviada.

—Entiendo que me odies —dijo Søren.

—No te odio —respondió al tiempo que se echaba hacia delante hasta donde se lo permitía su embarazo para cogerle la mano—. Debe de haber sido horrible para ti.

Él sintió que empezaba a temblarle la barbilla y apartó la vista.

—¿Por qué ahora? —continuó Vibe sin dejar de acariciarle la mano—. ¿Por qué decidirte ahora? ¿Porque estoy embarazada? ¿Ha pasado algo?

Søren tenía los ojos cerrados para contener las lágrimas. Cuando logró controlarlas, se volvió hacia ella y la miró.

—Es por el caso que estoy investigando —dijo con calma—. No es especialmente brutal ni especialmente trágico y tampoco debería resultar especialmente conmovedor, al menos para un policía. No hay ningún niño herido y las dos víctimas…, tienen familia y amigos, claro, pero no hay esposas bañadas en lágrimas ni catervas de chiquillos que me miren con los ojos como platos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ella asintió.

—Pues, a pesar de todo, es uno de los peores casos a los que me he enfrentado. Es como hurgar una y otra vez en todas las heridas que tengo abiertas. ¡Todos mienten! O al menos muchos de ellos. Mienten para proteger algo que, en realidad, no vale la pena; algo que creen que debe permanecer oculto a toda costa. Justo lo mismo que yo hice con Maia. Hace sólo cinco días que trabajamos en él, es una gilipollez eso de que «estamos sin una sola pista». El caso Malene tardamos cuatro semanas en resolverlo y todo el mundo se deshizo en elogios con nuestra rapidez. Escriben esas cosas porque no estoy siendo claro —explicó avergonzado—, y eso es algo que no me había pasado nunca. El otro día hablé con dos periodistas y he de admitir que los titulares se quedan cortos. Deberían haber escrito: «Comisario se lleva su vida privada a la oficina», o algo por el estilo.

Tragó saliva.

—Y encima me he enamorado de una de las implicadas —añadió.

Vibe no hizo ningún comentario. Cuando la miró, vio que se había sentado de medio lado y que no parecía haber oído sus últimas palabras.

—¿Estás bien? —le preguntó asustado.

Pensó en John, que había salido con el perro, y en aquella enorme tripa que parecía ir a estallar de un momento a otro.

—No te preocupes —le tranquilizó ella con una sonrisa—, no voy a ponerme de parto. Pero…

—Pero ¿qué?

—Yo también tengo algo que contarte.

Entonces Vibe le contó una cosa que cambió para siempre su vida.

Después Søren estuvo reflexionando.

Henrik tenía razón. Todo dependía de las circunstancias y nada más que de las circunstancias.