Anna sabía perfectamente que el Policía Más Desesperante del Mundo no había ido allí a hacer la compra. Le había visto delante del portal de Johannes, se había dado cuenta de que salía tras ella y le había visto encogerse de hombros, resignado, cuando se puso en marcha el autobús. Lo que escapaba a su comprensión era cómo había terminado en el salón de su casa haciendo un puzle con Lily mientras ella preparaba la cena en la cocina. Cuando las patatas estuvieron a punto, las redujo a puré con movimientos enérgicos y estrelló los platos en la mesa de la cocina. Le odiaba. Desde que había entrado en su vida hacía menos de una semana, todo andaba manga por hombro. No tenía por qué comprar pan para Maggie ni llevar a hombros a su hija, quería que la dejara en paz, y no tenía la menor intención de escuchar lo que había ido a decirle. Johannes no podía estar muerto. Las lágrimas le empezaron a resbalar por las mejillas. De repente se inclinó sobre el puré de patatas, que humeaba en un cuenco grande dentro del fregadero, como si acabasen de clavarle un puñal.
Una vez recuperada, fue al salón a buscar a la niña.
—A cenar, Lily —anunció dirigiéndole una áspera mirada al Policía Más Desesperante del Mundo.
No pensaba invitarle a cenar, no, señor. Seguro que en cuanto acabase su turno se iría a casa, a revolcarse con su mujercita —melena a capas, dientes blancos y piel dorada— en su carísimo sofá de Bolia mientras pensaba en lo feliz que era su vida al lado de su Pernille, Sanne o comoquiera que se llamase, tan jodidamente armónica y políticamente correcta. Pero ahora que estaba de servicio iba de Robin Hood social y observaba a la pobrecita Anna con sus ojos castaños y sus pecas. Las pecas, al menos, podía dejarlas aparcadas en la taquilla al llegar al trabajo por las mañanas, que eran una ofensa para todos esos delincuentes sin recursos y para Anna. Le odiaba.
Cuando Lily se durmió, Anna encontró al Policía Más Desesperante del Mundo sentado en una silla junto a la ventana del salón contemplando la calle.
—Ahí fuera hace frío y está oscuro —comentó al verla llegar.
—¡No me diga!
El Policía Más Desesperante del Mundo se volvió lentamente hacia ella, que se había sentado en la otra punta del sofá.
—¿Por qué estás tan cabreada?
Ella le miró. Todavía llevaba el olor de Lily impregnado en la ropa; acostarla había sido una batalla campal y cuando, al fin, la durmió, se quedó sentada en el suelo contemplándola. Al cabo de un rato se levantó y salió al pasillo sintiendo una repentina alegría porque él estaba allí, por no estar sola.
—Estoy tan cabreada que podría matar a alguien —dijo en voz baja, mirándose primero las manos y después a él.
Søren se inclinó hacia delante y la observó con ternura.
—Johannes está muerto. Pero creo que ya te lo imaginabas. Le han matado.
Ella le miraba ausente.
—Anna, ¿has sido tú? —la traspasó con los ojos.
—Por supuesto. No podía permitirme tener un solo amigo en este mundo —contestó con voz átona.
—¿Eso es un no? —insistió él.
—Sí, es un no —las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas y se las secó bruscamente—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién le ha matado?
El comisario movió la cabeza de un lado a otro como si no supiera qué podía contarle y qué no, hasta que pareció resignarse. El solo hecho de estar en el salón de una implicada fuera de su horario de trabajo era algo tan fuera de lugar que ya poco importaba que llegara hasta el final, pensó la joven.
—No lo sé —admitió al fin—. Le han matado en su casa, es todo lo que sé. Lleva muerto algo más de veinticuatro horas y…
Anna abrió unos ojos como platos.
—Pero eso no es posible —exclamó con aire triunfal, como si aquello fuese a devolverle la vida a su amigo—. Me ha mandado un sms esta mañana.
Fue a buscar su bolso.
—Mírelo usted mismo —dijo lanzándole el teléfono con el mensaje abierto.
Él lo estudió largo rato y bajó por la pantalla, seguramente para comprobar la hora y el día de envío.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la joven.
El comisario no decía una palabra. Con la mirada perdida, parecía desarrollar una intensa actividad cerebral. Al fin se volvió hacia ella con aire sombrío.
—Que has recibido un mensaje de un asesino.
Anna estaba confusa.
—No hemos encontrado su teléfono por ninguna parte —prosiguió Søren—, de modo que lo más probable es que se lo llevara el autor de los hechos y, para ganar tiempo, contestara a tu mensaje y probablemente a otros. Para que nadie sospechase.
La miró.
—A Johannes le mataron de varios golpes en la nuca, no era un espectáculo agradable, había sangre por todas partes —continuó sin perderla de vista. Tomó nota mentalmente del movimiento de su pie, y cuando Anna carraspeó, el rostro del policía se contrajo de manera casi imperceptible. Todo era muy desagradable, estaba asustada.
—¿Esto no es ilegal? —estalló de pronto—. ¿No está siendo muy poco profesional? Seguirme hasta el supermercado y fingir que ha ido a hacer la compra. Eso es acoso.
Søren se sentó a su lado en el sofá.
—¡Eh! —exclamó ella furiosa, levantándose.
Pero él la sujetó, la obligó a tomar asiento de nuevo, la cogió por los hombros y le dijo en voz baja:
—Me estoy cansando de ti, Anna Bella —sus manos eran como tenazas—. Me estoy cansando de que no colabores. Hace muchos años que soy policía y jamás me he enfrentado a un caso tan complicado como éste. Lo último que necesito es una implicada recalcitrante que, por causas que Dios sabe que no entiendo, se comporta como si a la Policía en general y a mí en particular nos hubieran puesto sobre la faz de la Tierra con el único fin de molestarla. Entiendo que no es fácil para ti, Anna, lo entiendo. Una niña pequeña, una tesina exigente y ahora dos muertes desconcertantes. Comprendo que estés asustada, furiosa y fuera de tus cabales. Lo que no entiendo es que la tomes conmigo. Si hay alguien en medio de todo este puto atolladero que esté de tu parte, ése soy yo.
La soltó y ella gritó:
—Van a salirme dos cardenales. ¿Se ha vuelto loco? No puede ponerme un dedo encima, policía de mierda.
Søren se levantó y se acercó a la ventana.
—Pues presenta una reclamación ante el fiscal general, Anna. Ve mañana a Bellahøj y pon una queja. Tú, por tu parte, te has mostrado muy poco colaboradora y, además, técnicamente estás bajo sospecha. ¿Asesinaste a Helland? ¿A eso te lleva tu rabia? ¿Estás tan cabreada que llegas a matar? ¿Y Johannes? ¿También te cabreaste con él? ¿Te dijo un par de verdades y perdiste los papeles? ¿Es eso lo que ocurrió? ¿Y Lily? Después de lo que he visto, debería hacer que te la quiten. Salta a la vista que eres psíquicamente inestable, ¿no sería mejor para la niña crecer lejos de ti? Así que, adelante, Anna Bella. Denúnciame.
Hablaba con gran calma, mirándola a los ojos, y al terminar se volvió de nuevo hacia la ventana oscura.
A Anna le galopaba el corazón a mil kilómetros por hora y le costaba respirar. Ese hombre le acababa de decir cosas terribles, había sospechado de ella, había metido el dedo donde más le dolía, pero ¡qué diablos! No podía vivir sin Lily. Søren estaba de espaldas a ella con la vista perdida en la oscuridad y las manos temblorosas.
—Ayudaré —le anunció con voz ronca—. Le ayudaré.
Søren se volvió lentamente y la observó largo rato; luego asintió.
—Alguien que se había enamorado de Johannes le estaba… molestando —dijo ella al fin—. Una chica que había conocido en un club que frecuenta… La Máscara Roja.
—¿Una chica? —él enarcó las cejas y aguardó.
—No estoy segura…, supongo que era una chica. Me parece que lo dijo. Una que le gustaba, pero de la que no estaba enamorado. Por lo visto se le fue un poco la pinza al enterarse —se retorcía inquieta al comprender la poca atención que le había prestado a su amigo—. Me lo contó el lunes pasado, yo tenía muchas cosas en la cabeza —añadió apesadumbrada—. El caso es que había alguien que no le dejaba en paz y se pasaba el día llamándole y…
—Hemos encontrado varios correos electrónicos de alguien que se hace llamar YourGuy en el ordenador de Johannes —le explicó con aire pensativo—. Son anónimos y están enviados desde una cuenta registrada a nombre del Pato Donald y firmados por un tal YourGuy, que pensamos que es un chico. ¿Te dice algo?
Anna sacudió la cabeza ensimismada con la mirada perdida en la oscuridad de la calle.
—Me resulta tan… absurda la idea de matar a Johannes —dijo al fin—. ¡Si es el tío más majo del mundo! Jamás discute con nadie, eso es lo más molesto que tiene, que siempre sabe encontrarle el lado bueno a todo y a todos.
Enmudeció como si acabara de caer en la cuenta de que seguía hablando de él en presente.
—Johannes había discutido con Lars Helland —objetó el comisario.
—No, imposible. Helland era amigo suyo. Se le ponían los pelos de punta cada vez que yo hacía la menor crítica —contestó como si Søren le hubiese hecho una pregunta.
—Anna, te estoy diciendo que Helland y Johannes habían discutido, nos consta. Tenemos un intenso intercambio de mensajes entre ellos que se remonta a antes del verano y se prolonga hasta ahora. Helland estaba descuidando un artículo que iban a escribir juntos y todo parece indicar que Johannes no estaba contento con su trabajo. ¿Nunca te lo comentó?
La joven le miró con aire desconsolado.
—No —se limitó a responder.
—¿Y nunca percibiste que se traía algo entre manos con Helland?
—No —de pronto dio un respingo y se quedó mirándole—. No estará insinuando que Johannes mató a Helland, ¿verdad? Es absurdo. Johannes es la persona más dulce que conozco, sería incapaz… —se llevó la mano a la frente.
—Anna —dijo él con voz calmada—, no estoy insinuando nada. Sólo trato de encontrarle un sentido a todo esto, eso es todo. ¿Por qué crees que Johannes no te lo contó?
—Porque soy una enorme egoísta.
—¿Cómo?
Søren aguardaba una respuesta.
—Nada.
Entonces sucedió algo insólito: Lily apareció en la puerta arrastrando a Bloppen de una pata.
—No puedo dormir —protestó adormilada—. Bloppen hace mucho ruido.
El Policía Más Desesperante del Mundo se volvió y se sentó frente a la pequeña, que paseaba sus ojos curiosos de él a su madre.
—Tienes que acostarte otra vez, cielo —dijo Anna, agotada.
—Bloppen está saltando en la cama —insistió la niña.
—Es muy tarde, cariño —la atajó poniéndose en pie.
—Pero es que Bloppen se lee mis cuentos —dijo enfadada—. Y canta.
—Entonces es comprensible que no puedas dormir —intervino Søren.
Anna se volvió enfurecida hacia él. Poli de mierda. No le dirijas la palabra a mi hija después de que acabas de amenazarme con quitármela. Él miró a la niña.
—Hace un ruido de mil demoños —insistió ella, confusa, pero también contenta al encontrarse de pronto con un espectador atento.
—¿Y por qué crees que hace ruido cuando tú intentas dormir? No es muy amable de su parte.
—Bloppen me toma el pelo —explicó.
La pequeña atravesó la habitación, pasó de largo por delante de su madre como si ésta no existiese, se acercó a Søren y se le pegó a las piernas. No le llegaba más allá del pecho y el camisón le arrastraba por los suelos. De un tirón, le subió al travieso Bloppen a las rodillas.
—¿Quieres que le preguntemos por qué hace ruido?
Lily asintió.
—Yo soy policía —continuó astutamente—. ¿Crees que será mejor si se lo pregunto yo? Así tal vez se cree que hacía tanto ruido que has llamado a la Policía.
A la niña le pareció una idea magnífica. El comisario cogió a Bloppen y le lanzó una severísima mirada con el ojo guiñado.
—Bloppen —dijo—, ¿por qué haces ruido, te lees los cuentos de Lily, cantas, saltas en la cama y no la dejas dormir?
La pequeña observaba al muñeco fascinada. Søren emitió unos sonidos perrunos y la miró compungido.
—Oh, no —se lamentó—. No entiendo ni pío.
Lily parecía decepcionada.
—¿Tú no hablarás, por casualidad, el idioma de los perros? Creo recordar que tu madre me ha dicho que sí.
La niña se volvió hacia su madre con la mirada radiante y luego volvió a concentrar su atención en el policía.
—Sí, claro —contestó—. Bloppen ha dicho que me toma el pelo porque está triste.
—¿Y por qué está triste? —se interesó Søren.
Lily se lo preguntó al perro con mucha seriedad y le escuchó atentamente cuando ladró la respuesta.
—Está triste porque alguien le está gastando bromas malas a su mamá. Muy, muy malas. Y ya no está contenta.
Él la observó largo rato antes de decir:
—Vamos a hacer un trato. Voy a pillar a los que le hacen bromas a la mamá de Bloppen para que él se ponga contento y tú puedas dormir, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
—Dame la mano —dijo el policía tendiéndole una manaza como una pala y estrechando en ella los sonrosados deditos de la niña—. Y en cuanto los tenga, vendré a contároslo a ti y a Bloppen, ¿vale?
Lily asintió satisfecha y después se volvió indecisa hacia su madre, que le dijo:
—Ven, cariño, que te acuesto otra vez.
—No, él —dijo ella señalando a Søren.
—No, Lily.
—Sí —protestó la pequeña haciendo un puchero—. ¡Él!
El comisario se levantó y tranquilizó a Anna con la mirada. Luego cogió a la niña de la mano y se dirigió a la puerta.
Entonces la pequeña se soltó, regresó junto a su madre y le dio un beso. Un beso seco y pequeño en la mejilla.
—Tú me quieres, mamá —se despidió.
Søren volvió al cabo de diez minutos y encontró a Anna petrificada en el sofá. Acercó la silla que había al lado de la ventana, la colocó con el respaldo hacia delante y se sentó a horcajadas.
—Anna —comenzó—, ya hace cuatro días que apareció el cuerpo de Lars Helland y lo único que sé es qué le mato, no tengo nada más. Hoy hemos encontrado muerto a Johannes y tampoco tengo más.
—¿Cree que he sido yo? —le preguntó con voz ronca. Él se quedó observándola.
—Ahora mismo no puedo descartar ninguna posibilidad, pero si me lo preguntas, te diré, así, extraoficialmente, y ahora que te he subido la compra y he acostado a tu hija, que estoy convencido de que no tienes nada que ver con ninguna de esas dos muertes. Tengo que investigar a fondo todo esto y para eso voy a necesitar tu colaboración.
—¿En qué? —empezaba a sentir el hormigueo de la curiosidad.
—Ante todo, me sería de gran ayuda que dejaras de actuar como si fuésemos enemigos —dijo pacíficamente; ella bajó la mirada—. ¿Crees que podrás?
—Supongo que sí —murmuró.
—Luego quiero que tengas los ojos y los oídos bien abiertos y me cuentes todo lo que oyes y ves en la facultad y qué te parece. Vuestro mundo es un misterio para mí y he de admitir, no sin cierto bochorno, que me cuesta lo mío manejarme en él. Todos son muy accesibles y contestan gustosos a las preguntas del simpático policía, pero no avanzo nada. Tú puedes ayudarme porque hablas su idioma, entiendes su pundonor, les tienes tomada la medida. Espero. Desde luego, más que yo. Ayúdame a dar con Tybjerg, por ejemplo. Creo que se está escondiendo, ¿por qué? Ayúdame a comprender a Johannes. Tú eras su amiga, le conocerías. ¿Seguro que no era homosexual? ¿Salía con alguien? ¿Alguna vez viste algo que pueda tener interés para el caso? ¿Te mencionó en alguna ocasión que alguien no se llevaba bien con él? Todo, Anna. Necesito ayuda en todo.
La joven le estudiaba minuciosamente mientras hablaba.
—¿Y si he sido yo? —quiso saber.
—En ese caso te detendré, te llevaré a comisaría, te sentaré delante de un juez y pediré prisión preventiva. Te expondrás a una condena muy larga. Pero dudo que hayas matado a Helland o a Johannes.
—¿Por qué?
—Porque tienes demasiado que perder.
Permanecieron en silencio.
—La señora Snedker me ha contado que Lily no tiene padre.
—Eso no es asunto suyo.
Søren levantó la mano como si pretendiese rechazar una bola.
—¡Eh! —exclamó a modo de advertencia.
—Ah, sí —murmuró ella.
—Pero sí, tienes razón: no es asunto mío. Sólo era curiosidad.
—Lily tiene un padre. Se llama Thomas y vive en Estocolmo. Es médico. Resultó que esto no era lo suyo —le explicó encogiéndose de hombros al tiempo que abarcaba el salón con la mirada—. Nada de esto. Ni la niña, ni las obligaciones, ni tener una novia tan insoportable como yo. Al fin y al cabo, a nadie le apetece llevar una mierda pegada a la suela del zapato —dijo con dureza—. Sostiene que él me dejó a mí, no a nuestra hija —murmuró—. Eso dice. Pero llevamos dos años sin verle el pelo. ¿Satisfecho?
El comisario asintió e hizo ademán de levantarse.
—Mañana tienes que venir a comisaría a prestar declaración.
La joven le miró sorprendida.
—Sí, me temo que mi intuición no basta —continuó—. Tendré que interrogarte como a todos los demás que tengan relación con el caso. ¿A qué hora puedes pasar por allí?
—Mañana no me viene bien —Anna se retorció—. Voy a ir a Odense.
—No, no vas a ir.
—Claro que sí —insistió, desafiante.
—¿Qué tienes que hacer allí? —preguntó molesto.
La joven jugueteaba con una caja de cerillas.
—Tengo que averiguar una cosa. Con Lily. Es una historia muy larga —añadió con un suspiro al ver la expresión del comisario; luego gruñó—: Vale. Por si no era suficiente con lo otro, he descubierto que mis padres me mienten. Me mienten y no sé por qué.
—Tendrás que cancelar el viaje —Søren se mantuvo firme.
Ella se puso en pie y le lanzó una mirada complaciente.
—Mañana llevaré a Lily a la guardería y después iré al interrogatorio —sopesó la palabra—. A las diez. Estaré a su disposición hasta la una. Luego recogeré a Lily y nos iremos a Odense. Tengo que ir. Estaré de regreso mañana por la noche, si va al funeral de Helland el sábado, nos veremos allí.
Cerró los ojos. Johannes estaba muerto.
—Joder, Johannes —gimió con la barbilla temblorosa—. Es tan absurdo.
Søren la observó en silencio y luego dijo:
—De acuerdo. Tienes entre la una de la tarde y las doce de la noche de mañana para ir a Odense. Pero nada de ir repartiendo patadas en la entrepierna de la gente ni de desapariciones, ¿estamos?
—No tiene gracia —contestó ella con un hilo de voz.
—No —replicó él furioso—, no tiene ninguna gracia. Por eso no estaría mal que empezases a tomarte todo esto un poquito más en serio. ¿Me entiendes? ¿Sabes dónde está Tybjerg?
La pregunta la alcanzó como un proyectil. Sus ojos se movieron inquietos. Si desvelaba dónde se encontraba el investigador, la Policía se lo llevaría y adiós examen.
—No —mintió.
La miró fijamente.
—Muy bien —dijo; y continuó—: ¿Hay algo que quieras contarme?
Anna le observó largo rato.
—Sé por qué murió Lars Helland. Sé lo de los parásitos.
El comisario tartamudeó:
—¿Cómo te has enterado?
—Aparte de que el rumor corre por todo el Instituto de Biología —le lanzó una mirada elocuente—, me lo ha contado Hanne Moritzen. Me arrastró hasta su despacho y me dijo que había estado en su casa de la costa y por qué. Quiere que la avise si empieza a circular el rumor de que los parásitos proceden de su departamento. No tengo la menor idea de cómo se puede saber algo así, supongo que esos bichos no van por ahí anillados, como los patos; pero si se determina su especie, o algo así, y resulta que han salido de los laboratorios de Hanne, quiere saberlo.
—¿Por qué? —preguntó intrigado.
—Han eliminado Parasitología. Hanne tiene tres años para concluir todos sus proyectos, después cerrarán el departamento. Pero ella está convencida de que los del consejo de facultad no dudarían en quitársela de en medio antes de que se cumpla ese plazo si se presentara la ocasión. Sólo podrían hacerlo en caso de que hubiera motivos de despido. Si los parásitos fuesen de su departamento, si tuviera tan poco control de sus depósitos que el material pudiera acabar en los tejidos de sus colegas, podrían despedirla de inmediato. Y ella quiere estar preparada porque no tiene intención de rendirse sin plantar cara. Por otra parte, estoy convencida de que Birgit Helland no dice la verdad.
Albergaba la esperanza de que si le echaba carnaza, se olvidara de Tybjerg.
—¿Por qué dices eso? —la estudió con interés.
—Insiste en que su marido estaba sano como una manzana. Según ella, ese hombre era un dechado de vitalidad, pero eso es mentira. Yo le vi con mis propios ojos y sé que estaba hecho papilla.
Le refirió el episodio del aparcamiento algo avergonzada de no haberse decidido antes.
—Tenía una pinta terrorífica, seguro que estaba fatal —concluyó.
—¿Cuándo has hablado con Birgit Helland? —preguntó el comisario.
—He ido hoy a su casa —admitió ella—. Me dio esto.
Se sacó el colgante de debajo de la blusa y le lanzó una mirada cohibida.
—Por lo visto lo mandó hacer para mí. Iba a ser mi regalo de licenciatura. Birgit quería dármelo antes del funeral.
Søren parecía reflexionar.
—Esa mujer miente —repitió la joven.
—¿Algo más? —preguntó él con aire inquisitivo.
Anna no se había sentido tan dispuesta a cooperar en toda su vida.
—Creo que Clive Freeman está en Dinamarca.
Søren asintió lentamente. Al parecer, ya estaba al tanto.
—¿Cómo lo sabes? —la interrogó.
Mierda. Probó fortuna.
—Hay un simposio de ornitología en el Bella Center —explicó con calma—. He visto su nombre en el programa.
El policía se lo tragó.
—¿Existe alguna posibilidad de que la desaparición de Tybjerg tenga alguna relación con la llegada de Freeman? —la puso a prueba.
—No, ¿qué relación podría haber? —dijo ella con aire de no haber roto un plato en su vida.
—Anna —le dijo con gravedad—, tengo que poner esto en claro. ¿Tú crees que las muertes de Helland y de Johannes tienen algo que ver con tu tesina? Estás escribiendo acerca de una controversia científica sobre el origen de las aves en la que Helland estaba muy involucrado, ¿no es cierto? Helland, Tybjerg y ese investigador canadiense, Clive Freeman. Pero ¿cómo encaja Johannes? No acierto a comprenderlo. Normalmente a la gente se la mata por asuntos de celos, de drogas, de dinero, o por problemas familiares. Para mí es demasiado vanguardista esto de acabar con alguien a causa de una postura científica que peligra, por algo que dice una tesina.
Anna lo pensó mucho antes de decidirse a hablar.
—Johannes me ayudó —admitió al fin—. Él es… era un epistemólogo de muchísimo talento. Me ayudó a dar con los aspectos de la epistemología que pueden ser de interés en el campo de las controversias biológicas y yo los he utilizado para rebatir las teorías de Clive Freeman.
Le miró a los ojos.
—Eso es lo que hago en mi tesina, echarlas por tierra —tragó saliva—. Johannes lo sabía todo acerca de Karl Popper y su idea de la falsación, de Thomas Kuhn, que introdujo el concepto de paradigma en los años sesenta, pero, sobre todo, de Lorraine J. Daston y su visión de la economía moral de la ciencia. Bueno, yo tardé varias semanas en pillar la onda, así que no se avergüence si le suena todo a chino. La cuestión es que hay muchísimos ornitólogos y estudiosos de los vertebrados que llevan años arremetiendo contra Freeman, contra sus conclusiones anatómicas y sus análisis de fósiles, y ¿sabe qué ocurre? Que a él le da exactamente igual y echa balones fuera le digan lo que le digan. Antes de 2000, el año en que encontraron el Sinosauropteryx en China, solía decir: «Que me enseñen una sola pluma que haya salido de un dinosaurio y empezaré a creerme sus disparates». Y cuando le mostraron un dinosaurio que, en efecto, tenía plumas, dijo: «¡Eso jamás ha sido una pluma!». Cuando ya no pudo negar por más tiempo que aquellas estructuras eran plumas, soltó: «Es que no estaba en un dinosaurio, sino en un ave muy antigua. ¡Claro que tiene plumas!». El problema es que Freeman sabe tanto de anatomía y fisiología que no hay quien pueda con él en ese terreno. Pero hasta ahora nadie había intentado atacar la base científica de sus teorías. Nadie había demostrado que contraviene los principios más elementales de la ciencia.
—¿Que son?
Anna le miró con expresión resignada.
—Es algo complicado de explicar —dijo—, pero, por ejemplo, las contradicciones internas son inadmisibles en un trabajo que pretenda ser científico, y el de Freeman está plagado de inconsistencias. Además, rechaza métodos de análisis perfectamente válidos y contrastados, y está en todo su derecho, pero sólo si dispone de argumentos convincentes que respalden la alternativa, y no sabemos si es así porque jamás los ha mostrado.
Hizo una pausa.
—No creo que Clive Freeman tenga absolutamente nada que ver con lo que ha ocurrido. Si quisiera detener la publicación de mi tesina, tendría que pararle los pies a mucha gente antes que a Helland y a Johannes. A mí, por ejemplo. Y a Tybjerg.
—Sí —admitió él mirándola con cautela—, pero puede que Tybjerg no aparezca por ningún lado porque está muerto. Empiezo a preguntarme si deberíamos ponerte a ti bajo protección policial.
—Eso si hay alguna relación entre los dos crímenes —objetó ella con determinación. No sentía el menor deseo de tener al Policía Más Desesperante del Mundo pegado a los talones las veinticuatro horas del día. Además, Tybjerg no estaba muerto.
—Sí, si la hay —dijo, cansado.
—Sé que las larvas tenían entre tres y cinco meses —le explicó Anna—, lo que quiere decir que aunque Helland y Johannes han muerto en la misma semana, los mataron en momentos distintos. A Johannes ayer —tragó saliva— y a Helland quizás en junio o julio.
—Hasta mañana no sabremos si Johannes también estaba infectado —le recordó a media voz.
Ella le observó en silencio.
—Anna, ¿quién es el hombre que ha venido a esperarte dos veces? —se interesó de pronto.
—¿Cómo se ha enterado?
—Por la señora Snedker.
—No sé quién es —contestó con franqueza—. Freeman, desde luego, no. Maggie dice que era joven.
—¿Y no sientes curiosidad?
—Al principio estaba convencida de que era Johannes y le envié un sms para confirmarlo. Cuando vi que no había sido él, empecé a preocuparme. Pero si… si el asesino tiene su teléfono —volvió a tragar—, cabe la posibilidad de que sí fuera Johannes el que vino a esperarme y que lo raro estuviese en el mensaje. ¿Vendría a contarme algo? Pero entonces ¿por qué se marchó corriendo? No tiene ningún sentido.
Apartó la mirada. Søren se puso en pie.
—Mañana a las diez —le recordó señalándola—, y no llegues tarde.
La joven hizo un gesto negativo. Cuando cerró la puerta, le dedicó un ademán obsceno.
Treinta segundos más tarde, oyó un ruido en el buzón de la puerta y abrió.
—¿Me cuentas ya los últimos cotilleos de la realeza? —preguntó Maggie en un susurro.
Por los ruidos que se oían en la escalera, Anna dedujo que el comisario aún no había salido del portal.
—Maggie, estoy agotada —susurró ella también—. Mañana.
Su vecina ya se había dado la vuelta decepcionada cuando la joven cayó en la cuenta de algo.
—Maggie —dijo cogiéndola de una mano tersa como el terciopelo y mirándola con gravedad—, si ese tipo que me espera vuelve por aquí…, llama a la Policía.
La anciana pareció asustarse por un instante y luego dijo:
—De verdad, te aseguro que como vecina eres infinitamente más emocionante que la señora Lerby. Con ella no pasaba nada de nada.
Anna esbozó una sonrisa y le dio las buenas noches. Luego se sentó en el salón haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Johannes estaba muerto. No le cabía en la cabeza. ¿Cómo iba a decírselo a Jens y a Cecilie? Se quedarían atónitos. Se negarían a que volviera a poner un pie en la universidad. Jens empezaría a pasear de un lado a otro como un loco y amenazaría con montones de artículos incendiarios en primera plana. Entonces cayó en la cuenta de que no había vuelto a tener noticias de ninguno de los dos. Se quitó los zapatos y los lanzó por ahí.
De repente rompió a sollozar con un nudo en el pecho, sin lágrimas, y pasó largo rato ahogándose en su pena por Johannes. Finalmente, decidió llamar a Karen.
Karen contestó a la primera y se llevó una alegría extraordinaria al oír que era ella. En lugar de mostrarse circunspecta y reservada, como temía Anna, parloteaba sin descanso. La habían admitido en Bellas Artes y llevaba viviendo en Copenhague desde agosto. Le encantaba, era una ciudad fantástica y ya había hecho montones de amigos. Sabía dónde vivía Anna, pero no había llamado. Sinceramente, le había faltado valor, después de tantos años, admitió entre risas, pero el martes se había encontrado con Cecilie por la calle. Ella le había contado que la tesina no le dejaba tiempo ni para respirar y que, para colmo, acababa de morir uno de sus tutores. Había prometido enviarle un mensaje con la fecha exacta de la defensa para que pudiera ir. Iba a ser su regalo.
—Fíjate; tú, bióloga —se admiraba—. ¡Qué orgullosa estoy de ti!
Después insistió en saberlo todo sobre Lily. ¿Castaña, pelirroja, como Anna? ¿Cuáles eran sus gustos? ¿Podía hacerle un regalo? ¿Una muñeca? ¿O uno de esos delantales de plástico con un Spiderman para hacer figuritas de arcilla las dos juntas? Anna no tenía palabras. ¿Por qué llevaban tantos años sin verse? Era ridículo. De pronto la asaltó la asfixiante sensación de que había sido ella quien había apartado a Karen de su vida y no al revés. Se le hizo un nudo en la garganta y empezó a contestar al interrogatorio de su amiga con monosílabos, tanto que ésta acabó por preguntarle si estaba bien, aparte del estrés, bien de verdad. Anna dijo que no.
Entonces estalló y le habló de Thomas, del naufragio de su relación, de Cecilie, que la había ayudado a superar el bache, pero ahora se aferraba a su vida y lo invadía todo, del año que llevaba en el Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada, de la muerte de Helland y, por último y a regañadientes, le habló de Johannes. Cuando su amiga comprendió lo que le estaba diciendo, que Johannes también había muerto, insistió en ir a su casa inmediatamente. No puedes pasar esto tú sola, exclamó espantada.
—Ni puedo ni quiero —admitió Anna—. ¿Podrías venir mañana por la noche? —preguntó con un hilillo de voz—. ¿Podrías quedarte todo el fin de semana? ¿Podrías echarme una mano con Lily para que no tenga que llamar a Cecilie? No quiero llamarla, me siento avergonzada.
Volvió a deshacerse en lágrimas y Karen aceptó. Sin vacilar. Iría. Nada le apetecía más en este mundo. No sabes cómo te he echado de menos, dijo Anna, y, antes de que su amiga pudiese responder, colgó.
Después no fue capaz de conciliar el sueño. Las ideas se agolpaban en su mente y prefirió levantarse. Johannes había muerto. Ahora mismo estaría en algún sitio, frío como el hielo, tendido en una camilla metida en un armario, y ella ni siquiera le había pedido perdón. Le había gritado y le había castigado por lo que le había contado a la Policía a pesar de que ni siquiera estaba molesta por ello. Ya era demasiado tarde, él tenía razón. Siempre se comportaba como si fuera el ombligo del mundo.
Pasó por delante de la puerta clausurada del despacho de Thomas, entró en el dormitorio de Lily y la cogió.
La llevó a su cama y se acurrucó junto a ella debajo del edredón con ciertos remordimientos. Una cosa era que la niña se levantase dando tumbos en plena noche y quisiera acostarse en la cama de su madre y otra muy distinta, ir a buscarla. Era una persona, no una bolsa de agua caliente. Cecilie tenía tendencia a comportarse como si Anna fuese un objeto de su propiedad. No de un modo perverso y calculado, ella no era así, pero sus enfrentamientos siempre solían acabar con la misma coletilla: «Al fin y al cabo, somos madre e hija». Como si ser madre e hija justificase algo. Como si con eso, por arte de magia, todo fueran atajos y los obstáculos se volvieran tan bajos que se pudiesen salvar. Como si significase que era lícito coger sin dar. Ahora era Anna la que recurría a su hija como a una droga. Olisqueaba sus cabellos en la oscuridad, extendía sus deditos dormidos, le rozaba el hombro, redondo y cálido. Fue incapaz de contener las lágrimas. El cuarto estaba sumergido en la más absoluta oscuridad y el barrio dormía en silencio. Las primeras lágrimas resbalaron hasta las sábanas y a ésas las siguieron más y más que caían sin descanso. Deseaba con toda su alma sentir un amor puro por Lily. Deseaba con toda su alma querer a su hija. Deseaba con toda su alma ser el sol que desde la distancia llenara su vida de calor, la vida de Lily, una ágil planta que crecía recubriéndose de flores encarnadas y jugosas vainas llenas de frutos. Pero era como si se le hubiese paralizado el corazón.
Introdujo el brazo por debajo de la almohada donde descansaba la pequeña y la atrajo hacia sí. Ella nunca había disfrutado de la vida como Karen, que reventaba de felicidad cuando se reencontraban tras las vacaciones, que se volvía loooooca por fumarse las clases para ir de compras a Odense con su madre y comer un sándwich mixto, que parecía llevar una existencia maravillosa y exenta de problemas. A Karen también le entusiasmaban las buenas películas, los espaguetis a la boloñesa, los paseos por la playa, las veladas musicales y los elepés, que ponía a todo volumen mientras bailaba por la habitación sacudiendo sus indómitos rizos. Jamás se le pasó por la cabeza insinuar que su manera de ver la vida era mejor que la de Anna. Ella bailaba y vociferaba mientras Anna titubeaba y movía un poco el pie, pero eran amigas. Y Anna lo había estropeado.
¿Era capaz de disfrutar de algo? Sus padres eran importantes para ella. Mucho. También Lily, mucho mucho. Pero era algo que le salía más de la cabeza que del corazón. Avergonzada de sus propios pensamientos, apartó los ojos de la niña, que se aferraba a su cuerpo. Observó las luces de la ciudad que se filtraban a través de las gruesas cortinas. Cuando Troels se marchó aquella mañana, diez años atrás, el verano en que acabaron el instituto, Karen, fuera de sí, le buscó por todas partes y llamó a sus padres; tenía que encontrarle y hacer las paces, repetía una y otra vez, a pesar de que la causante de todo había sido Anna. No soportaba que estuvieran peleados. Anna intentó compartir su angustia. ¿Dónde estaba Troels? ¿Qué era lo que había hecho? En el fondo, le daba exactamente igual, sólo fingía. Él se lo había buscado, había sido un pésimo amigo. Daba todo lo mismo. Que se fueran al cuerno. Todos.
Pero una vez había amado. La sola idea la fulminó y, por banal que fuera, la llenó de espanto. Había amado a Thomas como ahora deseaba amar a Lily. Apasionadamente, sin condiciones, sin posibilidad de negociar. Soltó a la niña y se incorporó en la oscuridad. No era posible que pudiera amarle a él pero no a su propia hija. No podía ser. No era ésa la clase de persona que quería ser. Thomas era el pasado, mientras que Lily era el presente y el futuro, el siempre. Puso los pies en el suelo. Miró el reloj, ya eran las tres.
Salió del dormitorio y cerró la puerta para no despertar a la pequeña. Preparó café. Un tazón con leche caliente. Encendió la estufa del salón y empujó el sillón hasta colocarlo frente a las portezuelas abiertas.
¿Por qué estás tan cabreada?, le había preguntado Søren con una mirada a un tiempo dulce e inquisitiva. Como si de veras no lo entendiese. Era posible que no lo entendiese ni ella misma, pero eso no mejoraba las cosas. Lo que sentía con más fuerza era la furia, mucho más que el amor. La idea la paralizó. Estaba cabreada con Thomas, pero eso le daba lo mismo. Hacía más de dos años que no le veían y todo lo que sabía de él era que trabajaba en Estocolmo; había guardado su número de teléfono en alguna parte, pero no tenía noticias suyas ni la llamaba jamás.
El problema era que también estaba cabreada con Cecilie y cada vez que estaban juntas saltaban chispas. Y un poquito con Jens. Cuando su padre se hurgaba la nariz, cuando llegaba tarde, cuando era incapaz de dejar de fumar o cuando no se esforzaba, ella no podía aplacar su irritación a base de afecto y tolerancia, y se enfurecía con él. A las primeras de cambio. Y luego estaba Lily. Evidentemente, no estaba cabreada con su hija de tres años, pero tampoco se mostraba con ella todo lo paciente que habría querido ser. La niña era muy exigente, insobornable, obstinada, como si no tuviera sentido común. Y no lo tenía, claro, ¡a los tres años!
Se había cabreado con Helland, con Tybjerg, con Johannes, que le daba masajes en los hombros cuando no dormía bien, que la escuchaba con dulzura y atención y la mataba de risa. La rabia se apoderaba de ella con facilidad. No tenía sentido. ¿Por qué se enfadaba tanto? Dejó el tazón en el suelo y se apretó las rodillas contra los ojos. La estufa tiraba bien y le calentaba los muslos.
Se levantó furibunda. No quería estar enfadada con su hija, no era bueno para ella. Los niños dan amor porque antes lo reciben.
Volvió a observar su foto con Cecilie y Jens y aquellos ojos radiantes, el contraste entre los labios sonrientes de sus padres y sus miradas tristes, su escandalosa inocencia infantil. Algo había ocurrido. Al día siguiente le haría una visita a Ulla Bodelsen. Los niños dan amor porque antes lo reciben.
El interrogatorio en la comisaría de Bellahøj duró poco menos de dos horas. Søren estaba recién afeitado y su aspecto era tan fresco como amable fue su bienvenida. No hizo ninguna alusión a la noche anterior, cuando acostó a su hija y cogió a Anna por los hombros con dureza. Había otro policía, quizá se debiera a eso. Pasado el mediodía, estaba de nuevo en la calle. Faltaba hora y media para que saliera el tren a Odense. Necesitaba respirar un poco, de modo que decidió ir andando por Frederikssundsvej. Hacía frío y los pájaros se resistían a salir de su refugio entre los arbustos incluso cuando ella pasaba a su lado.
De pronto vio algo más adelante a un chico que le recordaba a Troels. Karen no había dicho una palabra acerca de él y Anna había evitado el tema, pero quizá fuera inevitable. Quizá no fuera mala idea averiguar su paradero e ir a pedirle perdón, aunque no fuese de corazón. Troels, tan guapo. No podía quitarle los ojos de encima, ¿estaría viendo visiones? No podía haber dos personas tan parecidas. Pero era imposible, no podía ser él. Troels no iba a salir así, de la nada, después de diez años, en medio de Frederikssundsvej, por donde Anna no debería estar pasando en ese momento, ni diez segundos después de que pensara en él y al día siguiente de su primer contacto con Karen en una década. Esas cosas no ocurrían.
Pero sí, era él. Estaba delante de una frutería con el aire de quien se detiene a parar un taxi en la esquina de la Segunda Avenida con la 58. Miraba hacia un punto situado en dirección a la estación, más allá de los coches. Anna siguió su mirada. Empezaba a pensar que era una pose, que la había visto y fingía lo contrario con cierta exageración, cuando el joven se volvió y la miró directamente a los ojos.
—Hola, Anna —exclamó lleno de asombro—. Pero ¿qué digo? ¡Hola, Anna!
Lo repitió a gritos, con una voz que sonaba divertida y sincera. Ella no pudo evitar echarse a reír cuando la abrazó.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —le preguntó con la cara pegada a su abrigo. Olía a nicotina.
—Me preguntaba —rió él estrechándola con fuerza— si Anna Bella Nor habría aprendido modales desde la última vez o seguiría jurando como un carretero. ¿Cómo te va? Me han dicho que estás hecha toda una señora experta en dinosaurios, una arqueóloga, o como se llame.
—Más o menos —sonrió ella—. Pero ¿cómo te has enterado?
Estaba increíble. Una piel de alabastro y los ojos y las pestañas oscuros y bien formados, como una obra de arte. En una ceja brillaba una piedrecita verde y llevaba puesto un gorro de lana del St. Pauli con la célebre calavera por delante.
—Hace unos días me encontré con Karen. Muy fuerte encontrarme con las dos en tan poco tiempo, ¿no? Me lo dijo ella. Suena que te cagas. Estuvimos hablando de quedar un día.
Le observó llena de inseguridad. ¿Quedar? ¿Karen y él solos? ¿O se refería a los tres? No parecía enfadado; si acaso, algo exaltado, como si estuviese nervioso. Ella también lo estaba. De pronto, en algún lugar por debajo de la ropa, sintió que le sudaban las axilas.
—Bióloga de dinosaurios, qué fuerte, Anna Bella. Y yo que creía que tenías otras metas.
Anna frunció el ceño.
—¿Caminamos un rato? —propuso—. Hace demasiado frío para estar parado.
Troels consultó el reloj y echaron a andar.
—Si me hubiesen preguntado, habría dicho que eras sargento del ejército o algo semejante. Algo heavy donde pudieras dar órdenes a un montón de gente.
Se echó a reír mientras ella le lanzaba una mirada dolida.
—Diez años y sigues opinando de cosas de las que no tienes ni idea.
—¡Eh, Anna Bella! —exclamó como si la cosa no fuera con él—. No vamos a discutir por eso.
—¿Y por qué no? —preguntó sorprendiéndose a sí misma al ver lo poco que tardaba en reavivarse la llama de su antigua rabia—. Siempre has pensado todo tipo de cosas de mí.
No habían avanzado ni cincuenta metros y ya ardía en deseos de dar una patada contra el suelo. Troels se daba tantos aires.
—¿Por qué dejamos de vernos? —le espetó el joven—. Karen, tú y yo. Erais mis mejores amigas y de repente desaparecisteis.
—Fuiste tú el que desapareció —replicó estupefacta—. Fuiste tú.
La miró con perplejidad.
—Whatever —dijo al fin.
—¿Qué has hecho todo este tiempo? —preguntó ella cambiando de tema al tiempo que le observaba intrigada.
—Un poco de todo —respondió sin demasiado entusiasmo—. Primero Milán, y me fue muy bien. Luego me trasladé a Nueva York. Gané bastante dinero trabajando como modelo, pero igual ya lo sabes.
—Qué va.
—Pues sí, ya ves. Me creía muy famoso, con mi cara bonita —dejó escapar una risa falsa—. En Nueva York empecé a pintar. Por eso he vuelto a Dinamarca. Intenté entrar en Bellas Artes y ahí me encontré con Karen, en una sesión informativa. Fue una pasada. Fuimos a tomar una cerveza y empezamos a hablar de ti. No me han admitido, pero volveré a intentarlo. Desde entonces hemos estado en contacto —sonrió—. De hecho, la vi el martes. Fuimos juntos a tomar una hamburguesa. Pretendía llevarme a tu defensa, como sorpresa. Yo creo que quiere que volvamos a ser amigos.
Parecía cohibido y siguieron caminando en silencio.
—Karen me contó algo de uno de tu facultad que se había muerto.
—No es exactamente uno, era mi director de tesina. Un ataque al corazón. Tenía cincuenta y siete años —murmuró.
No era asunto suyo. Cecilie no debería habérselo contado a Karen y Karen, desde luego, no debería habérselo contado a Troels.
Él enmudeció un instante y luego dijo:
—No, un amigo tuyo, un chico joven.
Anna se detuvo en mitad de la acera y le miró llena de incredulidad.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó a media voz.
—Por Karen. Me llamó anoche, bastante tarde —admitió—. Después de hablar contigo. Me propuso que deshiciéramos el entuerto, como ella lo llamó. Me dijo que lo estabas pasando mal. Que estabas hecha polvo.
Anna le miraba sin comprender.
—¿Y te llamó anoche para decirte eso?
—Sí. Ya me había acostado, pero estaba leyendo. Era más de medianoche. Estaba muy afectada porque te oyó muy mal. Insistía en que necesitabas ayuda urgentemente, a tus viejos amigos. En que parecías otra —sonrió con dulzura—. Tiene gracia, porque hace mucho tiempo que quería retomar el contacto contigo, empezar de cero y olvidar lo que pasó.
Dejó escapar una risita. Ella le miró con desconfianza.
—¿Y al día siguiente nos encontramos por casualidad en Nordvest?
Retrocedió.
—Vale —reconoció él sonriendo de oreja a oreja—, me has pillado. No es tan casual. Esta mañana te he visto en el autobús, iba atrás del todo. Lo has cogido en Rantzausgade y te has bajado en Bellahøj. Yo también me he bajado y te he esperado a la puerta de la comisaría. Soy un gallina. Volví de Nueva York en febrero y lo primero que hice fue averiguar dónde vivíais Karen y tú. He querido llamarte un millón de veces, pero no sé por qué no me he decidido.
De pronto parecía tímido.
—Supongo que me daba vergüenza —continuó—. También por tus padres, con todo lo que hicieron por mí. Se pasaron años escribiéndome y mandando cosas y yo nunca les contesté. Cuando te he visto esta mañana, he pensado: «Ahora o nunca». Te he estado esperando a la puerta de la comisaría. Estaba a punto de rajarme cuando has salido. Hacía un frío que pelaba.
Se frotó los brazos con las manos, riendo.
—Es que estás muy delgado —soltó Anna.
—Lo mismo digo —contestó con cariño. De repente, la joven le cogió del brazo. Él sonrió—. Tiene que ser duro —dijo—. Qué fuerte. ¿Te han interrogado y esas cosas?
—Bueno —respondió, evasiva—. Estoy ayudando un poco a la Policía. No saben nada de nuestro mundo.
Luego guardó silencio. Su amigo parecía intrigado.
—¿Y qué te preguntan?
Anna se detuvo y le observó con ojos apremiantes.
—Sinceramente, Troels, ¿qué pasó aquella vez? ¿Por qué te largaste? ¿Por qué desapareciste? Karen te estuvo buscando varias semanas.
—¿No crees que a estas alturas ya da lo mismo?
—Si da lo mismo, entonces ¿por qué te fuiste? La reina del melodrama.
Él se liberó de su brazo.
—¡No me hagas esto! —exclamó con los ojos como ascuas.
—¿Que no te haga qué? —preguntó ella con vehemencia—. Yo no te estoy haciendo nada. Eres tú el que me espía, me sigue y hace cosas raras. Y luego sales con que da lo mismo. Te has tirado diez años borrado del mapa. ¡Eso no puede dar igual! No soporto que la gente desaparezca de esa manera, ¿entiendes? Es mezquino.
Tenía la mano crispada y los ojos ciegos de rabia. Troels no pestañeaba siquiera.
—Eras mi mejor amiga —dijo con voz apenas audible y la mandíbula tensa—. Confiaba en ti. En ti, en Karen y en tus padres. Y esa noche te portaste exactamente como mi padre, y tú lo sabes. Fuiste mala.
A Anna le hervía la sangre y sentía que iba a estallar de un momento a otro. El recuerdo de la imagen del Policía Más Desesperante del Mundo fue lo único capaz de contenerla.
—Mira, lo mejor va a ser que nos despidamos aquí y nos volvamos a ver cuando acabe la tesina, ¿de acuerdo? —preguntó en un alarde de autocontrol—. Karen y tú podéis venir a la defensa. Al fin y al cabo, es un acto público. Ahora mismo estoy un poco estresada, Troels, lo siento. Prefiero seguir un poquito más deprisa. Yo sola. Debo ordenar mis ideas. Además, tengo que coger un tren.
Por un instante le vio completamente trastornado y le pareció que temblaba. Luego se serenó.
—Vale —aceptó con un hilo de voz—. No pasa nada. Lo entiendo. Primero lo de tu tutor, ahora Johannes. Te lo ponen complicado.
Eso la ablandó.
—Eh —le dijo cogiéndole de la mano—, pero me muero de ganas de que quedemos, Troels. Dentro de unas semanas, ¿vale?
Intentó arreglar las cosas al recordar que Søren le había pedido que se comportara. Había faltado un pelo.
—Yo me voy por ahí —dijo el joven señalando hacia el cruce—. No vivo lejos.
—De acuerdo —contestó ella. Se fundieron en un abrazo duro y huesudo. Sin llegar a soltarle, Anna le mantuvo a escasa distancia y le preguntó—: ¿Amigos?
—Por supuesto —sonrió él—. Sólo estamos mal sincronizados. Cuando te he visto esta mañana, no he podido evitarlo. Estaba pensando en ti y, de repente, hale hop, vas y te subes al autobús. Tenía que esperarte.
Le apartó un mechón de pelo de la frente con la mano enguantada.
—Hasta pronto, preciosa.
Luego cruzó la calle en diagonal mientras Anna le seguía con la mirada.
La nota dominante del viaje a Odense fue el buen humor de Lily. Consiguieron plaza en un compartimento familiar y lo primero que hizo la niña fue vaciar su mochila y colocar todos los juguetes encima de la mesa. Su contagiosa alegría no tardó en atraer a otros dos niños a los que poco después proveyó de peluches, muñecas y construcciones. Anna contemplaba a su hija desde su asiento de ventanilla. Cuando pasó la azafata con el carrito, compraron un perrito caliente y dos zumos, y para cuando dieron cuenta de todo ello, ya tenían que apearse.
Una vez en la estación de Odense, a la joven le sorprendió que todo hubiese cambiado tanto y a la vez siguiera igual. Había un sinfín de tiendas nuevas que hacían que pareciese un centro comercial en lugar de una estación, y también habían instalado escaleras mecánicas y un aparcamiento nuevo a la entrada. Aun así, la invadió la nostalgia.
Mientras avanzaba con Lily por la acera a paso de tortuga se preguntó si aún conocería a alguien. Seguro que muchos de sus antiguos compañeros de colegio seguían viviendo allí, pero en ese momento no recordaba un solo nombre. La madre de Karen, al parecer, no se había marchado. Suspiró. Por la noche su amiga iría a verla.
Había impreso un plano y, para su alegría, comprobó que Ulla Bodelsen vivía a escasa distancia de la estación, en una callejuela llamada Rytterstræde. Lily, llena de entusiasmo, caminaba a trompicones metida en su buzo; sólo cuando un resbalón acabó en culetazo, quiso que la cogiera. Anna sudaba. ¿Qué demonios estaba haciendo? Ulla Bodelsen debía de tener más de ochenta años, lo más seguro era que fuese una vieja chocha. Además, por sus manos habrían pasado miles de niños. Se sintió estúpida. Para colmo, de pronto cayó en la cuenta de que no le iba a dar tiempo a comprar flores para el funeral del día siguiente, que no se le olvidara. De pronto su teléfono empezó a sonar. Se echó a Lily a la cadera y, con ciertas dificultades, logró sacárselo del bolsillo. Era un administrativo de la universidad que le confirmó la fecha y hora exactas de su defensa. Cuando colgó, Lily preguntó:
—¿Era mi papá?
Anna la miró sorprendida.
—No, cariño.
—¿Yo no tengo papá? —preguntó intrigada. Los ojos de ambas estaban muy cerca y la joven podía sentir el cálido aliento de su hija en la barbilla.
—Claro que sí, cielo. Tienes un papá. Se llama Thomas y vive muy lejos, en Suecia. Es médico y cura a la gente.
—El papá de Andreas se llama Mikkel —dijo la pequeña—. Yo también quiero tener papá.
—Te entiendo.
—Me da pena mi papá —añadió de pronto.
Quiso que la bajara. Había visto algo brillante en el suelo.
—Mira, mamá. ¡Oro! —gritó entusiasmada.
—¿Por qué te da pena tu papá? —se interesó su madre.
—Mira, mamá. Es oro de verdad.
La pequeña recogió la etiqueta dorada de una botella. Alguien la había alisado y parecía un sol.
—¡Oro! ¡Oro!
Anna se dio por vencida.
Ulla Bodelsen vivía en un bajo situado en una callecita adoquinada. Anna dudó antes de llamar al timbre y al oír unos pasos presurosos al otro lado de la puerta empezó a sudar. Cuando la puerta se abrió, Lily entró como una tromba.
—Mira, hemos encontrado oro —explicó—. ¿Cómo te llamas?
Una mujer anciana, pero muy bien conservada, se agachó a coger la carita de la niña entre las manos y la estudió atentamente.
—Sí, es evidente —dijo llena de misterio—. Yo me llamo Ulla, ¿y tú?
—Lily Marie Nor —recitó con precisión—. ¿Me das un zumo?
Ulla Bodelsen se echó a reír y centró su atención en Anna.
—Hola —la saludó con curiosidad.
La joven le estrechó la mano. La mirada de la anciana era verde y limpia; su corte de pelo, moderno; y su piel, asombrosamente lisa. A su espalda, contra la pared, asomaba una piragua.
—¿Hace piragüismo? —preguntó Anna, sorprendida.
—Sí —contestó ella dando unas palmaditas en la fibra de vidrio al pasar hacia el salón—. Me jubilé muy a disgusto hace ya…, cuánto hará…, doce años más o menos. Tenía sesenta y dos. La perspectiva de no hacer nada se me hacía rara —rió—. Me encantaba mi trabajo. Pero ahora estoy enormemente contenta. En realidad, ando mucho más liada que cuando trabajaba —volvió a reír—. He hecho un curso de monitora de natación y doy clases a principiantes tres veces a la semana. Además, me ha picado el gusanillo de la piragua.
Las paredes del salón eran blancas, el mobiliario, sencillo, de líneas puras, y había un cartel del Festival de Jazz de Copenhague de 1996. La anfitriona la invitó a acomodarse en un sofá negro. Había preparado bollos y té y un cuenco de azúcar candi.
—Mira lo que tengo para ti —le dijo a Lily.
Y, levantando el plástico que lo protegía, le ofreció un plato con trozos de manzana, melón, una mandarina pelada, tres ositos de goma y frutos secos. Mientras la pequeña inspeccionaba el contenido del plato, Ulla Bodelsen acercó un cajón de juguetes sobre los que la niña se abalanzó de inmediato.
—Sírvete —le dijo a Anna haciendo un gesto hacia la mesa—. Yo voy a buscar una cosa.
La joven untó un bollo con mantequilla y añadió un poco de leche en su taza de té. ¿Sería así Cecilie cuando pasaran los años? ¿Como Maggie? ¿Como Ulla Bodelsen? ¿Llena de energía y de ganas de vivir aunque transcurriera el tiempo? Le costaba creerlo.
La anciana regresó con un sobre blanco que dejó sobre la mesa. Comieron y bebieron un rato mientras charlaban sobre los edificios de las comunas de Brænderup, ya demolidos o tan transformados que resultaban irreconocibles. Incluso dieron con la pista de una antigua profesora de Anna que resultó estar casada con un sobrino de Ulla Bodelsen.
—Ese sobre es para ti —dijo la anciana de pronto mirándola fijamente—. No sé qué ocurre —titubeó— ni hace falta que me lo cuentes si no quieres, no pasa nada.
Vaciló de nuevo.
—No recuerdo haberte visto antes, pero ayer, después de nuestra conversación, estuve revisando mis cosas.
Señaló hacia un espacio que se abría en el salón donde había una mesita. Sobre ella se apilaban cuatro cajas de cartón con cantoneras metálicas.
—Tus palabras siguieron rondándome la cabeza cuando colgamos. Encontré la foto al fondo de la tercera caja. Hay cientos, si no miles, de instantáneas en esas cajas. De los niños y los padres de todos mis años como puericultora. También había una de ese padre y esa niña que recordaba, Jens y… Sara. En algún rincón de mi cerebro se había metido esa fotografía y la he encontrado.
Apartó la mirada.
—La puericultora que realizó el seguimiento de la familia durante los primeros meses se fue a Groenlandia porque su marido consiguió trabajo allí cuando Sara tenía unos siete meses. La madre había sufrido una lesión en la espalda durante el parto y tenía fuertes dolores. Se sometió a varias operaciones y pasó largos períodos ingresada; siempre que vi a la pequeña, estaba sola con el padre.
—¿No existe una carpeta del caso? ¿No escribió usted nada sobre… Sara?
—Sí, eso pensé yo también anoche. De pronto recordé que su historial se había perdido —prosiguió con voz inexpresiva—. Cuando me hice cargo del caso todo estaba hecho un caos. Acababan de integrarnos en la escuela de puericultura de Odense y había un lío espantoso por todas partes. Antes de mi primera visita a la familia busqué el historial, pero no lo encontré. Cuando le expliqué la situación a una compañera, me convenció de que la antigua puericultora lo habría dejado en casa de la familia con la orden de entregármelo, pero cuando le pregunté, el padre me dijo que no lo tenía. Decidimos tratar de recomponer la historia entre los dos. Sara crecía sana y fuerte, y eso era lo importante. Durante la que yo creía que sería mi penúltima visita, Jens me contó radiante que había buenas noticias. Acababan de operar a la madre una vez más en una clínica privada de alguna parte, Inglaterra, creo, y esa vez todo había ido bien. Fue entonces cuando me dio la foto —señaló el sobre—. Me fui de allí muy conmovida. Al cabo de tres meses estaba deseando visitarlos para conocer al fin a la madre de Sara, esperaba de todo corazón que les fuera bien. Pero nunca volví a verlos. Jens me llamó y dijo que no hacía falta que fuera.
—¿Y no le dio ninguna explicación?
—No —dijo Ulla—. Y la vida continúa. Nuevos niños, nuevos destinos.
—¿Cómo se llamaba la otra puericultora?
—Grethe Nygaard. Murió. Vi su esquela en el periódico hace tres años. Murió en Groenlandia.
La joven miró el sobre de soslayo.
—Ábrelo, Anna —la invitó la anciana dulcemente.
Anna abrió el sobre con las manos temblorosas. Me voy a morir, pensaba. Con mucho cuidado, extrajo una fotografía. Estaba boca abajo.
«Sara Bella y Jens Nor, agosto de 1978», ponía. Lo observó. Luego le dio la vuelta a la fotografía. Estaba algo descolorida, pero no demasiado. El fondo era una pared de arpillera y parte de una ventana pintada de marrón. Había dos personas, un jovencísimo Jens con barba y mucho pelo que miraba a la cámara con una media sonrisa, aunque con ojos tristes y sombríos. En su regazo había un bebé en pañales. Era idéntico a Lily. Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas.
—No cabe duda —dijo Ulla Bodelsen con cautela—, son como dos gotas de agua.
La miró a los ojos.
—Y te juro por todos mis años de profesión que la niña de la foto, esta niña —señaló—, se llamaba Sara. No digo que no seas tú, pero, en ese caso, entonces te llamabas Sara. De lo contrario yo no lo habría escrito por detrás. Siempre he sido muy meticulosa.
Se sentó junto a la joven en el sofá. Lily estaba enfrascada en sus juegos debajo de la mesa, donde había colocado los peluches y las muñecas formando una larga hilera. Anna deseaba levantarse, pero, en lugar de eso, se apoyó en la anciana, que la rodeó con sus viejos y fuertes brazos.
Anna no quería irse, pero Lily había empezado a restregarse los ojos y su madre decidió que había llegado el momento de despedirse. Cogió el sobre con la foto y se lo guardó en el bolso. Luego le puso el buzo a su hija y le dio un abrazo a Ulla Bodelsen. No se dijeron gran cosa, Anna un «gracias» y la anciana un «cuídate». La niña quería ir en brazos y cuando, in extremis, se subieron al tren de Copenhague, ella iba dormida y su madre empapada en sudor. La acostó en dos asientos, le bajó la cremallera del buzo y compró un té con leche grande. Sin darse cuenta, marcó el número de Jens.
—¿Dígame?
Parecía cansado.
—Papá, soy yo.
—Hola, cariño —la saludó con voz apagada.
—¿Por qué ya no me llamáis? —le preguntó controlándose todo lo que pudo—. ¿Os habéis confabulado contra vuestra única hija o qué?
Hizo especial hincapié en lo de única.
—Anna, te he llamado un sinfín de veces y no me has contestado. Francamente, te estás portando como una idiota. No tienes ningún motivo para gritarle a tu madre y a mí dejarme como un trapo. Sólo queremos ayudarte. Estás estresada, eso ya lo sabemos, y los dos pensamos que es completamente absurdo que no dejes a la niña con nosotros, con Cecilie, las pocas semanas que quedan. Es tu hija y nosotros no vamos a decidir por ti, ¿no? Pero no te entendemos. Para ella sería mucho mejor estar en un sitio donde puedan atenderla bien, ¿no te parece, cielo? Aunque si no quieres…
De no haberle interrumpido, habría seguido eternamente.
—Papá, yo te quiero, y lo sabes, ¿verdad? —le cortó con voz ronca sintiendo brotar las lágrimas—, pero eres un calzonazos. No todo lo que haga o diga Cecilie es la sacrosanta verdad sólo porque sea ella, ¿lo sabías? Ahora mismo Cecilie no es lo que nos conviene ni a Lily ni a mí, y me parece que tú también lo sabes. Llevo dos años sufriendo por culpa de Thomas y no sé qué habría hecho sin vuestra ayuda, pero tenéis que dejarlo. Los dos. Lily y yo tenemos que ser madre e hija. Es posible que seamos una familia pequeña, pero somos tan familia como cualquier otra. Y tenéis que dejarnos en paz. Podéis ser abuelos, venir los domingos con golosinas y llevárosla de vacaciones en verano, pero Lily es hija mía y soy una buena madre. No soy perfecta, pero hago lo que puedo. ¿Lo entiendes?
Hacía tantos esfuerzos por no gritar que parecía un animal furioso. Jens guardaba silencio.
—Nunca he entendido por qué tienes que ser tan agresiva —dijo al fin. Parecía herido.
—¿Quién es Sara Bella? —le atacó sin compasión.
—¿Cómo?
Su padre movió el auricular y Anna imaginó que acababa de incorporarse en el sofá.
—¿Quién es Sara? Soy yo, ¿verdad? De pequeña me llamaba Sara, ¿no? ¿Por qué? Sois unos putos enfermos.
Se arrepintió nada más decirlo. Ahora Jens sólo oiría las palabrotas, no el contenido. Como tantas otras veces. Y no le faltaba razón.
—Anna —dijo bajando la voz—, no quiero que me hables así. Estás estresada, de acuerdo. Pero estás yendo demasiado lejos.
—Te hablo como me da la gana, papá —replicó con frialdad—. Me has mentido. Me estás mintiendo. Había una niña que se llamaba Sara Bella, hoy he visto una foto suya. Es clavadita a Lily. Por detrás ponía: «Jens y Sara Bella». Esa niña soy yo, lo sé. ¿Por qué?
—¿Dónde estás? —preguntó. Parecía conmocionado de veras.
—En el tren que va de Odense a Copenhague —contestó, cansada.
Silencio.
—¿Dónde está Lily?
—Se la he dado a la Cruz Roja. ¿Por quién me tomas? Está conmigo, dormida.
—¿A qué habéis ido a Odense?
El miedo que se palpaba en su voz ablandó un poco a la joven.
—Papá, tonto. Hemos ido a Odense a ver a Ulla Bodelsen, la puericultora que te ayudó cuando mamá estaba siempre ingresada. ¿Quieres saber por qué estoy enfadada? No te lo puedo explicar porque yo misma no lo sé. Pero tú sí.
Cogió aire.
—Mi partida de nacimiento —dijo de pronto—. Donde dice que me inscribisteis en el registro casi once meses después de que naciera. No es verdad, no tardasteis en ponerme nombre tanto como siempre habéis dicho, ¿verdad? Me lo cambiasteis. ¿Por qué?
Ya no se controlaba, aullaba. Lily dio un respingo y un chico que iba oyendo música con unos cascos se volvió a mirarla intrigado.
Al otro lado de la línea había un silencio sepulcral.
—Anna —se oyó al fin decir a Jens con voz ronca—, tenemos que hablar. Puedo explicártelo.
Ella se apartó el móvil de la oreja y le hizo una mueca a la pantalla. Entonces recordó que el Policía Más Desesperante del Mundo le había pedido que se controlara. Volvió a acercarse el teléfono.
—Anna —la llamaba su padre, suplicante—, ¿Anna?
—Estoy aquí —contestó con frialdad.
—No le digas nada a Cecilie —susurró—. Prométeme que no vas a decirle nada. Puedo explicártelo. Esto la destrozaría.
—Papá —dijo en un tono más suave—, si la verdad la destroza, que la destroce. Se acabó.
Colgó. El teléfono sonó inmediatamente. «Jens llamando», ponía en la pantalla. Lo puso en modo silencio y se quedó mirándolo. Llamó ocho veces antes de darse por vencido. No dejó ningún mensaje. La joven se recostó en el asiento y trató de atisbar en la oscuridad de la noche, pero todo lo que vio fue su propio reflejo. Tenía cara de cansada, pero no de enfadada. Ni siquiera un poco. Cerró los ojos. Adivinaba el contorno de lo que había ocurrido treinta años atrás, el contorno, nada más. Una niña que primero se llamó Sara y luego Anna. Una mentira.
Al cabo de un rato se tranquilizó. Fue al baño y al regresar tapó a Lily con su chaquetón. Entonces llamó Karen.
—Estaba a punto de dejarlo por imposible —dijo alegremente.
Anna había estado furiosa con su amiga todo el día porque había llamado a Troels, pero ya se le había pasado.
—Me he entretenido. He estado en Odense, es una historia muy larga. Vamos en el tren. Llegamos a las 22.08.
—Voy a buscaros.
—No hace falta.
—Ya lo sé, pero voy de todas formas.