Capítulo 10

El jueves Søren se despertó antes de tiempo, pero desistió de intentar seguir durmiendo y se levantó. Encendió la estufa del salón, descongeló unos panecillos en el horno y trató de obligarse a disfrutar unos minutos de su hogar sin pensar en el caso. A las siete y veinte empezó a clarear. Se puso unos calcetines gruesos y pensó que hacía mucho frío para ser octubre. Quizá fuera un presagio del duro invierno que les aguardaba.

Le vino a la memoria aquel año de heladas en que Dinamarca quedó unida a Suecia durante más de dos meses. Fue en 1987, cuando tenía diecisiete años. Knud le llevó a pescar con devón. Una mañana de sol radiante y frío glacial atravesaron el hielo en dirección a Suecia en el Citroën de Knud equipado con neumáticos con clavos. El camino estaba en pleno estado de excepción. Los vehículos avanzaban serpenteando con precaución unos junto a otros, había gente que paseaba con el trineo del niño a cuestas y otros que patinaban con las bufandas al viento. Una vez en el continente, con los pies en tierra firme, pusieron rumbo al norte. Un amigo de Knud le había prestado una cabaña en una isla.

—¿Cómo vamos a pescar si está todo congelado? —preguntó un pasmado Søren al llegar a la isla. Su abuelo le guiñó un ojo.

Pasaron todo el fin de semana sin dar palo al agua, jugando a las cartas y al Master Mind y comiendo chocolate metidos en la cabaña. Echaban troncos al fuego y salían a dar paseos por la isla. Knud había llevado un juego de dardos que colgaron en el porche, delante de la casa, y jugaban hasta que oscurecía sin quitarse los guantes para poder beber cerveza sin perder los dedos. Una tarde, Knud le preguntó a su nieto en qué pensaba. Al principio Søren encontró que era una pregunta un poco rara, pero luego se dio cuenta de que estaba deseando contárselo todo. En qué pensaba, en quién pensaba, a quiénes consideraba sus amigos, quiénes no le gustaban, por qué se aburrió cuando los llevaron al Teatro Real con el colegio a ver una representación si había devorado el libro, por qué no tenía tiempo para echarse una novia en ese momento, pero que había alguna que le alegraba la vista, una de la otra clase, por ejemplo, que se llamaba Vibe y tenía los ojos más verdes del mundo. Al anochecer, el cielo de Suecia se pobló de millones de estrellas y ellos se sentaron al raso a contemplarlas a pesar de que estaban a menos de diez grados bajo cero. Knud preparó un poco de ponche y calentó los sacos de dormir junto al fuego. Allí estaban, en Suecia, acurrucados en la oscuridad como dos gusanos. De pronto el muchacho se volvió hacia su abuelo y tocó el tema del que rara vez hablaban.

—En la otra clase hay un chico que se llama Gert. Se quedó sin padres a los diez años, un accidente de coche. Es un salvaje y un bestia. Se fuma las clases, bebe y no hace los deberes. Puede que le expulsen. Al principio vivía con una tía suya, dicen; no sé, no le conozco demasiado, pero por lo visto se hartó de él. Luego estuvo en acogida en dos sitios distintos. Al final le metieron en un internado. Ahora está otra vez con la tía, pero sólo hasta que termine el instituto. Si es que lo termina.

Knud sonrió entre las sombras de la noche y se tumbó. Se veían las constelaciones con total claridad separadas por una oscuridad sin fin.

—Pero yo no estoy triste, Knud —continuó Søren—. Sé que Peter y Kristine ya no están, que eran mis padres y que me querían, pero no me siento triste. No por eso.

Luego calló y permanecieron sentados en silencio el uno al lado del otro casi cinco minutos hasta que su abuelo dijo con voz pastosa:

—A veces, cuando te miro, los echo tanto de menos que creo que me va a estallar el corazón.

Søren no dijo nada, pero le cogió la mano.

Cuando Søren, tras su frustrado intento de disfrutar de una pacífica mañana, puso rumbo a Copenhague, el amanecer teñía el cielo de llamaradas rojizas. La calefacción ya estaba en marcha y el comisario encendió la radio y volvió a apagarla. Necesitaba hacer balance de los últimos días. La Facultad de Ciencias Naturales tenía algo que le fascinaba y al mismo tiempo le iba a llevar a la locura. En general, todos se mostraban amables y complacientes y respondían de buena gana a sus preguntas, pero, a pesar de todo, no acababa de llegar hasta el fondo de la cuestión. Era como si se callaran muchas cosas.

Los resultados de los análisis de la científica también habían sido de lo más enigmáticos. Habían aparecido huellas por todo el despacho de Helland, huellas de Anna Nor, de Johannes Trøjborg, de Elisabeth, de Svend y de un millón de personas más. No tenía sentido. En el propio cadáver no había nada de especial interés aparte de una microscópica capa de jabón con unos toques de lavanda; se había duchado poco antes de ir a trabajar el lunes por la mañana. No había huellas, partículas de piel, sudor ni saliva que no fueran del muerto. Todo venía a confirmar que si Helland había sido asesinado, técnicamente el hecho se remontaba a tres o cuatro meses atrás.

El miércoles le informaron de que la víspera Clive Freeman se había registrado en el hotel Ascot, en Studiestræde. Se sintió invadido por una extraña agitación, pero fue sólo momentánea porque, en primer lugar, el Simposio Internacional de Ornitología se había inaugurado esa misma tarde en el Bella Center y Freeman, evidentemente, recalaría por allí; y, en segundo, ni por un instante se le había pasado por la imaginación que un ornitólogo canadiense en edad de jubilarse hubiera ido hasta Dinamarca a infectar a Lars Helland con huevos de parásito tres o cuatro meses antes. De todos modos fue a buscarlo a su hotel con Henrik sin poder evitar preguntarse si aquella visita no sería más un intento de posponer las cosas que parte de su labor policial. Cuando uno estaba con las manos vacías, se agarraba a un clavo ardiendo. Fue una pérdida de tiempo. Cuando enviaron al profesor canadiense de vuelta a su hotel, estaban justo en el mismo punto que dos horas antes. Con las manos completamente vacías.

Søren pasó la mayor parte del día detrás de su escritorio sintiendo que su frustración iba en aumento. Al final decidió concentrarse en Erik Tybjerg y pasadas las cuatro llegó al Museo de Zoología. Esta vez acudió directamente a recepción, pero no pudieron ayudarle.

—Además, no es usted el único que anda buscándole —le informó la joven del mostrador.

El comisario empezó a sentirse molesto de veras. ¿Qué tipo de trabajo era ese donde uno podía desaparecer así como así sin que nadie prestara la menor atención? Pidió una reunión con el director. La muchacha le miró con aire escéptico, pero descolgó y marcó un número. Al cabo de algo más de diez minutos apareció un señor que se presentó como Johan Fjeldberg, un tipo huesudo y ceniciento con unos ojos vivaces.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó cordialmente.

—Policía judicial —se presentó Søren al tiempo que mostraba su placa—. Quiero entrar en el despacho de Erik Tybjerg. Llevo dos días buscándole en relación con la muerte de Lars Helland. Ante todo, deseo que quede claro que no es sospechoso de nada, pero me gustaría mucho hablar con él para poner en claro los últimos movimientos de Helland en los días previos a su muerte —hablaba como una grabación y el director se quedó observándole.

—Usted sabe mejor que yo que no puedo dejarle entrar en el despacho de Erik Tybjerg así, sin más, a menos que traiga usted una orden judicial —Søren pareció resignado y Fjeldberg continuó con aire de gravedad—: Pero por esta vez, pase. Yo también me pregunto qué habrá sido de él.

Siguieron un nuevo recorrido a través del insondable edificio sin que el policía tuviera la menor idea de dónde se encontraba hasta que reconoció el pasillo del sótano, el sótano que daba al parque. Entraron en el laboratorio que precedía al despacho de Tybjerg y Søren echó un vistazo. Parecía que no lo usaban. Las papeleras estaban vacías y los microscopios, cubiertos con fundas de plástico.

—Está usted en su casa —dijo Fjeldberg—. ¿Cuánto tiempo necesita?

—Veinticinco minutos.

El director no se movió de la puerta.

—¿Es verdad lo de los parásitos? —preguntó con cautela.

El comisario gimió para sus adentros.

—¿A qué se refiere? —preguntó a su vez con su mejor cara de inocencia.

—¿Es cierto que Helland murió porque tenía el cuerpo lleno de parásitos?

Søren soltó una risita.

—No puedo hablar del caso con usted, ya se hará cargo. Pero yo no he oído nada semejante —dijo volviéndose hacia la mesa de Tybjerg.

—¡Sabía que era imposible! —exclamó Fjeldberg triunfante antes de alejarse por el pasillo.

Mierda, mierda, mierda, pensó mientras oía cómo se apagaba el eco de sus pasos. Era evidente que el rumor de los parásitos había empezado a circular. Estudió el despacho. Era pequeño y estaba atestado de cosas sin llegar al desorden. Había libros en tres de las paredes y un escritorio en la cuarta. Nada de tazas y vasos sucios, nada de revistas diseminadas por ahí. Tybjerg tenía cerca de veinte cd de música clásica junto al ordenador, pero, aparte de eso, primaba una gran escasez de objetos personales.

Permaneció largo rato mirando a su alrededor. Aquello parecía más un expositor de IKEA que el despacho de una persona de carne y hueso. Pasó a examinar de cerca la estantería y descubrió que dos de los anaqueles estaban repletos de publicaciones del propio Tybjerg, sobre todo revistas con las páginas marcadas con adhesivos amarillos llenos de anotaciones, pero también una docena de libros con su nombre en la cubierta. El más reciente era una enciclopedia de aves publicada ese mismo año, leyó en la página de créditos. Dinosaurios modernos de la A a la Z, se llamaba.

Eh, ¿qué era eso? Sacó un grueso volumen de su estante e introdujo la mano en el hueco. Una taza. Dentro de la taza había un cepillo de dientes y una maquinilla desechable. Apartó varios libros más y, estupefacto, observó su hallazgo. Espuma de afeitar, champú, pomada contra la sicosis, una bolsita con un peine desechable, varias pilas de calzoncillos limpios, calcetines enrollados y tres pares de pantalones vaqueros doblados. Al revisar los demás estantes encontró objetos detrás de todos los libros. Más ropa y útiles de aseo, cuatro novelas, una colección de sellos, una manta de viaje, una linterna, un walkman viejo y una bolsa llena de cintas de audiolibros, entre ellos El señor de los anillos.

Cuando terminó de revisarlo todo, volvió a colocar los libros en su sitio, con lo que el despacho recobró su aire neutro e impersonal. Detrás de la puerta encontró una cama plegable, aunque sin colchón. De pronto descubrió una postal que asomaba entre dos libros. La sacó. Era una colorida tarjeta enviada desde Malasia y escrita con una letra brusca e infantil. Lo estaba pasando estupendamente en Malasia, la comida era muy picante y volvería pronto. Un cordial saludo. Asger. Una postal de un amigo. Tras consultar el reloj, garabateó su número de teléfono en un papel y lo dejó sobre el teclado de Tybjerg. Luego abandonó el despacho con una idea clara: tenía que encontrar a Erik Tybjerg como fuese. En ese mismo instante, oyó los pasos de Fjeldberg por el pasillo.

En el camino de regreso a la civilización intentó sonsacar al director acerca de Tybjerg, pero no fue tarea fácil.

—Tiene talento —repitió varias veces—. Mucho talento. Montones de publicaciones, todo un visionario. Pero no se puede decir que le aprecien demasiado.

—¿Y eso por qué?

—Es un tipo un poco raro —contestó con franqueza—. Aunque ¿quién no lo es en este mundo?

—¿Podría explicarse un poco más? —intentó el comisario.

El director reflexionó unos segundos.

—Erik Tybjerg ha estado vinculado al museo desde los catorce años. Supe de su existencia a través de un amigo que trabajaba con su padre adoptivo; nos pusimos en contacto a principios de los años ochenta. Tiene una memoria de elefante y no hay nada que no sepa sobre las aves. Le puse a revisar las colecciones y él lo ordenó y lo clasificó todo y así lo ha mantenido desde entonces. Conoce cada astilla de hueso y cada pluma y sabe en qué cajón están todos ellos. Después se hizo biólogo, pero aunque lleva veinticinco años yendo y viniendo por el edificio, no puedo decir que le conozca. Hemos trabajado juntos en varias ocasiones, la última con motivo de la exposición sobre las plumas que se exhibe ahora mismo en la parte abierta al público. Estoy seguro de que sabe a qué me refiero: hay personas que no permiten que se les acerquen. Tybjerg es una de ellas. Siempre hablando de sus investigaciones de una manera tan cómica, como si recitase; y trabaja sin descanso. Si hablara con mi mujer, ella le diría que trabajo mucho más de lo necesario, en esta profesión es básico porque hay mucha competencia, pero comparado con Tybjerg soy un simple aficionado. Siempre está aquí metido. En la colección de vertebrados, en el pasillo que hay a la entrada, en su cuarto del sótano o en la cafetería. Siempre. El año pasado me lo encontré en el pasillo hasta el día de Nochebuena —se quedó mirando a Søren con expresión pensativa—. Me había dejado en el despacho el regalo de mi mujer y hacia las tres de la tarde pasé por aquí a buscarlo. Esto estaba más negro que boca de lobo y yo estaba convencido de que no había nadie cuando de pronto oí unos pasos. Me volví pensando que sería el vigilante, pero era Tybjerg. Llevaba una bolsa de comida y no parecía malhumorado. Nos saludamos, nos deseamos felices fiestas y, cuando ya se alejaba, se me escapó: «¿No va a pasar la Navidad en su casa?». Al principio murmuró algo que no oí bien, y cuando le pedí que lo repitiera cambió de idea. Dijo que no, que era ateo. Como ya le he dicho, no parecía apenado; si no, le habría invitado a pasar la noche con nosotros, si no tenía familia o algo semejante. Pero no se le veía triste. Es evidente que la ciencia es toda su vida.

El comisario le observaba atentamente. Ya habían llegado a la entrada principal, donde le había recogido una hora antes.

—Hay una cosa que no acabo de entender —dijo—. Es un hombre relativamente joven, tiene talento, ha publicado muchísimos artículos, se entrega a su trabajo en cuerpo y alma, pero, según me dijeron ayer, no tiene una plaza fija. ¿A qué se debe?

El director lanzó un suspiro que activó el sismógrafo del policía.

—Personalmente no me sorprende, les ocurre a muchos. No nos queda más remedio que escoger y hay mucha gente con talento —Fjeldberg le lanzó una mirada alerta—. Lo que siempre me ha extrañado es que él sí se comporta como si fuera fijo. Está claro que de algún modo se las arregla, pero no sé de dónde saca el dinero para llevar a cabo sus investigaciones. Ha colaborado en muchos de los proyectos de Helland, claro, pero eso… eso se acabó. Yo diría que va a tener que buscar una plaza en el extranjero y, en mi opinión, sería lo mejor. Abandonar el redil, usted me entiende. Profesionalmente está más que cualificado, pero desde el punto de vista social es un incompetente. La Universidad de Copenhague no es el lugar adecuado para él. Aquí hay demasiado codazo, demasiada mediocridad, demasiada estrechez de miras para un tipo como él, que en lugar de enseñar piensa quedarse sentado enredado con su especialidad. Sería bonito que las cosas fuesen de otra manera, que hubiese fondos para invertir en investigadores con competencias sociales y pedagógicas y también en expertos consagrados a áreas más reducidas sin secretos para ellos, pero no hay, es así de sencillo. Por eso sólo contratamos personal que sea medianamente competente en el terreno científico y sepa desenvolverse en la docencia, es decir, gente capaz de tratar con otras personas y enseñarles.

—¿Y Tybjerg no entra dentro de esa categoría?

—No —contestó Fjeldberg con una convincente sonrisa—, no entra.

—¿Conoce a Anna Bella Nor, del departamento de Helland?

—Sí. Bueno, conocer, lo que se dice conocer… Sé que Helland le dirigía la tesina, ¿no?

Søren asintió.

—Y Tybjerg. Según ella, era su tutor externo, así que algo de pedagogía debe de saber, después de todo.

El director parecía sinceramente asombrado.

—¿Tybjerg? En ese caso, sería un arreglo bajo cuerda entre ellos dos. De acuerdo con las normas, para dirigir una tesina hay que tener plaza fija como profesor del departamento. Pero ya sabe… —se detuvo a reflexionar—. En los últimos años se han puesto mucho más estrictos. El Gobierno nos ha dejado con un presupuesto que parece un chiste y a veces no nos queda más remedio que saltarnos las reglas si queremos que las cosas funcionen. Esto que quede entre nosotros —se apresuró a añadir.

—¿Por qué?

—No tiene usted ni idea de cómo funcionan las cosas aquí dentro —continuó en tono sombrío— y yo no quiero líos. Dentro de tres años seré emérito y ya lo tengo todo calculado. Mi casita en el campo, mis nietos, mi ocio.

—De acuerdo —dijo el comisario—. Que quede entre nosotros. Le doy mi palabra.

Fjeldberg parecía aliviado.

—Yo creo que Helland ayudó a Tybjerg más de lo que cabía esperar. Tendría sus razones, yo en eso no me meto. Personalmente, yo jamás elegiría como sucesor a un hombre como él, me inclinaría más por alguien con un poco de futuro dentro de la institución. Tybjerg nunca tendrá una plaza fija en esta universidad —aseguró.

De pronto rompió a reír.

—Será todo lo experto que quieran, pero también es un friki, y si en el sistema hay poco espacio para los expertos, aún hay menos para los expertos frikis. Ninguno, en realidad.

Consultó su reloj.

—Lo lamento, pero tengo que dar por concluida la reunión. ¿Puedo hacer algo más por usted?

Søren hizo un gesto negativo.

—Le llamaré. Hasta entonces, gracias.

—No hay de qué.

Fjeldberg se levantó, se dirigió hacia la entrada del museo seguido por la mirada pensativa del policía y abrió la puerta con una llave que llevaba enganchada a la trabilla del pantalón. De repente el comisario cayó en la cuenta de algo.

—¡Oiga, Fjeldberg!

El director se volvió.

—¿Qué le dijo aquella vez? —le preguntó.

El otro le miró desorientado.

—Tybjerg —se explicó Søren—. ¿Qué le dijo aquella Nochebuena cuando se lo encontró?

A Fjeldberg se le iluminó la cara.

—Ah…, sí, estoy casi seguro de que dijo: «Ésta es mi casa» —recordó con expresión triste. Luego se encogió de hombros y desapareció.

Cuando Søren aparcó en los sótanos de la comisaría de Bellahøj veinte minutos más tarde de lo que acostumbraba, el sol ya estaba muy alto y en el cielo apenas quedaba un leve resplandor rosa. Linda ya había llegado y olía a café.

—Ya están aquí los bollos de los jueves —anunció su secretaria señalando hacia unos dulces que había sobre su mesa.

—¿Alguna noticia de Johannes Trøjborg? —preguntó él pinchando uno de ellos con precaución.

—No —contestó Linda—. Le he llamado varias veces, ayer y esta mañana —le mostró un registro—, pero salta el contestador al primer tono.

El comisario frunció los labios y dijo:

—Localízame a Henrik, por favor. Si no tiene nada mejor que hacer, quiero que me acompañe a casa de Trøjborg dentro de media hora. Tenemos que encontrarle como sea.

Ella asintió.

—¿Y Tybjerg? —preguntó su jefe, cansado.

—Tampoco. En la universidad salta el contestador, al correo electrónico no responde y ayer cuando le llamé al móvil salió una voz automatizada diciendo que el número estaba dado de baja.

—Vaya —exclamó él enarcando las cejas—, pero el otro día sí te salía el buzón de voz, ¿no?

—Sí —asintió—, y cuando he llamado a Telia me han informado de que ayer dieron de baja ese número por falta de pago. Ya le habían enviado tres cartas.

El comisario hizo ademán de entrar en su despacho.

—Casi acabo discutiendo con los de la compañía —añadió Linda—. Fíjate, le dejan sin teléfono por una factura de doscientas nueve coronas. ¿No es una cutrez?

—Las normas son las normas.

—De todos modos. Por tan poco dinero me parece una cutrez.

—Menos mal que trabajas para la Policía y no para Telia. Con esa política, acabarías arruinándolos.

La observó con aire pensativo.

—Dime una cosa, ¿hemos comprobado la dirección de Tybjerg en el registro?

—Querrás decir que si la he comprobado yo, ¿no? —le lanzó una mirada juguetona—. Sí. Figura empadronado en Mågevej 26, 2.º derecha, en el distrito de Nordvest.

—Gracias —dijo él entrando en su despacho. Al cabo de un momento asomó la cabeza por la puerta—. Por cierto, este jueves me salto el bollo.

Tenía todo el aspecto de servir de domicilio a un par de parásitos.

No había transcurrido media hora cuando llamaron a la puerta y asomó la cabeza de Sten.

—¿Interrumpo?

—No, no; pasa.

Sten cerró la puerta.

—Por fin he conseguido entrar en el ordenador de Johannes Trøjborg. Menuda pieza.

Tomó asiento al otro lado del escritorio de Søren.

—Que había discutido con Helland ya lo sabíamos por el ordenador de la víctima, pero… —rebuscó entre sus papeles—. Sí, aquí lo tengo. Al parecer, Lars Helland no era el único del Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada que recibía mensajes misteriosos.

El comisario se echó hacia delante lleno de curiosidad.

—Alguien que se hace llamar YourGuy le ha mandado tres correos en las últimas cuatro semanas —prosiguió.

Sacó un papel de su carpeta y leyó en voz alta:

—«Tengo que volver a verte. ¿Es que no lo entiendes? ¡Llámame!». Y otro más: «Me encantas. Lo que me dejas hacerte me mata de deseo. ¡Llámame!».

Los dos policías intercambiaron una mirada más que elocuente. Sten continuó leyendo:

—«Hola. Lo sé, el otro día me pasé. Lo siento. Me gustas tanto que se me fue la pinza. Llevo toda la semana intentando dar contigo, pero ni me abres ni contestas al teléfono. Respeto que no quieras, pero ¿no podríamos hablarlo?».

Dejó el papel. Søren miraba por la ventana mientras daba golpecitos en la mesa con los dedos.

—No sé qué decirte —arrancó al fin—. ¿Algún lío entre gays?

—Echa un vistazo —sugirió el informático como si no hubiese oído sus últimas palabras.

Le tendió una fotografía de una persona de aspecto andrógino que, por el pecho plano que lucía enfundado en un corsé, el comisario dedujo que era un hombre. Llevaba el pelo hacia atrás peinado en surcos y la ropa muy ajustada, cuero negro y medias de rejilla. Se había pintado los labios de rojo encendido y el carmín se le había corrido por un lado, como si sangrara o acabaran de besarle. Los ojos estaban maquilladísimos. Toneladas de negro y, junto a la sien izquierda, una telaraña extendiendo sus decorativos hilos.

—¿Quién es? —se interesó Søren.

—Todo parece indicar que Johannes —respondió su compañero.

Lo vio al instante. Los rasgos del joven aparecieron bajo el maquillaje en un destello fugaz haciéndole exclamar lleno de sorpresa:

—¡Joder!

—Johannes es gótico —le explicó Sten.

—¿Gótico? —repitió confuso.

—Es una subcultura, lo he leído en Internet. Hombres y mujeres que rinden culto a la oscuridad y se ponen todo tipo de disfraces, desde el traje del conde Drácula hasta cueros y corsés. Les encanta ir de negro y con maquillaje blanco y llevan miles de piercings. La foto es de La Máscara Roja, por lo visto el club gótico más activo de Copenhague. Abre el primer viernes de cada mes y, por lo que he podido averiguar, es bastante conocido fuera del país. Siempre cuelgan las fotos en su página web. Debajo de ésta ponía «07/09/07, Johannes». Por eso se me ocurrió que podía ser él —explicó con una sonrisa de medio lado antes de continuar—. Otras veces se hace llamar Orlando, pero más que una tapadera para ocultar su identidad yo diría que forma parte del juego del ambiente gótico. ¡Palabra!

Se interrumpió al comprobar el escéptico movimiento de cejas del comisario.

—Juegan a hacer fiestas en el castillo del conde Drácula. En realidad, es de lo más simpático. Son como un club que practica la tolerancia, la aceptación y la convivencia. Por lo que he leído, el mundo gótico surgió en los ochenta como una especie de reacción al punk. Los punks tienen que tener un aspecto determinado y unas ideas determinadas; los góticos no. No code, no core, no truth, ése es su lema. Expresarse de un modo único y personal es la esencia de todo.

—¿Es un club homosexual? —preguntó Søren.

—No, ya te lo he dicho: no hay código ni reglas. Los homosexuales son tan bien recibidos como los heterosexuales. Por lo visto también hay muchos que van con ropa corriente y a simple vista no se sabe de qué pie cojean.

—¿Sexo?

—No. Seguramente por eso no se toman demasiadas molestias en ocultar su identidad. Johannes no es el único que aparece con su verdadero nombre. Sólo mantienen una cosa en secreto: el lugar donde se reúnen. Cuando asistes a una de sus fiestas, te apuntas a una lista. Así pueden mandarte un sms diciéndote dónde va a ser el siguiente encuentro pocas horas antes de que abra sus puertas. Siempre cambian de sitio, supongo que para evitar que aparezcan neonazis entrometidos y demás chusma.

Se encogió de hombros.

—No me ha dado la impresión de que hagan nada turbio, la verdad —prosiguió—. No son más que un montón de personas adultas disfrazadas aficionadas al terror y a la oscuridad. Lo que sí hay es bastantes solapados.

—¿Solapados?

—Gente que es gótica y a la vez está metida en el ambiente fetish y, te lo advierto, todo lo que tienen de abiertos los góticos lo tienen los fetish de herméticos. Se cierran en banda como ostras asustadas. Su club se llama Inkognito. Los que organizan las reuniones mensuales son los mismos, pero las reglas fetish son mucho más estrictas. Por ejemplo, nada de fotos. Por lo general, los fetichistas son algo mayores que los góticos, gente más asentada, con familia y trabajo, y por eso tienen que ser más cuidadosos a la hora de ocultar su identidad. La diferencia fundamental entre ambos ambientes está en el sexo. Las fiestas fetish están asociadas a lo que llaman darkrooms o, como decimos en mi pueblo, picaderos, donde la gente puede disfrutar de los placeres del anonimato. Sus prácticas sexuales son de lo más heavy. Te pueden pegar, pellizcar los pezones, colgarte del techo con una polea, inmovilizarte con un bondage japonés y cosas por el estilo de las que, por supuesto, no había oído hablar en toda mi vida —esbozó una sonrisa picarona—, pero todos mantienen el anonimato, también en los cuartos oscuros. Consigues una pareja y pisas el acelerador. Johannes ha recibido varios mensajes con datos de fiestas fetish, así que creo que es bastante probable que sea un miembro activo de los dos ambientes. Yo diría que Orlando conoció a YourGuy en una fiesta de uno de los dos clubes y que Johannes se ha borrado del mapa porque se está escondiendo de él. El tipo no parece precisamente Papá Noel —añadió jugueteando con los papeles.

Søren reflexionó unos instantes.

—¿Y no crees que es posible que el tal YourGuy tenga un cuelgue normal y corriente y ese tono algo brusco sea el habitual en esos círculos? —aventuró.

Sten asintió y dijo:

—Podría ser, pero lo que me sorprende es que su dirección está registrada con un nombre falso, concretamente Pato Donald, 2200 Patolandia. Es lo que tienen las cuentas gratuitas; si quieres, te puedes registrar de forma completamente anónima, como hizo el que le mandó las amenazas a Helland, o con otro nombre, el Pato Donald o Bill Clinton, y si encima utilizas un ordenador público es imposible seguirte el rastro. El remitente sólo ha usado su dirección esas tres veces. Creó la cuenta el 8 de septiembre y envió los mensajes el 12 de septiembre, el 16 de septiembre y el 7 de octubre. Naturalmente, he hablado con el propietario del cibercafé en cuyo servidor se han registrado los envíos. Cuando le dije lo que quería, se partió de risa. El café cuenta con veinte ordenadores distribuidos en tres habitaciones y unos doscientos clientes al día. Evidentemente, no toman nota de quién viene y quién va. Esos mensajes pudo escribirlos cualquiera. Lo único que sabemos con seguridad es que quien fuera no deseaba que le identificaran y, ¿por qué tomar tantas precauciones por «un cuelgue normal y corriente»?

El comisario asintió lentamente.

—¿Qué te hace pensar que Johannes es homosexual? Lo has insinuado un par de veces —continuó Sten.

—No hay nada seguro. Yo tengo mis sospechas, pero Anna Bella Nor lo niega. ¿Por qué?

El informático parecía pensativo.

—Lo he buscado en Google, y Orlando es el nombre del protagonista de una novela de Virginia Woolf de 1928, un personaje que vive cuatrocientos años y se convierte en mujer.

—¿Y? —el comisario no le quitaba ojo.

—Yo no creo que sea gay. En la web de La Máscara Roja hay un muro donde se pueden dejar comentarios después de las fiestas, y Johannes parece de lo más popular entre las féminas; tiene el ciberespacio que echa humo. Yo diría que explota su lado femenino y que nosotros somos tan tontos como para tomarlo por homosexualidad.

Llamaron a la puerta. Sten se levantó y entró Henrik.

—Yo ya me iba —le explicó al recién llegado.

Antes de salir, se detuvo un momento.

—Buena suerte —se despidió meneando la cabeza.

Søren dio un cabezazo contra la mesa.

—Esto…, ¿me he perdido algo? —preguntó Henrik. Tenía los brazos cruzados y aire de tipo duro.

—He perdido mis superpoderes —murmuró el comisario con la cara aplastada contra la carpeta.

Søren y Henrik abandonaron la comisaría, torcieron a la derecha y bajaron por Frederikssundsvej.

—¿Por qué no coges Borups Allé? ¿No íbamos hacia Vesterbro?

—Antes tenemos que ver una cosa —respondió el comisario—. Johannes Trøjborg no es el único que ha desaparecido. Erik Tybjerg tampoco contesta al teléfono, al correo electrónico ni a la amable misiva que dejé personalmente en su escritorio, pero, como vive en Mågevej 26, se me ha ocurrido que podríamos ir a echar un vistazo de camino hacia Vesterbro.

El resto del recorrido lo hicieron en silencio.

Søren y Henrik eran amigos desde sus tiempos en la Academia de Policía. De repente, sin motivo alguno, en el corto trayecto de Bellahøj a Mågevej a Søren le asaltó la idea de que ya no lo eran. Cuando iban juntos en el coche, Henrik solía ir en el asiento del copiloto quejándose de que su familia le estaba volviendo loco, contando anécdotas de su burra y de la última vez que había salido con ella a quemar kilómetros, hablando de mujeres y de fútbol o jurando y perjurando que iba a ponerse con el inglés porque a sus crías ya se les daba tan bien que se reían de su acento. Al doblar la esquina de Mågevej y ocupar un hueco libre frente al número 26, el comisario cobró conciencia de cuánto tiempo hacía que su amigo no le abrumaba con su verborrea.

Dejó la llave colgando en el contacto. Nunca le había contado a Henrik lo que le había ocurrido. ¿Querría hablar del tema? Él, desde luego, no, por eso no le había dicho nada. Ni a su amigo ni a nadie. No había querido compartir aquel dolor y ahora se le había enquistado, como una esquirla de cristal.

—Joder, cómo me duele la cabeza, tío —exclamó Henrik al tiempo que daba golpecitos impacientes con el pie.

—¿Saliste ayer?

—Sí, estuve con… —de pronto parecía inseguro, como si hubiese hablado más de la cuenta—. Tomamos unas cervezas, ya sabes.

—¿Estuviste con Allan? —preguntó Søren. Allan era un amigo y compañero de ambos.

Henrik dejó escapar una risita tonta.

—No, es que… a la mierda. La he cagado, pero mejor te lo cuento otro día.

El comisario permanecía inmóvil con las manos en el volante.

—¿Qué pasa? —le interrogó Henrik—. ¿Salimos a buscar al Tybjerg ese o qué?

Søren no le escuchaba.

—Sé por qué te has vuelto tan misterioso —dijo— y quiero pedirte perdón.

—Pero… ¿de qué hablas?

Søren siguió hablando con la voz pastosa y la vista clavada en el volante.

—Perdóname. Sé que no se puede ser amigo de alguien que nunca ofrece nada a cambio.

No sabía qué más decir. Henrik le observaba de reojo, sentía su mirada en la mejilla.

—¿Y si lo hablamos en otro momento? Hoy estoy machacado, por decirlo suavemente. Anda, vamos a subir.

Abrió la puerta, bajó del coche y se dirigió hacia los timbres mientras el comisario le observaba desde su asiento con una desagradable sensación de inquietud oprimiéndole el pecho.

—Su nombre no está —le informó Henrik cuando se reunió con él—. No hay ningún Erik Tybjerg. ¿Estás seguro de que era el 26?

Søren se acercó y lo descubrieron juntos. Alguien había pegado una etiqueta blanca encima del inquilino original del segundo piso. En la etiqueta figuraba el nombre de «K. Lindberg». El comisario levantó una esquina y, en efecto, debajo ponía «Tybjerg».

Sin darle opción a pensarlo, Henrik pulsó el timbre hasta el fondo. Los dos se incorporaron y esperaron a que les abrieran.

—Estará en el trabajo —aventuró Henrik consultando el reloj. En ese mismo instante apareció un hombre cargado con dos bolsas de la compra. Los dos policías tuvieron la misma idea. El hombre les lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Me esperaban a mí? ¿Vienen a cobrar?

—¿Se llama usted Lindberg?

—Sí, Karsten Lindberg. ¿Ocurre algo?

—Policía —anunció Henrik mostrándole la placa.

—¿Pasa algo malo? —insistió él. Dejó las bolsas en el suelo con expresión asustada.

—No —lo tranquilizó Søren con suavidad—. No tiene nada que ver con su vida personal ni con su familia.

Karsten Lindberg respiró aliviado.

—Ah, ¿y en qué puedo ayudarlos?

—¿Vive en este portal?

—Sí, en el segundo derecha. Lo he realquilado por un año, hasta el verano que viene.

—¿Se lo ha alquilado Erik Tybjerg?

—Sí —contestó asombrado.

—¿Sabe dónde vive él mientras usted ocupa el piso?

—Sí —se apresuró a responder—. Bueno, más o menos. En algún lugar de Los Ángeles. Es paleontólogo o algo así, tiene que ver con pájaros, y va a dar clases en UCLA dos semestres.

Søren tuvo que hacer serios esfuerzos para ocultar su perplejidad.

—¿Cómo entró usted en contacto con Tybjerg?

—Puso un anuncio en el Instituto H. C. Ørsted. Soy bioquímico. Estaba buscando piso y casualmente vi su anuncio en el tablón. ¿Qué es lo que ocurre?

—Tratamos de dar con su paradero —contestó el comisario bruscamente—. ¿Alquiló usted el piso amueblado?

—En parte. Se llevó sus cosas personales, pero dejó casi todos los muebles. A mí me viene de perlas, esto no es más que una solución temporal.

—¿Tiene su dirección de California?

—No. Tengo un correo electrónico, pero de una universidad de aquí. La verdad es que hace unos meses estuvo a punto de volverme loco, por eso creía que venían a cobrar algo —admitió con sonrisa forzada—. Empezaron a llegar montones de cartas y me cortaron la luz y el teléfono. Me pasé dos semanas tratando de localizar a Erik, pero no daba señales de vida. Contento me tenía. Al final contestó. Me explicó que había estado en unas excavaciones, fue absurdo. Habíamos quedado en que yo le iría ingresando el dinero en la cuenta y él pagaría los gastos fijos, pero una vez que se marchó dejé de tener noticias suyas. Supuse que se habría ocupado de todo y me olvidé del tema. Ni se me pasó por la cabeza que no estuviese pagando los recibos. Al final conseguí que los pusiera a mi nombre temporalmente, era mucho más sencillo para los dos. Así él podía ocuparse de sus huesos y sus excavaciones y yo ver qué había en la nevera y llamar por teléfono. Me pidió que le guardara todas las cartas y eso he hecho. Si les soy sincero, algunas tienen una pinta de lo más preocupante, pero le he escrito y no reacciona. ¿Qué le voy a hacer? Soy su inquilino, no su madre, ¿no? El otro día llegó otra reclamación por un impago —dijo con aire contrito—. En realidad, no me parece bien contarles todo esto. Al fin y al cabo, es un asunto privado. Pero en fin. ¿Quieren las cartas?

—Sí, gracias —se apresuró a decir Søren. Lo que les proponía Karsten Lindberg era, técnicamente hablando, ilegal, pero estaba a punto de ahorrarle un montón de burocracia.

Le acompañó a recoger las cartas y le ayudó con las bolsas.

—Es usted un policía muy amable —dijo Lindberg con una sonrisa.

El apartamento de Tybjerg era pequeño e impersonal. Salón, un dormitorio y una cabina de ducha instalada en la cocina. Los electrodomésticos y los muebles estaban muy usados y las ventanas pedían a gritos un lavado. Søren recogió quince reclamaciones de cobro y se despidió. Al llegar abajo, se encontró a Henrik en el coche leyendo un catálogo de jardinería.

—Estoy pensando invertir en una motoazada —comentó—. ¿Qué te parece? ¿Se puede ser un hombre de verdad sin una motoazada?

—Tú no sé —contestó Søren—, yo más o menos me apaño sin.

—Claro, pero tienes el jardín hecho una mierda.

Tras recorrer varias calles en silencio, añadió:

—Ese tío no está en Los Ángeles ni de coña.

—No —dijo Søren—, aunque eso es lo que ha hecho creer a su inquilino. Pero ¿por qué?

Avanzaban por Falkoner Allé en dirección a Vesterbro. Søren estuvo a punto de decir algo varias veces, pero su amigo parecía dormitar apoyado en el reposacabezas. Tamborileó en el volante y circuló con destreza entre los demás coches. Por un instante se sintió completamente aislado. Al llegar a Kongshøjgade aparcaron y Henrik le dejó entrar primero en el portal de Johannes Trøjborg. Los peldaños estaban tan desgastados por el centro que debía de hacer al menos treinta años que no arreglaban la escalera. En todos los rellanos había cartones de zumo aplastados, envoltorios de golosinas, cascos vacíos y, en un rincón, hasta una cinta de goma que en su día debió de estar atada a algún brazo. La luz del primer piso funcionaba, pero a partir de ahí todas las bombillas estaban fundidas y los dos policías apenas veían dónde ponían los pies. Olía a meados.

—Joder —protestó Henrik en voz baja.

—Sí, qué lugar tan agradable.

Al fin llegaron a la puerta de Johannes. No se oía nada. A Søren se le encogió el estómago. Henrik alargó el brazo para tocar el timbre, pero él le detuvo.

—Mira —señaló.

La puerta estaba cerrada, pero no del todo. Una finísima rendija, apenas visible en la oscuridad del rellano, había llamado su atención.

—Tengo un mal presentimiento —dijo.

Se sacó un lapicero del bolsillo de la pechera y empujó la puerta, que cedió. Había un silencio sepulcral.

—Vamos a entrar —anunció con determinación.

El interior de la casa era más oscuro que el rellano, si cabía. Se encontraron en un pequeño pasillo con la cocina a la izquierda y el salón a la derecha. Vieron una ventana con las cortinas corridas, un sofá de hierro forjado con una funda y grandes cojines y, delante de la ventana, una mesa y cuatro sillas. Henrik encendió la luz de la cocina. Estaba sucia y desordenada. Botellas de refresco vacías, bolsas de comida preparada abiertas y una rejilla grasienta que alguien había sacado del horno y que no había ido más allá del fregadero. Apestaba. Henrik abrió un armario bajo y apareció un cubo rebosante de basura. El comisario sacó de su bolsillo interior dos pares de guantes de goma y otros dos pares de cubrezapatos y le entregó un juego a su compañero. Llevaba demasiado tiempo en la Policía.

Recorrieron el apartamento con lentitud hasta dar con Johannes en el dormitorio. La escena era grotesca. En medio de un cuadro abstracto pintado con sangre, el joven yacía en la cama cuidadosamente arropado con su edredón, como si durmiera. La sangre le había salido de un agujero oscuro que tenía en la nuca.

—Joder, Johannes —exclamó Søren. Ambos guardaron silencio unos instantes. La habitación olía a cerrado.

—Son las 10.18 —dijo un lacónico Henrik antes de sacar el móvil y llamar para pedir refuerzos. Poco después oyeron las sirenas. Søren no podía apartar los ojos del cadáver y, en contra de su costumbre, le costaba reprimir sus sentimientos.

«Johannes es un amigo estupendo», había dicho Anna.

El resto de la mañana transcurrió dentro de los límites de la rutina. El forense y los de la científica llegaron al mismo tiempo y Bøje no tardó en determinar que Johannes llevaba muerto entre doce y veinticuatro horas, lo que supuso un inmediato y terrible cargo de conciencia para Søren, porque significaba que el joven aún estaba vivo mientras él trataba de localizarle. ¡Por qué demonios no había cogido el teléfono! El rastro sanguinolento del suelo revelaba que le habían matado en el salón, y Bøje les pidió a los de la científica que buscaran el arma homicida, un objeto duro y puntiagudo. El jefe de la científica tardó menos de tres minutos en encontrarlo.

—Mirad esto —exclamó al tiempo que hacía señales a sus colegas para que se aproximaran a estudiar más de cerca una de las cuatro agujas bulbosas que remataban las esquinas del sofá—. Sangre, cabello y masa cerebral.

El comisario lo observó desde el pasillo para no borrar posibles huellas. El forense echó un vistazo desde la puerta del dormitorio y dijo:

—Podría ser.

Después volvió a enfrascarse en su trabajo.

Søren y Henrik salieron del apartamento y tomaron posiciones en el rellano mientras los de la científica empezaban a tomar huellas del suelo, las paredes y la ropa. Los flashes de sus cámaras se encendían y apagaban sin cesar. El comisario se rascó la cabeza. Tendrían que bombardear a preguntas a su círculo más próximo: vecinos de arriba, vecinos de abajo, vecinos de enfrente. Los chicos de la morgue se llevaron a Johannes metido en una bolsa y las sábanas y el colchón acabaron en otra precintada. Bøje se despidió y desapareció escaleras abajo. Poco después de las tres estaba todo medido y fotografiado y las huellas tomadas. Ya sólo quedaba esperar el informe del forense, y pasarían varias horas antes de que pudiesen dar el próximo paso. Søren tendría que aguardar un día más si quería saber en qué terreno se movía. Dio instrucciones a cinco parejas de agentes y los envió a llamar de puerta en puerta. Una vez precintado el apartamento, bajó las escaleras con aire cansino. Nevaba ligeramente, lo que no evitó que un gran grupo de curiosos se congregara frente a la casa a observar el portal y las cintas de plástico rojiblancas que ondeaban al viento. Ya habían llegado otros cuatro compañeros y el comisario los invitó a reunirse con él al abrigo del portal para hacerles un breve resumen de la situación. Cuando se alejaron, apareció Henrik. Søren estaba helado, no notaba que llevaba calcetines de lana. En realidad, no sentía los pies.

—Supongo que ahora toca ir a darles la noticia a sus padres —dijo con tono inexpresivo.

—Ya me he ocupado yo —le tranquilizó su amigo dándole unas palmaditas en la espalda—. He mandado a Mads y a Özlem.

Søren le miró con gratitud. Le escuchaba al tiempo que trataba de grabarse en el disco duro las caras de los curiosos. El grupo se iba reduciendo poco a poco, tenían frío. Dos ancianas con boinas y carritos de la compra que daban pataditas en el suelo, a su lado tres chavales con mochilas y anoraks de color rosa chillón y una joven con un niño en un cochecito. Un tipo de mejillas encendidas que hablaba por teléfono y, a la izquierda, dos mujeres de unos cuarenta años con unos críos mayores.

Al fondo del todo estaba Anna.

Llevaba puesta la capucha y todo parecía indicar que acababa de sumarse al grupo de curiosos y trataba de abrirse paso entre ellos. Henrik decía algo, sus labios se movían sin sonido y sus ojos buscaban los de Søren. La joven observaba asustada la casa, los coches patrulla, el cordón policial, y, por una décima de segundo, al comisario le pareció que le miraba. Después se dio la vuelta y echó a correr. Salió tras ella. Apartó bruscamente a su amigo, patinó por la acera, se enredó con el cordón, empujó al tipo del teléfono y al fin logró zafarse de la muchedumbre y salir a la calzada. La esquina estaba a cincuenta metros del portal y hacía rato que Anna la había doblado, se había ido, la había perdido de vista. Llegó a la esquina y dobló por Haderslevgade, cruzó Enghave Plads y siguió corriendo por Enghavevej. El tráfico era denso y lento, se detuvo unos momentos. Un autobús arrancó y el conductor tocó el claxon para que se apartaran los coches que no le dejaban paso. El policía corrió hacia el vehículo intentando atisbar en su interior, pero el aliento de los pasajeros había empañado los fríos cristales. Corrió junto al autobús golpeando uno de sus laterales. Golpeó la rueda, que se puso en movimiento, golpeó la puerta de entrada y al fin logró atraer la atención del conductor.

—¡Largo! —gritó éste—. Coja el próximo.

El comisario intentó sacar su placa, pero el tráfico se despejó y el autobús aceleró, dejándole allí helado y acongojado.

—Pero ¿se puede saber qué cojones pasa? —gritó Henrik furioso al verle volver a Kongshøjgade.

—Me había parecido ver a alguien —contestó él evitando su mirada.

—¿A quién?

—Da lo mismo. No era… él.

Su amigo le escrutó con los ojos entornados.

—¿Desde cuándo sigues tú solo a los sospechosos?

—Desde hoy —contestó el comisario con aire cansado—. Lo lamento. Este caso no tiene ni pies ni cabeza.

Henrik estaba visiblemente molesto.

—Søren —dijo—, un policía tiene que aceptar que no todos los casos se resuelven. Hasta ahora has solucionado todo lo que te han echado, pero si éste acaba siendo tu primer caso sin resolver, tendrás que tragártelo. No te vas a morir por eso, ni va a venir ningún superior a arrancarte los galones y a mandarte de vuelta a patrullar las calles, ¿verdad que no? Además, ¡no hemos hecho más que empezar! Vamos a esperar el informe de Bøje como niños buenos y luego diseñaremos un plan de ataque, ¿de acuerdo? Ahora vete a tu casa, por hoy ya está bien. Yo termino aquí y me vuelvo con Mads. Largo. Yo me encargo del informe provisional.

El comisario asintió y se metió en el coche. Tardó un rato en recuperar el control.

Søren tomó Falkoner Allé en dirección al barrio de Nørrebro. Tras cruzar Ågade, giró a la derecha y aparcó detrás del edificio de Anna. Dio la vuelta y llamó al portero automático. Muchas veces. No contestaban. Entonces llamó a la puerta de al lado. Al cabo de un buen rato, contestó una voz de anciana.

—¿Sí?

—¿La señora Snedker? —preguntó tras echarle un vistazo al cartelito que había junto al botón—. Policía, haga el favor de abrir.

Se oyó un crujido; creyó que la anciana iba a abrir, pero al parecer se lo había pensado mejor, porque dijo:

—¿Y por qué me lo tengo que creer?

Se quedó de piedra.

—Tiene toda la razón —admitió.

¿Qué hacer? Más crujidos.

—Si eres el chico que ha estado esperando a Anna —la voz de la anciana sonaba enfadada—, ya te estás yendo a tu casa a dar la lata a tu madre, so puerco. No nos interesan tus baratijas, o lo que sea que vendas. ¡Andando! —y colgó.

El comisario se quedó perplejo. Retrocedió unos pasos y levantó la vista. En la ventana del cuarto, junto a la de la joven, vio a una anciana que le saludaba con la mano. Volvió a llamar.

—Yo a ti no te he visto en mi vida —dijo nada más descolgar—, y no creerás que soy tan tonta como para abrirle al primero que pasa sólo porque dice que es policía.

—Señora —replicó él con tono autoritario—, voy a darle un número de teléfono y usted va a llamar a información y va a averiguar de dónde es. Le dirán que es del servicio de guardia de la comisaría de Bellahøj. Deje pasar dos minutos, llame al agente de guardia y pregúntele si cree que es buena idea abrirle la puerta a un tipo que dice llamarse Søren Marhauge y ser de la Policía. Si le dice que sí, me abrirá, ¿verdad? Voy a llamarlos ahora mismo para dar mis coordenadas. ¿Me sigue?

—¿Te crees que nací ayer? —preguntó la voz con descaro—. Porque te aseguro, mozalbete, que no es así. Cuando nací, tú aún no eras ni un picor en la bragueta de tu padre.

El comisario esbozó una sonrisa.

—Vale, entonces quedamos en eso.

Colgaron. Søren llamó al turno de guardia, que al cabo de cuatro minutos le devolvió la llamada para informarle de que tenía vía libre. Acababa de telefonearles una tal Maggie Snedker con fecha de nacimiento 26 de febrero de 1919. Se había mostrado de lo más desconfiada, pero al final habían llegado a un acuerdo. El oficial de guardia parecía estar divirtiéndose de lo lindo. En ese mismo instante, el portero automático dejó escapar un chasquido y Søren tuvo acceso al portal.

La señora Snedker le aguardaba en el rellano. Tenía los brazos cruzados y cara de pocos amigos, pero al policía le pareció distinguir un destello burlón en su mirada.

—Sí que vive usted alto, señora —resopló al mostrarle la placa.

—Tienes mucha razón. El aire de por aquí no es apto para alfeñiques —estudió la placa—. ¿Qué quieres?

—Necesito localizar a su vecina, Anna Bella Nor, lo antes posible, y no me abre la puerta ni me contesta al teléfono.

—¿Y por qué no iba a querer abrirle a un poli tan simpático? —preguntó la anciana.

Llevaba una ropa muy elegante y las uñas largas y pintadas de rojo. No aparentaba los bastantes más de ochenta años que tenía. Sus cabellos eran espesos, rizados y de un rojo intenso; con toda seguridad, una peluca. Una vez cumplidos los sesenta, los de Elvira se volvieron tan frágiles y finos que prefirió llevarlos muy cortos.

—¿De qué se trata? —se interesó—. Esa pobre niña ya ha sufrido bastante. Primero ese pringoso que se larga y la deja sola con todo el tinglado. No, no es precisamente mi ídolo. Lily no tenía ni un añito. Menudo canalla. Anna es una buena chica, lo que pasa es que está muy triste, y cuando estamos tristes hacemos cosas un poco raras. Aunque a mí no puede engañarme. Bueno, pero ¿qué querías?

Su mirada era como una pistola de clavos.

—Lamento no poder darle demasiados detalles, pero no es nada grave —la tranquilizó—. ¿No tendrá usted, por casualidad, una llave de su casa? —intentó.

—Por supuesto que la tengo, pero no pienso dártela.

La señora Snedker le miró de arriba abajo con ojos severos, como si le estuviera midiendo, y en varias ocasiones hizo un alto en puntos escogidos.

—Pero ¿por qué no pasas a tomar una copita? —le invitó de repente mirando el reloj—. Son las cuatro, Anna habrá ido a recoger a esa polvorilla, la niña más rica del mundo. A quién le cabe en la cabeza, abandonar a esa cosita… Es posible que convivir con Anna no sea lo más sencillo del mundo, pero ¿quién ha dicho que la convivencia fuera fácil? Y esa niña. El padre lleva ya casi dos años sin verla.

La última frase se la cuchicheó inclinada hacia delante. Søren podía oler su perfume denso y polvoriento. La señora giró sobre sus talones con decisión y se internó en el apartamento.

—Yo… —trató de decir el comisario, pero no obtuvo respuesta.

Empujó la puerta y pasó a un oscuro recibidor rústico, y de ahí a un salón como no había visto otro igual. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras antiguas y en las paredes no quedaba un hueco libre. Cuadros de pesados marcos dorados, fuentes y fotografías, y en la pared del fondo, con la sola interrupción de una puerta de cristal para salir al balcón, libros desde el suelo hasta el techo. Entre los libros había un tocadiscos que parecía tener al menos cincuenta años. La señora Snedker, de pie junto a una mesita con botellas, sirvió un líquido rojizo en dos vasos.

—Ah, estás ahí —dijo alegremente.

—No bebo cuando estoy de servicio —le explicó él en un tono no demasiado convincente.

—Paparruchas —replicó ella.

El comisario observó un viejo revólver que había en la pared. El metal estaba recién bruñido y la madera, bien conservada, pero el arma debía de tener varios siglos.

—Era de Griffenfeld —le explicó la señora al seguir la dirección de su mirada—. Magnífico, ¿verdad? Bueno, hasta el fondo.

Le tendió un vaso, dio buena cuenta del suyo y lanzó una mirada escéptica hacia Søren, que intentaba probar el líquido con cautela. Después se acercó a la ventana.

—Mira, ya están ahí —dijo triunfante.

Se colocó junto a ella y, en efecto, de un bajo edificio de madera que la señora identificó como la guardería de Lily vio salir a una mujer con una niña de la mano. Anna tiraba de la pequeña, que avanzaba bamboleándose en su buzo.

—Todavía te da tiempo a tomarte otro quitapenas, querido. ¿Qué ha sido del primero?

Reparó indignada en el vaso medio lleno que él estaba dejando en la mesita.

—Oiga, ¿qué era eso que ha dicho de que alguien había estado esperando a Anna? —preguntó.

—Bueno, pues no lo vamos a desperdiciar —exclamó la señora antes de proceder a vaciar el vaso del policía—. Pues sí, fíjate, esta semana ha venido un hombre a esperarla en la escalera dos veces. Y ella no le conoce. O al menos no se le ocurre quién puede ser.

—¿Y cuándo ha estado esperándola exactamente?

—Cuándo, cuándo —refunfuñó—. Hace unos días, ya no llevo la cuenta de las bobadas que pasan. Hace ya algunos días.

Volvió a llenarse el vaso y Søren empezó a preguntarse seriamente si sería cierto eso de que era sano tomar una copita de vez en cuando. La anciana parecía fuerte y resuelta.

—Intente recordarlo —insistió—. ¿Fue ayer? ¿La semana pasada?

—Lo siento, se ve que mi memoria sigue con el horario de verano —se disculpó la señora Snedker frunciendo los labios—. Y hablando de eso, ¿serías tan amable de cambiarme la hora del vídeo? Así, mientras, esperamos a que Anna remolque a esa pelotilla hasta el cuarto piso. Ven a ver, he sacado las instrucciones, pero no puedo decir que sea un as en esto de la técnica.

El comisario la siguió obedientemente. La anciana le puso una linterna en una mano y un amarillento manual de instrucciones en la otra. El vídeo era del año 1981. Søren, a cuatro patas, empezó a pulsar botones hasta que apareció la hora correcta. Cuando se incorporó, ella le dijo muy sonriente:

—Tiene gracia, parece que voy recuperando la memoria. De repente lo recuerdo con una claridad meridiana: la primera vez que vino ese chico fue el lunes por la tarde y la segunda, el miércoles por la noche.

—¿Este miércoles por la noche?

—No, hombre, en mayo de hace diez años. ¡Pues claro que este miércoles! Ayer, 10 de octubre.

—Y si tuvo que esperarla… ¿dónde estaba Anna?

—No tengo la menor idea. Estaría por ahí de pingo.

—¿Y ella no sabe quién era ese tipo?

—No. Está convencida de que era Johannes, su compañero de despacho de la universidad. Sobre todo por el color del pelo, por lo visto. Llevaba un gorro, pero me pareció ver que le asomaba algo rojizo por debajo y se lo dije. Enseguida se convenció de que era Johannes. Pero yo no estoy tan segura. Me faltó tiempo para cerrarle la puerta. Puede que fuera él, pero nunca se sabe —de pronto pareció ofendida—. Ni que fuera la portera del edificio.

—¿Dónde se han metido? —preguntó el comisario con impaciencia. Incluso con una niña a cuestas, ya deberían haber llegado.

—A lo mejor no eran ellas —aventuró la anciana encogiéndose de hombros.

La miró con aire cansado.

—Claro que eran ellas. Habrán ido a otro sitio.

—El supermercado de Falkoner Allé es una posibilidad. ¿Otra copita mientras esperas?

Él declinó educadamente la oferta.

—Luego vuelvo a hablar con usted —dijo.

La señora Snedker se sintió muy adulada.

—Entonces, ¿serías tan amable de subirme medio pan blanco? —le gritó por las escaleras.

Søren vio a Anna y a su hija casi de inmediato. Avanzaban tan despacio que acababan de pasar junto a su coche. Las siguió a cierta distancia y, cuando cruzaron Ågade y empezaron a bajar por Falkoner Allé, cambió de acera. No oía lo que decían, pero estaba muy atento a todos sus gestos. La niña caminaba a la velocidad de un caracol. Siempre descubría algo que la entretenía y en varias ocasiones se sentó en un escalón. Llevaba en la mano un animalito de trapo que arrastraba por la acera enlodada. Anna parecía apática. Todo en ella revelaba que estaba haciendo un supremo esfuerzo por mantener la calma. A treinta metros del supermercado, Lily se sentó en el suelo y su madre empezó a tirarle del brazo. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Tras decirle algo en voz tan alta que Søren casi alcanzó a oírlo, la joven se alejó a grandes zancadas. Ya casi en la puerta, se detuvo y se llevó las manos a la cabeza. Lily, sentada en medio de la acera, se deshacía en un llanto desgarrador mientras varios transeúntes la observaban preocupados. Su madre volvió a cogerla. Al principio la pequeña pataleaba furiosa, pero Anna le dijo algo al oído y la crisis pasó al instante. Al menos por el momento. La joven cargó con la niña hasta el supermercado seguida por el comisario, que se apostó a la entrada, donde unas miserables flores de invierno albergaban la esperanza de que alguien las comprara, y la vio introducir una moneda en un carrito, quitarle el buzo a la pequeña y sentarla en la silla del carro. Lo primero que hizo Anna fue ponerse en la cola de la panadería y comprarle un bollo a Lily. Se quitó el chaquetón y el gorro y por un instante levantó la vista. Él retrocedió y, cuando volvió a su puesto, la vio adentrarse en el supermercado con su carrito, con cara de haber llorado y el pelo aplastado y sucio por culpa de la capucha.

Cuando las perdió de vista, cogió una cesta y entró. Estaban a punto de cerrar y quería comprar algunas cosas antes de volver a casa. Las siguió entre los estantes de alimentos, siempre a distancia. Alcanzaba a oír retazos de su conversación. Lily quería bajar del carrito. Apenas tocó el suelo, salió corriendo. Su madre la atrapó y la niña se echó a reír. Anna no se reía. Intentó volver a sentarla con mano férrea, pero la cría se puso tensa como la cuerda de un arco. Las dos luchaban mientras él contemplaba la escena. Le habría gustado acercarse a ayudarla con la niña. Pensó que tenía más o menos el tamaño que habría tenido Maia, aunque tampoco era un experto en el tema. Lily parecía enorme entre los brazos de su madre, como un animal salvaje imposible de dominar. Sin embargo, sabía que si la cogía él, se volvería diminuta como un ratoncillo y cabría perfectamente en el bolsillo de su camisa. Juntos podrían olisquear quesos raros en el mostrador de lácteos o subir a ver bicicletas con ruedines y cintas de colores para atar al manillar mientras su madre compraba.

—¡Ya está bien, Lily! —gritó de pronto la joven—. ¿Me has oído? O te quedas sin helado una semana, qué digo, un mes.

Lily lloraba sin parar. Su madre la sentó con brusquedad en el carrito y echó a andar. Cuando se detuvieron en la sección de verduras, trató de reconciliarse con ella haciéndole una caricia en la mejilla. En vista de que aún lloriqueaba, la abrazó.

—Perdona —susurró—. Ya sólo nos faltan las patatas y hemos acabado.

—Quiero yo —gritó Lily.

—No, cariño —dijo su madre, cansada.

Søren estaba muy cerca de ellas. Las dos tenían un aspecto terrible. Agotadas, llorosas y sin energías. La niña hizo ademán de romper a llorar de nuevo y Anna la cogió en brazos con decisión.

—Vale —claudicó—. Yo sujeto la bolsa y tú echas las patatas.

—Lily ayuda a mamá —dijo enojada.

—Sí, es verdad, cielo.

La pequeña levantaba las patatas con las dos manos y las dejaba caer en la bolsa con pesadez.

—No tan fuerte.

Lily siguió.

—He dicho que no tan fuerte —repitió. Su tono era duro.

Lily continuó. Ya había diez patatas en la bolsa y la niña cogió una más con las dos manos y la echó con todas sus fuerzas.

—Bueno, ya no necesitamos más.

En ese momento la bolsa se rompió y las patatas salieron disparadas en todas direcciones.

—Mira —dijo con resignación.

Los brazos le colgaban a los costados. Estaba a punto de derrumbarse.

—Mira lo que has conseguido.

Lily se echó a llorar una vez más.

—Vamos, déjame a mí —intervino Søren al tiempo que apoyaba en el suelo una cesta que contenía la más extraña combinación de artículos—. Deja que te ayude.

Anna se incorporó y le lanzó una mirada llena de incredulidad.

—¿Qué está haciendo aquí?

—La compra —contestó él con expresión inocente.

Anna empezó a recoger las patatas.

—No me apetece hablar con usted —dijo furiosa sin levantar la vista del suelo—. No me interesa lo que tiene que decirme. No quiero oírlo.

Sus ojos despedían un brillo dorado.

—Voy a recoger tus patatas y después voy a llevar las bolsas y a la niña hasta tu casa.

—De eso nada.

—¿Apostamos algo? —preguntó él.

—Por encima de mi cadáver —contestó ella con dramatismo.

—Si insistes —dijo el comisario con calma.

Anna le lanzó una mirada torva, pero él siguió en sus trece. La joven tenía un aspecto lamentable. Flaca y llena de granos, y Lily, en el carrito, parecía una niña desatendida, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, dos velones asomándole de la nariz y el peluche mugroso en las rodillas. Anna no era consciente de que los demás clientes la miraban con gesto de reprobación. Una madre soltera en situación de riesgo social, eso parecía. Curioso que no tuviese el carro lleno de patatas fritas y cerveza. Søren estaba perdido. Era una locura, aquella chica ni siquiera le gustaba, recalcitrante y engreída como era. Además, sólo hacía cuatro días que la conocía y en ese tiempo no había hecho sino mostrarse cada vez más hostil. Pero estaba perdido sin remedio.

Lily se negaba a andar y Anna insistía en que tenía que hacerlo, pero la pequeña estaba firmemente decidida y se sentó en las escaleras de una tienda cerrada.

—¡No! —dijo haciendo pucheros.

—Tienes que ir andando —repitió su madre.

Søren iba a intervenir, pero la joven se volvió hacia él nada más oírle entreabrir los labios y le dijo:

—Tiene que ir andando. Si no, es imposible. Yo no puedo cargar con todas las bolsas, con los libros y encima con una niña. No tengo tanta fuerza.

Era evidente que estaba al borde de las lágrimas. Søren vació su bolsa en la menos llena de las suyas, ató las dos que quedaron, se las echó al hombro a modo de alforjas y, sin preguntarle a nadie, levantó a Lily de las escaleras y la sentó en sus hombros.

—Tienes que dejar los pies muy quietecitos —le dijo a la pequeña— o se romperán los huevos.

—Vale —contestó ella con orgullo.

El policía echó a andar y no tardó en oír tras él los pasos de Anna. Desde su atalaya, Lily gritaba entusiasmada:

—Veo todos los coches del mundo, veo todas las casas, a todas las niñas y a todos los niños.

La joven no abrió la boca en todo el camino. Sólo al llegar al portal dijo:

—Gracias por su ayuda, ya puedo sola.

—Anna —dijo Søren dejando a Lily en el suelo—, voy a subir contigo.

La miró con expresión inflexible. La niña se enfrentó a las escaleras con entusiasmo y la joven se volvió hacia él con los ojos llenos de lágrimas.

—No quiero oír lo que ha venido a decirme, no quiero oírlo.

—Anna —le dijo con dulzura—, no va a desaparecer sólo porque no lo oigas. Ya ha ocurrido. Además, necesito hablar contigo. ¿Qué demonios hacías delante del portal de Johannes? ¿Por qué echaste a correr?

—¡Mamáaaaa! —se oyó en el primer rellano—. Me hago pis en el buzo.

—Mierda —exclamó su madre.

Desapareció escaleras arriba tratando de subir con Lily en brazos. La niña reía a carcajadas. Søren las siguió con las bolsas.

En el cuarto piso aguardaba la señora Snedker.

—Hola, Maggie —oyó el comisario—. Es una emergencia, Lily se hace pis.

—Ajá —contestó la anciana—. ¿Te has traído al poli de séquito?

Søren llegó justo a tiempo para ver la sorprendida mirada que la joven le lanzaba a su vecina antes de abrir la puerta de su casa y desaparecer con la niña.

—¿Te has acordado de mi pan? —le interrogó Maggie en tono severo.

—Por supuesto —respondió él al tiempo que desataba los nudos de las bolsas y le tendía un paquete de la panadería.

Anna apareció en el umbral.

—Maggie, métete en casa, luego paso a verte, ¿vale?

La anciana asintió decepcionada y desapareció.

—¿Por qué le ha dado su pan? —preguntó la joven con curiosidad mientras guardaba la compra.

—Lo había comprado para ella.

Anna se volvió lentamente sin comprender.

—Te he estado esperando en su casa. Os hemos visto por la ventana y, como no subíais, a tu vecina se le ha ocurrido que podíais haber ido a comprar, así que os he seguido —admitió con sinceridad.

—¿Y le ha pedido que le subiera el pan?

Él asintió.

—¿Y usted se lo ha subido?

Él volvió a asentir. Una décima de segundo después, la oyó reír por vez primera. No duró mucho, pero le sentaba bien.

—Primero vamos a cenar —anunció su anfitriona—. Luego hay que bañar a Lily y a las siete podré acostarla. Va a tener que esperar. No quiero que la niña me vea cuando… Puede esperarme en el salón.

El comisario la observó fugazmente. ¿Se podía hacer eso? ¿Aplazar una terrible noticia hasta que encajara en el resto del programa? Se sentó en una silla del salón. ¿Acaso no era lo mismo que había hecho él al guardar las cuatro fotografías de Maia en una caja y bajarla al sótano? ¿No era eso exactamente lo mismo que había hecho él? ¿Seguir como si no hubiera ocurrido nada? Lily le observaba desde la puerta y él le regaló una sonrisa. Su madre fue a buscar un cuenco y le vio.

—¿Tiene hijos? —le preguntó.

—Ayer te llamé. Dos veces. ¿Por qué no contestaste?

Ignoró su pregunta.

—Estaba… en un sitio —respondió ella apresuradamente; se dispuso a regresar a la cocina con el cuenco.

—¿Dónde?

—Lo siento, no puedo decírselo.

El comisario dejó escapar un suspiro y, de pronto, frunció el ceño.

Era la segunda vez que le decían eso en el mismo día.