El teléfono empezó a sonar cuando Anna estaba haciendo la compra en el Døgnnetto, el supermercado de descuento que había en Jagtvej.
—¿Sí? —contestó molesta.
—¿Anna Bella? —preguntó una voz cautelosa.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy Birgit Helland.
Se quedó helada.
—Hola —saludó tímidamente.
—¿Te cojo en mal momento? —preguntó Birgit.
—No, qué va —mintió.
Trató de dar con las palabras adecuadas para presentarle sus condolencias a la viuda de un tipo al que no soportaba.
—Lo siento mucho —dijo como una tonta; luego se apresuró a añadir—: Tiene que haber sido un golpe terrible para las dos.
—Gracias —se limitó a contestar Birgit Helland—. Tengo algo para ti. De Lars. Me preguntaba si podrías venir a buscarlo. Me gustaría conocerte, Lars hablaba mucho de ti.
Su voz era baja pero firme, como si hubiese estado ensayando lo que iba a decir. La joven no sabía qué pensar.
—¿Para mí? Ah, sí, claro. ¿Quiere que vaya ahora o cuándo?
—Sería estupendo. Si puedes. El funeral es el sábado, y el domingo Nanna y yo nos vamos a ir a pasar unos días lejos de todo esto, así que si pudieras venir hoy, te lo agradecería. Si no, ya no podrá ser hasta dentro de dos semanas y… Además, me gustaría mucho saludarte. No sabes cómo siento que él ya no esté para ayudarte, lo siento muchísimo. Estaba deseando que llegara el día de tu defensa.
«Sí —pensó—, seguro que estaba deseando acribillarme y ponerme un tres». Pero Birgit añadió:
—Estaba muy orgulloso de ti.
Anna pensó que no había oído bien.
—¿Disculpe?
—¿A qué hora puedes estar aquí? —quiso saber.
—Tengo que pasar por casa a dejar la compra y voy para allá.
—Estupendo. Entonces, hasta dentro de un rato.
El chalé de los Helland estaba en Herlev, algo apartado de la calle y oculto tras un ribete de arbustos agujereados por el invierno. La cancela parecía recién pintada. En el jardín delantero se oían trinos y Anna distinguió varios comederos para pájaros repletos de bolitas y gavillas. Llamó a la puerta. Birgit Helland era diminuta, pasaba del metro y medio por poco. La recibió con una débil sonrisa y un rastro de lágrimas.
—Hola, Anna —dijo tendiéndole una mano que más parecía un pedazo de pellejo de animal que una extremidad humana.
La casa estaba limpia y ventilada, en orden y llena de luz. En el salón había cientos de libros, desde el suelo hasta el techo de la pared desprovista de ventanas, pero también en pequeñas estanterías dispuestas bajo los ventanales, que daban a un jardín de dimensiones colosales. Birgit la invitó a acomodarse en uno de los dos sofás claros de lana y desapareció en la cocina. Poco después regresó con tazas y una tetera que colocó sobre la estufa.
—Lo siento muchísimo —dijo Anna.
—Me alegra que hayas venido —se limitó a responder la viuda—. Estamos muy bajas de ánimos —añadió.
Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas sin que ella hiciera nada por evitarlo.
—Lo siento muchísimo —repitió la joven.
—Los primeros dos días el teléfono no dejaba de sonar. El decano. El director del instituto. Ex alumnos, colegas de todo el mundo. Todos querían darnos el pésame. La mayoría lo sentían de verdad, pero otros muchos lo hacían por compromiso. No entiendo por qué la gente llama para dar el pésame cuando en realidad no siente nada, ¿y tú?
Anna hizo un gesto negativo.
—A mucha gente Lars no le caía bien y en cierto modo lo entiendo. Nunca fue un hombre fácil de tratar —sonrió—. Pero ¿quién lo es?
Observó a Anna con seriedad.
—Ahora el teléfono ya no suena —añadió contemplando la mesita donde estaba el aparato—. Tú no llamaste —dijo de pronto—. ¿Por qué?
La joven tragó saliva.
—Lars estaba convencido de que no le soportabas —continuó mirándola con dulzura—. A él le traía sin cuidado caer mejor o peor. «Bah —decía—, allá ellos. Así hay un poco de movimiento». Le encantaba. A mí, en cambio, siempre me molestó. Me parecía tan injusto. Era un buen hombre. Muy especial, pero bueno. Fue un padre maravilloso para Nanna.
Anna estaba a punto de asegurarle que no tenía que darle ninguna explicación cuando la propia Birgit se adelantó:
—No sé por qué te estoy contando todo esto —bajó la mirada, sonriente—. O me encierro en mí misma o me dedico a hablarle de Lars a todo el mundo, al frutero, al conductor del autobús, al encuestador que llamó el otro día; todos acaban siendo partícipes forzosos de mi dolor.
—Sé cómo se siente.
Birgit sirvió más té.
—Te mencionaba a menudo —dijo de pronto—. Yo creo que le tenías fascinado. Y eso que a Lars sólo conseguían fascinarle los pájaros —hizo una mueca.
Anna se sonrojó y trató de protestar, pero la viuda continuó hablando.
—«No me soporta», decía refiriéndose a ti, «pero preferiría estar muerta antes que reconocerlo». Te tenía mucho respeto, Anna.
La joven se quedó sin palabras. De repente le sabía mal todo lo que siempre había dicho de Helland.
—No sé qué decir —admitió con sinceridad.
Birgit la observaba expectante.
—Teníamos nuestras desavenencias —añadió con cautela.
—Por supuesto. Lars tenía desavenencias con casi todo el mundo, él era así. Vivía como si la vida fuese un campo de batalla en el que había que abrirse paso a golpes para llegar a algo.
Se produjo un breve silencio.
—¿También sospechan de ti? —inquirió Birgit bruscamente.
—¿Por qué? ¿Sospechan de usted? —se sorprendió Anna.
—No lo dicen directamente. Es el policía grandote, ese que se las da de buenazo y gruñe y evita el tema. Lo único que le he sacado es que al parecer Lars tenía una enfermedad tropical y que la Policía ha calificado su muerte de sospechosa. Asegura que lo están investigando todo a fondo, pero me oculta algo. No me dice toda la verdad porque sospecha de mí, estoy segura.
Se levantó y se sentó junto a Anna, le cogió ambas manos y la miró a los ojos con desesperación.
—Nos estamos volviendo locas —se lamentó con voz ronca—. No podemos pegar ojo. Lars estaba sanísimo hasta el lunes y ahora, de repente, está muerto. ¿Por qué iban a querer matarle? ¿Y qué tiene que ver esa infección tropical con todo esto? Es ridículo.
Anna tenía todos los pelos de punta. Birgit se le había acercado demasiado y empezaba a sentir un nudo en la garganta.
—Eso es mentira —dijo—. Yo le vi. Estaba fatal. ¿Por qué dice que estaba bien cuando las dos sabemos que no es cierto?
La viuda se apartó un poco.
—No te entiendo —boqueó.
—¿Qué era eso que tenía en el ojo?
—¿Ese bultito?
—Sí, ¿qué era?
—Su padre también lo tenía —contestó algo insegura—. Era algo que había heredado de su padre.
—No —insistió la joven—, no es cierto. Y lo sabe.
Birgit la observó con terquedad.
—Lars no estaba enfermo, no sé por qué te empeñas en decir lo contrario. Yo le quería. No estaba enfermo.
Se echó a llorar.
—Yo sólo quería darte esto —dijo al cabo de unos momentos cogiendo una cajita blanca que había sobre una mesa baja junto al sofá.
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Es de Lars —hipó—. Es tu regalo de licenciatura.
Anna aceptó a regañadientes.
—Ábrela.
La joven levantó la tapa de la caja y apartó el algodón de color amarillo. Dentro había una cadena de plata y un colgante. El colgante se componía de dos piezas, un huevo y una pluma. Tragó saliva y levantó la vista.
—Es precioso —reconoció.
Birgit sonrió con el rostro bañado en lágrimas. Seguía demasiado cerca, Anna podía oler su llanto, sentir el desagradable calor que emanaba su cuerpo. No quería seguir allí un minuto más.
—No sé por qué lo hace, pero sé que miente. Y mientras siga haciéndolo, no cuente conmigo. Gracias por el té.
Sólo en la calle se dio cuenta de lo mucho que temblaba.
Anna volvió a la universidad en autobús. Llamó a Johannes, pero tenía conectado el contestador. Al llegar al cruce de la comisaría de Bellahøj, cuando el autobús iba a torcer por Frederikssundsvej, alcanzó a ver a Cecilie en la acera. Caminaba encorvada con la bufanda echada por el pelo, y al levantar la vista y descubrir el autobús, echó a correr. No vio a Anna. A pesar del mal tiempo, llevaba unas botas de tacón de aguja y la chaqueta beis con el borde de piel, que sería muy chic, pero no abrigaba nada.
¿Por qué eran tan diferentes? ¿Por qué tenía una madre que la miraba como si fuese de otro planeta? Cecilie estaba justo al otro lado de la ventanilla donde iba sentada su hija, en la parte trasera del vehículo. Resbaló, pero recuperó el equilibrio. Se abrió paso por el autobús atestado hasta encontrar un hueco. Anna podía observarla a placer desde su asiento. La vio deshecha. Siempre se pintaba los labios de rojo, pero esta vez los llevaba agrietados y sin color y tenía aspecto de haber llorado. ¿Por ella? ¿Por la pequeña Lily? Pues no había llamado. Jens, en cambio, sí. Siete veces. Como el espía del Stratego, siempre dispuesto a tantear el terreno, a morir por su estandarte. Había dejado que saltara el contestador.
Cecilie se aferraba a la barra del autobús. Anna iba semioculta tras el cartel con los horarios de las líneas nocturnas y si movía un poco la cabeza, quedaba oculta del todo. Al contemplar a su madre le entraron ganas de llorar. La echaba de menos. Conocer a Thomas había sido como liberarse un poco de ella. Déjame, mamá, pensaba. Engorda, dedícate a hacer tortitas, pero déjame. Ahora tengo mi propia familia, ya no te necesito. No como antes. Intentó que Thomas asumiera funciones que habían sido de Cecilie durante años, el consuelo, el apoyo, la solidaridad, y por espacio de algún tiempo creyó haberlo logrado. Porque así lo deseaba. Después el castillo de naipes se desmoronó y ella se hundió. Y ¿quién acudía al rescate en esos casos? Mamá.
Cecilie volvió ligeramente la cabeza y Anna la vio de perfil. Está pensando en mí, se dijo, y a pesar de todo no llama, a pesar de todo ha decidido esperar a que yo dé el primer paso. Conocía perfectamente la dinámica. Se apearon en la misma parada con otros quince pasajeros. Ella se mantuvo entre los últimos y su madre, sin levantar la vista, echó a andar por Jagtvej a toda la velocidad que le permitían los tacones. Anna se detuvo a contemplarla desde la esquina.
En la universidad se encontró con Elisabeth.
—¿Quieres que te lleve el sábado? —se ofreció—. Me refiero al funeral. Puedo pasar a recogerte a las doce y cuarto, si te va bien.
Elisabeth la observó con mirada cautelosa; apenas habían hablado desde el pequeño encontronazo de la última vez.
—Sí, gracias —contestó Anna—. La verdad es que no pensaba ir, pero he cambiado de idea.
—Me alegro —dijo la profesora efusivamente.
—¿Alguna novedad?
—No…, bueno —vaciló—, sólo ese horrible rumor.
Los ojos se le humedecieron al instante.
—¿Qué rumor? —preguntó la joven con aire inocente.
—Dicen que estaba infestado de parásitos, larvas de solitaria. Que tenía miles en los tejidos y minaron su sistema —le lanzó una mirada llena de terror.
Anna tragó saliva. ¿Qué hacer? ¿Confirmárselo?
—No hay que hacer caso de los rumores —decidió decir poniéndole una mano en el hombro con cariño. Elisabeth asintió. Tenía razón.
Siguió avanzando por el pasillo. Tenía que encontrar al Policía Más Desesperante del Mundo. ¿Por qué demonios mantenía en secreto lo de los parásitos?
Estaba hambrienta. Abrió el cajón de Johannes y sacó un paquete de galletas. Estaban reblandecidas y dulzonas, pero no dejó ni una. Luego se bebió un vaso de agua, encendió el ordenador, comprobó el correo, leyó por duodécima vez las correcciones de las conclusiones de la tesina, se mordió una uña, se rascó la cabeza y, cuando ya no le quedó otra escapatoria, se decidió a marcar el número de Ulla Bodelsen, en Odense.
Contestó al quinto tono, cuando Anna ya estaba a punto de colgar.
—¿Diga?
—Me llamo Anna —se presentó con el corazón acelerado.
—Buenos días —su tono era cordial.
—Quizá le suene un poco raro —se apresuró a explicar—, pero estoy buscando a una mujer que trabajaba como puericultora en Odense hará unos veintiocho o veintinueve años. Sé que se llamaba Ulla Bodelsen y… yo…, bueno, he encontrado su número en Internet.
La voz se echó a reír.
—Santo Dios, figúrese, en Internet. Yo que no entiendo una palabra de esas cosas. Ya estoy jubilada, pero sí, he sido puericultora más de treinta y cinco años. ¿En qué puedo ayudarla?
En realidad era una cuestión enormemente sencilla, pero Anna estaba nerviosa y todo le parecía muy enrevesado. Un padre y una hija. Jens y Anna Bella. La madre estaba ingresada con un problema de espalda y el padre y la niña estaban solos. ¿Lo recordaba?
—Caramba, no me lo pone fácil.
Volvió a echarse a reír e hizo una pausa para reflexionar.
—Aunque debería acordarme —prosiguió—. No tuve muchos padres que estuvieran solos con sus hijos, eran sobre todo madres. Pero allá por los setenta alguno había. La igualdad de oportunidades. Además, Anna Bella no es un nombre muy corriente. ¿Se lo pusieron por alguien?
—Creo que es una manzana.
—Mmm, pues no me dice nada.
A Anna se le cayó el alma a los pies.
—Vaya —dijo decepcionada.
—¿Dónde vivían? A lo mejor un poco de geografía me espabila la memoria.
—En Brænderup, a las afueras de Odense. La calle era Hørmarksvej.
Silencio.
—Es cierto, iba mucho por allí. Con todas esas comunas no hacían más que venir niños al mundo —volvió a reír—. Pero no, me temo que no puedo ayudarla.
—Pero tiene que ser usted —insistió Anna, obstinada—. Vivíamos allí y su nombre aparece en mi libro de seguimiento. Tiene que ser usted. Sólo quiero saber una cosa de aquellos años, por qué mis padres…
Ulla Bodelsen la interrumpió.
—Fíjese, de él me he acordado así, de repente. Del padre. Yo creo que se llamaba Jens. Era periodista o algo por el estilo, ¿puede ser?
—¡Sí! —exclamó Anna—. ¡Es él!
—El pobrecillo soportaba una tensión espantosa, intentando trabajar en casa y ocuparse de la niña al mismo tiempo. Por supuesto, no lo consiguió, y como la madre tuvo que quedarse ingresada, acabó dejando su empleo. La casa era un desastre y él estaba destrozado por la falta de sueño y el exceso de trabajo, de modo que apoyé su decisión. Estuvimos en contacto hasta que un día me llamó y me dijo que ya no necesitaba mi ayuda. Jamás averigüé por qué. Le llamé un par de veces, pero estaba decidido. Ahora también me acuerdo de la niña, una cría monísima. Morenita… Qué barbaridad, cómo hablo —rió—. Es lo que pasa cuando se le pide a una vieja que hurgue en el pasado.
Anna estaba confusa.
—Esa niña —dijo en voz baja—, esa niña era yo.
Se hizo un silencio.
—No, eso no es posible. Esa niña se llamaba Sara, estoy completamente segura. Mi madre se llamaba Sara y de joven siempre supe que si algún día tenía una hija se llamaría Sara, así que me fijaba bien cada vez que tropezaba con una criatura con ese nombre. Sara.
La joven se quedó sin habla.
—¿Y no le dice nada el nombre de Anna Bella?
—No —contestó la voz con determinación.
Sintió deseos de gritar. No podía ser. El hombre al que se refería Ulla era Jens, eso lo sabía. Brænderup. Las comunas, la ausencia de Cecilie, Jens ocupándose de todo él solo, eran ellos. Era su vida, su infancia. No había ninguna Sara. Ulla Bodelsen tenía que estar equivocada.
—¿Puedo ir a verla? —preguntó con desesperación.
—Pero, hija mía —objetó Ulla Bodelsen—, aunque hubiera sido su puericultora, no podría reconocerla después de treinta años. Ya es una persona adulta, no una criaturita.
—Lo sé, pero es posible que reconozca a mi hija.
Silencio de nuevo.
—Claro que puede venir —cedió al fin.
—¿Mañana mismo?
—Mañana es… ¿viernes? Sí, me viene bien.
Cuando colgó, a Anna le temblaba todo el cuerpo.
¿Quién demonios era Sara?
La siguiente media hora la pasó matando el tiempo frente al ordenador. Buscó en Google, intentó diseñar una invitación para la defensa de la tesina, pero ¿para invitar a quién? Luego buscó a Karen en la guía. Llevaba muchos años haciéndolo de vez en cuando y su amiga siempre aparecía en pantalla con una dirección de Odense. Esta vez observó el resultado de su búsqueda con asombro. Karen se había mudado y figuraba un domicilio en Nordvest, Copenhague, no muy lejos de Florsgade y aún más cerca de la universidad. Vølundsgade 21, 3.º izq. Tenía que ser ella. Karen Maj Dyhr. Sólo había una persona con ese nombre. Permaneció largo rato observando el número. Giró la silla. Echó una mirada de reojo al ordenador, todavía sin disco duro, de Johannes y al increíble caos de su mesa. Le extrañaba que no hubiera contestado a su mensaje. Si alguien se llevara su disco duro sin preguntarle, se pondría hecha un basilisco. Le envió otro sms.
«¿No crees que ya te estás pasando con la hibernación?», escribió. Ninguna reacción. Que le den. Marcó su número. El contestador saltó a la primera. Empezó a revolver en sus cajones de pura rabia. Todo estaba hecho un caos. Papeles, notas y libros. No andaba buscando nada en concreto y nada encontró. Eran casi las dos. Apagó el ordenador y recogió sus cosas. Quería hablar con Johannes. Había dicho que seguían siendo amigos, de manera que podía hablar con ella. No podían continuar así. Estaba a punto de irse cuando le vino a la mente el colgante. Sacó la cajita blanca. Era increíble, Helland le había comprado un regalo. Era la primera vez que un hombre le regalaba una joya. No era una pieza de serie, porque ¿quién, aparte de ella, iba a entender el significado de un huevo y una pluma? Su tutor la había mandado hacer especialmente para ella. Se la puso y salió. Al pasar por delante del despacho de Helland dijo en voz alta:
—Se siente, pero yo no voy por ahí dándoles las gracias a las puertas.
Fue en autobús hasta el barrio de Vesterbro y echó a andar en dirección a la calle de Johannes.
Al cruzar Istedgade, recordó una noche de invierno de hacía mucho tiempo en que Thomas y ella salieron de un bar de la zona donde habían pasado tres horas. Había caído una nevada impresionante y la ciudad tenía un aire tan mágico que decidieron volver a casa dando un paseo. La nieve estaba blanca e inmaculada y las nubes habían desaparecido dejando paso a un millón de estrellas. Al llegar al portal, Thomas la retuvo estrechándola entre su cuerpo y la pared.
—Vamos a quedarnos aquí un rato más —susurró—. Es tan bonito.
—Quiéreme —exclamó ella de pronto—. Quiéreme pase lo que pase.
—Anna —dijo él—, te quiero pase lo que pase. Siempre estaremos juntos. Con los niños y todo lo demás.
Rompió a reír. Anna se echó a llorar.
A la mañana siguiente la nieve ya no estaba. Ya hacía cuatro años de aquello.
Anna atajó por Enghave Plads. La plaza estaba llena de borrachos bebiendo a pesar de que estaban a bajo cero. Se dirigió hacia Kongshøjgade. Nevaba, de modo que se puso la capucha. Había ido a casa de Johannes muchas veces y siempre lo habían pasado bien. Su amigo la agasajaba con aperitivos de su invención y preparaba las tazas de té de una en una con bolsitas Medova. Por cada taza que tomaban, quedaba un gurruño informe en el platito. En una de sus visitas, su amigo empezó a sonsacarle detalles de su vida privada. No sólo los más superficiales, como «criada a las afueras de Odense», «separada», «madre sola», sino también los más íntimos.
Para entonces él ya le había hablado hacía mucho de todo lo que había que saber de su vida. De su padre, al que había perdido siendo muy niño; de su padrastro, Jørgen, que entró en escena cuando su madre volvió a casarse. El padrastro era propietario de un imperio de la decoración que imaginaba que Johannes dirigiría algún día; le costó mucho acabar con esas fantasías. Sus primeros progresos en ese sentido llegaron cuando al empezar a frecuentar el ambiente gótico descubrió un mundo regido por una camaradería casi fraternal. También le habló de su hermana pequeña con un hilillo de voz. Anna se sintió obligada a corresponderle contándole su vida con sinceridad.
Al principio trató de salir del paso con la versión reducida y, en un primer momento, Johannes dejó que se saliera con la suya, pero en su siguiente encuentro le aseguró:
—Anna, puedes confiar en mí.
Le llevó dos horas contarle toda la historia de Thomas. Se había quedado embarazada y a él no le entusiasmaba la idea. Se puso furiosa y triste. No quería abortar. Ella no era la única que había estado haciéndolo sin condón. ¡Tres meses, ni más ni menos! Cuando al fin logró que él aceptara, pensó que le había dado demasiada importancia a aquella primera reacción. Para los hombres, los hijos son algo abstracto, no había sabido encajarlo. Pero ya eran felices.
Al poco del nacimiento de Lily, Anna sintió que la tierra temblaba bajo sus pies. El bebé la despertaba cuatro o cinco veces cada noche y a ella se le cortaba la respiración cuando Thomas volvía a casa de trabajar, era como llevar permanentemente un aro de hierro ceñido al pecho. Lloraba y chillaba. Le golpeaba en el torso con los puños apretados. Le despertaba por las noches porque no quería estar sola. Él se encerró en sí mismo. Trabajaba hasta tarde, se acostaba pronto, no escuchaba lo que ella le decía. Aun así, Anna no vio venir la ruptura.
Le refirió a Johannes el momento más vergonzoso de su vida en voz baja y con la cabeza gacha.
Lily tenía once meses y ya sabía decir papá, mamá y hola, aunque aún no andaba, y un sábado, al volver las dos de la piscina, se encontraron con que Thomas se había llevado sus cosas del apartamento. Habían pasado fuera varias horas. En el salón faltaban el equipo de música y dos pósteres enmarcados, en la cocina ya no estaba la cafetera exprés, y el despachito de Thomas estaba vacío. En el suelo había una caja con las instrucciones del lavaplatos y la garantía de la batidora. La llamó más tarde y le dijo: «Ya no estamos juntos». Ni que fuera mema.
El shock le sobrevino por la noche y se prolongó tres meses. No podía dormir y temblaba de pies a cabeza, sudaba y le entraban taquicardias. Lily lloraba sin parar y trataba de pasar al despacho de su padre mientras Anna intentaba amamantarla y, besándola en la frente, le aseguraba que todo iba a salir bien, con lo que tan sólo conseguía que gritase aún más fuerte. Ver sufrir de esa manera a una niña de once meses era lo peor que le había ocurrido en su vida y no tenía la menor idea de cómo protegerla. El picaporte del cuarto de Thomas estaba estropeado y la puerta se abría sola constantemente. Lily entraba a gatas y daba vueltas sin descanso de un lado a otro. Finalmente Anna optó por clavar la puerta al marco.
—Chupa, cielo —le susurraba.
Pero la pequeña, apenas veía el hasta entonces adorado pecho de su madre, empezaba a chillar. Anna terminó presionando hasta sacar una gota de leche. La probó. Estaba agria. Tras cuatro días de infierno, llamó a Jens, que, a su vez, llamó a Cecilie, y una hora más tarde su madre se instalaba en su casa.
Cecilie insistió en abrir la puerta del despacho de Thomas, pero los gritos y alaridos de su hija la hicieron desistir y la puerta permaneció cerrada.
—Una pareja en apuros —dijo Johannes cuando Anna concluyó su relato.
—¿Cecilie y yo o Lily y yo? —preguntó ella.
—No, Thomas y tú.
—No le defiendas —se revolvió con vehemencia—. No quiero ser amiga de alguien que le defiende.
Él la observó detenidamente.
—Abandonar a tu mujer y a tu hija no es un plato de gusto para nadie, Anna. Nadie en su sano juicio haría una cosa así. Por supuesto que ha debido de pasarlo mal, probablemente mil veces peor que cualquiera de vosotras. Su dolor durará toda la vida. Tú encontrarás otro marido y Lily tendrá otro padre, pero él no volverá a teneros a vosotras. Nunca.
Anna lloraba.
—Dijo que la culpa había sido mía.
—Claro, ¿qué otra cosa iba a decir? ¿Qué otra explicación querías que diera? Estoy seguro de que tú también te las traías, fijo que le pegaste, le diste patadas y le hiciste pasar un infierno. Segurísimo. Te lo veo en los ojos. Vas a veinte mil voltios. Pero no hay nada que justifique a un cobarde. Podría haber hecho cualquier cosa, atarte y amordazarte, mandarte a un reformatorio, llamar a la pasma o ponerte una multa cada vez que perdieras los papeles, pero debería haberte dado una oportunidad. Debería haberle dado una oportunidad a su familia. Batirse en retirada de esa manera es rastrero, y tú no puedes vivir con un cobarde. Punto.
Fue el punto lo que le llegó más hondo. El aplomo de Johannes. Lo que había hecho Thomas no estaba bien. Punto. Luego hablaron del perdón. Su amigo le preguntó si tenía intención de perdonarle. Anna le explicó que ignoraba si podría.
—Pues debes hacerlo —dijo él—. Prométeme que le perdonarás. Por ti y por Lily.
La observó tan fijamente que ella apartó la mirada. Su amigo se puso en pie con determinación y la aferró por los hombros.
—Anna, hablo en serio. Si no le perdonas, nunca podrás seguir adelante. Prométeme que vas a perdonarle.
Ella asintió, pero Johannes no la soltó.
—Me lo has prometido —insistió, y añadió—: Y no lo dejes para dentro de mucho. ¡Eh, mírame!
Anna le miró a los ojos sin pestañear.
—No te preocupes. Le perdonaré. Pero no hace falta que sea hoy mismo, ¿no? Pronto.
Anna dobló la esquina de Kongshøjgade y se detuvo bruscamente. En la calle había tres coches patrulla y cerca de diez curiosos que observaban un portal acordonado con la clásica cinta de plástico rojo y blanco de la Policía. Se acercó despacio con el corazón en la garganta.