Capítulo 8

Clive amaneció en su casa de la isla de Vancouver algo confuso al encontrarse en el sofá. No tardó en recordar que había pegado a Kay. Se duchó en el baño de invitados y se afeitó. Después preparó el desayuno: puso huevos a hervir, frió bacon y tostó pan. Lo colocó todo en una bandeja y la sacó al jardín, donde puso la mesa. Hacía sol y el aire era suave y levemente brumoso. En vista de que no encontraba el mantel que solía usar su mujer, extendió unas servilletas bajo los platos. A continuación hizo el té y, después de añadir el agua, subió a buscar a Kay.

La puerta del dormitorio estaba abierta y se oía correr un grifo en el cuarto de baño. Echó un vistazo y descubrió una maleta sobre la cama. En ese instante Kay salió del baño y le lanzó una mirada fugaz. Se oyó una llave en la cerradura de la puerta principal.

—¡Mamá! —gritó Franz—. ¿Estás arriba?

Ella bajó. Clive la oyó murmurar unas palabras.

—Tú métete en el coche —dijo Franz.

Luego subió al piso de arriba, donde estaba su padre. Entrenaba a diario y tenía un cuerpo fuerte y bronceado. Pasó por delante de él y cogió la maleta.

—Eres un idiota, papá —dijo con calma al salir.

—Y tú, un niño de mamá —replicó Clive.

Su hijo suspiró y bajó las escaleras con la maleta en la mano. Clive no alcanzaba a comprender cómo había podido criar a un individuo tan mezquino y patético, un cerdito inflado sin rastro de intelecto. Al cabo de unos instantes le oyó dar un acelerón y alejarse de allí. En la cocina había dos huevos negros dentro de una cacerola sin agua.

Los primeros tres días los pasó atrincherado. Desconectó el teléfono, apagó el móvil y no consultó el correo. Al tercer día no pudo contenerse más, pero Kay no había llamado ni escrito. Tampoco había noticias de Jack.

La cocina ofrecía un aspecto lamentable. En su primer día de soledad abrió todos los armarios para orientarse y sacó todas las latas y alimentos de sobre que había para hacerse una idea. Al principio le pareció que estaban muy bien surtidos, pero los víveres no tardaron en reducirse considerablemente. Salió a hacer la compra con gesto pensativo. Kay y él nunca habían llegado a pelearse de verdad. Su mujer sólo había pasado tres horas fuera después de una discusión una vez en todo su matrimonio, pero nunca había abandonado el domicilio conyugal durante tres días. Aquello no tenía ninguna gracia.

En el supermercado se hizo con un carrito y empezó a recorrer los pasillos con furia. Cogió una buena cantidad de bollitos, mazorcas de maíz y bandejas de carne envasada, papel higiénico, dos bolsas de patatas fritas y un paquete de latas de cerveza. La tienda estaba casi vacía porque era por la mañana, y la cajera era una gorda bastante parlanchina. Tras pasar todos los artículos por el lector, le ayudó a guardarlos en bolsas, y cuando Clive cargó con ellas, le dijo:

—Bueno, pues bienvenido a Patbury Hill. Supongo que nos veremos a menudo, que de la compra no es tan fácil librarse.

Le hizo un guiño entre risas. Él la miró fijamente.

—Llevo viviendo aquí más de veinticinco años —dijo.

La cajera le estudió un momento y dejó escapar una risita nerviosa.

—¡Qué cosas! Pues creo que es la primera vez que le veo —rió.

Clive giró sobre sus talones.

Una vez en casa, se sentó en su sillón con una pequeña selección de bollos. Contempló el césped. Cuando permanecía así, inmóvil, la casa quedaba tan silenciosa que era como si él no existiera.

Franz y Tom ya tenían sus mujeres y sus hijos y se habían convertido en unos desconocidos. Desde que habían formado sus propias familias no le prestaban atención. Había que reconocer que tener niños era una complicación. Cuando los suyos eran pequeños, muchas noches Clive se quedaba a dormir en el despacho para escapar del alboroto nocturno. Pero Franz dirigía un gimnasio y Tom tenía un buen puesto en el servicio postal, no podía ser tan complicado. De vez en cuando cenaban en casa de sus padres y, por supuesto, se reunían en los cumpleaños y esas cosas, pero él y los chicos llevaban años sin hacer nada juntos. Estaban enmadrados, eso era. Siempre abrazaban a Kay y se quedaban charlando con ella en la cocina en lugar de ir a echarle una mano a su padre con la barbacoa. En cierto modo, siempre se había sentido más unido a Jack.

Michael Kramer llamó para preguntar qué había sido de él. Trató de animarle a salir explicándole que ya disponían de montones de resultados estupendos con los que trabajar y que ya sólo faltaban dos semanas para la conclusión del experimento y la redacción del informe. Con un poco de suerte podrían participar en el XXVII Simposio Internacional de Ornitología de Copenhague en octubre, aún faltaban algo más de dos meses y medio.

—Estupendas noticias —dijo Clive—. Pues manos a la obra. Pero yo estoy de baja, tengo una otitis.

—¿A tu edad? —parecía estupefacto.

—Sí.

—¿Te encuentras bien? —se interesó su protegido.

—Mejor que nunca —contestó. Y colgó el teléfono.

Permaneció un rato con el auricular en la mano y por fin se decidió a llamar a Kay. Hay nuevas evidencias saliendo de la tierra sin cesar, Clive, bufó mientras aguardaba a que contestaran en casa de su hijo y su nuera. Valiente disparate. Exactamente las mismas que siempre habían salido. Lo verdaderamente creativo eran las interpretaciones de esos memos. La mujer de Franz cogió el teléfono. Amable, aunque algo brusca. Al fin se puso Kay.

—¿Sí?

—¿Hasta cuándo piensas quedarte ahí? Vuelve a casa, Kay. Esto está hecho un desastre.

—¿Es ésa tu manera de pedir perdón?

—Sí —contestó riendo—. Ya me conoces, soy un científico. Venga, cariño.

—Clive —replicó ella—, cuando se quiere a alguien, no se le pega. Y no se le llama al cabo de tres días quitándole importancia, como estás haciendo tú.

Y colgó.

Él volvió a marcar inmediatamente, pero no contestaron.

A lo largo de tres días y tres noches prácticamente en vela, Clive escribió un artículo. Se trataba de un manifiesto. Cuando terminó, lo imprimió, dejó el montón de hojas encima de su escritorio y echó una cabezadita. Soñó con Jack, pero fue un sueño repugnante. Jack y Michael Kramer habían… eran… no, no quería ni pensarlo. Jack y Michael no tenían ni punto de comparación, estaban a años luz de distancia, y la sola idea de que… Se llevó las manos a la cabeza. El sol había descrito un arco por encima de la casa y hacía ya rato que le iluminaba el rostro. Le rugían las tripas, pero no tenía apetito. Había probado todos los precocinados del supermercado, todas las pizzas congeladas, todos los guisos de carne, todas las latas y cartones, y sentía náuseas. El congelador seguía repleto de comida, pero había que cocinarla. La víspera había descongelado una pierna de cordero y la había metido en el horno. Tampoco podía ser tan difícil. Primero se le olvidó, y cuando toda la casa empezó a oler a cordero y salió disparado hacia la cocina, se encontró con que se había quedado reseco por fuera. Probó un poco de carne de un extremo. No se parecía en nada a la pierna de cordero que hacía Kay, sabía a quemado.

Se levantó a buscar el manifiesto. No lo publicaría en una revista, sino en forma de opúsculo. La portada sería una imagen en 3D de un Archaeopteryx, naturalmente sin ese fémur imaginario que Helland y Tybjerg se habían sacado de la manga y que ahora aparecía en todas las reproducciones del pájaro. En su edición el Archaeopteryx sería tal y como cuando lo descubrieron en Solnhofen en 1877, como él lo describió en 1999. El pajarillo más bonito del mundo.

Se sentó en el porche a corregir el manifiesto. Tenía que terminarlo antes de salir rumbo a Dinamarca.

Estaba enfrascado en la tarea cuando llamaron a la puerta.

Alguien metió una llave en la cerradura y de pronto asomó la cabeza de Franz.

—Hola, papá —le saludó secamente.

Clive se incorporó y sujetó el manuscrito, que se le había resbalado por las rodillas.

—Qué tal, Franz —contestó al tiempo que se colocaba bien las gafas—. ¿Te apetece un café?

Su hijo titubeó y al final hizo un gesto negativo.

—No, voy con un poco de prisa. He venido a buscar algo de ropa y unos libros para mamá.

Luego subió al piso de arriba y rebuscó aquí y allá. Su padre se quedó donde estaba y fingió leer. Franz bajó con una bolsa de viaje en una mano y una funda que contenía el vestido negro de pedrería de su madre. A Clive le encantaba ese vestido. Se ceñía a las caderas de su mujer, que, las contadas ocasiones en que lo llevaba, se soltaba el cabello y dejaba que los rizos le acariciasen los hombros. La última vez que durmieron juntos fue una noche en que ella llevaba ese vestido. Hacía ya mucho tiempo.

—¿Adónde vas con eso? —preguntó con rudeza.

—Mamá me ha pedido que se lo lleve.

—No —se opuso—. Ese vestido no sale de aquí —dijo aferrándose a la funda.

—No seas ridículo —replicó Franz con determinación—. Lo necesita.

—¿Para qué?

—Va a ir al teatro con Molly y con Jack —se apresuró a contestar.

—No —insistió sin soltar el vestido.

Franz perdió la paciencia y se lo arrancó de las manos. Se detuvo en el umbral a observar a su padre.

—Ya no te entiendo —dijo—. Nunca te he entendido del todo, pero ahora menos.

Y se marchó.

Clive pasó el resto de la tarde tratando de no imaginarse a Kay en el teatro con Molly y Jack. Era imposible. Jack con un traje negro, afeitado y con el pelo recién cortado, concentrada la mirada de sus ojos atentos y los labios por una vez relajados y blandos. A su lado Kay, con el vestido negro, pálida y hermosa, en un asiento tapizado, rodeada de personas expectantes y sosteniendo la comprensiva mano de Molly entre las suyas.

Ya habían ido los cuatro juntos a la ópera a comienzos de la primavera y habían pasado una velada muy especial. En el intermedio se excedieron un poquito con el prosecco y al regresar a sus asientos Kay entró la primera y Clive acabó sentado entre ella y Jack. Le resultó imposible concentrarse en todo el segundo acto a fuerza de pensar que estaba entre las dos personas que más significaban para él. Kay tenía una mano entre las suyas y por todo el costado derecho sentía el trémulo calor del cuerpo de Jack cuando se movía, cuando reía, cuando se inclinaba hacia delante. De pronto, aquella deslealtad de Jack y Kay se le antojó imperdonable.

Tomar una decisión le apaciguó. En el fondo, el animal humano era un ser solitario, pero él, a diferencia de los demás fugitivos de la realidad, era capaz de afrontarlo. Ahora lo importante era su rehabilitación profesional, Kay ya volvería. Al fin y al cabo, no tenía dinero.

El siguiente fue el primero de veintiún días de trabajo en el Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática. Pedaleó hasta la universidad y, una vez allí, atravesó los pasillos con paso firme. Michael salió de su laboratorio.

—Hombre, Clive —le saludó—, es estupendo tenerte otra vez aquí.

—Buenos días —Clive correspondió al saludo, pasó de largo junto al joven y se dirigió a su despacho.

Olía a polvo y a cerrado, de modo que abrió las ventanas. Enseguida apareció su secretaria con un montón de cartas. El rumor de su llegada no tardó en propagarse y a la hora del almuerzo aceptó la invitación de Michael y comió con sus compañeros en la cafetería. Todos se alegraban mucho de verle.

Después de comer se pusieron manos a la obra con el simposio. Michael y él revisaron los resultados del experimento de condensación, que les parecieron excelentes. El joven le mostró un sinfín de imágenes de microscopio que había ido tomando en el curso del experimento y que demostraban con total claridad que lo que en los embriones comenzaba siendo cartílago terminaba dando como resultado el carpo, el cuarto metacarpiano y el desarrollo del cuarto dedo, lo que equivalía a decir que la extremidad anterior de las aves no podía derivar de la del dinosaurio a menos que se hubiera producido una mutación tanto en la simetría de los dedos como en el eje central de la mano, cosa que era altamente improbable. Clive silbaba bajito. La cosa pintaba bien. Michael olía a colonia masculina, el perfume salía por el cuello de pico de su camiseta y acariciaba la nariz de Clive. Si no fuera porque tenía mujer y dos hijas, cualquiera hubiese pensado que… El ornitólogo se apartó.

—Os invito a todos al Steakhouse —exclamó—. ¡Esto hay que celebrarlo!

Además de a Michael invitó a John, Angela, Piper, su secretaria Ann, los dos alumnos de doctorado y dos estudiantes nuevos que escribían su tesina. Su equipo de confianza.

Ninguno podía. Michael le había prometido a su mujer que esa noche se quedaría con las niñas.

Clive dedicó la velada a desmenuzar el programa que aparecía en la página web del XXVII Simposio Internacional de Ornitología. No le sorprendió descubrir que el egocéntrico Tybjerg iba a hablar en nada menos que cuatro ocasiones, pero sí se quedó perplejo al comprobar que el nombre de Helland no aparecía por ninguna parte. Para el danés, que jamás participaba en congresos fuera de Europa, aquélla era la ocasión perfecta de exponer sus disparates. ¿Acaso no iba a aprovecharla? Extraño. Lo cierto era que ya hacía algún tiempo que no tenían contacto, recordó al consultar su bandeja de entrada. Releyó parte de su correspondencia, pero no tardó en abandonar la tarea. No conocía a nadie tan pérfido y mordaz como Lars Helland, y eso le ponía de pésimo humor.

La noche era tibia. Tras abrir de par en par las puertas del jardín, llamó a Michael para comentarle unas cuestiones del trabajo. Contestó una de sus hijas.

—No, señor Freeman; lo siento, pero mi padre no está en casa —le informó.

—¿Y quién cuida de vosotras? —preguntó asombrado.

Ella se echó a reír.

—Yo tengo quince años y mi hermana, trece, así que ya vamos teniendo edad para cuidarnos solas.

Freeman dio un respingo.

—¿Dónde ha ido tu padre? —quiso saber.

—Creo que tenía una reunión en la universidad —respondió ella.

Clive le dio las gracias y colgó.

Por unos instantes permaneció inmóvil con la mirada perdida. Luego se volvió hacia el ordenador, entró en la página del Museo Zoológico de Copenhague y descubrió entusiasmado que había una exposición sobre plumas. Sin embargo, su alegría no duró demasiado, porque llevaba por título: «Del dinosaurio a la pluma». ¿Es que aquello nunca iba a tener fin? Seguro que el responsable de la dichosa exposición era Tybjerg. Con los años, por desgracia cuando él ya estuviera muerto y enterrado, los museos de zoología del mundo entero se avergonzarían de haber cometido un error tan nefasto.

Clive seguía sin noticias de Jack, y Kay continuaba viviendo en casa de Franz. Le fastidiaba que su mujer no volviese de una vez, pero tendría que esperar a que pasara el simposio.

El experimento y la conferencia de Copenhague podían resultar determinantes para el resto de su carrera, de modo que necesitaba concentrarse. Por las noches soñaba con Jack. Sueños oscuros y sin sentido, llenos de sonidos, y el rostro de Jack iluminado a fogonazos que sólo le permitían ver las muecas que hacía con el labio. Empezó a tomar medio somnífero al acostarse y, para su alivio, sus noches se volvieron negras y vacías.

El 9 de octubre Michael y Clive partieron rumbo a Copenhague. Por lo general detestaba cruzar el Atlántico, pero esta vez su irritación se vio mitigada por el hecho de que Michael consiguió que les dieran dos plazas en business. Clive había ido al cuarto de baño y a la vuelta se encontró a su acompañante abanicándose muy sonriente con las tarjetas de embarque. Hicieron todo el viaje hablando de la presentación, cómodamente arrellanados en sus asientos, mientras encantadoras azafatas les servían aperitivos. Clive reparó en lo accesible que volvía a ser Michael. Al terminar el doctorado había atravesado un período en el que quería tomar todas las decisiones él solo y le tenía muy descontento. Cuando, como Clive, se estaba en medio de un campo de minas —profesionalmente hablando—, lo que hacía falta era apoyo y lealtad, no rebeliones caprichosas. Ahora que Michael había sabido ganarse un puesto dentro de la profesión, casi nunca planteaba objeciones y, si lo hacía, eran objetivas y agudas y su único fin consistía en reforzar los argumentos de su mentor. En un momento del viaje, Clive sintió un fuerte impulso de sincerarse con él.

—Tengo la sensación de que esta vez va a ser la última —dijo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Michael desperezándose.

—No sé —titubeó. ¿Qué intentaba decirle?

—La presentación es muy buena —acudió en su auxilio—. El experimento tiene una base muy sólida.

—Es posible —respondió Clive.

Miró por la ventanilla. A un lado el sol, a punto de desaparecer, teñía la panza de las nubes de color tomate; al otro aguardaba la noche europea, negra y extraña.

—Mi vida entera está dando un giro —le confesó de pronto—. Si la presentación sale bien, estoy considerando la posibilidad de retirarme.

Ignoraba por completo de dónde había sacado esa idea.

Michael parecía querer decir algo y se agitaba inquieto, pero cuando Clive levantó los ojos le encontró enfrascado en su revista.

El hotel se llamaba Ascot y estaba en pleno centro de Copenhague, en una bocacalle que daba a una plaza grande y fea. Las habitaciones eran pequeñas y olían a cerrado, y las sábanas parecían pegajosas, como si el programa de aclarado de la lavadora no funcionase bien. Tampoco había minibar. Clive llamó a recepción para pedir el código de acceso a Internet y, tras subir la presentación con las últimas correcciones al servidor canadiense, se quedó dormido.

El miércoles por la mañana Michael y él desayunaron juntos en un salón grande que estaba medio vacío y gélido. Acababan de sentarse pertrechados con huevos revueltos y periódicos extranjeros cuando por la puerta giratoria del fondo de la sala entraron dos hombres. Clive los siguió con la mirada mientras se orientaban. Los dos eran altos y avanzaban hacia ellos con paso elástico y tranquilo. Michael, que comía y leía la prensa al mismo tiempo, no los vio hasta que los tuvo en la mesa.

—¿Clive Freeman? —preguntó uno de ellos en tono cortés.

Los ojos de Clive se perdieron en la nada. Si Kay había muerto…, él… No sabía lo que haría. Cerró los ojos.

—¿Clive Freeman? —repitió el desconocido.

Michael le dio un codazo.

—Oye, Clive. Creo que deberías contestar.

Clive levantó la mirada hacia el hombre.

—¿Sí? —preguntó con voz ronca.

—Me llamo Søren Marhauge y soy de la Policía judicial. ¿Podríamos intercambiar unas palabras? —hablaba en un inglés suave y correcto.

—¿Es mi mujer? —susurró.

El desconocido sonrió.

—No se trata de su mujer ni de nadie de su familia —le explicó con calma—. Es por Lars Helland.

Al término de la conversación, Clive estaba muy afectado. Un policía tuvo que ayudarle a salir de la comisaría y meterle en un taxi, como si fuese un anciano. El agente colocó una mano protectora entre su cabeza y el borde de la puerta, como Clive había visto que hacían con los delincuentes. Tenían todos sus mensajes. Aquel hombre alto de ojos oscuros, Marhauge, se los había puesto delante encima de la mesa. Había estado a punto de gritarle que eso era ilegal, pero de pronto comprendió que no. Lars Helland estaba muerto y la Policía investigaba todas las conexiones, había dicho Marhauge de un modo muy diplomático; Clive sabía perfectamente lo que eso significaba. Que a Helland le habían asesinado. Le pareció que el comisario le observaba con curiosidad.

—Sabemos que no tiene usted relación alguna con la muerte de Lars Helland. He comprobado sus movimientos y sé que no había estado en Europa desde 2004, ¿cierto?

Clive asintió obedientemente.

—¿Ha venido por el simposio de ornitología del Bella Center?

Volvió a asentir.

—¿Porque va a dar una conferencia el sábado?

—Sí, el sábado por la tarde.

—¿Dónde estaba usted en junio de este año? —le preguntó el policía de improviso.

Reflexionó. Junio era antes de que Jack le traicionara y Kay se marchase.

—En ningún sitio —contestó—. En ningún sitio en particular.

Había sido un mes muy ventoso y no había tenido ganas de hacer nada más que trabajar. Kay dijo que tenía que tomarse un respiro y fueron a pasar dos semanas enteras a la cabaña, ella haciendo ensaladas y él ocupándose de la barbacoa. Tuvieron varios invitados, todos ellos parejas; las mujeres eran amigas de Kay y los maridos eran mortalmente aburridos. Jack y Molly no fueron porque andaban mal de tiempo. Clive terminó limpiando el cobertizo y su mujer le recriminó que era una manera muy extraña de pasar las vacaciones. Al final explotó.

«¡No quiero vacaciones! —gritó—. Mi trabajo es demasiado importante. Acuérdate de lo que pasó la última vez. ¡Cierras los ojos tres segundos y te aparecen con un tiranosaurio con plumas!».

Al final ella le dio permiso para regresar a casa y volver al trabajo.

—¿Y qué hizo en julio? —se interesó el policía.

Ese mes lo había pasado solo en casa sobreviviendo a base de latas, salchichas y rollitos.

—Estuve trabajando —contestó—. Entre otras cosas, en los preparativos de la presentación del sábado en el XXVII Simposio Internacional de Ornitología.

El comisario le tendió una hoja impresa y Clive leyó:

For what you have done, you shall suffer.

—¿Lo ha escrito usted?

—Por supuesto que no —respondió indignado—. Yo no voy por ahí amenazando a la gente.

Finalmente le dejaron marchar.

De regreso en el hotel, Clive se desplomó en la cama agotado y soñó con su propio entierro. Kay, envuelta en un velo negro, era muy desdichada; los chicos la flanqueaban con aire circunspecto. A punto estaba de arrojarse sobre el ataúd deshecha en lágrimas cuando el sueño volvió a comenzar desde el principio. Esta vez la iglesia estaba vacía. El blanco y solitario féretro descansaba junto al altar cuando aparecía el pastor a toda prisa y empezaba a decir cosas sobre el polvo. Clive trataba de gritar desde el ataúd que al menos podía intentar centrarse un poco en el asunto, pero el pastor no le oía. De repente se abrió la puerta del fondo de la nave y entró un invitado que se sentó en la última fila. El pastor le invitó a acercarse, delante había sitio más que de sobra.

—El difunto no tenía demasiadas amistades —susurró—. No ha venido ni siquiera su mujer. Me alegro mucho de que esté usted aquí.

El invitado se acercó. De pronto Clive se dio cuenta de que era Tybjerg. Se sentó en primera fila, en el sitio de Kay.

Al principio creyó que el danés se había puesto a aplaudir, pero luego comprendió que alguien llamaba a la puerta de su habitación del hotel con insistencia. Aturdido, hizo pasar a Michael. Decidieron bajar al bar del hotel a tomar algo antes de ir al simposio. Hablaron largo y tendido del asesinato de Helland antes de salir hacia el Bella Center, donde tendría lugar el evento. Ya era miércoles por la tarde y tenían el tiempo justo para hacer una visita rápida.

De repente Michael le dio unos golpecitos en el costado.

—Mira eso —dijo en voz baja.

Clive siguió la dirección que indicaba su dedo y vio un panel electrónico con información acerca del programa para el fin de semana. Entornó los ojos.

—¿Qué pasa?

—Han sacado a Tybjerg del programa, mira —insistió tocando apenas el cristal—. Pone «cancelado – nuevo ponente» en los cuatro actos en los que iba a intervenir.

Clive miraba fijamente el panel.

—Estará afectadísimo —pensó en voz alta—. Al fin y al cabo, Helland era su mentor. Imagina cómo te sentirías si me asesinaran.

Michael sonrió.

—Sí, no quiero ni pensarlo.

El jueves por la mañana Clive salió a la calle, donde le recibió un viento gélido. Tras consultar un mapa, se dirigió a la universidad con paso firme; tenía una cita con Johan Fjeldberg. Al cabo de media hora vio el complejo de la Facultad de Ciencias Naturales a mano izquierda. Estaba desprovisto de todo encanto. Tres altos edificios de los años sesenta y varias construcciones de ladrillo de menor altura a cual con menos gracia. Atajó por un parque. En la recepción del museo preguntó por el director, que no tardó en aparecer. Hablando sin cesar, le condujo a través de un laberinto de pasillos y corredores. Qué desgracia lo de Helland, un colega tan bueno, un hombre tan brillante. Clive asentía sonriente. El danés le explicó que circulaban rumores de que había sido asesinado, pero él no lo creía.

—Andan todos paranoicos —prosiguió con parsimonia—. Hasta corre el rumor de que le han matado infectándolo con parásitos.

Freeman le miró estupefacto.

—¿Parásitos?

—Sí, algún tipo de larvas que, por lo que cuentan, le habrían infestado casi todos los tejidos —soltó una risita.

Ya habían llegado al ascensor y, mientras esperaban a que apareciese, Fjeldberg le observó con curiosidad.

—¿Le conocía usted bien?

—Pues sí —contestó el canadiense antes de entrar en el ascensor—. Bastante bien. En el terreno profesional, éramos como el perro y el gato.

El otro asintió.

—Pero en lo personal éramos buenos amigos —mintió—. Desde luego vendré el sábado. Al funeral, me refiero.

—Nunca he entendido a esa gente que no sabe separar la vida privada del trabajo —comentó Johan Fjeldberg con aire pensativo—. ¿Y usted? Helland tenía una habilidad extraordinaria para distinguir las cosas. Podía enemistarse con cualquiera, pero jamás permitía que las escaramuzas influyesen en su opinión sobre los demás. De hecho, a veces me producía la sensación de que prefería a la gente con la que tenía encontronazos científicos. Apreciaba el dinamismo. Yo creo que el sábado va a estar abarrotado. Era un hombre muy querido, incluso por sus enemigos de profesión.

Clive no lograba borrar la sonrisa de su boca.

—¿Sabe si Erik Tybjerg se encuentra en el museo en estos momentos? —preguntó con aire inocente—. Me gustaría darle el pésame. En nombre de nuestra vieja amistad, ya sabe. Sí, es cierto que hemos peleado como perros de presa, pero sólo en el terreno académico, por supuesto. Creo que lo más correcto por mi parte sería ir a estrechar la mano de ese joven.

Fjeldberg le escuchó con atención y al salir del ascensor se volvió bruscamente y le lanzó una ojeada fugaz.

—Tiene gracia que lo mencione —vaciló—, porque, al parecer, Tybjerg ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Sí. Mucha gente le está buscando, entre otros la Policía —le miró con aire misterioso—. Pero no contesta a los mensajes, no coge el teléfono y no está en su despacho.

—Puede que haya decidido tomarse un respiro y refugiarse en su vida privada —sugirió Clive en tono compasivo—. Por la noticia, digo.

¿Qué estaba ocurriendo? Si sus más acérrimos enemigos seguían muriendo o desapareciendo de esa manera, las autoridades no tardarían en empezar a dispensarle un trato menos cortés.

—Es posible —contestó Fjeldberg—. Bueno, ya hemos llegado.

Clive había oído hablar de la colección de vertebrados del Museo de Zoología, pero cuando penetró en la sala acompañado de Fjeldberg se sintió traspasado por un escalofrío; aquello superaba todas sus expectativas. Los techos eran altísimos y todo estaba atestado de unas hermosas y originales vitrinas de madera. Los tiradores de armarios y cajones estaban hechos de porcelana y adornados con nombres en latín que informaban de qué animales cabía esperar encontrar en su interior. En los pocos rincones que no estaban ocupados por estos muebles había bonitos paneles antiguos hechos a mano. Todo era vetusto y extraordinario. Salpicadas aquí y allá había algunas mesas de trabajo, cada una de ellas provista de flexos de hacía más de cincuenta años. Las mesas eran de madera oscura y todas ellas disponían de sillones tapizados en piel con los brazos de madera.

—Quería usted ver el esqueleto de la moa, ¿no es así?

Fjeldberg se detuvo a sacar una escalerilla a la que se encaramó.

—Mire, mire —le invitó al tiempo que abría las vitrinas.

—¿Necesita que le eche una mano? —se ofreció Clive. Allí subido, su acompañante tenía un aspecto caduco y acartonado, con sus piernecillas enfundadas en el pantalón de color caqui.

—Sí, ¿me haría el favor de coger a nuestro amigo cuando logre sacarlo del cajón?

Lo abrió y se puso de puntillas.

—Pero ¿qué…? —exclamó—. No está.

Metió todo el brazo y barrió el fondo del cajón con la palma de la mano. Después bajó de la escalera no sin dificultad.

—Carajo.

Clive, perplejo, se mantuvo a cierta distancia mientras el director regresaba hacia la puerta. Una vez allí, encendió el interruptor general de la sala y una luz blanca y desgarbada reveló la gruesa capa de polvo que lo recubría todo.

—Tiene que estar en alguna parte —oyó murmurar a su anfitrión.

Clive trató de buscarle entre los armarios, de seguir sus pasos, que resonaban aquí y allá, pero en vista de que aquel hombre parecía decidido a poner toda la colección patas arriba, optó por permanecer donde estaba. La sala resultaba un poco inquietante, pero a la vez solitaria, hermosa. Se estremeció. Por encima de su cabeza pendía un murciélago gigante con las alas extendidas en toda su envergadura. Tenía los dientes pequeños y blancos y sus ojos eran dos cavidades.

—¡Aquí está! —se oyó exclamar a un triunfal Fjeldberg.

Echó a andar hacia su voz y encontró al anciano junto a una enorme mesa.

—Alguien lo ha estado usando sin reserva y luego no lo ha colocado en su sitio. Son cosas que pasan. Ahora mismo tenemos un montón de alumnos trabajando en proyectos de ornitología. Una de Helland, por cierto. Quizás haya sido ella. Se examina dentro de poco, así que no se lo tendremos en cuenta —añadió con un suspiro.

—Ah, ¿y qué está haciendo? —se interesó Clive.

El director volvió a suspirar.

—Pues no lo tengo muy claro porque está matriculada en otro departamento, pero tengo entendido que ya ha terminado y solamente le falta defender la tesina. No sé quién la va a evaluar ahora que no está Helland, no andamos precisamente sobrados de paleornitólogos. ¿No podría usted prolongar su estancia y encargarse del examen?

Clive percibió con total claridad el tono burlón de su voz.

—En ese caso me vería obligado a suspenderla —contestó secamente—, porque si ha escrito una tesina defendiendo la postura de Helland y Tybjerg, mucho me temo que no ha entendido los puntos más elementales de la evolución, algo indispensable para alguien que pretende ser biólogo, ¿no le parece?

Fjeldberg le lanzó una mirada llena de curiosidad y luego dijo:

—Entonces se queda aquí trabajando unas horas, digamos que hasta las… —consultó el reloj— ¿doce y media? Luego vengo a buscarle y comemos juntos. He pedido que traigan algo de fuera, comida fría, ¿de acuerdo?

Freeman asintió.

La puerta se cerró y Clive Freeman se quedó solo. Sacó el sillón, se acomodó junto a la mesa y empezó a estudiar el esqueleto con su lupa de mano. Dinornis maximus. Fabuloso. Unas investigaciones relativamente recientes de un grupo de científicos que habían logrado aislar el ADN de los huesos de aquella ave extinguida demostraban que la hembra era trescientas veces más pesada y ciento cincuenta veces más alta que el macho. No sabía si creerlo. Le dio la vuelta al astrágalo cuidadosamente con las dos manos. Sacó lápiz y papel y tomó unas notas. A continuación buscó las rudimentarias extremidades anteriores, que no podían andar muy lejos. Al cabo de una hora su humor era excelente. Las sinapomorfias entre esta ave no voladora y, por ejemplo, el Caudipteryx o el Protarchaeopteryx —que Tybjerg y Helland sostenían que eran dinosaurios— eran más que llamativas. Estaba más firmemente convencido que nunca de que muchos de los animales que ellos clasificaban como dinosaurios no eran, en realidad, más que aves no voladoras del Cretácico. Por lo que estaba viendo, los esqueletos eran prácticamente idénticos.

De repente oyó un ruido y se volvió con los pelos de punta. Era una especie de tos ahogada y un roce casi imperceptible. De pronto le pareció distinguir el sonido de una respiración. Se levantó olfateando el aire como un ciervo. El edificio suspiraba. Alguien pasaba por el pasillo. Relajó los hombros. Al fin y al cabo, estaba en un lugar público, se dijo para tranquilizarse. Aun así, decidió no perder de vista la parte de la sala que se sumía en la oscuridad.

Recordó los rumores sobre la muerte de Helland. Parásitos. Qué idea tan repugnante. Una cosa era morirse de un día para otro y otra muy distinta agonizar lentamente con un montón de parásitos creciéndote en las entrañas. Gusanos, larvas, lombrices. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos. Detestaba a esos bichos. Deberían excluirlos del reino animal. En una ocasión tuvo una garrapata en la ingle y no la descubrió hasta que alcanzó el tamaño de la cabeza de un clavo y el grosor de una ciruela. Kay se la quitó con disolvente.

Semejantes ideas le hicieron perder la concentración. La oscuridad le parecía cada vez más intensa y de pronto se le antojó que los huesos olían mal, a membranas resecas, a muerte. Se levantó y devolvió a la caja las piezas que ya había examinado. Luego abrió unos armarios y sacó un par de cajones. Todo estaba meticulosamente ordenado. Un cajón contenía dientes y el otro, plumas clasificadas por tamaños y colores. En algunos armarios había pellejos y en otros, frascos con ejemplares conservados en formol. Pasó largo rato contemplando un ojo de dromedario que, a su vez, le miraba fijamente. Suspiró. De nada servía tratar de desviar la mente de aquella oscuridad grandiosa y amenazante. Se dirigió a la salida.

Ya en el pasillo, se sentó a mirar por la ventana. No tenía sentido empezar a buscar a Fjeldberg, se perdería, de modo que decidió dormitar un poco. Cuando, al cabo de un rato, llegó su guía, comentó entre risas que la colección era el lugar más soporífero del mundo. Silencioso como el útero materno y varios grados más cálido de la cuenta. Se alejaron por el pasillo parloteando sobre el tiempo. Después de comer, hablaron de las posibilidades de poner en marcha un proyecto conjunto y Clive olvidó casi por completo la inquietante atmósfera de la colección, que Helland podría haber muerto asesinado y que Tybjerg había desaparecido. Fjeldberg le expuso una idea fantástica y cuando se separaron ya habían sentado las bases de una futura colaboración entre la Universidad de Copenhague y la Universidad de British Columbia. Clive renunció incluso a quejarse de la exposición de plumas.

—Hasta el sábado —se despidió el director con un efusivo apretón de manos.

Esa noche Clive y Michael fueron a cenar a un buen restaurante. Freeman estudió el menú con aire escéptico y estaba a punto de ponerle un pero cuando su acompañante dijo:

—¡Invita el departamento!

—¿Qué quieres decir? —preguntó asombrado.

—La junta me ha dado instrucciones de que te agasaje con una cena principesca. El restaurante tiene una estrella Michelin —añadió en un susurro inclinándose hacia delante.

—¿Por qué?

—Pues porque la comida es soberbia.

—No, que por qué te han dado instrucciones de que me agasajes con una cena principesca.

—¡Faltaría más!

Michael se echó a reír e intentó brindar con él, pero Freeman le observó fijamente. Tenía un brillito falso en la mirada. De pronto recordó la noche en que le llamó y, según su hija, había ido a una reunión a la universidad, mientras que el propio Michael le había dicho que tenía que cuidar de las niñas. Se lo echó en cara, pero él se limitó a sonreír.

—Ahora mismo no me acuerdo. ¿Cuándo dices que fue?

Clive seguía observándole.

—El día en que me reincorporé después de la baja. El día en que me entregaste los resultados del experimento de condensación.

—Ah, sí —se le iluminó la cara—; es verdad. Había una reunión de departamento y…

—¿Una reunión de departamento sin mí? —le interrumpió apartando el menú.

—Sí, porque no viniste. Pensamos que a lo mejor seguías encontrándote mal. Te estuvimos esperando hasta las siete y media, por si sólo era un retraso.

Clive no dijo nada. No recordaba que hubiesen convocado ninguna reunión de departamento. Él solía asistir a todas. Levantó el menú, enfadado.

—Vaya —dijo—. Bueno, pues tomaré langosta.