La noche del martes al miércoles Anna no podía dormir, y sólo alrededor de las cuatro logró conciliar un sueño pesado y carente de imágenes. Se despertó a las ocho y media y llamó a Cecilie. Todo iba bien, Lily estaba contenta y no la había echado ni un poquito de menos. Se dio una ducha y tomó un tazón de muesli.
—No te ha echado ni un poquito de menos —bufó mientras se ponía el chaquetón militar y las botas. A las cuatro iría a recoger a la niña, que esa noche dormía con ella. Al fin.
Pasadas las diez entró en el Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada. En el pasillo se encontró con Elisabeth, que llevaba cuatro termos. La última vez que la había visto, en la comisaría, la profesora estaba deshecha; desde entonces, ni ella ni Svend habían vuelto a pasar por el departamento.
—Ah, ya estás aquí —la saludó mirándola directamente a los ojos—. ¿Me echas una mano?
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Anna algo confusa.
—Café. Vamos a celebrar un pequeño homenaje en memoria de Lars en la sala común de la tercera planta dentro de media hora. Sólo para los del departamento y algunas personas más que le conocían profesionalmente.
La joven pestañeó y cogió el termo que le tendía.
—¿Y ese tipo de cosas no se suelen hacer después del entierro?
—Pues sí —contestó Elisabeth—, pero Ravn, el director del departamento, ha decidido que lo hagamos así. Helland murió hace dos días y los rumores ya circulan por toda la universidad, así que pretende aprovechar el homenaje para intentar atajarlos. A Lars le entierran el sábado y quien quiera puede asistir.
Su mirada se detuvo un instante en Anna.
—Bueno, ¿y qué dicen esos rumores? —se interesó ésta mientras la seguía hasta la cocina.
Elisabeth estrelló los termos contra la encimera y dijo con voz estridente:
—Dicen que a Lars Helland le asesinaron y que la Policía cree que el asesino le conocía muy bien, y no sólo eso, que trabajaba con él. Y ¿sabes lo que te digo? —preguntó furiosa—. Que me parecen unos rumores muy desagradables. Porque si, y digo si, le asesinaron, entonces los primeros sospechosos vamos a ser Svend, Johannes, tú o yo. Y no me gusta nada esa idea.
—Sí, o las cerca de quinientas personas más que trabajan aquí y querían verle muerto. En sentido figurado, por supuesto —se apresuró a añadir la joven.
Elisabeth se echó a llorar.
—No consigo sacarme su imagen de la cabeza —murmuró ocultando el rostro entre las manos—. Dios sabe cómo odiaba yo a ese hombre, pero no merecía una cosa así.
De pronto Anna recordó algo.
—Elisabeth —la llamó. La profesora se había sentado a limpiar sus gafas en una silla de la pequeña cocina—. ¿Tú crees que Erik Tybjerg será el sucesor de Helland y ocupará su puesto?
La profesora la miró con aire de perplejidad.
—¿Tybjerg, el del museo?
—Sí, su colaborador. Mi segundo tutor.
—No, no lo creo —respondió sin vacilar.
Anna arrugó la nariz.
—¿Y por qué no?
—Yo no sé por qué Lars se empeñaba en apoyar a Erik Tybjerg de esa manera. Es cierto que tiene un talento fuera de serie, de eso no hay duda, pero si quieres saber mi opinión, te diré que no encaja en absoluto aquí y que su función ha sido más bien la de recadero de Helland. Todos estos años ha sido un misterio para mí qué sacaba él con llevarlo consigo a todas partes e incluso usarlo de sustituto. Ahora eso se va a acabar. Cuando se tiene una plaza fija de profesor en esta universidad, hay que estar a la altura y saber representarla, y Erik Tybjerg carece de aptitudes para ello. En cierta ocasión, se le permitió dar clases de forma y función en el departamento durante un semestre porque Helland nos aseguró que podía hacerlo. Las cosas se complicaron y los alumnos presentaron una queja. Hablaba demasiado deprisa, como si recitara de memoria, y cuando no le entendían se enfurecía y se iba.
—Pero es mi tutor —se lamentó Anna—. Mi único tutor.
—Sinceramente, Anna —Elisabeth se colocó mejor las gafas y le dijo con dulzura—: Algunos nos quedamos de piedra cuando te matriculaste con esos dos. Pero no te ha ido mal, así que…
—A mí Tybjerg me parece un buen tutor —objetó la joven—. Mil veces mejor que Helland; no, un millón.
Elisabeth la observó con gesto inexpresivo.
—De acuerdo, pero estarás de acuerdo conmigo en que es un poco rarito. Y la Universidad de Copenhague es una institución muy prestigiosa, no un manicomio.
Y, dicho esto, se levantó y empezó a rellenar los termos de café.
En la sala común de la tercera planta se habían reunido unas treinta personas; al fondo de la habitación estaba Tybjerg. Tenía la mirada clavada en sus manos entrelazadas. Anna sintió un gran alivio al verle allí e intentó llamar su atención, aunque sin éxito. Johannes llegó corriendo en el último momento y se abrió paso entre los asistentes hasta situarse detrás de su amiga justo antes de que cerraran la puerta. La joven se volvió un instante. Johannes olía a viento y a frío, y los cabellos de color zanahoria revueltos le daban un aire cansado. Habían pasado la víspera trabajando codo con codo en medio de un ambiente tenso. Él había intentado entablar conversación en varias ocasiones, pero ella siempre le cortaba. Estaba ocupada. Dos veces le había preguntado si aún estaba enfadada por lo que le había contado a la Policía y ella lo había negado. Había intentado disculparse una vez más y se había encontrado con la mano de Anna levantada a modo de advertencia. Lo hecho hecho está, le había dicho; olvídalo. Lo cierto es que la había herido. Johannes era la última persona de la que esperaba una traición. Cuando la miró sonriendo con cautela en la sala común, deseó corresponder a su sonrisa, pero se volvió hacia Tor Ravn.
El jefe del departamento comenzó lamentando el fallecimiento de Helland y enviando un cálido recuerdo a su viuda, Birgit, y a su hija, Nanna. Era una terrible pérdida para la facultad. Había trabajado con ellos desde 1979 y había publicado innumerables artículos, una terrible pérdida para la facultad, repitió, un compañero leal. Anna sólo escuchaba a medias; intentaba obligar a Tybjerg a levantar la vista, pero era inútil. Elisabeth sollozaba sonoramente. Helland sería enterrado en la iglesia de Herlev el sábado a la una y el departamento enviaría una corona en nombre de todos.
Pero ¿qué le ocurría a Tybjerg? Anna no le veía los ojos, tan sólo que estaba completamente inmóvil. El jefe del departamento se aclaró la voz y dijo que quería aprovechar la oportunidad para pedir la colaboración de todos en la tarea de atajar los rumores que corrían sobre un posible asesinato. Había estado en estrecho contacto con la Policía, como explicó él mismo, y según la información que le habían facilitado no había nada que hiciera pensar que Helland había muerto de algo más que de un ataque al corazón. Cuando guardó silencio, reinaba una extraña perplejidad. Los asistentes empezaron a abandonar el local y Anna alcanzó a ver con el rabillo del ojo que Tybjerg iba derecho hacia la salida. Echó a correr detrás de él y le alcanzó cuando iba por el pasillo en dirección al museo.
—¡Tybjerg! —gritó—. Hola, Tybjerg. Espere. ¿Tiene dos minutos?
Su tutor se volvió hacia ella, pero sin detenerse. Anna empezó a caminar a su lado.
—¡Bueno! —exclamó enfadada—. ¿Va a perder algún tren?
Él la miró con aire estresado.
—No —respondió.
—Le he enviado mensajes, le he llamado y he ido a buscarle. ¿Dónde se había metido?
Al llegar a las escaleras, su tutor empezó a bajar los peldaños de dos en dos con la joven pisándole los talones.
—Siempre y cuando la temperatura ambiente sea normal, el rígor mortis no comienza hasta pasadas tres o cuatro horas del momento de la muerte clínica y, en la mayoría de los casos, se completa una vez han transcurrido doce horas. La explicación bioquímica de este fenómeno es una simple hidrólisis de ATP en el tejido muscular. Es una mierda, Anna —dijo—. Esto es una mierda.
—Sí —corroboró ella mientras desplegaba todas sus antenas en un intento de sondear qué era exactamente lo que era una mierda. ¿La muerte de Helland? ¿Los rumores sobre su asesinato? ¿Tener que terminar sus proyectos él solo? ¿Cancelar el examen de Anna? ¿El qué?
Tybjerg frenó bruscamente y a la joven le faltó poco para chocar con él.
—Ahora no puedo hablar contigo. Aquí no. Tendrás que venir al museo más tarde. Estaré en la colección —dijo taladrándola con la mirada—. No le digas a nadie que vas a verme. Abre con tu llave y nos vemos allí. ¿Entendido?
—¿Esta noche?
Él asintió y luego desapareció.
Anna permaneció inmóvil unos instantes oyendo los latidos de su corazón. Después apretó el puño y cerró los ojos con rabia. Esa noche tenía a Lily en casa y no podía reunirse con Tybjerg en la colección de vertebrados. Mierda. Pensó echar a correr detrás de él, pero desechó la idea. Johannes la esperaba a la puerta de la sala común.
—¿Bajas? —preguntó.
Se acercó a él echando chispas de indignación. Faltaban doce días para su examen. ¡Doce días!
Bajaron las escaleras uno detrás del otro y recorrieron el pasillo en dirección al despacho.
—¿Es necesario que arrastres así los pies, Johannes? —se le escapó.
Él, con el rostro apagado por la falta de sueño, le lanzó una mirada cautelosa. Anna sintió una punzada de remordimiento; le habría gustado preguntarle cómo se encontraba, si había dormido, pero de pronto se sentía incapaz de hablar.
—Sigues enfadada conmigo —dijo ya con la puerta cerrada en su despacho. La joven se sentó en su silla y encendió el ordenador—. Sé que sigues enfadada conmigo. ¿No podríamos hablarlo? —repitió suavemente.
De pronto Anna estalló. Se volvió hacia él y acercó su silla de un empujón. Su amigo retrocedió asustado. ¿Es que no podía dejarla en paz? ¿No podía tener la boca cerrada? ¿Qué pintaba en esa facultad? No lo entendía. Ya hacía siglos que se había licenciado, ¿por qué no podía irse a escribir sus solicitudes a otra parte, a algún sitio donde no la molestara constantemente? Estaba harta de que la molestasen. Estaba harta de que nadie se tomase en serio su trabajo. Ni Helland, ni Tybjerg, y ahora por lo visto tampoco Johannes. Hablaba sin pensar lo que decía, se limitaba a escupir lo que llevaba en las entrañas. Johannes pestañeó, cogió su cazadora y salió.
Anna se quedó estupefacta. En un arrebato, salió corriendo al pasillo y le gritó:
—¿Qué clase de amigo eres?
Dio una patada en el suelo y él se detuvo, dio media vuelta y se acercó a ella hasta que sólo los separaron sus alientos. Entonces dijo:
—Anna, soy tu amigo y lo sabes, piénsalo un poco. Te he pedido perdón por lo que le conté a la Policía. No debería haberlo hecho, pero estaba fuera de mí. De todas formas, no tienes ningún derecho a ser tan dura conmigo, castigarme durante días y negarte a dirigirme la palabra. En estos momentos todos estamos sometidos a mucha presión, no sólo tú. Soy tu amigo —repitió—, pero ahora mismo ya tengo bastante con mis propios problemas y no me quedan fuerzas para ser el blanco de tus iras. Helland está muerto y, sí, es de lo más inoportuno para Anna Bella y su tesina, ¡pero está muerto! ¿Lo entiendes? Su hija ha perdido un padre, Birgit ha perdido un marido, yo he perdido un… amigo. ¿Tanto te cuesta dejar de regodearte en tus propias miserias y ver lo que pasa en el resto del mundo, que no siempre gira a tu alrededor, joder? Ahora mismo no estoy para tus llantinas. Helland está muerto y bastante tengo con mis propios marrones. Duermo como el culo y no doy más de mí.
Giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo. De pronto se volvió otra vez, la miró con ternura y añadió:
—Por cierto, Anna: tú no necesitas a nadie que se tome en serio tu trabajo, para eso ya estás tú.
Cuando Johannes se fue, Anna, incapaz de contener las lágrimas, se encerró en el despacho. Le había sucedido tantas veces en la vida… La trataban injustamente y, cuando reaccionaba, su reacción era lo único visible, mientras que la injusticia de la que había sido objeto pasaba a un segundo plano. Como con Troels y Karen. De repente, la culpa de que hubiesen dejado de ser amigos la tenía ella. Como si Troels fuera un angelito. También era suya la culpa de que el padre de Lily ya no viviera con ellas.
«No hay quien aguante estar con alguien que se comporta así», eso había dicho Thomas. Como si lo que la había llevado a comportarse así se hubiese volatilizado. Por no hablar de todas las veces que Jens le había repetido: «Haz el favor de no ser tan dura con tu madre, Anna Bella».
¡Como si Cecilie nunca fuese dura con ella!
Y ahora Johannes. Era él quien le había contado algo completamente ridículo a la Policía y de pronto resultaba que la irracional era ella.
Poco a poco fue recobrando la serenidad. Se sonó y preparó una taza de té. Cuando su rabia se desvaneció por entero, empezó a sentir remordimientos. Pensándolo bien, Johannes era su amigo. Tenía razón. La había ayudado muchísimo durante los últimos meses.
A comienzos de junio, en medio de su segunda crisis con la tesina, había estado a punto de tirar la toalla. Lo había leído todo acerca del debate sobre el origen de las aves y se había empleado a fondo en el estudio de las implicaciones derivadas de la cuestión del plumaje. Ya hacía tiempo que estaba más que convencida de que la postura de Helland y Tybjerg era la que contaba con una base científica más sólida y de que los intentos de Clive Freeman de demostrarle al mundo lo contrario carecían de fundamento. Todos coincidían en señalar que los pájaros son dinosaurios vivientes y que los dinosaurios depredadores, los llamados terópodos, habían sufrido una progresiva disminución de tamaño y habían pasado de capturar a sus víctimas saltando entre terrones y tocones a conquistar los árboles. Entre sus copas desarrollaron primero un primitivo planeo y, más adelante, el vuelo propiamente dicho. Todas las evidencias apuntaban en una misma dirección: los dinosaurios tenían plumas incluso antes de que el vuelo pasara a formar parte de sus hábitos.
La crisis se desencadenó cuando Anna se vio incapaz de aplicar sus nuevos conocimientos. Innumerables expertos habían arremetido contra las tesis de Clive Freeman antes que ella, especialistas en vertebrados de todo el mundo, ornitólogos con varios doctorados y cátedras en su haber que habían desmontado los argumentos del canadiense en artículos, libros y simposios. Si hasta de ellos había salido Freeman indemne, ¿cómo iba ella, Anna, a aportar algo nuevo? ¡Era imposible! Lo más que podía hacer era repetir lo que otros habían escrito y añadir un capítulo de carácter histórico, repasando el debate desde Solnhofen hasta nuestros días. Pero no dejaría de ser un resumen, y con una tesina que no era más que un resumen no se podía aprobar. Tenía que aportar algo nuevo.
Johannes fue su salvación.
Le preguntó:
—¿Has analizado bien la base teórica en la que Freeman apoya sus tesis?
Ella se puso hecha una fiera porque Johannes siempre andaba a vueltas con la epistemología y había escrito una tesina de lo más intelectual acerca de los artrópodos del Cámbrico que le había valido la calificación más alta, pero la tesina de Anna hablaba de huesos y plumas, y todas aquellas ideas filosóficas no le servían para nada. Así pensaba y así se lo dijo. Le cortó y siguió con su crisis. Su amigo terminó dando un puñetazo en la mesa mientras decía:
—Mañana a las diez en el aula. Si no vienes, a partir de ese momento y por toda la eternidad te las apañas tú solita.
Por la noche, a regañadientes, decidió que lo más sensato era hacerle caso.
A la mañana siguiente estuvo a punto de marcharse al ver que diez minutos después de la hora convenida Johannes no había aparecido. Acababa de levantarse y coger el bolso cuando su amigo entró resoplando.
—Genial —jadeó—, estás aquí.
—Lo de ayer sonaba más a orden que a oferta.
Él se quitó la cazadora y se colocó frente a Anna.
—Anna —dijo con serenidad—, es una oferta. ¿Quieres que lo dejemos?
La joven no se atrevió a asentir por más deseos que sintiera de hacerlo.
Subieron a la tarima.
—Siéntate ahí —le indicó señalando hacia la cátedra. Ella subió y observó la pizarra vacía—. Muy bien, Anna Banana… —comenzó Johannes mientras se daba un breve masaje en la frente—. Cuando se habla de «ciencia», la mayoría piensa en una disciplina estrictamente objetiva que es impersonal, general y verdadera. Nos agrada que la literatura, la arquitectura y la política sean subjetivas, pero a casi todos nos indignaría que la química o la biología, por ejemplo, se permitiesen las mismas libertades.
Carraspeó.
—Uno de los máximos representantes de esta visión objetiva de la ciencia fue el filósofo Karl Popper, que vivió…, bueno, no me acuerdo. Popper trató de encontrar las reglas absolutas de la ciencia y para ello empleó el llamado método hipotético-deductivo, que sostiene que las teorías científicas siempre han de poder demostrarse con ayuda de experimentos decisivos. Una teoría sólo puede llamarse científica si es susceptible de ser falseada. ¿Me sigues?
La miró a los ojos.
—Pues… no —admitió ella—. ¿Popper decía que sólo eran científicas las teorías falsas?
—No, claro que no, mentecata. Lo que Popper decía es que cuando una teoría era susceptible de ser verificada y, llegado el caso, refutada, entonces se la podía considerar científica. A principios de los sesenta surgió una nueva corriente dentro de la epistemología que reivindicaba el reconocimiento de la subjetividad como parte sustancial de nuestra visión de la ciencia. Uno de sus principales defensores fue Thomas Kuhn, que defendió el papel de los valores subjetivos dentro de la ciencia. Quisiera aprovechar para hacer un inciso —dijo dándose unos golpecitos en el labio— para señalar que hay muchas maneras de interpretar a Kuhn y, por lo tanto, no es un hecho que yo tenga razón.
La miró con aire burlón antes de continuar.
—Las tesis de Kuhn las completó una mujer increíble que merece todos mis respetos, la historiadora de la ciencia Lorraine J. Daston, quien, en un intento de concretar el papel de lo subjetivo en nuestro modo de entender la ciencia, introdujo un nuevo concepto al que bautizó como economía moral de la ciencia. Se trata, por tanto, de distintas percepciones, por un lado con Popper y su necesidad de fijar reglas absolutas y por el otro con el enfoque algo más relativo que representaban Kuhn y Daston.
Johannes anotó el nombre de Kuhn en la pizarra seguido de dos puntos.
—Ninguno de ellos era un genio solitario que de pronto vio la luz, eso está claro —se interrumpió—, pero para simplificar las cosas lo haremos un poco esquemático, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
—Kuhn demostró que en las elecciones de un investigador influyen su personalidad y su biografía, y que en último extremo es la subjetividad la que le impulsa a inclinarse por una opción u otra. Ni que decir tiene que le llovieron las críticas; se le acusó de tener una visión de la ciencia completamente irracional, pero él se defendió señalando que dejar espacio a la discordancia no tenía por qué equivaler a abrir las puertas a una concepción de la ciencia errática y totalmente subjetiva siempre que… —al llegar a este punto, Johannes alzó el dedo índice— los investigadores implicados fueran leales al cien por cien a sus propias explicaciones y, en caso de pretender faltar a esa lealtad, fueran capaces de aportar argumentos convincentes que lo justificaran.
Apoyó las manos sobre la cátedra a ambos lados de Anna y se acercó mucho a ella.
—¿Has comprobado la consistencia interna de las teorías de Freeman? ¿Es leal a sus propias elecciones? ¿Aporta argumentos satisfactorios en los casos en los que cambia de idea?
—No lo sé —admitió la joven.
Él se alejó.
—Sigamos.
Los siguientes quince minutos los dedicó a revisar el concepto de economía moral de Lorraine Daston. Anna le escuchaba y tomaba nota de todo, impresionada ante el talento de su amigo para el pensamiento abstracto.
—Yo creo que por hoy ya es suficiente —dijo él sonriente; de pronto la miró con aire grave y añadió—: Pero hay que hacer un resumen y lo vas a hacer tú.
—¿Yo?
Johannes asintió.
Anna recogió sus notas y bajó de la cátedra de un salto. La situación le hizo pensar en el examen y, con el corazón desbocado, empezó a borrar la pizarra, empuñó un trozo de tiza y expuso con todo detalle lo que había entendido. Cuando terminó, su amigo le dijo contento:
—Averigua si Clive Freeman respeta estas sencillas y justificadas premisas científicas. Si no lo hace —chascó los dedos—, ya es tuyo.
—¿Y si lo hace?
—Entonces la has cagado —se echó a reír.
Anna estaba a punto de enfadarse cuando, de pronto, lo vio. Tenía algo. Algo tan intangible y esencial que casi la asustaba. Algo que le permitiría seguir adelante.
Las siguientes semanas las dedicó a leer de cabo a rabo a Popper, Kuhn y Daston y, a medida que pasaban los días, dos ideas empezaron a perfilarse con claridad: un investigador que se contradecía a sí mismo no podía llamar científicas a sus teorías y un investigador debía ser capaz de justificar sus elecciones de un modo satisfactorio en todo momento.
Cuando regresó al debate que la ocupaba, lo vio con otros ojos. Repasó los argumentos de Clive Freeman por enésima vez y los encontró tan redondos, impecables y profesionales como siempre, pero descubrió, para su asombro, que sus premisas científicas hacían agua. Presa de un arrebato, se lanzó a la relectura de Las aves y las incongruencias empezaron a brotar de entre sus páginas como setas después de un chaparrón. Pegó un fuerte manotazo triunfal en la mesa, se levantó y le dio un beso en la mejilla a Johannes, que en ese preciso instante entraba por la puerta y la observaba atónito. A él le entró la risa floja.
—No sé cómo darte las gracias —reconoció Anna. Su amigo despedía un denso olor a piel y perfume.
—Bueno —respondió tímidamente—, ya se te ocurrirá algo.
Dos estudiantes pasaron alborotando por delante del despacho y sacaron a Anna de sus cavilaciones. Se masajeó la frente, avergonzada. Todo lo que se le había ocurrido para darle las gracias a Johannes era ponerlo de vuelta y media, como si no hubiese hecho nada por ella. Intentó localizarle en el móvil, pero no contestaba. Le dejó un mensaje pidiéndole que la llamara. La atmósfera del despacho era asfixiante. Probó suerte con Tybjerg para cancelar su cita de la tarde, pero él tampoco cogía el teléfono. Después se enfrentó a los preparativos de su defensa. A las dos pasadas recogió sus cosas, salió y cerró con llave. Johannes seguía sin devolverle la llamada. Ya en el frío de la calle, oyó unos golpes en un cristal. Volvió la cabeza y vio a Hanne Moritzen haciéndole gestos desde el interior del edificio.
—¿Quieres que entre? —le preguntó por señas.
Hanne movió la cabeza de arriba abajo varias veces.
—Siéntate —la invitó la parasitóloga una vez en su agradable despacho. La joven tomó asiento en una silla ergonómica y aceptó la taza de té que le tendía—. Prefiero ir directa al grano. Quiero pedirte un favor y necesito que quede entre nosotras. ¿Es posible?
Anna asintió.
—Supongo que habrás oído lo de Helland —continuó.
—Sí, claro.
—Bien —parecía aliviada—. Ayer recibí la visita de un agente de la Policía judicial, Søren Marhauge. Le he visto entrar y salir por aquí, así que imagino que tú también le conoces. Un tipo grande de pelo bastante corto y ojos oscuros. ¿Sabes de quién te hablo?
Anna volvió a asentir.
—Quería saber si existía alguna posibilidad de que el material hubiera salido de mi departamento y…
—¿El material?
—Sí, los proglótides.
—No te sigo.
—O sea, que no lo sabes…
—Saber ¿qué?
Hanne dejó escapar un suspiro y le contó todo. Anna estaba conmovida.
—¿Quién habrá sido? —susurró.
—Yo, la verdad, no creo que haya sido nadie —gruñó Hanne—. El material vivo está bajo mi custodia y quienquiera que necesite trabajar con él precisa mi autorización para que se lo entreguen y después tiene que presentar un informe completo de lo que ha hecho con él. Todo está sometido a los más estrictos controles y las personas encargadas del laboratorio son compañeros en los que confío plenamente.
Empezó a recitar una serie de nombres que tenía anotados en un papel.
—Todos hemos trabajado con parásitos a lo largo de nuestra carrera profesional y somos muy cuidadosos. Además, la idea de infectar a alguien con huevos fecundados requiere grandes dosis de ingenio. Resultaría mucho más sencillo empujarle delante de un coche o pegarle un tiro —concluyó secamente.
—¿No podrían haber robado el material?
—No, Anna —replicó algo molesta; luego volvió a suspirar—. Desde luego, en teoría es posible, como robar las joyas de la corona, pero es altamente improbable. Hay que saber cómo manipular el material para evitar que muera. Son sustancias muy complejas.
Guardó silencio.
—Entonces, ¿cómo lo explicas? —preguntó la joven.
—Yo creo que se contagió durante un viaje al extranjero —dijo en tono inexpresivo—. El policía sostenía que Helland nunca había salido de Europa, pero tampoco es necesario. Esta solitaria es cosmopolita, porque se propaga a través de los cerdos, de modo que, aunque su incidencia en Europa cada vez es menor, no deja de ser una posibilidad. En resumen, que pudo contagiarse en cualquier sitio.
De repente su mirada se transformó.
—No sé si estás al tanto, pero el Departamento de Parasitología del Instituto de Biología ha dejado de existir como tal y el año que viene no se van a ofrecer cursos. Han hecho recortes.
—No lo entiendo —dijo Anna—. Pero ¿sigues contratada?
—Sí. Pero cuando yo me jubile, se acabó —le explicó echando fuego por los ojos—. Este año no nos han asignado fondos para financiar licenciaturas, doctorados ni posdoctorados, lo que quiere decir que cuando se nos acabe el combustible, adiós.
Se sacó un collarcito de perlas de debajo de la blusa y empezó a juguetear con él distraídamente.
—El consejo de facultad decide cómo se reparten las asignaciones, y ellos, como todos los demás, negocian un plan de acuerdo con un perfil académico determinado. ¿Cuál va a ser su apuesta y por qué? Para Dinamarca es importante tener un perfil de investigación competitivo que no sólo esté a la altura del resto de las investigaciones que se están llevando a cabo en la Unión Europea, sino de las de todo el mundo. Dicho esto, no cabe duda de que las decisiones del consejo no sólo miran por el interés del país —su expresión se llenó de dureza—. Dentro de su cerradísimo círculo también reina cierto nepotismo. Hoy por ti, mañana por mí, un mecanismo que empezará a vivir su edad de oro en cuanto se cierren las arcas del Estado. No estoy diciendo que sea tarea fácil, por eso yo siempre he procurado mantenerme al margen de los temas administrativos. Es inconcebible que haya que hacer tantos recortes últimamente. Los miembros del consejo tienen que soportar enormes presiones al tiempo que ven cómo van reduciendo sus áreas de investigación. Eso es lo que tratan de esquivar en sus famosas reuniones. Intercambian ayudas y becarios como los niños cambian cromos, y cuando toca hacer públicas sus decisiones todo el mundo contiene la respiración y cruza los dedos.
Por un instante contuvo ella misma el aliento.
—Yo creo que, hasta cierto punto, lo hacen lo mejor que pueden; es inevitable darse un poco de autobombo. Te pondré un ejemplo: fíjate en la colección de coleópteros del museo. Es una de las más impresionantes del mundo y ahí está, cogiendo polvo. No hay nadie que se ocupe de ella y no se está llevando a cabo ninguna investigación. Los escarabajos están de capa caída, no dan prestigio, de modo que el consejo de facultad decidió cerrar el Departamento de Taxonomía de los Coleópteros, que estaba en este mismo edificio. A primera vista no parecía un sacrificio demasiado grande, porque sólo lo integraban dos personas, el profesor Helge Mathiesen, que estaba a punto de jubilarse, y un investigador muy joven, Asger… —sacudió la cabeza como si hubiera olvidado su apellido—. Se derrumbó. Al empezar el verano tenía una prometedora carrera académica y a la vuelta de las vacaciones se encontró el departamento cerrado, un chico como él, tan especializado, y en un área tan concreta… —volvió a mover la cabeza— no tiene nada que hacer. Una carrera muy corta. Así son las cosas. Algunas áreas de investigación tienen un estatus muy alto porque reflejan lo que ocurre en el resto del mundo y otras lo tienen como resultado de los intereses personales de los miembros del consejo, y esas preferencias acaban afectándonos a todos enormemente según el campo en el que trabajamos, por casualidad, sea popular o no. Hasta este año el orden de prioridades del consejo nunca me había afectado directamente y siempre había obtenido lo que me correspondía, pero el curso pasado, en primavera, nos tocó al fin. Me tocó. Nos cierran el departamento.
La voz le sonaba a hueco.
—Nos soltaron la bomba al volver de las vacaciones de Semana Santa. Tenemos tres años más para desarrollar nuestros proyectos de investigación, una investigación que ya le ha costado al Estado danés millones de coronas y que, de llevarse a término, salvaría centenares de miles de vidas en el Tercer Mundo, donde los parásitos matan todos los días. Tres años. Es posible que así, a primera vista, parezca un plazo razonable, pero equivale a tener que levantar la Muralla China en una mañana. Es ridículo.
Observó a Anna con aire sombrío.
—La investigación es mi vida, Anna —dijo al fin—. Tengo cuarenta y ocho años y lo he consagrado todo a mi carrera académica.
La joven comenzó a ver la luz.
—Y ahora temes exponerte a un despido inmediato si demuestran que el material que han encontrado en el cuerpo de Helland salió de tu departamento, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Cuál es ese favor que querías pedirme? —le preguntó.
Hanne meneó la cabeza.
—Perdona, empiezo a hablar y no hay quien me calle. Verás, no es buena idea que de repente empiece a merodear por vuestro departamento, no en las actuales circunstancias. En el peor de los casos parecería sospechoso y en el mejor, inconveniente. Pero necesito averiguar en qué punto están las cosas y, sobre todo, en qué dirección van —la miró con ojos casi suplicantes—. ¿Me ayudarás?
Anna apoyó las manos en las rodillas.
—No estoy muy segura de qué es lo que quieres que haga.
—Quiero que escuches lo que van diciendo por ahí. ¿Qué dicen Svend y Elisabeth? ¿Qué dice la Policía? Sé que tus posibilidades son limitadas, pero intenta estar atenta, por favor. Y si empieza a circular el rumor de que los parásitos han salido de mis depósitos —dijo con gesto preocupado—, avísame inmediatamente. Es muy importante, Anna. Tengo tres años y después la conclusión de nuestros proyectos pasará a depender de medios externos, y te aseguro que si de repente nos cuelgan el sambenito de que manipulamos a la ligera un material que podría ser letal, no veremos una sola corona. En estos momentos la Fundación Tuborg es nuestro principal patrocinador y sólo financia proyectos inmaculados. Necesito saber a qué distancia del cuello tengo la guillotina.
Dejó caer las perlas de nuevo bajo la blusa.
—Tengo que estar preparada.
Anna asintió lentamente y Hanne se desmoronó en el elegante sofá. Se pasó la mano por entre los cabellos y cerró los ojos.
—Dios santo, qué cansada estoy —murmuró.
Anna se puso la bufanda y se echó la capucha por la cabeza. Hanne continuaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra la pared.
—Tengo que ir a recoger a mi hija —se despidió la joven.
Encontró a Lily arrodillada junto a un cajón de plástico lleno de semillas germinadas. Sostenía una regadera al tiempo que aguardaba expectante a que una de las educadoras le indicara cuándo regar. Anna se apartó a contemplar a la pequeña. Se habían visto tan poco últimamente que de pronto le pareció casi una extraña. Era su hija. Suya. De repente, el sol irrumpió a través de los grandes ventanales de la guardería y Anna oyó que la niña decía:
—En la casa de mi abuela hay girasoles.
La educadora escuchaba, respondía y compactaba la tierra en los puntos donde el riego había resultado demasiado fuerte. Anna estaba a punto de llamarla cuando Lily se volvió. Dejó todo lo que tenía en las manos y salió corriendo hacia su madre como un potrillo.
Descubrió los pendientes en las orejas de su hija nada más verla. Dos bolitas de cristal blanco montadas en plata que resplandecían al sol. ¿Cuánto tiempo llevaba sin ver a Lily? ¿Dos días? No hizo comentarios. La pequeña tiraba de ella, quería enseñárselo todo, daba saltos, se le encaramaba y trataba de meterle las manitas por las mangas y llegar hasta las axilas. El primer chaparrón llegó cuando la mandó callar para oír lo que intentaba decirle una de las profesoras. Lily se tiró al suelo pataleando hasta perder un calcetín. Anna quiso engatusarla con un dibujo para que se le pasara la rabieta. ¿Quién era ese payaso? La niña se negaba a oír hablar del tema. Su madre lo intentó con una taza de chocolate caliente y Lily guardó silencio, pero sólo duró un instante. Después volvió a la carga. Anna se sentía atada de pies y manos sin saber cómo salir de allí.
Finalmente le echó una regañina. No muy fuerte, pero lo suficiente para que una de las educadoras acudiera en su ayuda con la ropa de la niña, que dejó de llorar y miró a su madre con expresión de desconsuelo. Después, cogidas de la mano, atravesaron el jardín, salieron por la verja, cruzaron el patio y se dirigieron a su portal. Se prometió no volver a regañarla. Una vez en casa, vieron Los teletubbies. Anna se quedó profundamente dormida y al despertar no vio a su hija. La encontró en su dormitorio, jugando a las cocinitas con sus bolitas de plástico.
—Quiero ir a casa de la abuela —dijo apenas vio que su madre asomaba la cabeza por la puerta y la saludaba.
Anna se agachó a su lado y trató de acercarla.
—No, cariño —dijo con tono inseguro—, tu sitio está aquí conmigo. Tu sitio está con tu madre.
—Quiero a la abuela.
Lily volvió la cabeza y continuó cocinando. Parecía contenta. Cambiaba bolitas de un recipiente a otro sin cesar de parlotear y las aderezaba con un par de castañas y cuatro velitas de tarta. Anna fue hasta la cocina luchando por contener las lágrimas. Preparó la cena. Tortilla de queso con bacon y ensalada. A la niña le hizo unos guisantes con zanahorias. Comieron muy a gusto. Al principio la pequeña no quería y volvía la cabeza cada vez que trataba de darle un bocado, pero luego Anna descubrió que aquel tenedor estaba vivo y cada vez que Lily lo mordía chillaba como un loco y se escondía detrás del cartón de leche. Se asomaba desde su refugio y cada vez que veía a la niña con esa boca llena de dientes se echaba a temblar. La pequeña se reía a mandíbula batiente. Fue un momento de armonía. Pero se había hecho tarde y comenzó a frotarse los ojos; ya nada funcionaba. Tardó cuarenta y cinco minutos en meterla en la cama. Leyeron cuentos hasta que a Lily empezaron a pesarle los párpados, pero cuando Anna la arropó y apagó la luz, se negó a dormir.
—No quiero —gritaba incorporándose.
Al final su madre tuvo que sujetarla contra el colchón y, tras muchos chillidos y patadas, la niña se durmió.
Anna fue a la cocina y, apoyada en la encimera, observó desde la oscuridad las casas iluminadas del resto de la manzana. Parecían llenas de vida, de calor y de experiencias compartidas.
Sonó el teléfono. Salió de la cocina y fue a contestar. Era Cecilie. Llamaba para preguntar cómo se encontraba su nieta, si había estado contenta y si había echado en falta el osito que había olvidado en su casa.
—¿Por qué le has puesto pendientes? —preguntó Anna.
Silencio.
—Le has puesto pendientes sin consultármelo —insistió alzando la voz.
—Vaya, lo siento —se disculpó su madre con sinceridad—. No pensé que te importara. ¿No lo habíamos hablado? Creía que habías dicho que te gustaban, que a las niñas les quedaban muy bien.
—Deberías habérmelo consultado, mamá.
—Sí, tienes razón. Perdóname, cariño. No, en serio. Perdóname.
—¿No se le infectarán los agujeros?
—Se le infectaron un poquito el primer día, pero se le pasó enseguida. Se los limpié bien con yodo.
—Buenas noches, mamá —se despidió.
Después colgó. Eran las ocho y media y le hervía la sangre.
A las nueve menos cuarto llamó a la puerta de los vecinos de abajo, una pareja que tenía una hija de la edad de la suya. Abrió Lene. Sin problema, no les importaba quedarse con el intercomunicador para oír a Lily mientras Anna salía a correr. Luego añadió, como de pasada:
—A la vuelta me pasaré por la universidad. Mañana voy a quedarme en casa trabajando y me he dejado allí un libro que necesito. ¿Os importa? Me llevo el móvil, así que podéis llamarme si ocurre cualquier cosa.
Era su única oportunidad de hablar con Tybjerg.
Anna hizo el recorrido en tiempo récord. Cuatro lagos en veinticinco minutos. El cielo resplandecía anaranjado sobre la ciudad como si estuviese en llamas algún rincón del universo. Subió por Tagensvej y no tardó en abrir la puerta del edificio doce pasando su tarjeta por el lector. Todo estaba oscuro y en silencio. Subió a su despacho, encendió el ordenador y se secó el sudor de la tripa y la nuca con un trapo. Observó el ordenador apagado de Johannes. No le había devuelto la llamada y al mirar en el correo comprobó que tampoco le había escrito. La recorrió un hormigueo de inquietud. ¿Y si ya no quería ser su amigo? Le había gritado, se había pasado de la raya. Troels y Thomas, los dos, la habían abandonado por pasarse de la raya. Pero Johannes era distinto, se recordó a sí misma; él no la apartaría de su lado sin más. Llamaría.
Encontró un jersey de punto en un cajón, se lo puso y salió.
Nada más entrar por la puerta del museo, se arrepintió. Las posibilidades de que Tybjerg siguiera allí trabajando a esas horas eran mínimas. Lo más seguro era que, cansado de esperarla, se hubiese ido a su casa. El edificio parecía vacío. Encendió la luz del pasillo y apretó el paso. Tenía la sensación de haber oído una puerta cerrarse a sus espaldas, unos pasos, y no era imposible, pensó. Aquel lugar estaba repleto de estudiantes preparando exámenes, tesinas y proyectos.
Al llegar a la puerta de la colección de vertebrados se le encogió el corazón. Estaba allí. O, mejor dicho, debía de estar allí, porque a la entrada, donde siempre se sentaba, lucía una lámpara solitaria y había un lápiz, una pila de libros y una caja. Al aproximarse vio que contenía la Rhea americana. Tybjerg jamás la habría dejado ahí si se hubiese ido a casa. Cogió una silla y se sentó. Lo único que interrumpía el silencio era el lejano zumbido de un ventilador.
Pasados algo menos de cinco minutos empezó a impacientarse. ¿Habría entrado a la colección a buscar más cajas y se habría entretenido más de la cuenta? Tapó la caja de la Rhea americana, la cogió, se sacó la llave plateada del bolsillo del chándal y abrió la doble puerta que daba paso a la colección de vertebrados. El olor dulzón a animales disecados y huesos hervidos no tardó en envolverla obligándola a respirar por la boca. Las puertas se cerraron a su paso con un pesado y suave suspiro.
Sólo estaban encendidas las luces de emergencia, era imposible que Tybjerg se hallase en la colección. Si hubiese estado allí trabajando, habría habido más luz. Estaba a punto de marcharse cuando oyó un ruidito. Procedía del lado derecho de la sala, a cierta distancia, y sonaba apagado. La sangre empezó a circularle más deprisa por las venas.
De pronto oyó otro sonido. Primero un resuello, a continuación el largo gemido de unos goznes y después unos pies al caminar. Se quitó las zapatillas sin hacer ruido y se quedó en calcetines. A su izquierda comenzaba el laberíntico pasillo de armarios y vitrinas; cuatro pasos más y quedaría oculta entre ellos.
En ese momento se encendió una de las lamparitas bajas que había entre dos armarios y Anna percibió el débil resplandor de una suave luz de color miel. Entonces oyó a Tybjerg.
—Sí, sí —suspiraba.
Después un silbidito y el sonido del cierre de otro armario. La joven carraspeó. De inmediato se hizo el silencio y se apagó la luz. Oyó unos pasos, de nuevo una tapadera chirriando, más silencio. Frunció el ceño.
—Tybjerg —le llamó con cautela—. Soy yo, Anna Bella.
Cinco segundos más de silencio y luego otro chirrido y la lámpara se encendió. Ella avanzó hacia la luz y Tybjerg hacia el sonido, pero sus caminos se cruzaron, de modo que cuando dobló la esquina y vio la mesa donde lucía la lámpara, él ya no estaba. De repente apareció a su espalda. La joven giró sobre sus talones y retrocedió.
—Anna —dijo estresado—, has venido.
Pasó de largo junto a ella. Anna Bella no lograba comprender qué hacía su tutor en la colección, porque no veía cajas de huesos ni cuadernos ni lupas por ningún sitio.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó colocando con cuidado la caja de la Rhea americana sobre una de las mesas.
—Investigar —contestó él mirándose fijamente las manos.
—¿A oscuras?
El rostro de Tybjerg tenía una expresión desagradable, y al leve olor a estrés que despedía por la mañana había venido a sumarse una inconfundible estela de sudor rancio. No dejaba de mirarse las manos. Anna encendió las lámparas de las mesas de alrededor.
—De acuerdo, Tybjerg —dijo en tono resuelto—. ¿Qué está pasando aquí?
Él tardó en contestar.
—Anna, tengo miedo —susurró al fin lanzándole una mirada fugaz. Tenía los ojos sombríos.
—¿De qué? —preguntó ella.
—Helland ha muerto —susurró.
—Sí, Helland ha muerto de un ataque al corazón. Son cosas que pasan y no son contagiosas.
Intentó adivinar si sabía algo más. Él la estudió largo rato; parecía necesitar algo de tiempo para decidirse.
—Sé lo de la lengua —dijo señalando hacia la suya—. La lengua es un músculo recubierto de mucosa que sólo los vertebrados tienen. La cara superior está cubierta de papilas, las hay de cuatro tipos diferentes: papilas filiformes, foliadas, caliciformes y fungiformes…
Se quedó con la mirada perdida unos momentos.
—¿Por qué se mordió la lengua? —volvió a mirarla—. No lo entiendo. Hay algo turbio en todo esto, algo oculto.
Observó a Anna en silencio.
—La podredumbre comienza con el moho, una capa velluda que recubre, por ejemplo, los alimentos, cuya superficie se infecta con hongos como Mucor, Rhizopus o Absidia, aunque no sé demasiado sobre el tema.
Meneó la cabeza algo confuso y se dejó caer pesadamente en una silla. Anna acercó otra y se sentó frente a él. Estaba alerta.
—No acabo de entender adónde quiere llegar con todo eso… —comenzó.
—Está aquí —afirmó Tybjerg.
—¿Quién?
—Freeman.
—¿Por qué lo cree?
—¿De veras no lo entiendes? —volvió a mover la cabeza de un lado a otro—. Hay un congreso de ornitología este fin de semana y él es uno de los oradores. Va a presentar una ponencia cultural, pone en Internet, que es su forma de decir que desde el punto de vista académico su intervención va a ser una auténtica estupidez. Aun así, va a hablar. Una hora, ni más ni menos. De asuntos completamente ridículos que ya ha tratado mil veces. Es una tapadera, eso es lo que es.
—¿Una tapadera de qué?
—No sé cómo ha sido exactamente, Anna —dijo con aire inquieto—, pero Freeman debe de haber averiguado en qué estás trabajando, que tramamos borrarle del mapa de una vez por todas. Helland y yo hemos dedicado los últimos diez años a minar su credibilidad y poco a poco lo hemos logrado. Ahora está arrinconado y…
—Clive Freeman es un hombre mayor —objetó ella.
—A mí me atacó —susurró Tybjerg—. Hace dos años, en Toronto. Llevaba puesto un anillo y me golpeó con esa mano a propósito.
Se tocó la ceja en el punto donde la joven recordaba haberle visto una fina cicatriz blanca. Le miró sin habla.
—¿Y no lo denunció? —preguntó horrorizada.
—También le mandaba amenazas a Helland —continuó su tutor—. Él lo encontraba gracioso, muy gracioso, ja, ja. Me lo contó un día entre carcajadas. Yo no compartía su opinión. Al contrario que él, yo sí conozco a Freeman personalmente. Siempre era yo el que tenía que ir a todas partes. No era nuestro primer cuerpo a cuerpo, pero la última vez…
Tragó saliva.
—Su mirada.
—¿Qué le pasaba a su mirada? —preguntó ella.
—Era una mirada llena de odio.
Anna suspiró.
—O sea que cree que Freeman ha venido a Dinamarca con la excusa del congreso, pero que su verdadero propósito era asesinar a Lars Helland…
—Sí.
—Y el siguiente en la lista es usted.
—Sí.
Tybjerg volvió a tragar saliva.
—Supongo que será consciente de cómo suena eso.
El rostro de su tutor se volvió impenetrable y Anna lamentó haber dicho esas palabras.
—¿Y yo? —preguntó.
Le obligó a mirarla a los ojos.
—No lo sé —contestó él en un susurro—. Habrá averiguado que estábamos preparando el golpe de gracia y lo habrá relacionado todo contigo, no lo sé. Pero creo que deberías andarte con cuidado.
—Se equivoca —replicó ella en tono despreocupado.
—Es posible, pero no pienso correr ese riesgo.
—Pues se equivoca.
Los ojos de Tybjerg se perdieron en la oscuridad, su mente estaba muy lejos de allí.
—Helland ha muerto porque tenía el cuerpo plagado de parásitos —afirmó Anna, atenta a su reacción.
Él se volvió lentamente.
—No te entiendo.
—Tenía los tejidos infestados de larvas de solitaria. Millares, varias de ellas en el cerebro; por eso se le paró el corazón. La Policía está tratando de averiguar si la infección fue provocada o no, pero, en cualquier caso, no pudo ser Freeman. Las larvas ya eran grandes, de entre tres y cuatro meses —se irguió—. Así que, a menos que crea que Freeman vino el verano pasado a infectar a Helland, no pudo ser él.
Tybjerg parecía aturdido.
—Me lo han dicho Hanne Moritzen y el comisario Søren Marhauge. Que, por cierto, le está buscando —añadió.
—Ahora tienes que marcharte —dijo Tybjerg de repente.
—Tybjerg, pienso examinarme dentro de doce días aunque tenga que hacerlo aquí dentro. Tengo que hacer ese examen. ¿Le han enviado mi tesina de secretaría? Entregué tres ejemplares el viernes pasado. ¿Le han dado una copia?
Él asintió.
—¿La ha leído?
—Ahora vete.
—Sí, me voy —dijo sin moverse—. ¿Viene conmigo?
—No, antes tengo que hacer una cosa —murmuró él—, tú vete.
Ella se encogió de hombros.
—De acuerdo, adiós —se despidió, se alejó por el pasillo y se volvió de nuevo—. Hasta luego, Tybjerg.
Su tutor no contestó, le dio la espalda. Anna fue hasta la puerta, la abrió y fingió salir, pero volvió a entrar y cerró sin hacer el menor ruido. Sus zapatos seguían a la izquierda de la entrada. Oyó que Tybjerg murmuraba. Se aproximó hacia la luz de puntillas y en silencio. En lugar de tomar el pasillo del que acababa de venir, avanzó dos pasillos más por entre los armarios y se asomó con cautela. Él había abierto uno de los armarios y se afanaba en sacar algo. Era una colchoneta enrollada que extendió en el suelo. Después se quitó la ropa, abrió un saco de dormir, se deslizó en su interior y se acomodó en la colchoneta. Por último empezó a leer una revista mientras mordisqueaba una manzana. La joven se quedó un instante contemplándole; luego se escabulló en silencio y regresó corriendo a su casa.
Pasaban de las diez y cuarto de la noche cuando echó a correr por Jagtvej y, aunque iba a buen ritmo, notaba que el frío le traspasaba el chándal. Quedaban menos de dos semanas para su defensa y aún le faltaba preparar una hora clavada de presentación y tenía montones de cosas que leer si quería tener alguna esperanza de aprobar el examen posterior. Mientras estaba en la colección, pensaba acudir a la Policía al día siguiente y decirles dónde estaba su tutor, obligarle a salir y a examinarla, pero ahora la asaltaban las dudas. Era evidente que aquel hombre sentía un miedo irracional. ¿Y si se venía abajo? Ya había perdido un tutor, lo último que necesitaba era quedarse también sin el otro. Apretó el paso para quemar su frustración.
Al abrir el portal oyó otra puerta en lo alto de las escaleras. La luz se apagó y le entró un ataque agudo de mala conciencia. No se tardaban dos horas en salir a correr, ni siquiera teniendo que ir a recoger un libro, como había dicho. Alargó la mano en busca del interruptor, pero la luz se encendió antes de que lo encontrara. Se echó hacia delante para mirar por el hueco de la escalera y de pronto sintió que una trémula capa de sudor frío le recubría la piel como una película protectora.
El rostro de Lene apareció por el hueco.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Anna contrita subiendo los escalones de tres en tres.
La vecina de abajo tenía el intercomunicador en una mano y la llave de la joven en la otra.
—¿Quién era ése? —le preguntó.
La luz se apagó y Anna volvió a encenderla.
—¿Quién era quién? —preguntó confusa.
—Ese chico.
Estaba perpleja.
—¿No acabas de encontrarte con un chico que bajaba las escaleras? Si acaba de marcharse.
La joven pestañeó.
—No me he encontrado con nadie, vengo de correr.
Seguía sin entender muy bien qué ocurría.
—Había un chico —insistió Lene—. El intercomunicador ha empezado a pitar y cuando he salido a comprobar que no había ningún problema me lo he encontrado sentado en las escaleras de tu rellano. Me ha explicado que te estaba esperando, no me ha parecido que tuviera nada de particular. Le he dicho que ya no tardarías en llegar. He pasado y he visto que Lily estaba dormida, no sé por qué habrá saltado esa cosa. La he arropado bien e iba a llamarte para ver por dónde andabas, porque queríamos acostarnos ya. Había dejado la puerta entornada y cuando iba a salir me he dado cuenta de que el chico había entrado y se había instalado en el sofá, y eso ya, la verdad, me ha parecido demasiado. He intentado llamarte para consultártelo.
Anna metió la mano en el bolsillo de la chaqueta del chándal y sacó el móvil. Tres llamadas perdidas.
—Lo siento —se disculpó—, lo llevaba en silencio.
—Como no te localizaba, le he pedido que te esperase fuera. Le he explicado que habías salido a correr y que tenía que esperarte fuera. No le había visto en mi vida, no iba a dejarle meterse en tu casa si no me habías dicho nada de que ibas a tener invitados, ¿no?
Anna hizo un gesto negativo.
—No espero a nadie —dijo. Estaba helada.
—Pero has tenido que encontrarte con él —insistió Lene—. Acaba de irse.
—No he visto a nadie. ¿Sería Johannes, mi compañero del Instituto de Biología? ¿Era pelirrojo?
—Llevaba gorro y un abrigo largo. Creo que se ha quitado el gorro cuando ha pasado al salón, pero no me he fijado en si tenía el pelo rojo. Creo que más bien castaño. No estoy segura.
—Pues no lo entiendo. He abierto la puerta del portal y he subido las escaleras, y no ha bajado nadie, lo juro.
Lene se revolvió el pelo con gesto fatigado.
—Qué raro —murmuró—. Ha salido zumbando por las escaleras como alma que lleva el diablo. Yo había cerrado la puerta, pero estaba en el recibidor porque me sorprendía que alguien te estuviese esperando a estas horas. No sabía si ir a despertar a Otto o no y de pronto le he oído que salía disparado, como si se hubiese arrepentido y hubiera cambiado de idea. He salido al rellano y he visto su mano deslizándose por la barandilla; luego se ha apagado la luz, tú la has encendido y nos hemos visto ahí, por el hueco.
Lene señaló hacia la barandilla y Anna sintió un frío glacial.
—Estamos de acuerdo en que la luz la has encendido tú, no yo, ¿verdad? —preguntó.
—No —replicó Lene—, claro que no. Yo no he encendido nada, has sido tú.
Anna terminó de subir las escaleras de un salto y se plantó delante de su puerta esgrimiendo la llave como si de un arma se tratara. Le temblaban las manos y no acertó a introducirla en el ojo de la cerradura hasta el tercer intento. En medio de la más absoluta oscuridad, corrió a ciegas hacia la habitación de su hija. Vislumbró el edredón, a Bloppen, el perro de trapo, volcado de medio lado, y el cojín favorito de la niña; intuía incluso los adhesivos que ésta había pegado a los barrotes de la cama, pero no veía si Lily estaba allí. Sabía que Lene se encontraba detrás de ella porque oía el pitido que indicaba que los dos intercomunicadores estaban cerca. Uno de ellos se apagó y Anna encendió la luz.
La pequeña reaccionó con un sobresalto, pero enseguida reanudó su frenética labor con el chupete y siguió durmiendo, con un rosetón en la mejilla, la mejilla en la almohada y la almohada en su sitio. La joven se desplomó junto a la cama y apoyó la frente en las manos. Le temblaba todo el cuerpo y le faltaba el oxígeno. ¿Qué se había figurado que iba a encontrar en la habitación de Lily? ¿Una cama vacía? ¿Una muñeca de ojos azules? ¿Un cadáver?
Oyó el borboteo del agua calentándose y luego el sonido de unas tazas al llenarse. Lene llevó las tazas al salón, lejos de ella, que estaba allí, tirada en el suelo y con la respiración entrecortada. Lily dormía a salvo en su camita de barrotes, naturalmente, ¿qué si no? Se enterró los puños en el hueco de los ojos. Tuvo que repetirse a sí misma la versión racional de la historia una y mil veces para no volverse loca.
Oyó que su vecina abría la portezuela de la estufa y arrugaba unos periódicos, luego un ruido de madera y el chisporroteo de una cerilla. Al cabo de un momento la tenía en la puerta.
—¿No vienes un rato al salón? —le preguntó.
Anna se puso en pie. Una taza de té la esperaba despidiendo una voluta blanca de vapor que ascendía enroscándose hacia el estuco. No se atrevía a mirar a Lene. Un hombre había estado aguardándola. Podía ser cualquiera, resultaba todo tan extraño. Ya averiguaría de quién se trataba, al día siguiente o al cabo de tres. En opinión de su vecina, un pretendiente que se había echado atrás. Aunque a ella también le parecía un poco raro.
Pero Anna había sido presa del pánico y Lene lo había visto. Las lágrimas empezaron a resbalarle por el rostro. Su vecina le acarició la mano.
—Quiero dormir —murmuró.
—Pero ¿te encuentras bien? —preguntó Lene—. Puedo quedarme un ratito si quieres.
—No, no me pasa nada. No es más que cansancio.
Nada más quedarse sola, Anna se quitó la ropa sudada y se sentó desnuda en una silla frente a la estufa. Abrió la portezuela y dejó que el chorro de aire cálido del fuego le empapara la piel. Consultó el móvil. Sólo una de las llamadas perdidas era de Lene, las otras dos procedían del teléfono de Søren Marhauge. Johannes seguía sin llamar. Descansó la cabeza en el respaldo de la silla y permaneció largo rato recostada contemplando una fotografía enmarcada que colgaba de la pared de detrás de la estufa. Era una imagen en blanco y negro que la había acompañado desde la infancia. Unos jovencísimos Cecilie y Jens con unas melenas largas y rebeldes y una piel tersa y suave alrededor de los ojos. Jens le había pasado un brazo por los hombros a su chica y parecía querer acercarla al objetivo. Entre los dos asomaba Anna, riendo, con la mirada radiante.
Siempre había sentido debilidad por esa foto, pero de pronto no entendía por qué. Cecilie estaba cualquier cosa menos alegre. Sus labios sonreían, pero sus ojos eran mortecinos. El brazo de Jens era un peso muerto sobre sus hombros. De haberla soltado, se habría salido de la imagen. En la mirada de Jens se leía que estaba decidido a sacar aquella fotografía, como si ya supiera que había que inmortalizar aquel instante a cualquier precio para que acompañara a su hija en su vida adulta y le trajera recuerdos de una infancia feliz. La sonrisa de Anna era abrumadora, la mirada, eufórica, chispeante, desprovista de preocupaciones. Pero los mayores sufrían.
Hacia la medianoche diseminó sus documentos y los de Lily por el suelo del salón. Sus papeles estaban más o menos en orden, eso tenía que agradecérselo a su madre. Echó un vistazo a su partida de nacimiento. Cuando nació Lily, ella y Thomas no lograban ponerse de acuerdo en el nombre y al final, a dos días de que expirasen los seis meses reglamentarios, lo echaron a suertes. Si no, va a acabar llamándose Margarita II, protestó Anna. Al leer Lily en el papelito ganador, suspiró aliviada. Cuando ella nació, las reglas debían de ser menos estrictas. La llamaron Anna Bella Nor un 12 de noviembre de 1978, casi once meses después de su nacimiento. Dejó la partida y empezó a hurgar entre los papeles de su hija, que estaban guardados de cualquier manera en un gran sobre marrón. El colorido librito donde la puericultora llevaba un registro de su crecimiento, las primeras fotografías en el paritorio y la pulsera de identificación de la maternidad. Tenía intención de pegarlo todo y hacer un libro para Lily, pero nunca encontraba el momento. Había roto con Thomas entre la visita de control del noveno mes y la del duodécimo, y el día que llegó la puericultora se quedó de piedra al encontrarla deshecha. Anna fue a preparar un poco de té cuando la mujer, que estaba entreteniendo a la niña con unas bolitas de colores, dijo de pronto:
—¡Qué lástima! Erais una familia muy bonita.
Anna sabía perfectamente que no había ninguna mala intención en sus palabras, pero no pudo evitar volverse hacia ella y contestarle con rabia:
—Seguimos siendo una familia muy bonita, con o sin Thomas.
La mujer se disculpó, Anna se echó a llorar y Lily ya no quiso seguir jugando con las bolitas de colores.
Empezó a hojear, no sin cierta congoja, el libro donde estaban anotados los progresos de su hija, temiendo desmoronarse bajo el peso de los recuerdos. Dientes que salían, noches eternas en vela tratando de calmar el llanto del bebé con paseos de un lado a otro para no molestar a Thomas, extenuada, al borde de la locura y al mismo tiempo feliz como jamás pensó que pudiera serlo. El peso de Lily, que iba en aumento, y las cifras inmortalizadas en aquellas páginas con la atildada letra de la puericultora. Pasó las yemas de los dedos por todos los progresos de su hija.
El libro de Anna, de 1978, tenía las hojas amarillentas y rugosas y un tono más concreto que el de Lily. Lo hojeó con curiosidad. Había empezado a gatear con apenas ocho meses y dio sus primeros pasos dos días después de su primer cumpleaños, leyó; la puericultora recomendaba aceite de hígado de bacalao y yemas de huevo cocidas y escribía que era bueno que la niña quisiera comer carne y fruta. Debía haber otro libro, pensó. Las anotaciones del que tenía entre las manos comenzaban en septiembre de 1978, cuando ella tenía algo menos de nueve meses, y concluían en enero de 1979. «Anna dice eh y no», ponía. Sonrió. La puericultora se llamaba Ulla Bodelsen, su nombre aparecía en ordenadas letras de molde sobre una línea de puntos.
Se levantó, se sentó frente al ordenador y buscó Ulla Bodelsen; encontró dos coincidencias. Una de ellas se llamaba Ulla Karup Bodelsen y vivía en Skagen, y la otra era Ulla Bodelsen a secas y vivía en Odense. Anotó ambos teléfonos y permaneció con el papel en la mano unos instantes. No dejaba de darle vueltas a aquel «Anna dice eh y no». Se volvió a contemplar la fotografía una vez más. Los labios de Jens y Cecilie sonreían, pero la única sonrisa auténtica era la de la niña. Porque tenía tres años y nada que ocultar. Exactamente igual que Lily.
Era casi la una cuando se fue a la cama. Por primera vez en varios días, durmió profundamente y sin interrupciones.
El jueves por la mañana, Anna se despertó helada. Encendió la estufa, subió la potencia del radiador, preparó una papilla de cereales y se mostró generosa con el azúcar.
—Mmm —dijo Lily al tiempo que destripaba su papilla elegantemente con la cuchara—. Más azúcar.
Anna le puso un poco más y le olisqueó la nuca.
—Hoy voy a ir a buscarte prontito —susurró.
—Quiero ir a casa de la abuela —protestó la niña.
Su madre se sentó y la miró a los ojos.
—No, Lily. Hoy no vas a ir con la abuela.
—La abuela hace tortitas.
—Aquí también puedes tomar tortitas —le propuso—. Con helado.
—¡Helado! —gritó la pequeña mirando hacia el congelador con expresión radiante.
—Ahora no. Esta tarde.
—No, helado ahora.
Anna lanzó un suspiro, cogió un cuenco y sacó dos pétreas cucharadas de un bote de helado. La niña dejó el cuenco como una patena y pidió más. Su madre tuvo que sacarla hasta la entrada y enfundarla en el buzo en medio de muchos gritos. De repente Lily le echó los brazos al cuello.
—Eres mi mamá —dijo.
Anna la miró sorprendida.
—Y tú eres mi tesoro —respondió con dulzura.
—Bloppen viene a la guardería —afirmó la niña con decisión.
—Pues ve a buscarlo.
Mientras Lily lo revolvía todo en su habitación, Anna se subió la cremallera del chaquetón y pensó primero en Johannes, que seguía sin dar señales de vida, y después en el tipo que había estado esperándola la noche antes. Tenía que ser Johannes, ¿quién si no? Le envió otro sms.
«Querido Johannes. Llámame, por favor. Siento muchísimo lo de ayer. Perdona que te gritara. Por cierto, ¿pasaste anoche por mi casa? ¡Anda, llámame!».
Recordó la nota con los números de teléfono de la puericultora. Seguía junto al ordenador y se la guardó en el bolsillo.
—Vamos, Lily —gritó hacia su habitación.
La niña seguía revolviéndolo todo. Anna se apostó en el descansillo y volvió a llamarla:
—Lily, vamos.
En ese instante se oyó una cadena de seguridad y la puerta de Maggie se entornó dejando una rendija oscura. Maggie se asomó y, al oír el saludo de Anna, se le iluminó el rostro y se apresuró a cerrar, retirar la cadena y salir al rellano.
—No tienes muy buen aspecto —observó con diplomacia—. Tienes unas ojeras de campeonato. ¿Ha venido a visitarte algún caballero?
Llevaba una bata que le llegaba hasta los pies y el pelo disparado en todas direcciones.
—No exactamente —contestó la joven sin poder reprimir una sonrisa.
Su vecina se encogió en la bata y miró con aire inquieto hacia la escalera.
—¿Y quién es? Es un poquito raro, ¿no?
Anna se quedó de piedra.
—¿Qué quieres decir?
La anciana le lanzó una mirada escrutadora.
—Pues sí, cuando le vi ahí ayer otra vez empezó a parecerme un poquito misterioso. El otro día le pregunté si le apetecía pasar a echar un traguito, tampoco era cuestión de dejarle ahí fuera pasando frío, ¿no? Pero no quiso, y ayer la verdad es que me alegré de que no hubiese entrado.
—¿Cómo que el otro día? —preguntó Anna mientras se frotaba encima del pecho izquierdo a través de la ropa.
—El otro día. ¿Anteayer? ¿O sería hace dos días? ¿Por qué haces eso? —preguntó indicando con un gesto los movimientos que hacía con la mano.
—No es nada —contestó con un suspiro—. El corazón, que me late a toda velocidad. ¿Cómo era?
—Tenía unos ojos muy bonitos… y era alto. Parecía agradable. Agradable y algo nervioso. Llevaba puesto un gorro y un abrigo negro largo. Tenía el pelo rojizo.
La mujer se llevó una mano a la altura de la oreja para indicar por dónde le asomaba el pelo.
—Bueno, entonces tiene que ser Johannes. ¿Qué dijo?
—Pues yo volvía a casa cargada con la compra y ya sabes cómo voy subiendo las bolsas, las dejo en los descansillos y las muevo por etapas. Cuando llegué con la primera bolsa me lo encontré ahí, sentado en lo alto. Simpatiquísimo, el chico, se ofreció a ayudarme y me subió las bolsas. Me explicó que era amigo tuyo, por eso le invité a pasar, pero no quiso, ya te lo he dicho. Miró la hora, como si tuviese prisa. Y ayer, al verle ahí sentado otra vez, me pareció misterioso y estuve a punto de llamar a la Policía. Pero de repente desapareció, como la vez anterior. Como si se lo hubiera pensado mejor. Raro, ¿no? O esperas a alguien o no le esperas. Salí zumbando hacia mi alcoba para ver si, por algún casual, yo no te había oído volver y habíais entrado los dos juntos, pero tu casa estaba más oscura que una tumba —concluyó entornando los ojos con dramatismo.
—Tiene que ser Johannes —repitió Anna hablando consigo misma—. Haz memoria: ¿cuándo fue la primera vez que vino?
—Anteayer —aseguró Maggie.
Lily salió al descansillo con Bloppen bajo el brazo.
—¿Me das un osito? —pidió.
La anciana renqueó por el apartamento con la pequeña pegada a los talones mientras Anna aguardaba junto a la puerta. De repente cobró conciencia de lo cansada que estaba.
Nada más entrar en la guardería, Anna recibió un sms. Metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero la distrajo el tumulto del guardarropa, que era un hervidero de niños y padres. Lily se le escabulló, echó a correr hacia su clase y empezó a tirar de la falda de una de las educadoras.
—Mira —gritaba—. ¡Mira! Es mi mamá. ¡Mira, está ahí!
El dedito de la niña señaló hacia su madre y la educadora salió a compartir su alegría.
—Mira, el mío es un león —le explicó la pequeña asomando el labio inferior.
¿Cuándo había empezado a hablar tan bien?
—Yo tengo el león, Anton tiene el rinoceronte y Fatima tiene un huevo frito —insistía señalando las tres figuritas de madera que indicaban el sitio de cada niño en el guardarropa.
—¿Te queda mucho para acabar la tesina? —preguntó la educadora.
—No —respondió Anna sorprendida.
—Te echa de menos —le explicó bajando la voz.
—Tiene a su abuela —replicó molesta.
—Puede ser —admitió la mujer—, pero su madre eres tú y no hay momento en que no hable de ti.
Después dio media vuelta y se alejó.
—Tengo cuatro años —dijo Lily.
—No, cielo. Dentro de cinco semanas cumplirás tres —Anna levantó cinco dedos—, y hoy vengo a recogerte a las cuatro —continuó doblando uno de ellos.
Al salir de la guardería sacó el teléfono y sintió que una oleada de alivio le recorría todo el cuerpo. El mensaje era de Johannes.
«Disculpas recibidas. No estamos enfadados. Necesito estar solo un tiempo. Abrazo. P. D.: Estuve en casa toda la noche, no pasé por tu casa. Sería otro de tus admiradores
».
Anna suspiró aliviada. No estaba enfadado. Sin embargo, de pronto cayó en la cuenta: si no había sido él, entonces ¿quién?
Estaba entrando en el edificio doce cuando sonó su teléfono. Era Cecilie.
—No, no hace falta que vayas a buscarla —dijo Anna antes de que su madre alcanzara a pronunciar palabra.
—Ah, bueno; vale. Hola, ¿eh? —la saludó dolida—. Es una pena, hoy me venía muy bien. Me han cancelado una reunión y podía pasar a recogerla antes de las dos. Así no tendría que quedarse en la guardería sin hacer nada.
De pronto la joven empezó a gritar:
—No hace falta que vayas a buscarla, ¿me has oído? Entiéndelo de una puta vez: queremos que nos dejes en paz. Ya te llamaré.
Colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.
Habían roto el precinto del despacho de Helland y al pasar por delante Anna vio a los agentes de la científica deambulando por su interior. Aflojó el paso. Llevaban puestos unos monos blancos y hablaban en voz queda. El pasillo estaba resbaladizo y Anna sintió un irrefrenable impulso de escuchar desde detrás de la puerta. ¿Por qué habían regresado? Una vez en su despacho, descubrió que se habían llevado el disco duro de Johannes. Sobre sus pilas de cosas habían dejado una nota oficial informándole escuetamente de que la Policía se había incautado de él. La joven sacó el móvil.
«La Policía se ha largado con tu ordenador», escribió.
No hubo respuesta.
Cecilie tampoco daba señales de vida.
A mediodía Anna bajó a la cafetería a comprar dos sándwiches y dos zumos y se dirigió al museo. Al llegar al tercer piso sacó la llave plateada y abrió la puerta de la colección de vertebrados. La luz del techo estaba encendida y encontró a Tybjerg en la mesa de trabajo grande, tomando notas en un cuaderno de rayas. Sobre la mesa había varios libros de consulta y cajas llenas de huesos. El científico se sobresaltó.
—Ah, eres tú —dijo aliviado.
—Ha pasado aquí la noche, Tybjerg, lo sé.
Él se miró las manos y la joven observó que tenía un tic en la nariz. Le puso un sándwich delante.
—¿Por qué no duerme en su casa? —se interesó.
Sentía que su impaciencia iba en aumento. Su tutor la observó con aire inseguro.
—Anna —se decidió al fin—, prométeme que no se lo vas a contar a nadie. ¡Prométemelo!
—Contar ¿qué?
—Llevo ocho meses viviendo en mi despacho —confesó—. Para ahorrar dinero. Los viajes a las excavaciones…, esas cosas son caras. No pude conservar mi apartamento. Hasta ahora no lo ha descubierto nadie. Las últimas noches las he pasado aquí. ¿Es para mí?
Rozó el sándwich con cautela.
—Sí —contestó ella tendiéndole también el zumo.
Se quedó muda al ver cómo su tutor le arrancaba el plástico y se abalanzaba sobre él.
—Se está escondiendo de Freeman, ¿verdad? —quiso saber.
Tybjerg masticaba sin reaccionar. De repente la joven se sintió superada. Retiró la tapa de una de las cajas, sacó un hueso y lo estrelló contra la mesa.
—Esto —dijo— es la extremidad anterior de un pájaro. Está provista de un carpo en forma de media luna que se superpone a la base de los dos primeros huesos del metacarpo de la muñeca en todos los manirraptores, lo que equivale a decir en todas las aves, primitivas y modernas. Es un rasgo que viene a subrayar el estrecho parentesco que hay entre las aves primitivas y las actuales. Freeman no comparte esta visión. En su opinión, es posible que los dinosaurios tuvieran algo en la base de la mano que, a primera vista, podría confundirse con una media luna, pero la única similitud entre ambos elementos sería el mero parecido, que no implicaría parentesco alguno.
Anna le lanzó la extremidad por encima de la mesa de un empujón y volvió a rebuscar en la caja.
—Y esto… —continuó.
—Alto —la interrumpió Tybjerg.
—… es el pubis —le ignoró—. Los entendidos sabemos que tanto los terópodos como el Archaeopteryx y algunas aves Enantiornithes del Cretácico temprano presentaban un espesamiento del pubis, es decir, un rasgo homólogo más. Freeman, por supuesto, también lo rechaza. A esto hay que sumar nuestras discrepancias respecto a la orientación del pubis, a la presencia de plumas, al método filogenético, a la disyunción estratigráfica, a la evolución ascendente del astrágalo, a todo.
Anna observó a Tybjerg.
—Por eso está en Dinamarca, Tybjerg. Ha venido a intentar ganar una batalla que no ganará jamás, no a matar a Helland, a usted, a mí ni a mi hija.
—Alto —repitió él. Se levantó con los nudillos blancos—. Es inútil.
Cogió lo que quedaba del sándwich y se adentró entre las hileras de armarios hasta desaparecer en la oscuridad. Confusa, le oyó deambular por la sala. Luego dejó caer la cabeza entre las palmas de las manos.
De regreso en el departamento, su teléfono empezó a sonar. Era Jens.
—Hola, papá —le saludó al descolgar.
—Anna, hola —parecía sin aliento—. He salido a hacer un recado. En realidad, estoy en Odense.
—Vaya —replicó ella mientras atravesaba el pasillo acristalado que unía el museo con el Instituto de Biología.
—Oye, Anna —dijo al fin—, acaba de llamarme tu madre. Estaba muy triste.
—Vaya —repitió.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó—. De acuerdo, estás estresada, lo entiendo, pero ¿no podrías tener un poquito más de consideración con tu madre? Te está ayudando mucho, ¿no, cariño?
Anna estaba que echaba chispas y al principio no fue capaz de abrir la boca.
—Dice que le has gritado y le has colgado el teléfono. ¿De qué va todo esto?
Logró controlar la voz lo suficiente para intervenir.
—Dime una cosa, ¿desde cuándo se ha vuelto mamá tan delicada? —preguntó con voz ronca—. ¿Por qué está hecha de cristal? ¿Me lo puedes explicar? Toda mi vida he visto cómo recibía un trato especial. Toda mi puta vida.
El silencio al otro lado de la línea era total.
—¡Jesús! —exclamó su padre al fin—. Cálmate un poco.
—No me quiero calmar.
—Te he dicho que te calmes —insistió Jens, furioso.
—¿Sabes lo que te digo? Que puedes llamar a mi mamaíta y explicarle que Lily es hija mía, y cuando lo pille, que me vuelva a llamar. Joder, papá, le ha cortado el pelo y le ha hecho agujeros en las orejas sin consultármelo.
Se produjo un silencio.
—Yo creo que sólo quiere ayudar.
—Pues no me ayudéis más —replicó Anna—. Ninguno de los dos.
A las cuatro iría a recoger a Lily.