El lunes 8 de octubre, a punto de terminar su jornada, Søren estaba convencido de que la muerte de Lars Helland era uno de esos misteriosos casos en los que la Madre Tierra reclama a uno de sus hijos antes de tiempo y dispuesto a archivarlo lo antes posible. Lars Helland estaba muerto, eso era todo. Todos los días había corazones que dejaban de latir de manera inesperada, incluso los de gente que, como Helland, recorría veinticinco kilómetros en bicicleta para ir a trabajar y no fumaba ni bebía. De acuerdo, lo de la lengua no era algo que se viera muy a menudo, ni siquiera para Søren, pero no era tan raro que la gente se provocara lesiones importantes en el momento de morir. Había visto cuellos partidos, dientes y cráneos rotos, rostros quemados, huesos fracturados y torsos atravesados como resultado del encuentro con objetos tan variopintos como barbacoas, botones de radiador, cortacéspedes y rejas de forja. Lo más probable era que Helland hubiera sufrido una especie de convulsión y se hubiera mordido la lengua antes de morir.
Había llevado a cabo los interrogatorios preliminares con el convencimiento de que no tardaría en deshacerse del caso. El primero de la lista había sido el de Johannes, el extravagante y casi translúcido biólogo que había llamado al 112. Se encontraba en el departamento porque estaba escribiendo un artículo en colaboración con Helland y, además, esperaba que le admitieran como doctorando, aunque la comisión ya había rechazado su solicitud en dos ocasiones. Søren había conocido a mucha gente rara en su vida, desde seres deformes hasta tipos que se adornaban la cabeza y el cuerpo con tanta exageración que resultaba difícil intuir que detrás de todo eso había una persona, y aunque Johannes no era ni deforme ni excesivo en su manera de vestir, no dejaba de ser uno de los individuos más peculiares que había visto en su vida. El tono de su piel recordaba a esos bichejos que de tanto vivir debajo de un baldosín acaban por perder el color. Las manos de dedos largos y sedosos, la piel pálida que se extendía tirante sobre los huesos del rostro, el andar encorvado. Sólo el pelo de color zanahoria y la mirada inteligente venían a interrumpir la sensación de encontrarse ante algo mohoso.
Johannes sólo parecía tener buenas palabras para Helland y prácticamente fue necesario ponerle una pistola en la sien para que admitiera a regañadientes que en los últimos tiempos su tutor se había comportado de un modo extraño y había estado disperso y distraído. Pero tampoco se podía decir que Anna fuera la persona más sociable de este mundo, se había apresurado a añadir. En vista de que el comisario no acababa de entender qué tenía que ver lo uno con lo otro, el joven le explicó entre titubeos que había tenido muchas discusiones con ella ese verano acerca de Lars Helland, como persona y como tutor. Una vez llegados a ese punto, Johannes hizo una pausa y, después de pensarlo unos momentos, soltó la bomba: Anna había estado dándole vueltas a la idea de hacerle una trastada a Helland. ¿Una trastada? Søren le miró con sorpresa. ¿A qué se refería? El joven pestañeó como si hubiera hablado más de la cuenta. Nada, nada; no era más que… Sus ojos se movían inquietos. Estaba muy enfadada con él, confesó al fin. Sentía que le había fallado como tutor y, como estaba muy presionada con la niña y todo lo demás, la había tomado con Helland de una manera que a él no le gustaba nada. Por eso discutían. Søren le escuchaba atentamente.
De pronto Johannes le preguntó si estaba al tanto de que Helland recibía amenazas. Lo dijo así, como el que no quiere la cosa, y se apresuró a aclararle que el propio interesado se reía de ellas y las calificaba de chiquilladas. Ignoraba en qué consistían las amenazas, sólo sabía lo que su tutor decía de ellas: que alguien del mundo académico estaba molesto con él y le había enviado varios mensajes de mal gusto. El policía quiso saber si creía que podía tratarse de Anna Bella Nor, pero el joven lo rechazó de plano. ¡Por supuesto que no! A ella jamás se le pasaría por la cabeza hacer una cosa así. Helland formaba parte de varias comisiones y tenía una influencia enorme en temas administrativos; él mismo admitía ser un blanco fácil para el descontento de la gente. Una de esas comisiones, le explicó Johannes, era la responsable de escoger los proyectos de doctorado y decidir las nuevas contrataciones, con lo que tenía en sus manos el futuro de la carrera de muchos biólogos.
Søren asintió pausadamente y le dio las gracias por su colaboración. Nada más salir y cerrar la puerta, a Søren le vino algo a la mente. Johannes le miró sorprendido cuando volvió a abrirla y asomó la cabeza en su despacho.
—¿Quiere eso decir —preguntó en un tono amable— que Lars Helland ha sido una de las personas que han rechazado en dos ocasiones su solicitud para hacer el doctorado?
—Sí —contestó el joven con aire despreocupado—, eso es.
El policía salió de allí algo confuso. Johannes, a todas luces afectado por la muerte de su tutor, había tratado de dar con una explicación medianamente plausible, logrando sin querer que las sospechas recayeran en su compañera Anna Bella Nor, pero al mismo tiempo la defendía como si hubiera sido Søren y no él mismo el autor de las insinuaciones. Menos mal que era un caso más claro que el agua, pensó, así no tendría que seguir escarbando en lo que quería decir en realidad Johannes Trøjborg.
Después le había tocado el turno a Anna Bella Nor. Estaba sentada de espaldas a la puerta, pero se volvió con expresión alerta al oírle entrar. Tenía el cabello corto y de color castaño claro, el rostro ovalado y un cuerpo delgado pero fuerte, pensó. Se percibía cierta renuencia en sus movimientos, como si deseara con todas sus fuerzas estar en otra parte. Su mirada resultaba indescriptible. Las cejas y las pestañas eran negras y tupidas, y, a primera vista, los ojos parecían marrones, pero cuando decía algo con vehemencia se iluminaban. La conversación fue todo menos fluida; era evidente que la muerte de Helland encajaba muy mal en los planes de la joven. Parecía furiosa y estresada, y en un momento llegó a mencionarlo abiertamente:
—Me examino dentro de dos semanas. Todo esto, por decirlo con suavidad, me hace polvo.
Cuando el comisario le preguntó por su relación con su tutor, le explicó que era poco menos que un inepto y que incluso había considerado la posibilidad de presentar una queja al consejo de facultad. También le contó que todos estaban molestos con él, incluido Johannes, aunque se negara a admitirlo.
—Johannes es un amigo estupendo —se interrumpió bruscamente con los ojos entornados—, pero también es un auténtico membrillo cuando se trata de conocer a las personas. Es demasiado buena gente y se cree que su misión en este mundo consiste en encontrar una disculpa para todos y cada uno de los actos imperdonables que van cometiendo por ahí. Él siempre tiene una buena explicación para todo y ¿sabe una cosa? —le observó con dureza—. A veces no hay disculpa, por buena que sea, capaz de justificar los actos de la gente. Lars Helland me ignoraba olímpicamente, ésa es la verdad.
No tenía nada más que decir al respecto. Lo que sí le contó es que Svend y Elisabeth tampoco se llevaban demasiado bien con él y, a su modo de ver, no les faltaban razones. Formaba parte de todos los consejos académicos y administrativos en los que había podido meter cabeza y eso le hacía responsable de muchos aspectos del día a día que afectaban a la marcha del departamento. La joven se negó a entrar en detalles porque «créame, podría matarle de aburrimiento», aseguró.
Lo que no tuvo reparo alguno en señalar fue que Helland en dos ocasiones se había llevado a su despacho sin permiso el hervidor que Johannes y ella habían comprado a medias. Al oírlo, Søren sintió un molesto hormigueo en las yemas de los dedos y le pidió que le ahorrara detalles irrelevantes, a lo que ella contestó mirándole a los ojos sin pestañear:
—Me ha pedido que le hable de las relaciones de Helland con sus compañeros del instituto y ¿qué mejor manera de describirle la atmósfera que le rodeaba que explicándole lo milimétricamente fascistoide, engreído y poco empático que era?
Søren se quedó impresionado al comprobar la cantidad de palabras que Anna era capaz de encadenar en aplastantes hileras en un santiamén.
Después le preguntó qué era lo que su tutor tenía en el ojo. Anna dijo que lo ignoraba y añadió:
—Pero no era nada bueno.
Había reparado en ello a principios de verano sin darle demasiada importancia, pero en los últimos tiempos había observado que aquella protuberancia se había vuelto más…
—Grande no es la palabra —dijo—. Pero se le notaba más, como si hubiese cambiado de aspecto y fuese más dura.
Volvió a guardar silencio a su estilo brusco.
Søren le dio las gracias y le pidió que no abandonara el departamento, porque después tendría que acompañarle a comisaría. Ella quiso saber para qué y pareció poco convencida cuando el policía le explicó que era el procedimiento habitual. Cuando salió y cerró la puerta que los separaba, se sintió bañado en sudor.
El siguiente punto del orden del día fueron los dos profesores, Svend y Elisabeth. Cuando Søren llamó a la puerta, cuchicheaban los dos en el despacho de esta última en un clima de gran intimidad. Se levantaron y le invitaron a tomar asiento en un sofá con respaldo de barrotes y unos cojines finústicos que era muy bonito, pero terriblemente incómodo. Svend era el decano del departamento y, por lo que el policía pudo entender, aunque continuaba en activo porque tenía varios proyectos de investigación por concluir, ya estaba parcialmente retirado.
A primera vista, Elisabeth parecía la más normal de los cuatro. Era diminuta, pero llevaba su exigua silueta enfundada en —en comparación con la indumentaria del resto de la tropa— ropa de lo más exclusiva y ajustada, el pelo bien cortado, unas gafas modernas y un discreto maquillaje. Una segunda inspección revelaba, sin embargo, su naturaleza nerviosa. Mientras hablaban, el comisario analizó discretamente su luminoso despacho de dos piezas; todas las superficies estaban cubiertas de objetos relacionados con la biología. Le explicó que se dedicaba al estudio de los invertebrados, y, al ver que él la miraba con cara de perdido, añadió:
—Animales desprovistos de columna vertebral —e indicó con un gesto el espacio que los rodeaba, lo que él interpretó como una señal de que los numerosos animales que poblaban los estantes y los marcos de puertas y ventanas formaban parte de ese grupo de desheredados sin columna.
Svend y Elisabeth estaban muy afectados por lo ocurrido esa mañana. Ella admitía sentir enormes remordimientos y él asentía dándole la razón. Ambos se habían pasado media vida deseando que Helland se fuera con viento fresco, no lo podían negar. Al pasar revista a los más de veinticinco años que habían compartido con el difunto en el departamento, sólo encontraban un mal recuerdo: Helland. Había logrado envenenar el ambiente de trabajo y obstaculizar la investigación aplicada en equipo al defender únicamente sus propios intereses. Además, formaba parte de todo un abanico de consejos administrativos, lo que, en opinión de ambos, equivalía a darle a un niño una navaja a modo de sonajero. Helland, que no tenía el más mínimo talento para la administración, había logrado colocarse al frente de varias instancias universitarias con consecuencias siempre nefastas para el departamento. En una ocasión, por ejemplo, a pesar de que llevaban casi medio año recordándoselo a diario, olvidó que estaba a punto de cerrarse el plazo de presentación de solicitudes para la asignación de fondos, y tuvieron que sobrevivir todo un semestre con el remanente de las asignaciones de cursos anteriores, lo que se tradujo en que los alumnos se vieron obligados a correr con los gastos de sus clases de disección, hubo que cancelar la excursión anual y resignarse a investigar con microscopios llenos de achaques.
Dos años atrás había resultado elegido jefe del departamento, lo que le convirtió en máximo responsable de las dos secciones que conformaban el Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada. En tan sólo dos años lo llevó a pique. Su pésimo trabajo y su absoluta falta de rigor en el trato con los estudiantes y el manejo de los presupuestos dieron lugar a muchos roces entre Svend, Elisabeth y Helland en particular, pero también entre este último y algunos de los biólogos celulares del piso superior. El eco de sus discusiones retumbaba en los pasillos, y Elisabeth confesó que había estado a punto de presentar su renuncia en varias ocasiones. El problema era que, desde el punto de vista profesional, una plaza fija de investigadora en la facultad era un trabajo de ensueño que no podía hacerse ilusiones de llegar a recuperar algún día. Y luego estaba su responsabilidad para con los alumnos. La morfología era una asignatura muy popular entre los estudiantes y ella se sentía obligada a formar nuevos morfólogos, una pesada carga que descansaba fundamentalmente sobre sus hombros, porque Helland no parecía compartir su agudo sentido de la responsabilidad. Ni siquiera teniendo en cuenta que su contrato con la universidad le obligaba a producir licenciados.
Esa parte Søren no acababa de entenderla, porque, hasta donde él estaba informado, sólo había dos jóvenes aspirantes en el departamento, Anna Bella Nor y Johannes Trøjborg, y ¿no era Lars Helland tutor de ambos?
—Sí —titubeó Elisabeth—, pero son los únicos tesinandos que ha tenido en diez años. En ese mismo tiempo, entre Svend y yo hemos ayudado a licenciarse a al menos cuarenta alumnos, la mayoría de los cuales después han concluido sus estudios de doctorado u ocupan plazas fijas. Los estudiantes son nuestra única oportunidad, y aunque a veces puede resultar duro tener que dar clases, dirigir tesinas y llevar a cabo una línea de investigación innovadora que mantenga bien alto el pabellón de nuestro país como nación pionera en estas materias, hemos de tomar muy en serio nuestra labor, no sólo como empleados de la Facultad de Ciencias Naturales, sino también como seres humanos —concluyó con los ojos llameantes—. Lo cierto es que los dos estábamos muy sorprendidos con Johannes y con Anna. Gratamente, claro.
Se detuvo y lanzó una mirada hacia Svend.
—¿Pero? —aventuró Søren.
—Ninguno de los dos ha hecho trabajo de laboratorio —contestó el profesor por ella—. La tesina de Johannes era puramente teórica y lo mismo se puede decir de la de Anna.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que Helland no tuvo que ir con ellos al laboratorio, que no tuvo un potrillo pegado a los talones durante meses, lo que equivale a decir que no tuvo que llevar a cabo ninguna investigación porque no había nadie que le controlara. Los chicos extrajeron sus informes de los libros, cosa que probablemente les costó el doble de lo que les hubiera costado hacer una tesina práctica y habrá sido una carga mínima para su tutor, si es que llegó a enterarse. Ese tipo de cosas nos molestaban, claro. Por una cuestión de principios.
Permanecieron en silencio hasta que Elisabeth dijo:
—Pero es horrible lo que ha ocurrido. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
Parecía dispuesta a añadir algo más, pero se contuvo con un soplidito.
—¿Y él lo era? —preguntó el policía en tono despreocupado—. ¿Su peor enemigo?
—No —contestó ella con firmeza—. No podía verle ni en pintura, pero después de veinticinco años se aprende a sobrellevarlo.
Søren ladeó la cabeza. En ese momento el sol se ocultó tras una nube y el despacho quedó casi en penumbra. La profesora se inclinó a encender una lámpara que había en una mesita baja. El pie de la lámpara era un pulpo de latón que enroscaba sus tentáculos en torno a un nudoso bastón dorado, como si intentara salir del mar o arrastrar la pantalla blanca consigo al fondo. Søren se preguntó si aquí el amigo tampoco tendría columna vertebral. Cuando Elisabeth volvió a ocupar su asiento, continuó con el interrogatorio.
—Por cierto, ¿alguna idea de qué puede ser lo que Helland tenía en el ojo?
Lo dijo en tono casi de disculpa, mirándolos alternativamente. Los dos parecían perplejos.
—¿Tenía algo en el ojo? —preguntó Svend.
—Johannes y Anna observaron una especie de excrecencia en su ojo derecho que se había vuelto más visible en los últimos meses. ¿No se fijaron?
Ambos reflexionaron unos instantes. Finalmente ella admitió vacilante:
—Igual suena un poco extraño… —suspiró—, pero la verdad es que nunca le miraba. No con tanto detalle. Nos saludábamos en el pasillo, pero desde que el cargo de director pasó a Tor Ravn, del piso de arriba, ni siquiera tenía que hablar con él de temas administrativos. Creo que fue esta primavera, en marzo, ¿no?
Svend asintió.
—El ambiente que se respiraba en el departamento me afectaba mucho, comprenda —prosiguió mirando de nuevo a Søren—. Pero hace ya algo más de medio año decidí que ya estaba bien. Dejé de creer que las cosas cambiarían algún día y decidí asumir que Helland era un mal inevitable y convivir con él, como la autopista que construyen como telón de fondo de ese jardín al que has dedicado unas horas impagables de tu vida. Porque yo no quiero irme de aquí. Aprecio mucho a mis alumnos y adoro la investigación. Hace un año me di cuenta de que no me quedaba otra salida: o renunciar o aprender a vivir con Helland. Desde entonces he de reconocer que no me he acercado mucho a él. Nos enviábamos mensajes cuando necesitábamos comunicarnos información interna; si no, le evitaba. De modo que no, la verdad es que no me he fijado en si tenía algo en el ojo.
El comisario observó que apoyaba las manos sobre las rodillas con calma y le miraba abiertamente.
—Tampoco yo —se sumó Svend.
—¿Y qué me dicen de su estado de salud en general? ¿Algo que les llamara la atención?
Los dos profesores volvieron a mostrar sorpresa. Luego Svend dijo secamente:
—Muy bien no estaría cuando el corazón dejó de latirle así, sin más. Imagino que habrá muerto en medio de violentas convulsiones. Por lo de la lengua mordida, digo.
—Eso es algo que tiene que determinar el forense —replicó el policía en un tono carente de expresión.
—¿Sería epiléptico sin saberlo? —apuntó el profesor.
—Entonces, ¿ustedes no le notaron nada? —le interrumpió.
—No —contestaron al unísono.
Søren hizo ademán de ir a levantarse, pero percibió un titubeo y se volvió hacia Elisabeth.
—¿Iba a añadir algo?
Ella frunció el ceño.
—Sé que suena absurdo, pero… —apartó la mirada—. No, es demasiado absurdo.
—De todas formas, me encantaría oírlo —la animó con suavidad.
—Como ya le he dicho, a veces nos enviábamos mensajes acerca de cuestiones prácticas. Por ejemplo, compartíamos el terminal SEM que hay al final del pasillo, y como a veces él lo tenía reservado, pero no aparecía, yo le escribía para preguntarle si podía usarlo en su turno.
—¿Me está diciendo que le costaba menos mandarle un correo electrónico que recorrer los treinta metros que la separaban de su despacho?
—Sí —contestó ella secamente.
—De acuerdo, continúe.
—Es lo único que se me ocurre un poco fuera de lo corriente —rió desganada—, es como si cada día que pasaba, escribiera peor.
Esta vez los dejó sin palabras a los dos.
—¿Qué? —exclamó Svend.
—Pues eso —insistió ella—. Los últimos dos o tres mensajes que me mandó eran tan chapuceros que me costó entenderlos. Como si escribiese las cosas sin pensarlas y no le apeteciese tomarse el trabajo de releerlas para hacer correcciones antes de darle a «enviar». Lo interpreté como una muestra de lo poco que me respetaba, pero ahora que me lo pregunta, era un poco raro.
Los tres estuvieron de acuerdo y el policía tomó nota mentalmente de lo que acababa de oír.
Todavía convencido de que la muerte de Helland obedecía a causas naturales, los condujo a todos a comisaría para que dejaran constancia escrita de sus declaraciones y las firmaran. Anna seguía pareciendo profundamente insatisfecha. Mientras el coche avanzaba por Frederikssundsvej, Søren repasó el caso a la carrera para asegurarse de que no se le había pasado por alto ningún detalle. Estaba claro que el muerto no era un tipo precisamente popular, pero nada hacía sospechar que despertara en alguien una furia irrefrenable, y sin furia irrefrenable era impensable arrancarle la lengua a nadie. Sonrió. Anna Bella era la única que parecía lo bastante belicosa como para agredir a alguien, pero imaginarla arrancando a mordiscos la lengua de su tutor quizá fuera pasarse un poco de la raya.
—¿Qué andas cavilando? —le preguntó Henrik.
—Nada —contestó él mirando por la ventanilla.
A las cuatro y media Søren estaba en su despacho considerando la posibilidad de lanzarse a redactar el informe sin esperar a que llegaran las conclusiones definitivas del forense. Lo más probable era que las tuviese al día siguiente, pero estaba prácticamente seguro de cuál iba a ser su resultado. Helland había muerto de un fallo cardiaco y en cuanto lo anotara en el informe el caso quedaría cerrado. Lo único que le hacía dudar era no haber conseguido intercambiar unas palabras con Erik Tybjerg, al parecer su colaborador más estrecho. Tras interrogar a Anna y compañía, había ido al Museo de Zoología en busca del investigador, pero aquel lugar parecía un bosque encantado. Primero preguntó en recepción, de donde le enviaron a través de un intrincado sistema de pasillos en el que se extravió de inmediato. Aquel lugar estaba desierto y tuvo que asomar la cabeza a cuatro despachos vacíos y llamar a seis puertas cerradas con llave antes de tropezar con un ser vivo, un hombre mayor que escribía sentado a una mesa. A su espalda colgaba un enorme panel con miles de mariposas de los más increíbles colores y los tamaños más variados. El anciano le indicó que siguiera adelante por el pasillo y subiera al tercer piso, donde, según los rumores, Tybjerg se pasaba los días pegado a las ventanas que daban al parque.
Cinco minutos después se había vuelto a perder; cuando, con ayuda de una jovencita, localizó el lugar donde por lo visto solía estar el hombre al que buscaba cuando trabajaba con huesos, no encontró más que un flexo encendido, un lapicero y una silla. Se quedó a esperarle, pero al cabo de diez minutos se impacientó y decidió apretarle un poco las tuercas. Encontró lo que parecía ser una cafetería e informó a la encargada, que estaba escurriendo un trapo, de que era de la Policía judicial y quería hablar con Erik Tybjerg, y de inmediato. La mujer echó un vistazo por el local y dijo:
—Aquí no está.
Y siguió escurriendo. Pero desde una mesa del fondo le gritaron que su despacho estaba en el sótano, en el ala derecha del edificio, de modo que tenía que bajar por la escalera principal, torcer a la derecha al llegar a las puertas giratorias, bajar al sótano y, en uno de sus brazos, el que daba al campus, había un despacho, y dentro de ese despacho había, a su vez, otro despacho más, que era el de Tybjerg. Escarmentado, regresó con paso firme a la recepción de la que había salido veinticinco minutos antes y, empleando su tono de voz más amistoso, le rogó a la estudiante que estaba al otro lado del mostrador que localizara a Erik Tybjerg. La joven marcó varios números mientras él tamborileaba impaciente con los dedos.
—No está en su despacho, ni arriba en la colección, ni en la cafetería, ni en la biblioteca —le comunicó—. Lo único que puedo hacer es mandarle un correo electrónico.
El comisario dejó su nombre, su número de teléfono y el recado de que Tybjerg se pusiera en contacto con él. Después regresó directamente a Bellahøj, donde tenía trabajo por hacer. Ya estaba considerando la posibilidad de arrastrarse hasta su casa cuando sonó el teléfono.
—Søren Marhauge.
—Soy yo.
Yo era Linda, su secretaria.
—Hola, yo —la saludó.
—Acaba de llamar el forense.
El forense, Bøje Knudsen, trabajaba en los sótanos del Rigshospitalet. El comisario no acababa de decidir si le agradaba el sentido del humor de aquel hombre. Sabía que una profesión como la suya requería cierto callo, pero Bøje llegaba a parecer demasiado insensible. Un día, como si le hubiese leído el pensamiento, le dijo:
—Mi querido Søren, si me echara a llorar a moco tendido cada vez que me entraran ganas, iríamos por el hospital con el agua a la altura de las rodillas. Pero, créeme, mi alma llora.
El forense había ganado algunos puntos, sí, pero no acababa de convencerle. Él mismo estaba más curtido que al inicio de su carrera, era evidente, pero quería creer que ese endurecimiento le había vuelto neutral y contenido, no insensible.
—¿Por qué no me lo has pasado? —le preguntó a su secretaria.
—Se ha negado. Me ha pedido que te saludara y te dijese que él en tu lugar iría corriendo al Rigshospitalet.
Unos minutos antes de las cinco, Søren aparcaba bajo dos álamos que el otoño había despojado de sus hojas lobuladas. La hojarasca hacía que el asfalto estuviera resbaladizo y el viento parecía soplar al mismo tiempo desde los cuatro puntos cardinales, llenándolo todo de desasosiego. Anunció su llegada en recepción y descendió en ascensor los dos pisos que le separaban de la morgue. Era la segunda vez en el mismo día que recorría un desolado laberinto de pasillos y corredores, aunque en esta ocasión no se perdió. Saludó a un par de rostros conocidos y oyó una radio encendida y a Bøje tarareando. Llamó a la puerta abierta y entró. El forense estaba sentado tras su escritorio. Parecía esperarle.
—Ah, ya estás aquí —exclamó al verle.
El comisario tomó asiento y el otro le lanzó una rápida ojeada. Luego miró un folio lleno de incomprensibles jeroglíficos y, después, de nuevo a Søren. Frunció los labios y dio unos golpecitos sobre la mesa.
—Le he hecho la autopsia a Lars Helland —comenzó.
—¿Y?
Cómo le habría gustado poder arrancarle de los labios toda la información de golpe para después analizarla a su propio ritmo.
—Ha muerto de un ataque al corazón —contestó asintiendo. Søren asintió también. Justo lo que pensaba.
—¿Y la lengua?
—Se la ha mordido. El corazón ha dejado de latir a consecuencia de una serie de ataques epilépticos de gran intensidad, y como nadie le ha metido nada en la boca, la lengua ha sufrido las consecuencias.
—Bueno, entonces ya puedo irme —concluyó el comisario haciendo ademán de levantarse, molesto al pensar que le había hecho ir hasta allí para nada.
—Sí, en principio sí —el forense se encogió de hombros—. A no ser, claro, que quieras oír el encantador detalle que le ha provocado los ataques.
Volvió a sentarse. Bøje le lanzó una mirada penetrante por encima de las gafas.
—Ha sido un proceso muy doloroso, Søren —dijo al fin—. No es raro que la gente se muerda la lengua o los labios, pero en mi vida había visto a nadie que se la cortara así, entera.
—Pues te falla la memoria. Está el caso de Lejre y también el de Amager —protestó. Recordaba al menos dos casos en los que los músculos de la lengua de la víctima aparecieron totalmente seccionados o pendientes de unas hebras de piel.
—De acuerdo, pero piensa en esos dos casos. O tres, qué más da. En todos ellos se emplearon instrumentos. Cortar una lengua de un mordisco requiere una fuerza descomunal, no se hace así como así —subrayó con énfasis para proseguir, ya más calmado—; y, en vista de que no parece haber nadie involucrado en la muerte de Helland, mi opinión es que ha sufrido unos espasmos de tal magnitud que han provocado que se seccionara la lengua y poco después tuviera un paro cardiaco. No hay duda de que la suya ha sido una muerte brutal y muy dolorosa.
Otra mirada penetrante.
—Sin embargo, mi querido Søren Marhauge —añadió con parsimonia—, no es nada comparable con el infierno de dolores en el que debió de vivir.
Por un instante, el espanto se pintó en el rostro del médico, que enseguida dominó sus sentimientos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el policía.
—Que está lleno de bichos —se limitó a contestar.
—¿Bichos?
—Algún tipo de parásito, pero yo soy forense, no parasitólogo, y he de reconocer para mi vergüenza que no he sido capaz de determinar qué eran esos demonios. Lo más que puedo decirte es que tiene todos los tejidos infestados. La concentración es mayor en los músculos y el sistema nervioso. Es inconcebible. Por ejemplo, tiene el cerebro repleto de… excrecencias orgánicas enquistadas. ¿Entiendes lo que intento decirte? Se trata de algún tipo de parásito. Por supuesto, he recogido varias muestras y las he mandado analizar. Mañana sabremos algo más de nuestro amiguito.
El comisario había enmudecido.
—Sí, a mí me pasó lo mismo cuando comprendí lo que había tenido que pasar ese pobre hombre. Es incomprensible que viviera tanto tiempo, totalmente incomprensible.
—¿De dónde han salido? —preguntó al fin Søren.
—Paso.
—Pero ¿es algo normal? —insistió. Jamás había oído hablar de parásitos que invadiesen los tejidos. La solitaria, quizá; las lombrices, la giardia, hasta la esquistosomiasis le sonaba, una enfermedad que sabía que estaba muy extendida en el Tercer Mundo, pero se trataba de invitados no deseados en el estómago, los intestinos, hasta en el flujo sanguíneo, nunca en los tejidos ni en las partes blandas. Era lo más desagradable que había oído en su vida.
—Paso —repitió Bøje—. Como te he dicho, no soy parasitólogo.
—¿Cuántos crees que tenía?
El forense consultó el papel.
—Cerca de dos mil seiscientos en total repartidos entre nervios, músculos y tejido conjuntivo…, un porcentaje relativamente grande en el cerebro…
Søren levantó la mano.
—… y uno en el ojo —continuó el médico—. Era visible.
El comisario sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Escucha —dijo al fin—, ¿significa eso que Helland no murió por causas naturales?
—Estoy tentado de volver a pasar —respondió el forense con aire serio—, no lo sé. Por una parte, su muerte resulta de lo más natural. Su sistema se colapsó, y sólo su buena forma física y su constitución han evitado que las cosas ocurrieran mucho antes. Ya te he dicho que no sé tanto de parásitos como para emitir un juicio exacto, pero si quieres que te diga algo de manera extraoficial, lo primero que he pensado ha sido: «¿Cómo demonios han entrado ahí esos bichos?».
Bøje cerró un ojo, pensativo.
—Una idea de lo más inquietante —prosiguió—. Por otra parte, Helland era biólogo, vete tú a saber en qué andaría metido. ¿Podría tratarse de un accidente? ¿Se le habrá caído una probeta?
—Si era experto en pájaros —objetó Søren.
—Ésa podría ser la fuente del contagio, pero no hacemos más que aventurar conjeturas y no soy muy partidario de esas cosas. Tenemos una parasitóloga de excepción en el Seruminstitut, Tove Bjerregaard, y ya he hablado con ella. Me ha prometido que parafinaría las muestras y las seccionaría hoy mismo antes de irse, y que mañana al llegar sería lo primero que mirara. Nos dará una respuesta a mediodía. Y luego está Hanne Moritzen, de la Facultad de Ciencias Naturales. Es una de las parasitólogas con mayor experiencia del mundo y ha trabajado durante años en Sudamérica y en la zona no musulmana de Indonesia, que es donde hay más problemas con los parásitos. Lo más indicado sería que te pusieras en contacto con ella. Podrá explicarte cómo han hecho aquí el amigo, sus amigos y los amigos de sus amigos para meterse en Lars Helland.
Hizo una pausa y después levantó el dedo índice antes de continuar:
—Pero hay más detalles agradables. Helland presentaba diversas fracturas más o menos recientes que han acabado por soldarse solas, cosa que en algunos puntos no tiene muy buen aspecto. En los últimos seis meses se rompió tres dedos de la mano derecha y dos de la izquierda, así como dos del pie derecho. Además, he observado varias cicatrices en el cuero cabelludo como consecuencia de graves caídas y tiene dos pequeños hematomas en el cerebro, ambos localizados en puntos que no son vitales, pero ahí están.
Levantó la vista de sus papeles para echar una fugaz mirada hacia el comisario.
—Por otra parte, he podido comprobar que fue sometido a una intervención en el cerebro hará nueve o diez años. No es que tenga demasiada importancia, así que, aparte de los dos hematomas que te he mencionado, no parece haber indicios de daños cerebrales, pero he creído mejor ponerte al tanto. Volviendo a las fracturas, he llamado a urgencias y le he pedido a un colega que lo verificara en su ordenador. Me debía un favor y sí, ya sé que es ilegal —observó alzando la mano como si esperara que Søren hiciese alguna objeción—. Helland no ha tenido relación alguna con urgencias; ni una sola visita en todo el último año. Siempre es posible que acudiera a un médico privado, eso tendrás que investigarlo tú, pero el caso es que en urgencias nunca le han atendido, y eso que varias de las lesiones que presentaba requerían asistencia inmediata. Recuerdan a las de esas mujeres maltratadas que no se atreven a ir al médico para evitar que sus maridos vayan de cabeza al trullo una semana. Si el cadáver de Helland no hubiese estado infestado de parásitos, habría jurado que era un hombre maltratado. Ahora me inclino a pensar que las fracturas tienen relación con esos bichos. Por qué no fue a que le echasen cuatro remiendos, eso es otro cantar…
Le lanzó una mirada elocuente para dar a entender que eso era asunto del negociado de Søren.
—¿Es posible que haya muerto a causa de esas lesiones?
—Nanay —contestó el forense—. Lars Helland ha muerto a causa de los dos mil seiscientos polizones orgánicos que llevaba en los tejidos. Estoy seguro al cien por cien.
Cuando se levantó, al comisario le temblaban las rodillas.
Tras su visita al hospital, Søren salió de la ciudad como alma que lleva el diablo. El cielo había estado plomizo y gris durante toda la jornada, pero, en el lapso de tiempo que había pasado en el sótano de Bøje, las nubes habían empezado a salpicarse de azul y había descendido la temperatura. Bajó la ventanilla del coche y sintió el aire cortante en la cara.
¿Qué demonios acababa de ocurrir?
Se colocó detrás de un camión y aminoró la marcha.
Con calma.
Una vez en casa, preparó la cena y se sentó a comer. De pronto empezó a sentir un hormigueo por todo el cuerpo. Le picaba el pubis, de modo que, tras engullir a toda prisa la comida, se dio una ducha. Sintió un cosquilleo en la mejilla y se afeitó. Por último intentó ver si tenía piojos y acabó sometiendo a un concienzudo examen la uña del dedo gordo del pie. ¿Serían hongos? ¿Cómo habrían terminado todos esos bichos repugnantes en el cuerpo de ese pobre hombre? No tenía la menor idea. ¿Se habría comido uno? Entonces, ¿cómo se había multiplicado de esa manera? ¿Se habría reproducido una vez en el interior de Helland? ¿Se transmitiría por vía aérea o estaría en el agua? Paseó de un lado a otro como una fiera enjaulada hasta que decidió ir a buscar una cerveza y tranquilizarse.
Por la mañana temprano, Søren puso rumbo a Copenhague rebosante de energía. Primero llamó a la viuda de Helland, Birgit Helland. Le respondió el contestador automático. Dejó un mensaje para que se pusiera en contacto con él lo antes posible. Después telefoneó a su secretaria y le pidió el número de Hanne Moritzen, la parasitóloga de la universidad. Le gustaba hacer reír a Linda, pero esta vez no tuvo éxito. La secretaria le devolvió la llamada al cabo de tres minutos y el comisario tuvo que pasar al carril reservado a los vehículos pesados para anotar el teléfono, rezando para que no le sorprendiera ninguno de sus quisquillosos colegas. Marcó el número de Hanne Moritzen y regresó a su carril.
—¿Diga?
Hanne Moritzen contestó después de la primera señal. Parecía adormilada y ausente. Cuando el comisario se presentó, se produjo un silencio.
—¿Le ha ocurrido algo a Asger? —reaccionó con un hilo de voz.
Él titubeó un instante, pero había pasado por aquello un millón de veces y la tranquilizó de inmediato:
—Mi llamada no tiene nada que ver con su familia ni con su vida privada.
Oyó que respiraba aliviada y le concedió dos segundos para digerir la falsa alarma.
—Me gustaría que nos asesorase sobre ciertos parásitos que han aparecido en una autopsia. Ayer el forense Bøje Knudsen me explicó que nadie conoce los parásitos como usted.
La investigadora estaba mucho más calmada.
—¿Es urgente? Anoche llegué a la casa que tengo en la costa bastante tarde y no tenía intención de volver a la ciudad antes de mañana.
Søren reflexionó un momento y acordaron que volvería a llamarla cuando averiguase hasta qué punto corría prisa. Ella le preguntó qué dudas se le habían planteado, pero el policía dio por zanjada la conversación diciendo:
—Lamento no poder darle más detalles, pero ya le explicaré las circunstancias del caso si llegamos a necesitar su ayuda. Perdone las molestias.
Ya iba a colgar cuando la parasitóloga quiso saber:
—¿Tiene esto algo que ver con la muerte de Lars Helland?
—¿Le conocía? —se le escapó.
—Trabajábamos en el mismo centro, aunque en departamentos distintos. Acabo de enterarme de lo que le ha pasado. Lo he sentido muchísimo.
Al oír una voz que parecía tan sincera, Søren no pudo evitar alegrarse de que al menos una persona lamentara aquella muerte. Terminaron la conversación.
Aparcó el coche en el sótano de la comisaría y cuando entró en la reunión matinal con cinco minutos de retraso sus compañeros le recibieron con una tímida ovación. Comenzó refiriéndoles las conclusiones extraoficiales de Bøje y pudo ver cómo la repugnancia se iba pintando en todos los rostros. A continuación, un compañero relató su encuentro de la víspera con la viuda de Helland y su hija adolescente para darles la noticia. Como era de esperar, no había sido agradable. La hija, Nanna, estaba sola en casa, y los policías se quedaron a hacerle compañía hasta que llegó la madre a toda prisa. La chiquilla lloraba desconsolada y la viuda la tuvo largo rato entre sus brazos; después vino el interrogatorio. Hubo que llamar a un amigo de la familia para que se ocupara de la hija mientras tanto. Birgit Helland insistió en que su marido se encontraba en plena forma. Era un apasionado del ciclismo, afición que cultivaba desde hacía varios años, y además jugaba al squash y corría, pero su esposa mencionó también que su suegro había fallecido a una edad temprana a causa de un repentino ataque al corazón, convencida de que el destino había querido arrebatarle a su marido de manera similar. Todos lanzaron una mirada furtiva hacia el comisario como si acabasen de decidir por unanimidad que fuera él el encargado de regresar a casa de los Helland a poner a la viuda al tanto de las novedades acerca de los inesperados habitantes del cuerpo del difunto.
Nadie tocó los bollitos que, como una masa amarillenta, asomaban de sus bolsas abiertas sobre la mesa.
El martes a mediodía Søren y Henrik entraban en el Seruminstitut del barrio de Amager, en Copenhague, de nuevo un indescifrable sistema de pasillos clínicos por el que el comisario renunció a orientarse. La mujer que los acompañaba se movía por el edificio como por su casa y fue accionando tiradores, doblando esquinas y abriendo puertas hasta conducirlos a un luminoso y agradable laboratorio, donde otra mujer dejó uno de los microscopios y se presentó sonriente como Tove Bjerregaard. Los invitó a tomar asiento en un mueble bajo que ocupaba el centro de la habitación.
—He visto las secciones —explicó cuando se sentaron— y no cabe duda de que el parásito es una larva de Taenia solium, la solitaria del cerdo, en un estadio avanzado. Tarda entre siete y nueve semanas en desarrollar un cisticerco, de modo que, en mi opinión, el paciente lleva infectado tres, a lo sumo cuatro meses.
Hizo una breve pausa para estudiar a los dos agentes.
—La solitaria del cerdo pertenece al grupo de los platelmintos o, en lenguaje común, gusanos planos —continuó—. La Taenia solium adulta parasita a los seres humanos, alimentándose de los jugos gástricos de la luz intestinal. Allí se forman los denominados proglótides, una especie de unidades reproductoras autofecundantes que abandonan el huésped a través de las heces. Cada proglótide contiene cerca de cuarenta mil huevos fecundados. De los excrementos humanos, estos huevos pasan al huésped secundario, también llamado intermediario, que en el caso de la Taenia solium es el cerdo. Ésta es, dicho sea entre paréntesis, la principal causa de que la solitaria esté mucho más difundida en países donde humanos y animales viven en estrecho contacto, por ejemplo el Tercer Mundo, donde la gente vierte sus excrementos en áreas a las que tienen acceso los cerdos, mientras que en el mundo occidental, donde personas y animales viven separados, apenas hay incidencia de estos parásitos, lo mismo que en los países musulmanes y judíos, donde no se consume carne de cerdo.
Volvió a observar a Søren y a Henrik como si no confiara demasiado en que estuvieran siguiendo sus explicaciones. Tras lo que parecieron unos instantes de reflexión, se levantó e hizo bajar del techo como por ensalmo una silenciosa pizarra blanca. Armada con un rotulador, continuó la lección acompañándola de sencillos dibujos.
—Una vez en el cerdo, los huevos eclosionan y las larvas se desplazan con el flujo sanguíneo hasta introducirse en el tejido muscular del animal, el tejido nervioso o el tejido conjuntivo subcutáneo, donde se desarrollan hasta convertirse en cisticercos, que no alcanzarán su forma adulta hasta que un tercer huésped, por ejemplo, el hombre, ingiera el cerdo —explicó mientras su mano se desplazaba con rapidez por la pizarra—. En el estómago del ser humano, los parásitos salen de su letargo y ocupan su lugar en el intestino, donde se convierten en solitarias, concluyendo así su ciclo vital.
Søren sentía náuseas. Tenía los ojos clavados en las notas que había tomado en su libreta. Iba a decir algo cuando Tove Bjerregaard tapó el rotulador con el capuchón y se le adelantó.
—En su estadio adulto, la solitaria es inofensiva y no necesariamente hace enfermar a su huésped —agregó—. Por eso es posible convivir con ejemplares larguísimos por mucho tiempo sin saberlo. En la mayoría de los casos, se detectan de forma accidental, por ejemplo en una operación o en el curso de una autopsia. Suelen llegar a alcanzar entre dos y cuatro metros de longitud. Cuando se localiza una, el paciente recibe un tratamiento que la mata y hace que se expulse con las heces. Muy desagradable, en efecto, pero, como ya les he dicho, inofensivo.
El comisario tenía la boca llena de saliva. Al mismo tiempo, algo que no acababa de encajar le rondaba la cabeza.
—No acabo de entenderlo —logró decir—. Lars Helland no tenía la solitaria, sino esos… —revisó sus notas— cisticercos.
La parasitóloga le observó con gesto inexpresivo.
—Correcto. Pero aún no había terminado mi exposición —añadió con calma—. Los ciclos vitales de los parásitos resultan terriblemente complejos incluso para muchos biólogos, de modo que para que unos legos como ustedes los entiendan mínimamente me veo obligada a darles unas nociones básicas.
De pronto los miró como si se estuviese divirtiendo de lo lindo.
—Por supuesto, disculpe —contestó él. Henrik parecía mareado. Søren esperaba que Tove Bjerregaard se lanzara al segundo tiempo de su repulsiva explicación, pero la investigadora se limitó a decir:
—¿De todo esto se deduce que…? —los observó con aire autoritario.
—Que Helland ha estado comiendo mierda —disparó Henrik—. Joder, qué asco.
Søren le fulminó con la mirada.
—Se deduce —dijo dirigiéndose a ella— que Helland, de un modo u otro, ingirió un huevo de solitaria.
Al comprender de pronto la conexión, guardó silencio.
—O, más exactamente, dos mil seiscientos huevos —precisó ella—. Si ésa es la cantidad de cisticercos que Bøje ha encontrado en los tejidos del difunto, ésa tuvo que ser la cantidad de huevos.
El comisario había logrado vencer su repugnancia lo suficiente como para poder seguir el hilo del razonamiento.
—Pero no ingirió uno de ésos entero, ¿verdad?, un… —volvió a consultar sus escasas notas— ¿proglótide?
—Eso no lo sabemos —contestó la parasitóloga—. Si el proglótide grávido contenía cuarenta mil huevos, sí, habría sido de esperar que aparecieran más de dos mil seiscientos parásitos, pero puede haber muchas razones por las que sólo llegara a desarrollarse un número reducido de ellos. La cuestión es que Lars Helland actuó como intermediario, un fenómeno muy poco común en estas latitudes. En los treinta años que llevo aquí, sólo he visto tres casos de este tipo de infección en humanos, y en todos ellos se trataba de pacientes que acababan de regresar de países donde la incidencia de la solitaria es alta, como el área de Latinoamérica, el Asia no islámica y África. ¿Sabe si Helland visitó algún país de riesgo?
—Lo investigaremos, por supuesto. Toda esta historia de los parásitos es nueva para nosotros —se disculpó; luego agregó—: ¿Podría determinar cuánto tiempo llevaban en los tejidos de Helland?
—A mi juicio, como ya le he dicho, entre tres y cuatro meses. Me baso, por una parte, en su tamaño, y por otra, en las vesículas de tejido del huésped en que se envuelven mientras aguardan su total desarrollo. Como normalmente este proceso tiene lugar en el interior de un cerdo, que tarde o temprano sirve de alimento a alguien, las vesículas no llegan a calcificarse del todo, pero a nosotros no se nos come nadie, claro, y eso cambia la cosa. El crecimiento de los cisticercos acostumbra a ser muy lento, y el hecho de que los de Helland sean tan grandes me lleva a pensar que han pasado mucho tiempo creciendo en su interior. La pared de las vesículas es gruesa y no cabe duda de que los cisticercos han ido creciendo y ocupando cada vez más espacio. Lo que al principio no debieron de ser más que unas pequeñas molestias para Helland, con el tiempo se fue convirtiendo en una patología que no alcanzo a comprender cómo fue capaz de soportar. Los cisticercos tienen especial predilección por el sistema nervioso central, como sabemos por los estudios realizados en países como México, donde la incidencia del problema en humanos es grande, y se ha visto que un ochenta y dos por ciento de los parásitos habían infestado el tejido nervioso. Las siguientes áreas más afectadas eran los músculos y la hipodermis.
—¿Qué nos puede decir de los síntomas? —preguntó Søren.
Ella frunció los labios.
—Los síntomas del paciente infectado dependen de una serie de factores. Por lo general, existe una relación directamente proporcional entre el número de cisticercos y el alcance de los síntomas, es decir, que cuantos más parásitos hay, mayores son también los daños. Pero todo depende de dónde se hayan fijado. En teoría, cuarenta mil cisticercos localizados única y exclusivamente en el tejido muscular producen menos daños en el huésped que cinco en un punto delicado del sistema nervioso. El tejido muscular tolera su presencia sorprendentemente bien y los dolores sólo aparecen en los últimos estadios. Por el contrario, cuando invaden el sistema nervioso, las cosas cambian. A medida que crecen, las larvas requieren más espacio y más sangre de los tejidos circundantes, y el tejido del sistema nervioso central desempeña un papel mucho más importante de cara al resto de las funciones del organismo que el muscular. Un ataque al sistema nervioso desencadenaría virulentos ataques de tipo epiléptico semejantes a los que sufren los pacientes con tumores cerebrales. Provocaría además pérdidas de memoria, graves problemas de motilidad y espasmos. Por lo que me ha dicho Bøje Knudsen, entiendo que el fallecido presentaba una elevada concentración de parásitos en el cerebro así como señales de diversas fracturas y caídas. Todo concuerda.
Dejó la conclusión en el aire para luego continuar:
—Cuando los cisticercos se descubren a tiempo, se somete al paciente a un tratamiento con fármacos o se le interviene quirúrgicamente, todo ello en función de la cantidad de parásitos, de su ubicación y de su grado de desarrollo. En el caso que nos ocupa, es evidente que nadie los había descubierto, por increíble que parezca. Para mí el hecho de que consiguiera llegar al trabajo el día de su muerte es todo un misterio de la fisiología.
Guardaron silencio unos instantes hasta que la investigadora añadió bruscamente:
—¿Puedo hacer algo más por ustedes, caballeros?
Søren se quedó perplejo. No estaba habituado a que le pusieran de patitas en la calle antes de que anunciara que no había más preguntas. Ella miró de reojo el reloj y volvió a fruncir los labios.
—¿Tiene alguna idea de cómo pudo infectarse Helland? —preguntó el comisario en un intento de ganar algo de tiempo.
—No —contestó—, ninguna en absoluto.
Parecía casi ofendida. Él mismo se daba cuenta de que era una pregunta tonta, el equivalente a preguntarle a un mecánico la causa del accidente.
—Pero, como ya le he dicho —prosiguió lanzándole una mirada concluyente—, o ingirió heces o comió algo que había estado en contacto con excrementos infectados, lo que es altamente improbable. También es posible que estuviera trabajando con solitarias vivas y se infectara de forma accidental, pero eso tampoco termina de encajar. Existen parásitos que atacan a su huésped por vía cutánea, por ejemplo el esquistosoma japónico, causante de lo que antes se conocía como bilharziasis, pero las larvas de solitaria necesitan pasar por el sistema digestivo para desarrollar su ciclo vital, de modo que si partimos de la hipótesis de que Helland tuvo un accidente con una solitaria con la que estaba trabajando, sigo sin ver de qué manera pudo infectarse. Es de suponer que un biólogo al que se le rompe una probeta tomará de inmediato las medidas necesarias y no se irá a almorzar sin lavarse las manos después de un accidente de ese tipo. En mi opinión, Lars Helland tuvo que visitar un país de riesgo en los últimos seis meses e infectarse allí. Sigue costándome imaginar cómo, pero ya le he dicho que estas cosas a veces pasan.
Søren la observó unos momentos antes de decidirse a preguntar:
—¿Y si ninguna de las tres posibilidades es la correcta?
Ella se puso en pie.
—Si le soy sincera, no quiero ni pensarlo —respondió lanzándole una fugaz mirada—. Ese hombre vivió un infierno de dolor hasta que acabó muriendo a consecuencia de la infección. Ya es bastante desagradable pensar que se contagió por vías naturales, pero la idea de que alguien le haya infectado de manera intencionada, bueno, no quiero ni planteármela. Además, a mi modo de ver es altamente improbable. Sacar un proglótide de unas heces contaminadas exige conocimientos de biología, un profano tendría serias dificultades para extraer ese tipo de material orgánico sin destruirlo. Y, aun en el caso de que lo lograra, el resto de la empresa me parece de lo más inconsistente. Es lamentable y terrorífico que Helland nos haya dejado en tan dramáticas circunstancias, pero me cuesta ver un crimen detrás de todo esto. Me cuesta mucho.
Les indicó con un gesto que la reunión había concluido definitivamente.
—¿Cómo conservan ustedes el material? —insistió el comisario. Tove Bjerregaard le miró furiosa, pero no tardó en perdonarle.
—Es imposible acercarse al material del Seruminstitut, si es lo que trata de insinuar. Evidentemente. Trabajamos con cosas mucho más peligrosas que la solitaria: el VIH, la hepatitis C, el Ébola, la gripe aviar. Es imposible —repitió taladrándole con la mirada— entrar y hacerse con ese tipo de material. Y, en el remoto caso de que alguien lo consiguiera, únicamente un experto sabría cómo tratarlo para que fuera efectivo. Si alguien irrumpiera en nuestro sótano y robase una probeta, su contenido moriría y dejaría de ser contagioso antes de que el ladrón lograra llegar a la esquina.
—¿Éste es el único centro que investiga con material orgánico vivo? —se interesó Søren.
—Nosotros tenemos la mayor parte, pero, como quizá ya le hayan dicho, la parasitóloga Hanne Moritzen trabaja en la universidad y ella también dispone de material, si no, no podría llevar a cabo su labor. Pero es nuestra mejor experta y le aseguro que lo maneja con la mayor de las precauciones. Acabará recibiendo el Nobel por su fantástico trabajo en el Tercer Mundo. Ella jamás jugaría con la seguridad. Jamás.
Con ese comentario se dio por terminada la reunión y los dos policías abandonaron el edificio en silencio. Una vez en el coche, Henrik iba a decir algo cuando Søren le interrumpió.
—Espera —dijo—, espera un momento.
Recorrieron las calles de la ciudad sin decir nada. El comisario se acomodó en el respaldo y miró por la ventanilla, por la que árboles y casas pasaban a toda velocidad. El terreno que pisaban parecía cada vez menos firme.
De regreso en comisaría, se metió en su despacho y tomó tres tazas de té. Lars Helland había muerto con dos mil seiscientos parásitos en los nervios y en los músculos y presentaba, además, fracturas y todo tipo de lesiones de los pies a la cabeza. ¿Qué demonios significaba todo aquello? Aún no se había sentado a pensarlo bien cuando se encontró marcando el número de Birgit Helland y preguntando si estaba en casa. Diez minutos después se hallaba de nuevo en el coche de camino a Herlev. Si el biólogo había sido asesinado, y ahora era una posibilidad que no podía descartar, había un noventa y ocho por ciento de probabilidades de que el asesino fuera un familiar cercano o perteneciera a su círculo de amistades, de modo que la viuda pasaba de un plumazo a encabezar su lista de personas con las que deseaba hablar largo y tendido.
Birgit Helland le invitó a tomar asiento en un salón grande y luminoso y llamó a su hija, que bajó del primer piso. Las dos estaban llorosas. Sin entrar en detalles, el comisario les explicó que, al parecer, Helland sufría una enfermedad tropical y la Policía estaba tratando de determinar si existía una relación entre dicha infección y su muerte. Birgit reaccionó con una mezcla de escepticismo y sorpresa. ¿Una enfermedad tropical? No puede ser, repetía una y otra vez. Su marido jamás había estado en los trópicos, le daba pánico volar. Le irritaba enormemente, dado que la mayoría de los simposios y congresos de ornitología tenían lugar en el extranjero y siempre se veía obligado a enviar a su joven colega Erik Tybjerg en su lugar. Él sólo iba a lugares a los que se pudiera llegar en coche o en tren. Nanna lloraba. Su madre, lógicamente, quiso conocer más pormenores acerca de esa infección tropical, y el policía le explicó que en el punto de la investigación en el que se encontraba no podía decir más. ¿Investigación? Birgit se quedó sin habla. Él le aclaró que aunque un fallo cardiaco era lo que llamaban una «muerte por causas naturales», habían descubierto algo que echaba por tierra la clasificación de la víspera. Ahora se trataba de una muerte sospechosa, lo que le obligaba a reservarse ciertos detalles por el bien de la investigación. Ella se enfureció:
—¿Es que sospechan de mí? Porque, en ese caso, no tiene más que decírmelo.
—Voy a hacer cuanto esté en mi mano por descubrir de qué murió Lars —esquivó la pregunta—. Mientras tanto, le ruego que confíen en mí. ¿Lo harán?
Birgit se mostraba escéptica, pero Nanna asintió. Finalmente la viuda cedió.
Aprovechando que la muchacha se levantó para ir al cuarto de baño, el comisario empezó a interrogar a su madre acerca del estado de salud de Helland.
—Lars estaba en plena forma —repetía.
—De modo que, en su opinión, ¿estaba sano?
—Ya se lo he dicho. Le operaron de un tumor cerebral hace casi nueve años. Lo descubrieron a tiempo y lo extirparon, y no había vuelto a tener nada desde entonces. Se hacía chequeos regulares. Estaba en plena forma —insistió.
—¿Ningún síntoma, entonces?
—No.
Søren le dio las gracias, se levantó y se marchó de Herlev, incapaz de determinar si Birgit sencillamente no sabía nada de parásitos y fracturas o si era un hacha disimulándolo.
De vuelta en comisaría, Søren llamó al Museo de Zoología y pidió que le pasaran con Erik Tybjerg. Después de esperar una eternidad, la recepcionista le comunicó que Tybjerg no estaba en su despacho, pero que podía enviarle un correo electrónico pidiéndole que le llamara. Suspiró.
Llamaron a la puerta y asomó la cabeza de Sten, el analista informático de la científica. Llevaba veinticuatro horas tratando de encontrar información relevante en el ordenador de Helland. El comisario, convencido en un principio de que no era un muerto que fuera a darle demasiados quebraderos de cabeza, no había vuelto a pensar en el aparato, pero esta vez le pidió contrito que le presentara un informe.
—La cuenta de correo electrónico de Lars Helland se creó en febrero de 2001 —comenzó el informático— y tiene más de mil quinientos mensajes almacenados en el servidor. Los he revisado todos.
Parecía cansado.
—La mayoría se refiere a cuestiones de trabajo, con excepción de los que mandaba a su mujer, Birgit Helland, que trabaja en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Copenhague, y a su hija Nanna. Lo único interesante que he encontrado es que en los últimos cuatro años intercambió un total de veintidós mensajes con un profesor de ornitología de una universidad de Vancouver, un tal Clive Freeman. ¿Te dice algo?
Søren asintió.
—No estaban de acuerdo en algo —prosiguió Sten— y en su correspondencia hacen referencia repetidas veces a sus artículos en diversas revistas científicas, entre ellas el Scientific Today, que conozco de nombre, pero también otras que no me suenan de nada. Al principio se trataban de tú a tú, pero a principios de este verano se produjo un cambio. Ambos siguen esforzándose por mantener la ilusión de ser dos elegantes y dignos hombres de ciencia batiéndose en duelo, pero en varias ocasiones el tono de los mensajes deja traslucir que Freeman se siente arrinconado y Helland disfruta con ello. Hay dos momentos en los que la derrota lleva a Freeman a amenazar directamente a su rival.
Le tendió el papel con una frase marcada.
—A finales de junio se produjo un repentino silencio. No hay nada en su correspondencia hasta ese momento que indique a qué se debe, y aunque he buscado en la red no he sido capaz de dar con nada que explique este repentino alto el fuego. A cambio, poco después, concretamente el 9 de julio, Helland empezó a recibir mensajes anónimos.
Sacó una nueva carpeta y extrajo un montoncito de papeles.
—Aquí el tono es rudo y directo. Le amenazaban.
—¿Son de Clive Freeman? —preguntó Søren.
Sten sacudió la cabeza.
—Estoy casi seguro de que no. El tono es completamente distinto. La persona que amenazaba a Helland tenía un solo propósito: asustarle. Las amenazas consisten en una sola frase.
El comisario le interrogó con la mirada.
—For what you have done, you shall suffer.
Søren frunció el ceño.
—¿Contestó?
El otro asintió.
—Y parecía divertirle enormemente. Quizá creyera que las amenazas venían de Clive, y ya se sabe, perro ladrador… Quizá, el caso es que no se las tomó en serio.
—¿Remitente desconocido, dices?
Asintió.
—Una dirección de Hotmail. El usuario se registró como «Justicia Sweet», bonito, ¿eh? Vamos, que el que amenazaba a Helland puede ser cualquiera.
El comisario se llevó las manos a la cabeza y empezó a gemir.
—¿Algo más? —quiso saber.
—Pues sí. No sé si será importante, pero al parecer Helland tuvo un encontronazo con otro colega —dijo entornando los ojos—. Durante los diez días anteriores a su muerte mantuvo un acalorado intercambio de opiniones con Johannes Trøjborg.
Lo dejó en suspenso unos momentos.
—Al contrario que en el caso de Freeman, aquí es muy sencillo ver de qué se trata. Por lo visto estaban escribiendo un artículo científico juntos y Johannes no estaba muy satisfecho con la aportación de Helland. Pretendía que se retirara y figurar como único autor del texto, y Helland se negaba.
El comisario asintió y Sten continuó.
—Hay algo de lo más llamativo. Lo he observado en los mensajes enviados desde la cuenta de Helland en las últimas cinco o seis semanas. Se volvió muy descuidado y empezó a llenarlo todo de errores, tanto que los mensajes de las últimas tres o cuatro semanas resultan prácticamente indescifrables. Mira esto.
Le tendió un folio donde Søren leyó: «No te puedp ayudr porque no estamos de acuerdo. Lo siinto. mantenemos la citam mañana a kas 10 en mi espacho. L.»
—No se puede decir que escribiera muy bien —comentó el comisario secamente. De pronto se llevó la mano a la frente—. Sten —dijo como si acabaran de envenenarle—, Helland tenía parásitos en el cerebro. Claro que le costaba escribir bien.
Cuando Sten se marchó, Søren volvió a llamar a Hanne Moritzen e insistió en verla. La parasitóloga objetó que seguía en su casa de la costa. Él consultó el reloj, le pidió la dirección y le comunicó que llegaría tan pronto como el tráfico de la autopista se lo permitiese. Ella accedió a regañadientes.
Después telefoneó a Johannes. Su intuición le decía que el transparente Johannes era sincero, pero, a pesar de todo, quiso oír su explicación de por qué no había mencionado sus desencuentros con Helland. El teléfono sonó varias veces sin que nadie contestara.
A duras penas logró dar con la casa de Hanne Moritzen, que estaba situada en una zona residencial de Hald Strand. Se trataba de una cabaña, pequeña y bien cuidada, plantada en medio de un terreno gigantesco, como un bloque de construcciones en un campo de fútbol. La casita se componía de una sola habitación muy luminosa y casi vacía. Los escasos objetos que la ocupaban eran de inspiración japonesa y estaban colocados directamente en el suelo. Hanne sirvió un té casi blanco y sorprendentemente fuerte en unas cazuelitas japonesas y le ofreció algo que él tomó por un bombón, pero que resultó ser un chisme japonés de sabor abominable que le hizo gesticular hasta arrancarle una sonrisa a su anfitriona.
No es una mujer feliz, se dijo de manera instintiva. Le conmovió. No es que alguien como Anna Bella fuera la esencia de la felicidad, pero ella al menos tenía su rabia, y la rabia genera vida. Hanne Moritzen se había dado por vencida y eso había dejado una huella indeleble en sus ojos, apagados y grises. En cambio se encontró con una mujer elocuente, precisa e infinitamente más afable de lo que parecía por teléfono. Se había puesto ropa cómoda y llevaba el pelo recogido con una goma con desenfado.
El comisario intentó ponerla al tanto de la situación lo mejor que supo. Le dio recuerdos de parte de Tove Bjerregaard, aunque ésta no había dicho nada al respecto. Hanne Moritzen se puso blanca como una sábana cuando le oyó referir la autopsia de Bøje y el hallazgo de los dos mil seiscientos parásitos, y la inquietud de sus ojos y el temblor de sus manos no escaparon a la atenta mirada de su visitante. El policía le pidió permiso para ir un momento al cuarto de baño y cuando regresó la encontró más rehecha y dispuesta a darle su opinión sobre el caso sin necesidad de que él se la pidiera. Estaba convencida de que Lars Helland no se había infectado accidentalmente en el trabajo.
—Era un experto en morfología de los vertebrados —subrayó como si con eso ya estuviera dicho todo—. No tuvo contacto con ningún parásito por motivos profesionales desde el curso obligatorio de introducción a la parasitología que hizo allá por los años setenta, cuando estudiaba. Es un campo muy especializado y él tomó una dirección completamente distinta. La parasitología y la morfología de los vertebrados guardan tan poca relación como la psiquiatría y la cirugía ortopédica dentro de la medicina.
La siguiente media hora la dedicó a confirmar todas las consideraciones de Tove Bjerregaard.
—La última vez que se detectó una cisticercosis en Dinamarca fue en 1997 —le explicó—. El paciente, un hombre de veintiocho años, empezó a presentar virulentos síntomas en la piel después de una larga estancia en México y no tardamos en localizar nueve cisticercos en su hipodermis; se le extrajeron todos mediante una intervención. ¿Sabe cómo se había contagiado? Pasó entre dos grupos de chiquillos que se tiraban bolas de barro y una de ellas le alcanzó en la boca. Por inverosímil que parezca, fue la única fuente de contagio que pudimos encontrar. Hay muchísimos parásitos que pueden infectar a un occidental con una facilidad pasmosa, a través de la piel, por la comida y el agua, a causa de cuartos de baño en malas condiciones higiénicas o por vía sexual, pero las probabilidades de contraer una cisticercosis son muy escasas si, en general, se mantienen unas buenas condiciones de higiene. Si habláramos de la solitaria en sí, ya sería otro cantar. La carne de cerdo cruda o mal cocinada es una eterna fuente de contagio, y la afición de la gente a comer carne cruda es, por razones que no alcanzo a comprender, enorme.
—De modo que, a su juicio, una infección natural sería poco probable, ¿no?
—No —replicó ella—, una infección natural es lo único que parece medianamente probable, lo que no impide que siga siendo muy improbable. Lo que no me trago es que Helland tuviera un accidente laboral.
—¿Por qué no?
—Es poco probable, porque él no tenía ninguna relación con parásitos —contestó con énfasis—. En su departamento no hay material vivo.
—¿Y no podría haberse contagiado en el curso de una visita al Departamento de Parasitología?
—En teoría sí, pero es poco probable.
—¿Por qué?
Ella le miró con determinación.
—Porque yo dirijo ese departamento y sé quién viene y quién va, qué sale, con quién y por qué. Así lo establece la ley.
—Tove Bjerregaard estima que Helland estuvo infectado entre tres y cuatro meses.
La observó aguardando una respuesta.
—Me parece muy improbable —dijo ella con mirada hermética.
—¿Por qué?
—Porque no es probable que alguien sobreviva varios meses en ese estado. ¿Ha tocado alguna vez un cactus? —le preguntó de repente.
Søren hizo un gesto negativo.
—Las espinas son finas y transparentes, pero afiladas como escalpelos, y taladran la palma de la mano. Al cabo de unas horas ya son molestas, y en unos días cada púa se ha convertido en un incómodo absceso. Imagine esa misma situación en un tejido vital. Poco realista, ¿no le parece?
El comisario asintió.
—Pero puede que Helland fuese un fuera de serie —aventuró la investigadora.
Al principio pensó que no hablaba en serio, pero después reparó en la grave mirada de sus ojos grises.
—Puede que los parásitos estuvieran localizados de tal forma que le permitieran mantener sus funciones. En el cerebro, el punto de presión es determinante, lo vemos en los tumores. Hay quien empieza a desmayarse con un tumor del tamaño de una pasa mientras que otros gozan de perfecta salud hasta que van por ahí con un huevo de gallina en la cabeza.
Se encogió de hombros.
—Parece afectada —observó Søren mirándola fijamente—. Intenta usted ocultarlo, pero yo lo noto.
Una de sus cargas de profundidad.
—La muerte afecta —contestó ella con tono inexpresivo—. Yo mejor que nadie sé el infierno que tuvo que vivir ese hombre si Bjerregaard no se equivoca con las fechas. Por supuesto que me afecta un destino tan terrible y por supuesto que me interesa averiguar qué ha ocurrido. También lo lamento por su hija. Es duro tener que vivir sin padre.
Le lanzó una mirada desafiante.
—Entonces, ¿no conocía a Helland personalmente?
—No —respondió—. Me dio clases en mi segundo semestre, de forma y función. Era un buen profesor. Como luego me contrataron para trabajar en el mismo edificio que él, a veces nos encontrábamos por los pasillos y nos saludábamos. Eso es todo.
—¿Está casada? ¿Tiene usted hijos? —la interrogó.
—Disculpe, pero ¿eso qué tiene que ver con el caso?
Él se limitó a repetir la pregunta acompañándola de una mirada penetrante.
—No, nunca he estado casada y no tengo hijos —dijo ella al fin—. Llegar a donde he llegado en mi profesión exige muchos sacrificios.
El comisario asintió.
—¿Sabe si Helland tenía enemigos? —continuó.
Hanne dejó escapar una risa áspera, aunque no tenía aspecto de estar divirtiéndose lo más mínimo.
—Pues claro que tenía enemigos. Lars Helland era un hombre de un talento excepcional que no le hacía ascos a ser el centro de atención. Si lo que dicen es cierto, estaba volviendo locos a sus colaboradores más estrechos; una receta infalible para ganarse enemigos. Casi todo el mundo detesta a la gente que lo monopoliza todo. Yo, como ya le he dicho, prácticamente no le conocía, pero mi instinto me llevaba a apreciarle. Tenía empuje y siempre entraba al trapo a cualquier discusión científica, por eso era una buena baza para la facultad. Durante años capitaneó ese ridículo debate en torno al origen de las aves, con lo que la facultad tuvo muchísima presencia en los medios, aunque, si me pregunta a mí, es un despropósito dedicarle una sola línea a algo así.
—¿Por qué?
—Porque los pájaros son dinosaurios y punto. Eso lo saben hasta los tontos. Cuando Anna me contó que iba a hacer una tesina sobre el tema y que iba a dedicar un año o más a capear el temporal que Helland y Tybjerg habían formado en un vaso de agua, me enfadé mucho. Esa tesina no le va a servir para nada e intenté explicárselo. En mi opinión, no es más que mucho ruido y pocas nueces. Ese canadiense al que Tybjerg y Helland hacen la guerra empleando todos sus fondos no es más que un insensato que…
—¿Cree que Clive Freeman…?
—Eso, Freeman —le interrumpió.
—¿Le cree capaz de infectar a Helland con parásitos para vengarse?
Hanne Moritzen rompió a reír a carcajadas.
—¡No, le aseguro que no! No me imagino a nadie yendo por ahí a infectar a la gente con parásitos… —de pronto vaciló—. Sería una locura.
—Por lo que veo, conoce usted a Anna Bella Nor. ¿Conoce a alguien más del departamento de Helland?
—Sí, los conozco a todos, naturalmente. Bueno, no; al chico que comparte despacho con Anna no demasiado. Nos hemos saludado un par de veces cuando he pasado por allí a verla.
—Pero ¿a Anna Bella la conoce muy bien?
—En cierto modo sí… Asistió a uno de mis cursos de verano y conectamos a la perfección.
Søren observó un destello cálido en su mirada.
—Siempre deseé tener una hija —admitió casi con timidez— y Anna me recuerda un poco a mí cuando era más joven.
Sonrió levemente antes de proseguir.
—A Svend y a Elisabeth los conozco de tratarlos en la facultad. Los tres llevamos siglos allí.
Se levantaron, ella a encender la chimenea y él, que se había quedado sin preguntas, con intención de marcharse. Hanne le acompañó hasta la puerta. De pronto descubrieron que había empezado a nevar. Grandes copos como mechones que caían en línea recta al suelo ya blanco.
—Fíjese, está nevando —exclamó ella con dulzura mientras la recorría un escalofrío.
—Sí, qué otoño tan curioso —murmuró Søren tendiéndole la mano.
—Mañana por la mañana regreso a Copenhague —le informó Hanne estrechándosela—. Si surge algo más, estaré en mi despacho.
El policía asintió.
En el camino de regreso a la ciudad empezó a añorar a Vibe. La dulce y sencilla Vibe, que siempre levantaba su rubia cabeza y pensaba en positivo. En la Facultad de Ciencias Naturales no les vendrían nada mal un par de chicas como ella.