Era como si la muerte de Helland no significase nada. El lunes por la noche Anna subió las escaleras de su portal avergonzada de su indiferencia. Encontró la casa fría y vacía, de modo que subió la potencia de los radiadores y cerró la puerta del cuarto de Lily. Odiaba que su hija no estuviera; además, sin la niña, la cama de barrotes y su alegre edredón cobraban un aire siniestro. Se dejó caer en el sofá del salón y permaneció allí tumbada largo rato con la mirada perdida. A las dos se fue a la cama, pero, aunque estaba agotada, fue incapaz de descansar. Intentó pensar en la mujer de Helland, que acababa de perder a su marido, en su hija, que había perdido a su padre, y en las veces que su tutor se había portado bien con ella, pero fue inútil; su corazón continuaba impertérrito.
La había traicionado, había despreciado indirectamente su labor científica con su falta de interés y había sido un pésimo director de tesina en todos los sentidos. Durante casi un año entero la había abandonado a su suerte dejando que navegara a la deriva. Ahora a ella le daba igual que hubiese muerto y también le daba prácticamente lo mismo cómo. Se dio la vuelta y apartó el edredón de una patada. Al final se levantó y fue a hacer pis.
Esa misma mañana los habían llevado a un interrogatorio en la comisaría de Bellahøj en dos coches diferentes. Anna iba con Elisabeth y Johannes, con Svend. Elisabeth estaba destrozada. Le temblaban las manos y cuando no se sonaba estrujaba entre los dedos su pañuelo de papel humedecido y hecho jirones. Cuando ya habían recorrido un buen trecho de Frederikssundsvej, la joven explotó.
—Pero ¿por qué lloras? ¡Si no le soportabas!
La mujer la observó atónita.
—Llevábamos veinticinco años trabajando juntos. Lars Helland era un buen compañero —dijo.
Anna se puso a mirar por la ventanilla; era más que consciente de que los dos policías de delante iban tomando nota de cuanto sucedía en la parte de atrás. De cada palabra, cada aliento, cada alusión. También era consciente de que no estaba dando la impresión de ser demasiado simpática.
Una vez en comisaría, el Policía Más Desesperante del Mundo volvió a interrogarlos. Al parecer, le había dado tiempo a comer algo con remolacha entre sesión y sesión, porque cuando le tocó el turno a Anna tenía una mancha de color púrpura cerca del labio. Le hicieron las mismas preguntas y contestó con las mismas respuestas. Cuando se encontró repitiendo lo mismo una vez más y se lo hizo notar, Søren Marhauge enarcó ligeramente las cejas y replicó:
—Como comprenderá, cuando un hombre aparentemente sano aparece muerto en su despacho y con la lengua cortada, no nos queda más remedio que ser muy minuciosos con nuestro trabajo. Imagine que se tratara de su marido o de su padre. Yo creo que agradecería que lo repasáramos todo otra vez, ¿verdad?
Hablaba con voz suave pero firme, y la observaba con una insistencia algo excesiva. Anna apartó la mirada. Apenas hubo leído y firmado el acta del interrogatorio, la dejaron marchar.
Hacia las tres volvió a la universidad en autobús. No podía sacarse a Tybjerg de la cabeza. Tenía una cita con él a las cuatro. ¿Se habría enterado ya de lo que había ocurrido? Anna no tenía la menor idea de cuánto podían tardar los rumores en llegar hasta el museo, pero a juzgar por el despliegue de coches patrulla que habían hecho en el patio, no mucho. De repente comprendió que quizá tuviera que darle la noticia ella misma. Lo más seguro era que el paleontólogo se encontrase en lo más recóndito de la colección y no hubiese hablado con nadie. Sintió un extraño malestar. Volvió la cabeza y miró por la ventanilla. El cielo continuaba plomizo y gris. De pronto el corazón le dio un brinco. ¿Y si suspendían el examen? No se sentía capaz de esperar más. Bastante pesadilla había sido hasta el momento; si la obligaban a aguardar varias semanas más, quizás hasta Navidad, caería en una depresión y no cabía duda de que Lily acabaría llamando mamá a Cecilie. Había entregado cuatro copias de la tesina en secretaría el viernes, una para Helland, que ahora estaba embadurnada de sangre y probablemente en una bolsa precintada bajo custodia policial, otra para Tybjerg, otra para el miembro del tribunal de la Universidad de Århus y la cuarta para la biblioteca del instituto, para uso de futuros estudiantes. Cabría la posibilidad de darle esa última a un sustituto de Helland. Faltaban dos semanas para el examen, tiempo más que suficiente para que alguien familiarizado con el tema leyera su tesina y la examinase. ¿Johan Fjeldberg, quizá? Fjeldberg era un eminente ornitólogo del Museo de Zoología y ya había colaborado con Tybjerg en otras ocasiones, hasta donde ella sabía. A las cuatro, cuando se reuniera con él, tenía que lograr que le prometiera que seguirían adelante con su examen.
Ya había menos coches desconocidos frente al edificio doce y la puerta del despacho de Helland había quedado precintada. Svend y Elisabeth no habían vuelto y el departamento presentaba un aspecto de lo más desértico. Anna apretó el paso estremeciéndose. A tres metros de la puerta de su despacho se detuvo. Estaba entreabierta y se oía ruido dentro. Primero una tos, luego las ruedas de una silla al desplazarse. El corazón empezó a latirle con violencia. Estaba segura de haber cerrado con llave antes de irse. Volvió a oír un carraspeo, después dos pasos y la puerta se abrió.
—¡Mierda, me has asustado! —exclamó casi gritando—. ¿Cómo has llegado tan rápido?
Johannes se cubrió el rostro con las manos, sobresaltado.
—Joder —protestó resoplando—. No te he oído llegar. He terminado enseguida y te he estado esperando, pero como no salías, me he marchado.
Anna le dio un fugaz abrazo y se sentó en su sitio. Permanecieron un rato en un tenso silencio hasta que ella dijo:
—¿Qué demonios ha pasado? ¿Han matado a Helland?
El joven parecía muy afectado.
—No sé qué pensar —contestó restregándose los ojos—. Todo esto es irreal. Además, anoche dormí sólo dos horas y eso no me ayuda nada a ver las cosas más claras. ¿Tú qué dices?
—A mí me da lo mismo.
Johannes la miró perplejo.
—No me lo creo.
—Pues es lo que siento —murmuró ella; se volvió a mirarle con aire abatido—. Es como si me trajera completamente al fresco que esté muerto.
Fijó la vista en la pantalla del ordenador y empezó a leer su correo. Su amigo se quedó observándola como si fuese a añadir algo. Tenía un mensaje de su madre con una foto nueva de Lily. ¿Ya había ido a la guardería a recogerla? Lo había enviado a las dos, así que lo más probable era que se la hubiera llevado después del almuerzo, a pesar de que Anna ya le había pedido varias veces que no fuese a buscarla antes de las tres para que la niña pudiera dormir la siesta. Observó la foto. Llevaba puesto un vestido que no reconoció y tenía un peinado diferente. ¿Cecilie le había cortado el pelo? Intentó distinguir si era efecto de la foto, pero no, tenía todo el aspecto de que su madre le había cortado los rizos. Johannes no le quitaba la vista de encima.
—¿Por qué no has dormido esta noche? —le preguntó sin dejar de escudriñar la pantalla. La mirada de Lily era radiante, como si no hubiera en todo el mundo lugar mejor que aquél, la cama de su abuela, rodeada de todos los cuentos que Cecilie le había sacado de la biblioteca. Johannes ocultó el rostro entre las manos con gesto cansado y Anna se volvió hacia él.
—Es una larga historia. Hace ya unas semanas conocí a alguien en La Máscara Roja y enseguida conectamos. Pero no de esa manera, al menos por lo que a mí respecta. Y ahora la cosa se ha convertido en un auténtico melodrama, una cosa que no me ocurría hacía siglos. Con mensajes y llamaditas a las tantas.
Sonrió tímidamente. De pronto se interrumpió y dijo:
—Anna —tragó saliva—, tengo unos remordimientos horribles…
—Si no estás enamorado, no estás enamorado. Lo único que tienes que hacer es dejarle muy claro…
—No —la interrumpió—. Tengo remordimientos por ti, porque…
Parecía atormentado.
—Sin querer le he dicho al policía que… No sé por qué, pero les he contado que…
En ese momento empezó a sonar el móvil de Anna, que empezó a rebuscar en su bolso. Cuando dio con él, ya había saltado el buzón de voz. El número era el de Tybjerg, pero no había dejado ningún mensaje. ¿Se habría enterado ya? Dejó el teléfono encima de la mesa y volvió a concentrarse en su amigo.
—Perdona, ¿qué me decías?
Johannes la miró con aire contrito.
—Le he contado al policía lo que dijiste esta primavera —se decidió al fin.
Ella le observó sin entender.
—¿Y qué dije yo en primavera?
—Lo de que tenías ganas de hacerle una trastada a Helland. Le he contado a la Policía que Helland no te hacía mucha gracia —terminó con un suspiro.
Anna le miraba fijamente.
—Pero ¿por qué?
Él se encogió de hombros.
—Porque soy subnormal. Perdóname. Sé que lo que ha pasado no tiene nada que ver contigo —le dijo lanzándole una mirada exhausta.
—Pero jod… —empezó Anna, pero el teléfono la interrumpió—. ¡Mierda!
Tybjerg de nuevo.
—¿Tybjerg? —contestó.
—Anna —susurró él—, ¿te has enterado de lo que ha ocurrido?
Tragó saliva antes de responder.
—Sí.
—No me queda más remedio que cancelar nuestra cita. No puedo… —la conexión era pésima—. Tendremos que dejarlo para otro día. La semana que viene.
—¿La semana que viene? —exclamó ella al tiempo que apartaba su silla de la mesa de un empujón—. No estará hablando en serio. Tybjerg, tenemos que vernos. Voy a examinarme y quiero… —cogió aire y sacó fuerzas de flaqueza—. Voy a hacer ese examen, Tybjerg. Lo que ha pasado es una putada, pero voy a hacer ese examen, ¿me oye?
—No puedo —repitió él. Después colgó.
Anna se volvió hacia Johannes con los ojos llenos de lágrimas.
—Tranquilo —le dijo con voz pastosa—, no eres el único que me ha fallado.
—Anna —dijo su amigo con aire suplicante—, lo siento muchísimo. No sé por qué lo he hecho. También se lo he dicho a él, a Marhauge, que no sabía por qué lo había dicho. Que seguro que no tenías nada que ver con la muerte de Helland. Estaba fuera de mí.
Anna se había puesto de pie.
—¿Adónde vas? —le preguntó dócilmente al verla acercarse a la puerta.
—Al museo, a buscar a Tybjerg.
—¿Y tiene que ser ahora mismo? ¿No puedes quedarte un momento más? Yo también me voy a ir y no me gusta que nos despidamos así…, enfadados.
—Ése no es mi problema —replicó con frialdad.
Al alejarse por el pasillo en dirección al museo, oyó el hondo suspiro de Johannes.
Erik Tybjerg siempre estaba en uno de estos tres sitios: en su despacho del sótano, en la cafetería o sentado a la mesa que había junto a la puerta de la colección de vertebrados, al pie de la ventana, midiendo huesos. Primero lo intentó en la colección. Ni rastro de él. Después bajó a la cafetería. Ni rastro tampoco. Un grupo de jóvenes investigadores ocupaba una mesa circular al fondo del local. Olía a tabaco de pipa. Ya sólo quedaba el despacho del sótano.
La primera vez que vio el despacho de su tutor se quedó perpleja. Tybjerg era uno de los expertos en dinosaurios más importantes del mundo, pero trabajaba en un cuartito diminuto y lleno de humedad, como si la facultad tratase de esconderlo. Dos de las paredes estaban cubiertas de libros de arriba abajo, la tercera la ocupaba el escritorio del investigador y en la cuarta, bajo el tragaluz, había una estantería baja con reproducciones de dinosaurios y los escritos de Tybjerg. Él no estaba. Había cerrado con llave, de modo que Anna fisgó a través de la ventanita de la puerta, pero la habitación estaba vacía y la luz apagada. Finalmente rescató un trozo de papel de una papelera y le escribió una nota.
«Tenemos que hablar. Por favor, llámeme para que podamos concertar una nueva cita». La dejó bien sujeta a la puerta. En ese momento se apagaron las luces del pasillo y advirtió lo oscuro que era aquel lugar. Alguien pasaba junto a los tragaluces y vio unas piernas calzadas con botas rojas que se alejaban taconeando por las baldosas. Con el corazón palpitante, se abrió paso por el sótano en medio de la oscuridad más absoluta. Ya casi había alcanzado la puerta de las escaleras cuando tropezó con un interruptor y encendió la luz. Todo estaba desierto y en silencio.
Anna y Karen eran amigas íntimas desde el colegio y durante los años que pasaron juntas en Brænderup, a las afueras de Odense, fueron inseparables. Un día, vagabundeando por el bosque de Fødring, conocieron a Troels. Un violento huracán había derribado varios árboles, que yacían con las raíces arrancadas como dientes podridos. Les habían advertido seriamente que no debían adentrarse en la espesura sucediese lo que sucediese. Las niñas correteaban entre las hojas resbaladizas y se desafiaban a saltar a los cráteres. Habían oído que los árboles caídos podían moverse con el viento y aplastar a una persona. Karen era la más valiente de las dos. Se atrevía a meterse debajo de las raíces que colgaban del tronco moribundo mientras pequeños terrones le salpicaban los hombros y ella extendía los brazos hacia el cielo con aire triunfal. Bosque adentro, recordaron la mariquita que alguien había tallado en un tocón después de cortar un árbol. ¿Seguiría allí tras la tormenta? Decidieron ir a comprobarlo, al fin y al cabo ya casi habían llegado. ¿Y si el viento la había arrancado y la había dejado allí tirada patas arriba?
Encontraron a Troels sentado en el suelo con la espalda apoyada en la mariquita. Al principio no le vieron y empezaron a charlar y a darle palmaditas al insecto de madera. Cuando Anna se encaramó sobre los élitros y se acomodó sobre el animal, vio un mechón de pelo que asomaba por el otro lado. Era un chiquillo pecoso con una expresión muy triste.
La niña le saludó y le lanzó una piña. Él la cogió y pasaron una hora concentrados en el juego. De pronto descubrieron que todo estaba tan oscuro como si cayeran cubos de tinta de los árboles y Troels preguntó con voz temerosa:
—¿No tenéis que iros a vuestra casa?
Las niñas asintieron. Sí, claro. Los tres echaron a correr entre la vegetación y nada más alcanzar la linde del bosque salió a su encuentro la luz de una linterna; fue la primera vez que vieron al padre de Troels.
Cecilie habría exclamado: «¿Dóndedemoniososhabíaismetido?», y los habría abrazado con muchos aspavientos.
El padre de Troels no dijo nada, se limitó a iluminar sus caras con la linterna una tras otra.
—Lo siento, papá —se disculpó el niño en voz baja.
—Bueno, pues… adiós —se despidió Anna cogiendo a Karen de la mano.
Si atajaban por el sembrado estarían en casa en menos de veinte minutos.
—No —dijo el padre de su amigo—. Vosotras venís conmigo. Ahora vamos a bajar por el camino hasta donde tengo el coche y os llevo a casa, ¿entendido?
Se habían pasado toda la vida oyendo cómo les repetían que no había que ir con desconocidos, jamás de los jamases, y allí estaba Anna, más callada que un muerto, andando con otros dos niños por un camino que pasaba por delante de unas casas apenas iluminadas y que la llevaba en dirección opuesta a donde ella quería ir. Al llegar al coche lo intentó de nuevo:
—Desde aquí ya vamos andando. Muchas gracias por acompañar…
El padre de Troels se detuvo sin llegar a volverse del todo. No se le veía bien la cara.
—Adentro —ordenó abriendo la puerta trasera.
Se encendió la luz. Anna iba a protestar cuando reparó en la mirada del niño. Subid, por favor, suplicaban sus ojos. El coche olía a nuevo, a productos químicos, como si acabasen de limpiarlo a fondo. Ayudó a su amiga a ponerse el cinturón. Se deslizaron en la oscuridad hasta la carretera y dejaron atrás el bosque. Troels iba, pequeño y sombrío, en el asiento delantero, junto a su padre.
Cecilie salió a abrir con una toalla en la cabeza, se estaba tiñendo el pelo; Anna veía el papel de plata que le asomaba por encima de las orejas. Llevaba una bata desteñida. De la casa salía música y olía a barro.
—¡Hola, chicas! —saludó alegremente.
Luego vio al padre de Troels detrás de ellas y una arruga le surcó la frente.
—¿Qué ha pasado?
Abrió unos ojos como platos. ¿Las había atropellado? ¿Estaban bien?
—Buenas noches, señora —intervino él—. Creo que otra vez debería atar un poco más corto a su prole. Me las he encontrado en el bosque, jugando a meterse debajo de los árboles caídos.
Hizo una pausa para unir sus enormes manos en una elocuente palmada.
—Es peligroso.
—Adentro, niñas —ordenó la madre con un brillo en la mirada que su hija no conocía; y, antes de cerrar la puerta, añadió en tono apagado—: Le agradezco su ayuda.
Cuando el coche se alejó, Cecilie empezó a andar de un lado a otro de la cocina como una fiera enjaulada y no se serenó hasta que volvió Jens.
—¿De qué piensas acusarle? —le oyó Anna decir en voz queda—. ¿De traer a las niñas a casa y mirarte la bata?
Después de las vacaciones, Troels empezó a ir a la misma clase que Anna y Karen. Ya habían pasado cuatro meses desde su encuentro en el bosque, pero no le habían olvidado. El primer día entró en el aula acompañado de la profesora y al verlas se le iluminó el rostro. Había crecido, pero seguía teniendo los mismos ojos oscuros y la misma expresión. En el recreo, Karen le preguntó con cautela:
—¿Se enfadó mucho tu padre la otra vez?
—No, no; qué va —contestó él con una enorme sonrisa.
Por la tarde las niñas regresaron juntas a casa. Era verano y el trigo amarillo oscuro cabeceaba en los campos. A mitad de camino se detuvieron y decidieron que Troels sería su amigo.
Transcurrió una semana. Ya pasaban juntos todos los recreos y juntos recorrían parte del camino de regreso, y un día, cuando estaban a punto de separarse, Anna le preguntó a Troels si quería ir a su casa. El niño consultó el reloj y sonrió. Claro que quería. Estuvieron jugando en el jardín y cuando empezó a llover entraron a merendar. Las niñas intercambiaban cromos y él los iba recogiendo con cuidado. Sus preferidos también eran los de bebés y los de cachorros.
En plena operación, apareció Cecilie y el pequeño se levantó educadamente a darle la mano. En ese instante sonó el teléfono y a Anna no le quedó muy claro si su madre le había reconocido. Cuando Cecilie se sentó a tomar una taza de té, la niña aprovechó que Troels había ido al cuarto de baño para decirle al oído que era el chico al que habían conocido en el bosque en marzo. Su madre palideció.
—Puedes venir a vernos siempre que quieras —le dijo al verle salir del baño—. Siempre que quieras.
—Muchas gracias —respondió él.
Cecilie le compró a Troels un álbum y diez sobres de cromos nuevos. Anna resopló. El chiquillo abrió el regalo como si acabasen de confiarle un tesoro. Al principio se le iluminó el rostro, pero después miró a la madre de su amiga con aire triste.
—No puedo aceptarlo —dijo empujándolo hacia su benefactora con delicadeza.
Anna se hizo con el álbum y observó las imágenes. Había angelotes sobre sus nubes, bebés, animales y cestas de flores. Si Troels no los quería, ella sí.
—Claro que puedes —insistió su madre con voz cálida—. Así podéis hacer cambios, ¿no? Es un regalo.
—No —repitió el pequeño—, no puedo. No me dejan aceptar regalos.
Cecilie entornó los párpados y le observó en silencio.
—Bueno —dijo al fin—, no podrás llevártelos a casa, claro; pero estarán aquí.
La niña la miró asombrada.
—Los cromos son míos, pero como se me da fatal cambiarlos, me gustaría que lo hicieras tú por mí, que ampliaras mi colección. ¿Querrás?
Troels asintió y abrió el álbum con mucho cuidado. Con idéntico miramiento retiró el celofán y separó los cromos. A última hora, antes de marcharse, dejó el álbum en la estantería del salón, donde estuvo hasta su siguiente visita. Allí pasó varios años.
Anna y Karen tardaron más de cuatro meses en ir a casa de Troels. Fue un día de comienzos de diciembre; después de clase cogieron un autobús para ir a visitar a su amigo, que vivía en una enorme casa nueva de una sola planta a algunos kilómetros de Brænderup. Estaban en el cuarto del niño recortando calendarios de Adviento y oyendo música sentados en el suelo cuando el padre volvió de trabajar. Le oían hablar por teléfono en el recibidor y lanzar juramentos por algo que no entendían. De repente asomó la cabeza por la puerta.
—Hola, niñas —saludó sin dar muestras de haberlas reconocido.
Al cabo de un rato volvió con un cuenco de patatas fritas y tres refrescos y dejó todo en el suelo.
—Preguntan en la cocina si os quedáis a cenar.
Ellas intercambiaron una mirada.
—Sí, gracias —se apresuró a decir Anna.
Patatas y refrescos. Para cenar les dieron filete de solomillo con salsa de nata y de postre había un helado para cada uno. La madre de Troels era una señora menuda y elegante que trabajaba en Odense como agente inmobiliaria. La hermana era una auténtica belleza de quince años. Llevaba el cabello largo y suelto y brillo en los labios, y decía «me pasas las patatas, por favor» de una forma muy adulta. Anna sintió una punzada de admiración y observó a Troels, que sonreía cada vez que su padre abría la boca, y reía de buena gana cuando se explayaba un poco más. Tomó buena nota de todo ello.
En un momento dado, el padre de su amigo empezó a referirles anécdotas de las vacaciones. En una ocasión, Troels se cayó de un puente en Suecia cuando trataba de medir la profundidad del agua con una rama demasiado fina que se cascó bajo su peso. Chillaba como un cochinillo de puro miedo, aunque el agua no cubría ni un metro y estaba llena de lodo. Las niñas rompieron a reír al imaginarle gritando, todo cubierto de barro. Su padre le limpió con la manguera del jardín detrás de la casa. Durante esas mismas vacaciones, recordó de pronto, llegó una de esas ferias ambulantes; había una caseta con un hombre sentado en un tablón sobre un barreño de agua, y si se daba en el blanco con una bola en medio de un círculo rojo, el tipo se llevaba un buen chapuzón. El padre de Troels convenció al propietario de que cambiara al hombre por su hijo, que llevaba toda la tarde quejándose del calor. Troels cayó al agua tantas veces que acabó pillando un señor resfriado. Anna y Karen se echaron a reír una vez más.
—También tenía su gracia cuando no podía parar de mearse encima, ¿os acordáis, chicas? —les preguntó a la madre y a la hermana del niño, que habían empezado a recoger la mesa.
—No, esa historia no —pidió la madre mientras tiraba las sobras al cubo de la basura—. Las niñas no tienen por qué oír esas cosas.
El padre se inclinó hacia ellas.
—Troels se hizo pis en la cama hasta los seis años —les dijo.
Anna le lanzó una mirada incierta a Karen, que seguía observando al padre de su amigo hechizada por completo.
—Al final estábamos completamente desesperados, ¿verdad, hijo? —comentó la madre—. Sí, todos, y tú el primero, ¿verdad? ¿Verdad, cariño?
Anna se volvió hacia el chiquillo y se quedó paralizada. Estaba mudo y sostenía en la mano el helado a medio derretir. Su madre continuó mientras secaba una fuente.
—Lo intentamos todo: tratamos de convencerle con juguetes y golosinas, le subimos la paga, le dejamos con la ropa mojada puesta todo el día, pero no sirvió de nada. Él seguía haciéndose pis como si tal cosa.
Karen seguía sonriendo de oreja a oreja y Anna probó a darle una patada por debajo de la mesa, pero no llegaba.
—Os preguntaréis cómo acabó la cosa, ¿no? —preguntó el padre en tono chistoso.
—¡Ay! —exclamó Karen de pronto lanzándole una mirada furiosa a su amiga.
Anna le devolvió la mirada y logró que Karen se fijase al fin en Troels.
—Cuéntales a las niñas cómo acabó, Troels —le animó.
El niño susurró algo.
—No te oigo —insistió su padre con amabilidad—. Tienes que hablar más alto.
—Acabó cuando me hice caca en los pantalones el primer día de colegio —repitió con voz sorda.
Las niñas intercambiaron una mirada.
—No hay que hacerse caca en los pantalones cuando se está en el colegio, ¿verdad que no? Esas cosas los demás niños no las olvidan fácilmente, así que es mejor no hacerlas, ¿verdad? Si quieres tener algún amigo, claro.
Dio unas palmaditas amistosas en el hombro de su hijo y se echó a reír.
—¡Basta! —exclamó Anna de repente—. ¡Basta ya!
Pero el padre ya se había levantado, el lavaplatos estaba lleno, la hermana se había escabullido por la puerta y la madre había empezado a recoger la colada del lavadero, lo veían a través de la puerta abierta.
—Gracias por la cena —murmuró la niña—. Tengo que estar en mi casa a las siete.
Cuando Anna y Karen se pusieron los zapatos y gritaron «adiós» desde la puerta, Troels seguía sentado a la mesa de la cocina con el helado en la mano.
—Adiós, hasta mañana —se despidió con una tenue sonrisa.
Cecilie llamó a los padres de Troels para explicarles que necesitaba un chico espabilado que le echara una mano en el jardín y que le pagaría quince coronas la hora a su hijo si la ayudaba. Anna, desde la cocina, la oyó emplear el más persuasivo e insistente de sus tonos hasta que, una vez concluida la conversación, estrelló el auricular contra la horquilla del teléfono. Entró en la cocina alisándose el vestido y la miró con una sonrisa forzada.
—Les ha parecido bien —dijo—. Cinco horas a la semana, no está nada mal.
Se sentó en el banco junto a su hija.
—Uf —añadió dándole otro repaso al vestido.
Una noche, cuando Anna ya tenía doce años, oyó que sus padres hablaban de Troels. Corría el final de los años ochenta y para entonces Jens ya se había trasladado de manera oficial a Copenhague, pero sus visitas a la familia eran constantes. La niña acababa de darles las buenas noches, pero antes de dormirse recordó un recado de su profesor y se levantó de la cama. Ya había bajado unos peldaños cuando oyó que Jens preguntaba:
—¿Por qué crees que le pegan? Vas a necesitar pruebas, Cecilie; es una acusación muy grave.
Se produjo una pausa durante la que sólo se oyó el llanto de su madre.
—En realidad no puedo hacer nada —sollozó—. Un niño tan guapo y tan frágil. ¡Mírale! Él pasándolo tan mal y yo aquí sin poder hacer nada.
Su padre contestó algo que Anna no alcanzó a oír y Cecilie le dijo:
—Ya lo sé —de pronto parecía molesta—. Lo sé perfectamente, me lo has dicho millones de veces. Lo que ocurre es que no soporto que lo pase tan mal.
Luego se sonó. Anna estaba petrificada en las escaleras deseando con todas sus fuerzas que uno de los dos adultos se levantase y la encontrara allí. Que la llevasen en brazos al salón y la acostaran debajo de la mantita mientras sus voces se iban velando lentamente hasta apagarse, como cuando era pequeña. Unas lágrimas silenciosas empezaron a rodarle por las mejillas. En esos momentos odiaba a Troels. Era como si sus padres le quisieran mucho más que a ella. Como si se hubiese quedado sola en el mundo. Cuando empezaron a hablar del trabajo de Jens, subió a acostarse.
Un día de verano Troels se presentó sin avisar. Parecía contento. Sus padres habían ido a Ebeltoft a recoger un coche nuevo y no volverían hasta la noche. Cecilie y Jens tenían visita: sus viejos amigos de su época de estudiantes habían ido con sus hijos y el jardín estaba repleto de niños. Hacía sol y había zumo, bollos y golondrinas que pasaban en vuelo rasante. Troels contempló aquel revuelo completamente abrumado. Le había pillado por sorpresa. Dos chiquillos de su edad estaban jugando al fútbol, pero no quiso sumarse. Bebió un poco de zumo y Cecilie hizo las presentaciones.
—Éste es Troels, va a la misma clase que Anna.
—Qué guapo —oyó ésta susurrar a una de las amigas de su madre.
Jens propuso que jugasen todos juntos una partida de brännboll. Saltaron de sus asientos, localizaron cuatro piedras grandes, un bate y una pelota de tenis amarilla y formaron los equipos. En el jardín se respiraba una atmósfera desenfadada y festiva y las picardías de los mayores tenían escandalizadas a Anna y a Karen. Se habían pintado y nadie había hecho el menor comentario. Le tocaba batear a Troels, pero se negaba. «No quiero», dijo. No muy alto, aunque lo suficiente para que Anna lo oyera, y eso que estaba a un buen trecho del campo de juego. El muchacho la miró y le lanzó una sonrisa que la dejó desarmada.
Mogens, un viejo camarada de Jens que hacía de lanzador, empezó a darle instrucciones.
—Vamos, tú puedes —le animaba.
Se situó detrás de él y le enseñó a describir un arco horizontal con los brazos.
—Sostén el bate en alto —le indicó—, que no se te caiga.
Le dio unos golpecitos en el codo, que le colgaba.
—Y no dejes de mirar.
El brazo de Troels seguía flácido.
—¡Vamos! Concéntrate. ¡Si es muy fácil! —gritaba Mogens.
Anna se volvió instintivamente hacia su madre. Cecilie ardía en deseos de intervenir y levantó las manos como si fuese a hacer alguna objeción. Mogens parecía un gigantón al lado del pequeño.
—De qué los tienes hechos, ¿eh? —preguntó muerto de risa al tiempo que levantaba uno de los blancos y pecosos brazos del chiquillo y lo hacía oscilar como un péndulo—. ¿Qué es esto? ¿Mantequilla?
Se reía. Troels observaba con aire ausente a aquel hombretón que gritaba, hacía aspavientos y saltaba de aquí para allá como un boxeador en el ring dándole golpecitos:
—¡Venga, colega, enséñanos lo que tienes ahí!
De pronto el niño levantó el bate y se lo estrelló en plena coronilla. Clonc. Mogens enmudeció y se llevó las manos a la cabeza. Se hizo un silencio sepulcral.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó estupefacto.
Troels echó a correr y Cecilie salió detrás de él. Cuando ya llevaban fuera casi una hora, Anna fue a buscarlos. Los encontró en el asiento trasero del coche. Él tenía el rostro bañado en lágrimas y la cabeza en el regazo de su madre, que le acariciaba el pelo. Se negaba a volver por más que ella le aseguraba que no pasaba nada, que estaba convencida de que a esas alturas Jens ya le habría explicado a Mogens por qué le había pegado. Anna frunció el ceño. A pesar de todo, el chiquillo no quería volver, prefería irse a su casa. Cecilie le abrazó y, en pie junto a su hija, le vio alejarse por el camino pedaleando inseguro y luego coger velocidad y desaparecer.
En el jardín, el ritmo de actividad se había reducido drásticamente. Mogens tenía una bolsa de hielo en la cabeza y seguía igual de estupefacto. Reinaba un silencio extraño.
—¿Estás bien? —le preguntó Cecilie.
—Sí —contestó él—. Lo siento una barbaridad.
—Es que le has humillado.
—Oye, no —intervino Jens—, ahora estás siendo injusta.
—Pues es lo que pienso. No ha sido de mala fe —añadió dirigiéndose a su ex marido—, ya lo sé. El noventa y nueve por ciento de los niños del mundo no habrían reaccionado de esa manera, pero alguien como él sí.
—No sabes cómo lo lamento —insistió Mogens con aire tristón mientras volvía a llevarse las manos a la cabeza.
Cuando cumplió quince años, Troels se hizo un piercing en la lengua y otro en la nariz y empezó a llevar pantalones ajustados y unas botas enormes. El niño flacucho que había sido desapareció para dejar paso a un muchacho de más de metro ochenta con unas manos grandes y ágiles y una espalda muy ancha. En su primer año de instituto estuvo tan cerca de que le expulsaran que Cecilie tuvo que interceder por él. Ya no iba casi nunca a verlos y Anna y Karen no sabían demasiado de su vida ni de sus amistades, pero él mismo les había contado que de vez en cuando cogía un tren a Århus o a Copenhague, donde solía dejarse caer por el Pan. A las chicas les parecía de lo más emocionante.
Un día, a comienzos de su segundo año en el instituto, fue a ver a Anna y le preguntó si quería salir a dar un paseo en bici. Al cabo de un rato se sintió acalorado y se quitó la camiseta, dejando al descubierto un torso que parecía una pizza.
—Pero ¿qué has hecho? —preguntó ella horrorizada.
—Ir a casa de mi padre a lavar la ropa —contestó el muchacho mirándola con ojos risueños.
—¿Te ha pegado? —le preguntó en un susurro.
—Sí, pero yo se lo he devuelto.
Anna pedaleó con más energía hasta ponerse a su altura.
—Y ¿sabes una cosa? —la observó con aire misterioso—. Es una mierda que me haya dejado así.
Se puso de pie en los pedales con gesto contrito.
—¿Por qué? —jadeó ella.
—Porque me han llamado de una agencia de modelos de Odense.
—¡Venga ya!
—Te lo juro. Quieren hacerme un book. Han dicho que están seguros de que me van a salir trabajos a montones.
Pasaron el resto de la tarde hablando de su inminente trabajo de modelo; de París, de Nueva York y de Milán. Anna iría a visitarle, fijo. Se tumbaron en un campo en barbecho, entre un sinfín de florecillas silvestres, mirando al cielo e imaginando que empezaban a caer torres de copas de champán y una lluvia de confeti. Bueno, ella se tumbó. Troels permaneció sentado junto a ella. No podía echarse porque le dolía la espalda.
El verano de 1997, el año en que Anna, Troels y Karen acabaron el instituto, parecía no ir a tener fin, y los tres amigos pasaban los días bebiendo hasta perder el control. Hacía tanto calor que la ropa se les pegaba al cuerpo y las tibias noches claras de azul se resistían a terminar. Estaban eufóricos y tenían la sensación de que si espiraban al mismo tiempo, la bóveda celeste saldría disparada hacia el espacio con un espasmo. Se presentaban en fiestas en casas de gente a la que no conocían, casas sin padres llenas de macetas resecas arrinconadas propiedad de unos adultos que estaban de vacaciones y de ventanas abiertas de par en par hacia los trigales, casas donde podían caer redondos cuando les viniera en gana o provocar un pequeño incendio, como ocurrió un día muy de mañana ya entrado julio. Se quedaron perplejos observando los camiones que venían a lo lejos y bajaron la mirada cuando uno de los bomberos empezó a gritarles sosteniendo una colilla a la altura de sus rostros sonrojados. No era la colilla causante de aquel desaguisado, claro, sólo una de las muchas que había diseminadas por todo el jardín. Al día siguiente la fiesta continuó con las macetas arrinconadas y las ventanas abiertas de par en par.
Después, cuando Anna lo recordaba, se preguntaba si las cosas entre ellos habrían ido igual de mal de haber llovido aquel verano. Estaban siempre despiertos, y cuando no iban de fiesta se quedaban en el apartamento que Karen tenía en Odense mirándose unos a otros como fieras salvajes.
Karen se hizo con una bolsita de cocaína y entre los tres dieron buena cuenta de ella. Anna fue al cuarto de baño y, al regresar, se encontró con que a los otros dos se les había ocurrido una brillante idea. ¿Por qué no echaban un polvo? Y ¿por qué no? Tenía la boca seca como el papel de lija y fue un momento a la cocina a beber agua del grifo. Cuando volvió, Karen y Troels estaban bailando desnudos de cintura para arriba.
—Yo creía que eras homosexual —comentó.
Sus amigos se mondaban de la risa.
—Y nosotros creíamos que tú eras más liberal —gritó Karen.
Le hicieron señas de que se acercara.
Se metieron los tres en la cama y Anna y Troels se besaron mientras Karen intentaba quitarle los pantalones. El joven se echó a reír de sus torpes intentos en pleno beso y dejó un momento a Anna para acudir en su auxilio. Esta vez fueron ellos los que empezaron a besarse mientras Karen, al mismo tiempo, le bajaba los calzoncillos. Llevaba un piercing en el pene y Anna observó cómo la mano de su amiga se cerraba en torno a él. El joven tenía los ojos cerrados y Anna le oía jadear de placer mientras seguía besando a Karen. Rodó hasta apartarse un poco de ellos. Su amiga abrió los ojos y le tendió la mano, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, Troels cogió a Karen y le dio la vuelta hasta dejarla tumbada boca arriba con los rizos esparcidos por la almohada. Su pene señaló hacia ella un instante y luego se hundió en su cuerpo. Los dos cerraron los ojos. Anna se puso de pie en la cama. Con la vista nublada, la emprendió a patadas contra sus cuerpos entrelazados; hizo blanco en la cadera de Troels, que cayó de costado con un grito. Sus labios entreabiertos, su pene mustio, la mirada de Karen paseando confundida del uno a la otra. Anna se abalanzó sobre él y descargó una lluvia de puñetazos sobre su rostro, su pecho y su vientre. Él estaba blanco como la cera y le llameaban los ojos.
—Para, Anna —dijo en voz baja.
Pero ella no paró. Karen intentó sujetarla y Troels, que se había limitaba a encajar los golpes, fue a coger su ropa. Anna apartó a su amiga de un furioso empujón y se desmoronó en la cama. Él ya se había puesto los vaqueros y salió por la puerta pasándose la camiseta por la cabeza. No cerró. Sus pasos resonaron escaleras abajo hasta desaparecer. Karen la miró enfadada y dijo:
—Lo que acabas de hacer, Anna Bella, no hacía ni puta falta.
Ya habían pasado diez años de eso.