Capítulo 4

Clive Freeman vivía en Canadá, era profesor de paleornitología y trabajaba en el Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática de la Universidad de British Columbia. Llevaba casi treinta años consagrado a las aves. Vivía en la isla de Vancouver, no muy lejos del campus, y estaba especializado en el estudio de la evolución de las aves. Los pájaros descendían de reptiles primitivos, los llamados tecodontes, y el candidato más plausible al puesto de antecesor era un arcosaurio, el Longisquama. Otros investigadores de todo el mundo, estudiosos a los que él respetaba, creían que las aves modernas eran dinosaurios vivientes. Clive Freeman no.

Clive se crió en la zona más septentrional de Canadá y era hijo único del célebre etólogo David Freeman, uno de los principales estudiosos del lobo de la segunda mitad del siglo XX. David le enseñó a su hijo todo cuanto sabía acerca de los bosques, los procesos que tienen lugar en los árboles, en el suelo, entre los animales y en su interior. Jamás cupo duda alguna de que el niño sería biólogo.

Al cumplir los doce años, el muchacho decidió que su campo de investigación iban a ser los pájaros, los animales más evolucionados del mundo entero, surgidos de una forma reptiliana primitiva que también dio lugar a las tortugas y los cocodrilos. Su esqueleto era aerodinámico, sus huesos, rellenos de aire, hacían que sus movimientos fueran soberbios, su plumaje era perfecto y su proceso de reproducción ovípara no tenía parangón. La gente no reparaba en esas cosas cuando los gorriones picoteaban por el césped de su casa o las palomas le ensuciaban el capó del coche, y a Clive eso le encantaba. Le hacía sentirse el único que veía el diamante en bruto que ocultaban.

A su padre no le gustaban los pájaros.

—Da que pensar que sepas tan poca cosa de los lobos considerando que no hay nadie en el mundo que sepa más de ellos que tu padre —le dijo un día.

Le había hecho recitar el capítulo sobre la dentición de los mamíferos durante la cena y el muchacho no había estado muy brillante. Incisivos, caninos, molares y premolares. Y colmillos, añadió. Su padre le miró de arriba abajo.

—Los colmillos son caninos, memo —le reprendió.

Después se levantó y se encerró en su despacho. Clive habría preferido hablarle de picos. Los picos eran unas estructuras de lo más particular y su grado de evolución y adaptación le parecía casi inconcebible. Largos y finos, cortos, toscos y arrugados, de herbívoro, de omnívoro, de carnívoro…, existían picos de todo tipo y para cualquier propósito. A él lo que le quitaba el sueño eran los pájaros, y le daba exactamente igual que no fuesen mamíferos.

Cuando Clive fue admitido en la Facultad de Biología de la Universidad de British Columbia de Vancouver, tenía veinte años cumplidos y sabía todo lo que se puede saber sobre las aves. El día en que llegó la carta de admisión, corrió hasta el buzón y abrió el sobre de inmediato. Tras leer que, como era de esperar, le habían aceptado, se volvió a contemplar el hogar de su infancia. En algún rincón de la casa se encontraba su padre, aferrándose frenéticamente a sus libros; decidió que jamás sería como él. En la vida había algo más que libros. El sol le daba en la frente y cerró los ojos. Cuando era un niño, su padre había sido un ser idolatrado y temido para él, y eso no había cambiado, pero a medida que sus conocimientos científicos iban en aumento se le hacía cada vez más cuesta arriba creer todo lo que decía David Freeman. Las ciencias naturales también habían cambiado. Nuevos métodos, investigación moderna, un mundo de técnica que Clive veía como el futuro, pero que su padre no miraba con particular entusiasmo. En el curso de los últimos años habían sostenido acaloradas discusiones, tanto que algunas veces su madre había optado por levantarse y acabar de cenar en la cocina.

En tan sólo unas semanas dejaría atrás su infancia. ¿Cambiaría eso su relación? Quizá David le hiciese alguna visita en Vancouver, orgulloso de que su hijo siguiera sus pasos.

Por la noche anunció que le habían admitido en Biología en la Universidad de British Columbia y que no tardaría en trasladarse a Vancouver.

—Los pájaros tienen unos andares bobos y patosos —fue la única respuesta de su progenitor, que siguió comiendo.

La madre ordenó:

—Callaos los dos de una vez.

Clive se vio a sí mismo levantándose de la mesa, diciéndole a su madre que estaba todo muy rico, clavando una mirada condescendiente en la pelada coronilla de su padre, llevando su plato a la cocina y subiendo a su cuarto a leer un libro, pero, en lugar de eso, se volvió hacia él y le contestó con un hilo de voz que, si bien era cierto que las aves no tenían un paso demasiado elegante, era todo un prodigio que muchas de ellas conservaran la capacidad de andar teniendo en cuenta lo desarrollado que estaba su vuelo. Al fin y al cabo, los lobos sólo podían caminar y no dominaban ninguna forma de desplazamiento alternativa.

David dijo que no le había oído bien y el muchacho repitió sus palabras en un tono algo más elevado de lo necesario.

Su padre empezó a bombardearle con nombres de huesos en latín e inició un recorrido por el interior de la pata de los lobos, cuya constitución le parecía muy superior a la de las aves en todos los sentidos. La madre, mientras tanto, les pasó las patatas, sirvió el agua y miró a su hijo con ojos suplicantes.

De pronto Clive contuvo el aliento.

¿Qué acababa de decir su padre?

—¿Qué es lo que acabas de decir?

La madre se quedó paralizada y David enmudeció en plena disertación, con el brazo extendido y los labios entreabiertos. Lo sabían los dos. En medio de su verborrea, había nombrado un huesecillo que en los mamíferos más primitivos estaba situado entre el astrágalo y la tibia, aunque cualquier idiota sabía que, en el estadio en que se encontraba el lobo blanco, se había ido reduciendo hasta desaparecer. David Freeman había cometido un error. Clive lo había oído y el propio David era consciente de lo que acababa de decir.

Por espacio de unos segundos no ocurrió nada. Se podía oír el vuelo de una mosca y el corazón del joven latía con violencia. Al fin su padre apartó la silla de un empujón y se marchó.

Clive pasó dos días feliz y contento. David Freeman parecía haber perdido fuelle. Bajaba a las horas de las comidas y participaba, aunque tampoco mucho, en la conversación. Hasta su madre parecía haber revivido un poco y decía de vez en cuando: «¿Verdad, cariño?».

«Sí, sí», murmuraba su marido.

Clive aprovechó la ocasión y les habló del plan de estudios que le habían enviado y del semestre que le esperaba; su madre escuchaba atenta y David callaba. Jamás había sucedido nada semejante. De pronto le vio más viejo, agusanado tras tantos años destilando antipatía, y, presa de un arrebato de ternura, empezó a llamarle padre, cosa que nunca hacía.

Al cabo de dos días decidió ir al despacho de David a preguntarle si le apetecía dar un último paseo con él por el bosque antes de su partida. Eran los mejores recuerdos que conservaba de su infancia y quería llevárselos consigo a Vancouver en toda su frescura. Se había sentado en la mesa de la cocina a beber un vaso de leche para armarse de valor antes de entrar cuando le llamó la atención algo que vio en el jardín. Tenían una pequeña pradera ondulada con algunas plantas árticas salpicadas aquí y allá; al fondo del todo estaba su pajarera y por detrás se intuían cuatro grandes rocas que se alzaban en vertical. Tras ellas comenzaba el bosque.

La hierba que rodeaba la pajarera estaba completamente cubierta de pájaros muertos. Tres, siete, veinte, los párpados le temblaban mientras los contaba. Dejó el vaso de leche y salió. Había pájaros muertos por todas partes. En el suelo, en el recuadro de tierra que había bajo la pajarera, hasta en el comedero donde solía ponerles las semillas había desmadejados montones de plumas. Horrorizado, se aproximó a observar el comedero. Estaba vacío, todo lo que quedaba eran unas cascarillas que el viento hacía danzar en círculos. Entonces bajó la vista hacia el suelo, donde estaba clavada la pajarera, y vio los granos rojos. No eran muchos, pero bastaban. Matarratas. Clive subió directamente a hacer la maleta. No quería permanecer un solo segundo más en casa de su padre.

En Vancouver, Clive se instaló en una habitación que le alquiló una anciana. Delante de la casa había un jardín muy descuidado que enseguida se ofreció a arreglar.

En la casa de al lado vivía Jack, un niño muy guapo de mirada atenta. Por aquel entonces tenía cinco años y su padre había muerto pocos meses antes. Un buen día Clive le sorprendió observándole con la punta del zapato clavada en el suelo mientras él se ocupaba del jardín, y le invitó a pasar.

Entre los dos empezaron a excavar un agujero donde plantar un rosal para la anciana y se entretuvieron en analizar todo cuanto iba saliendo de la tierra. Escarabajos, lombrices, crisálidas a punto de romper el capullo, esqueletos y un topo muerto no hacía demasiado que aún tenía la piel negra y aterciopelada. El pequeño quería saberlo todo sobre la naturaleza.

Entre semana, Clive estaba muy atareado. Había muchas clases obligatorias en el campus y después tocaba leer y escribir trabajos. Le había dicho a Jack que no contara con él los días de diario, pero que los sábados a partir de las nueve de la mañana estaba libre, y el pequeño llegaba siempre puntual y se instalaba a esperarle debajo de su ventana armado con su cubo, su navaja sin filo y su cazamariposas. Al principio no salían del jardín, pero, una vez que lo tuvieron más que trillado, empezó a llevar al niño al bosque. A los claros, bajo las copas de los árboles, provistos de cantimploras y comida, libros de consulta y recipientes para guardar sus hallazgos.

Le enseñó a disecar animales sobre una piedra plana, ratones, conejos, palomas. Compró escalpelos en el almacén del campus y montó todo un número para que Jack comprendiera lo afilados que estaban. El pequeño le observaba con los ojos fuera de las órbitas. El primer animal que diseccionaron había muerto por causas naturales hacía apenas unas horas, porque estaba entero y no olía mal. Clive guió la mano en la que el niño sostenía el cuchillo. Una vez abierta la pieza por el vientre, le preguntó si quería intentar extraer el bazo él solo.

—El bazo es azulado y tiene forma de ciruela, eso es todo lo que te digo.

Jack empuñó el cuchillo y permaneció inmóvil conteniendo la respiración, pero al fin lo logró y con una tímida sonrisa le mostró el órgano reluciente que sostenía en la palma de la mano. Tenía un poco de sangre seca en la mejilla y los oscuros cabellos algo revueltos. Cuando recibió las alabanzas de su maestro, se le iluminó el rostro.

Aquello se convirtió en su juego preferido. Clive decía qué órgano había que sacar y él lo hacía. A la edad de diez años era ya un consumado cirujano, no sólo por la pericia de sus manos, sino también por su rapidez. Desde el momento en que encontraban un animal muerto o lo abatían ellos mismos hasta que la pieza quedaba hueca por completo, rara vez transcurrían más de quince minutos. Clive le alborotaba el pelo.

Clive solía observar a la madre de Jack desde su ventana. Tenía cuatro hijos, y su pequeño amiguito era el menor. Trabajaba de cajera en el supermercado y cuando le veía hacer la compra fingía no conocerle. Tenía muchas arrugas bajo los ojos y fumaba demasiado, pero a pesar de todo había algo en ella que resultaba atractivo. Tenía unos brazos esbeltos y bronceados y una espalda delicada. Sin embargo, al joven no le gustaban los demás hijos. Jack, por supuesto, no suponía ningún problema —era un buen chico, su chico—, pero sus hermanos le ponían nervioso. El mayor tenía dieciséis o diecisiete años y le habían colocado en algún lugar como aprendiz de mecánico. Le veía volver a casa por las noches, le oía discutir a voces con su madre y le observaba reparar coches en el jardín delantero y dejar el césped regado de botellas de cerveza a medida que las iba vaciando. Una noche llegó muy tarde y Clive oyó que en la casa se enzarzaban en una violenta discusión. «¡Puta!», gritaba mientras la madre chillaba y algo salía por los aires y se rompía. A partir de aquel momento el hermano rara vez se dejó ver por allí; Jack dijo que se había mudado. Los otros hermanos eran dos gemelos de catorce años. La niña no era fea, pero ya tenía el mismo aire ordinario de la madre. Desde la ventana la veía fumar a escondidas, maquillarse y ponerse botas de tacón detrás del seto cuando salía por las tardes. Acabaría como su madre, eso saltaba a la vista, cargada de unos hijos a los que sería incapaz de alimentar cuando sus hombres se largaran. Su gemelo no era mucho mejor que ella. Parecía una réplica en miniatura del hermano mayor y siempre que estaba solo en casa se pasaba las horas muertas en la tumbona del jardín masturbándose debajo de una manta. Hasta a distancia se daba cuenta Clive de lo que hacía y distinguía qué tipo de revistas había junto a la tumbona. Al pensar en la vida que le aguardaba al pobre Jack, se le hacía un nudo en la garganta.

Clive empezó a comprarle regalos a Jack: escalpelos nuevos y unos prismáticos con su nombre grabado. Le proporcionaba libros y cuadernos de ejercicios y le daba todas sus revistas científicas cuando él ya había acabado de leerlas. Cuando iban juntos al bosque, cuidaba de él. Le ayudaba a cruzar el arroyo, le prestaba su gorra si hacía sol y el niño había olvidado la suya en casa, le planteaba tareas que sabía que estaba en su mano resolver y escuchaba sus respuestas. Quería que el pequeño lo pasara bien cuando estaban juntos. A veces le cogía por la barbilla y le obligaba a mirarle frente a frente cuando quería hacer hincapié en algo que era importante que entendiera, o le sujetaba del brazo si revoloteaba demasiado y perdía la concentración. Por supuesto, nunca le pegaba, pero era importante mantenerle en su sitio. De lo contrario, jamás encontraría la fuerza necesaria para romper con el medio del que venía.

—¿Te gustaría empezar a disecar animales más grandes? —le preguntó una mañana de domingo en que una densa capa de niebla se extendía a los pies del sol naciente. Clive llevaba una pala y una mochila con un termo de chocolate caliente y un paquete de sándwiches.

Jack disecaba tan bien que las liebres y los erizos ya no suponían un reto para él. Asintió vacilante. Decidieron construir una trampa en un claro del bosque y se pusieron manos a la obra. Clive estaba tan concentrado en el diseño de su ingenio y en el modo en que iban a sacar al animal una vez cayera en él, que tardó en advertir que el pequeño se había detenido y estaba a cierta distancia con aire triste.

Se acercó a él y se arrodilló a su lado para ponerse a la altura de sus ojos.

—¿Te preocupa algo? —le preguntó con cautela.

—No me gusta estar siempre matando animales —contestó el chiquillo.

Clive lo atrajo hacia sí.

—Pero la naturaleza es así —dijo por entre los cabellos de Jack, que exhalaban un inocente aroma a bosque y a sudor infantil.

—Entonces hazlo tú —protestó retorciéndose.

Clive le soltó.

—También podemos hacer otra cosa —propuso.

—Vale —aceptó el niño con alivio.

Continuaron adentrándose en el bosque.

—Me gustaría que fueses mi padre —dijo de pronto Jack.

Clive sonrió.

—Pues digamos que lo soy —contestó alegremente.

Los fines de semana fueron pasando y las semanas se convirtieron en años. Cuando Jack cumplió los trece, Clive le regaló una cabaña en la copa de uno de los árboles de su bosque. La había construido a escondidas y el día de su cumpleaños le propuso al chiquillo pasar la noche en el bosque para celebrarlo. Aceptó. Metieron en la mochila las provisiones, el camping gas, unas mantas, tebeos y linternas y se pusieron en marcha. Al ver que se detenía al pie de un enorme árbol y tiraba al suelo el equipo, Jack le lanzó una mirada de incomprensión. Clive señaló hacia los remaches que ascendían por el tronco a modo de peldaños y que con tanto ingenio había logrado ocultar, y el muchacho trepó obedientemente hasta desaparecer entre el follaje. Al oír la exclamación que brotó de la copa del árbol, subió tras él con una sonrisa en los labios. Cuando llegó a lo alto, se lo encontró sentado en la angosta balconada que rodeaba la cabaña con las piernas colgando por el borde.

Clive había construido dos estantes para guardar sus cosas y al final de la balconada había levantado una especie de mampara para poder orinar tranquilamente sin necesidad de bajar. Las paredes de la cabaña estaban cubiertas de fotografías de ambos. Ocho años de amistad en el curso de los cuales el niño se había convertido en un muchacho y el muchacho, en un hombre. Se les veía en el rostro. Los rasgos de Clive, que ya había cumplido veintiocho años, habían perdido su dulzura, cambio que en Jack era aún más acentuado. La mirada inteligente, el rostro más fino y los cabellos más largos. El niño que había sido estaba a punto de desaparecer.

Esa noche frieron salchichas en una sartén que Clive sacó de su mochila por arte de magia y como postre compartieron una tableta de chocolate que resultó ser a la taza, pero estaba igual de bueno. Se acostaron muy juntos para no pasar frío escuchando el ulular de los búhos y el bramar de los wapitis.

A la mañana siguiente, cuando la luna aún era visible en el cielo, un ruiseñor cantó muy cerca de ellos. Jack dormía y Clive observaba los labios del chiquillo, nítidamente perfilados bajo la luz de la luna. Sintió el impulso de alargar el brazo para tocarlo, pero en ese mismo instante su amigo se volvió en sueños. Podía oler su aliento, fuerte y desconocido. De pronto experimentó una insólita agitación. No se parecía a lo que notaba al pensar en la madre de Jack o en sus compañeras de la universidad, sino algo mucho más profundo, como si un deseo incontrolable emergiera de su interior como un atolón en el océano. Intentó controlar la respiración y se aproximó aún más al cálido cuerpo que dormía a su lado.

Jack se sentó de un salto y se apartó.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ocurre algo?

Clive aprovechó la penumbra que aún envolvía su refugio para fingir que dormía. Estaba más que despierto, pero dejó pasar al menos una hora antes de desperezarse y decir que hacía mucho que no dormía tan bien. Ya era de día. Jack ya había salido a la balconada a contemplar el bosque. Prepararon algo de comer en el camping gas, recogieron sus cosas y regresaron a casa. Se despidieron en la carretera, frente a la verja del jardín de Clive, que sentía que le temblaban las piernas. El muchacho hizo ademán de ir a darle un abrazo, como de costumbre, un breve encuentro de sus pechos y unas amistosas palmaditas en la espalda que querían decir «lo he pasado muy bien, hasta la próxima», pero Clive lo frenó tendiéndole una mano que Jack estrechó sorprendido.

—Ya eres un hombre —le dijo—. Trece años.

El muchacho parecía contento y su asombro se desvaneció. El otro levantó la mochila y echó a andar por el senderillo del jardín.

—Nos vemos —le gritó por encima del hombro.

Por la noche no lograba conciliar el sueño. Jadeaba en la cama con el cuerpo palpitante.

Al cabo de tres meses Jack se fue; su madre había encontrado un trabajo en otra ciudad. Clive vio desde su ventana cómo llenaban el camión. Oyó el timbre, oyó a la anciana llamándole y vio cómo el muchacho se alejaba con las manos vacías. Cuando el camión dobló la esquina, ahogó un grito hondo y desesperado. «Es mejor así», pensó. Jack había cambiado mucho, el niño que conoció había desaparecido por completo. Clive le añoraba y no sabía qué hacer con el nuevo Jack, que desde aquel cumpleaños en el bosque le había anulado las citas de los sábados en dos ocasiones y el último fin de semana ni siquiera se había presentado. Apareció bien entrada la mañana con el pelo revuelto de quien acaba de levantarse y un grano en la mejilla. Clive le estaba esperando sentado en las escaleras mientras afilaba una estaca.

—Lo siento, me he quedado dormido —se disculpó.

Llevaba pantalones cortos y el torso desnudo y se estiraba con indolencia. Clive murmuró algo y siguió afilando. Era como si hubiese muerto. El chiquillo al que había cuidado y protegido ya no estaba, sólo quedaba el muchacho que tenía delante. Jack le lanzó una mirada de soslayo por debajo de los rizos del flequillo apuntándole con su carnoso labio superior.

«Es mejor así», pensó de nuevo cuando el camión ya se había alejado hacía mucho. Lo que sentía por el nuevo Jack estaba prohibido.

Cuando volvió a ver a Jack, no podía dar crédito a sus ojos. Corría el año 1993, él ya se había casado con Kay, tenía dos hijos y era catedrático del Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática. El más joven de la historia. Lo reconoció de inmediato. Estaba a la izquierda de la entrada de la facultad con una cartera raída a los pies, consultando su reloj, pero el nítido perfil del labio superior, la mirada siempre atenta y el gesto con el que se apartaba los cabellos hacia un lado eran los mismos. Clive sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo y le tendió la mano. Al principio Jack no le reconoció, pero cuando su mirada traspasó la barba que su amigo se había dejado, se le iluminó el rostro.

—Clive, ¿verdad? —exclamó sonriente.

Ahora era más alto que él. Se observaron en silencio durante unos instantes.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó al fin.

—Es mi primer día de clase —contestó Jack esbozando una tímida sonrisa.

Casi daba miedo lo poco que había cambiado. Clive no pudo reprimir una sensación de orgullo. Aquello era obra suya.

—Tú me enseñaste todo lo que sé de la naturaleza —continuó el joven—, jamás se me olvidará.

—No te preocupes, ya me devolverás el favor algún día —contestó el otro riendo.

Jack acabó la carrera en el tiempo previsto y se doctoró con una tesis sobre epistemología centrada en el papel de las ciencias naturales desde el Renacimiento hasta nuestros días. Clive asistió a su defensa hecho un manojo de nervios. Habría preferido que se especializara en ornitología, pues la epistemología no acababa de parecerle una ciencia, pero el joven estaba decidido y poco después de concluir su tesis lanzó al mercado una nueva revista, Scientific Today, que no tardó en convertirse en la publicación científica más vendida, primero en América del Norte y después en Europa. Habían transcurrido ocho años desde su encuentro en el vestíbulo de la facultad y comían juntos con cierta frecuencia. Hablaban de trabajo, comentaban las últimas iniciativas de la universidad, evaluaban los congresos científicos, pero siempre evitaban hábilmente referirse a sus vidas privadas, como si hubiesen alcanzado un acuerdo. En ocasiones coincidían en el mismo hotel cuando iban a un simposio en otra ciudad y salían a cenar juntos, a veces con otros colegas, a veces solos, pero nunca volvió a ser como antes, ni mucho menos. Clive no dejaba de preguntarse por qué no invitaba a cenar a su casa a Jack y a Molly, su mujer. Kay habría estado encantada, a menudo se quejaba de que jamás recibían visitas. Sin embargo, algo se resistía en su interior. ¿Qué ocurriría si la relajada atmósfera de la vida privada le soltaba la lengua a Jack? ¿Le contaría a Kay que habían pasado años jugando juntos los fines de semana a pesar de que los separaba una diferencia de quince años? ¿Que su marido no tenía un solo amigo de su edad? ¿Que le había enseñado a matar y disecar animales sin llegar jamás a matar ni disecar ninguno con sus propias manos? Y ¿qué recordaría de la noche en la cabaña? Un escalofrío le recorrió la espalda. Sufrió mucho cuando el niño se marchó. Sintió vergüenza. Ahora todo aquello pertenecía al pasado y allí debía seguir.

En el año 2001 Clive publicó la obra de su vida, Las aves. El día en que el libro llegó de la imprenta, pasó largo rato con él entre las manos, olisqueándolo. Le había dedicado cuatro años de trabajo y sus tesis eran a prueba de refutaciones. Sus oponentes no tardarían en convencerse uno tras otro de que las aves estaban emparentadas con los dinosaurios, pero no descendían de ellos. No veía el momento de conocer las reacciones de Darren en Nueva York, de Chang y Laam en China, de Gordon en la Universidad de Sydney y de su equipo en Sudáfrica, pero, sobre todo, la del danés Lars Helland. Ése era el rival que más le atormentaba. Jamás asistía a un solo simposio de ornitología, de modo que Clive no le conocía en persona, pero sus artículos siempre eran pérfidos y minuciosos, y cada vez que el canadiense publicaba alguno de sus estudios sobre la evolución de las aves, lo hacía con la seguridad de que Helland no tardaría en reaccionar afirmando exactamente lo contrario. Como si no tuviese otra cosa que hacer que molestarle. Pero estaba convencido de que Las aves le cerraría la boca para siempre. Sabía que el danés acostumbraba a recurrir a la evolución de la mano para ilustrar la relación entre aves y dinosaurios, y que ni él ni el resto de sus oponentes habían estudiado en profundidad la evolución de las plumas. Por eso la pluma iba a ser su as en la manga. Tras analizar minuciosamente su desarrollo, concluyó que nadie podría seguir sosteniendo que las plumas de las aves modernas guardaban la menor relación con las estructuras de aspecto plumoso halladas en algunos dinosaurios.

Nada más salir a la luz, el libro entró en las listas de los más vendidos de Canadá y Estados Unidos y no hubo biólogo aficionado entusiasta de los dinosaurios que no comprara un ejemplar en cualquier rincón del mundo; los colegas de Clive, sin embargo, lo ignoraron por completo. Bien es verdad que aparecieron algunas reseñas en revistas de prestigio, pero siempre en un tono superficial, como si se tratara de una curiosidad con la que llenar huecos y no de una importante obra científica. Sólo Scientific Today le dedicó un mínimo de espacio, pero eso tampoco le bastaba. Intentó hablar por teléfono con Jack para dar con el por qué de aquel trato tan injusto y para colmo nada menos que en la página veintidós, pero le resultó imposible localizarlo.

Tras inscribirse como ponente en todos los congresos que encontró, Clive se dedicó a dar forma de artículo a todos los párrafos de Las aves y enviarlos a publicaciones de todo el mundo. Su bombardeo llegó simultáneamente a todas las revistas internacionales. Pensó en su padre. De haber seguido con vida, se habría sentido orgulloso. Las reacciones no se hicieron esperar siquiera un mes, pero estaba listo. Ya tenía preparado el contragolpe porque sabía perfectamente por dónde iban a atacarle: el carpo en forma de media luna, la reducción de los dedos, el desplazamiento ascendente del astrágalo y las supuestas plumas.

Se enfrascó con fervor en la lectura de los nuevos números de todas las revistas, convencido de que sus oponentes se lanzarían de cabeza al debate fisiológico, pero, aparte de la reacción de un par de colegas insignificantes, no había crítica alguna a sus tesis anatómicas, sólo al sistema de filtrado de los consejos editoriales, que «con su dejadez habían permitido la publicación de las intervenciones de Freeman, socavando de manera lamentable la credibilidad de sus revistas. La filogenia entre aves y dinosaurios no era un tema digno de la atención de un medio que se considerara serio porque no había nada que discutir. Las aves eran dinosaurios vivientes. Punto».

Y así hasta treinta y siete veces.

La rabia le ardía en el estómago como un hierro al rojo vivo. Le estaban acusando de incompetente. Estaban acusando a Clive Freeman, paleornitólogo de renombre mundial y catedrático de la Universidad de British Columbia, de falta de rigor científico.

El comentario más altanero venía, como era de esperar, de Dinamarca, de Lars Helland, esta vez en colaboración con un tal Erik Tybjerg, lo que quería decir que Helland había dejado el asunto en manos de uno de sus alumnos de doctorado. Pero eso no era lo peor.

Lo peor era que el artículo lo publicaba Scientific Today.

Llamó inmediatamente a Jack para pedirle una cita.

Cuando, al cabo de tres días, se reunieron, Clive no se encontraba bien. Se vieron en un bar situado frente a la redacción de Scientific Today. Jack ya le estaba esperando cuando llegó. Llevaba unos pantalones oscuros y una camiseta ligera y estaba leyendo un periódico que tenía sobre las piernas. Cuando levantó la mirada, Clive sintió que se le encogía el estómago al ver sus labios. Estrelló la revista contra la mesa.

—¿Qué cojones es esto? —preguntó.

—Clive, en el consejo de redacción hay cinco personas aparte de mí —contestó Jack bajando la voz.

Clive se dio la vuelta y se marchó.

En otoño de 2001 Clive fue invitado a pronunciar una conferencia en Chicago. Normalmente se ceñía a lo que había escrito en Las aves, pero el público estadounidense se mostró especialmente interesado, de modo que se animó a desarrollar un poco más sus tesis sobre las plumas. En las aves actuales las plumas asimétricas guardaban una estrecha relación con el vuelo, mientras que los dinosaurios no tenían plumas, en primer lugar porque no volaban, en segundo porque eran animales de sangre fría, y en tercero porque:

—¿Se imaginan a un tiranosaurio rex con pluma?

El chiste hizo que la sala estallara en carcajadas. Para concluir, añadió:

—¡Muéstrenme un solo dinosaurio con plumas e iré personalmente a pedirles perdón a todos y cada uno de los defensores de la teoría de los dinosaurios!

Agitó los brazos como un pájaro tratando de alzar el vuelo, provocando así un nuevo ataque de hilaridad entre los asistentes.

Después bebió más vino blanco de la cuenta y volvió a su habitación haciendo eses. A la mañana siguiente despertó con un sabor a rayos en la boca y sacó un refresco del minibar. Mientras bebía, encendió el televisor y sintonizó la CNN. Por una milésima de segundo creyó que le estaban gastando una broma de mal gusto, porque a la derecha de la cabeza del presentador de las noticias había una enorme fotografía de lo que parecía ser un dinosaurio con unas plumas más que evidentes.

En ese instante, el presentador pasó la conexión al corresponsal y apareció un reportero que, con los labios agrietados como si hubiese recorrido a pie todo el camino hasta Asia, explicó que se encontraba en la provincia de Liaoning, en el nordeste de China.

—Estamos ante un hallazgo sensacional —resolló el reportero—: Esta mañana, a primera hora, unos campesinos han encontrado lo que parece ser el primer dinosaurio con plumas del mundo. Esta misma tarde han empezado a llegar los expertos y hace apenas unos minutos nos han confirmado que el fósil hallado no pertenece a un ave primitiva, sino a un dinosaurio depredador del grupo de los terópodos. El animal vivió hace entre ciento veintiuno y ciento treinta y cinco millones de años y lo verdaderamente sensacional es que el ejemplar ha aparecido con una capa de plumón fosilizado, pero muy bien conservado, que forma una cresta a lo largo de la columna y en la zona posterior del cráneo. La apasionante pregunta que se nos plantea ahora aquí en China es: ¿volaban los dinosaurios y tenían la sangre caliente o estas plumas son el sorprendente testimonio de que las plumas no sólo servían para volar? Más cuando los expertos analicen en detalle este sensacional hallazgo. Devolvemos la conexión a nuestros estudios centrales.

Clive se quedó mirando la pantalla boquiabierto otros veinte minutos. Después aplastó su lata de refresco de cola.

De regreso en Vancouver, Kay le recibió con una sonrisa nerviosa. El teléfono no había parado de sonar en toda la mañana y tenía que llamar a… y empezó a recitar una interminable lista que incluía desde nombres de colegas hasta cadenas de televisión nacionales. Jack no había dado señales de vida.

Se preparó un plato de sándwiches, tranquilizó a su mujer con unos cachetitos cariñosos y se encerró en su despacho a comer en paz. Lo que habían encontrado en China era una protoave, era más que evidente. Los dinosaurios no tenían plumas. Descargó cuarenta y ocho mensajes y los miró por encima. Molesto, abrió uno de Lars Helland. Muy típico. El danés no podía dejar escapar una ocasión semejante de hacer un comentario en su simpático estilo de siempre, tan parecido a una tomadura de pelo; muy amistosa, eso sí. Borró el mensaje.

Cuando terminó con el ordenador, se recostó y trató de no pensar en Jack. ¿Por qué no había llamado? Aún no le había presentado a Molly, su mujer. Acababan de ser padres de otra niña y él no conocía siquiera a la mayor. Hubo un tiempo en que era el destinatario de las infrecuentes y cegadoras sonrisas del muchacho, le arrancaba exclamaciones de asombro y le contaba cosas que le dejaban pensativo con la lengua asomando entre los labios. Seguramente ahora todas esas cosas las reservaba para Molly y las niñas. Clive sabía que era él mismo quien había querido mantener esa distancia. Jack tampoco había ido mucho más allá de saludar un momento a sus hijos Tom y Franz un día en que los chicos habían ido a buscarle a la universidad y tropezaron con él por casualidad en el aparcamiento, y en otra ocasión coincidió con Kay en una cena a la que asistió sin su mujer. Pero una cosa era guardar las distancias y otra muy distinta, crear un abismo. Jack se mostraba sorprendentemente cortés y amable y siempre tenía tiempo para hablar de cuestiones profesionales, pero a título privado era hermético y eso Clive no lo aguantaba. No es que él sintiera ninguna necesidad de que se vieran con sus mujeres y sus hijos, la sola idea hacía que le entraran sudores fríos, pero él y Jack estaban unidos por un lazo que su amigo no parecía dispuesto a admitir ni siquiera a solas. Era absurdo. Clive le conocía mejor que nadie en el mundo, le llevaba en la sangre, en las yemas de los dedos, que aún sentían el tacto de sus alborotados cabellos oscuros.

Jack sabía perfectamente que la aparición de un supuesto dinosaurio emplumado supondría una sobrecarga de trabajo para Clive, que se vería obligado a dedicar las siguientes semanas a defender su postura y refutar el significado que periodistas y demás idiotas pretendían darle al hallazgo. Que no le dejara entrar en su vida podía ser casual, hasta culpa del propio Clive, pero no llamarle era algo premeditado.

El lunes, Clive reunió al personal del departamento y ese mismo día enviaron un comunicado de prensa en el que declaraban que el Departamento de Ornitología Evolutiva, Paleobiología y Sistemática de la Universidad de British Columbia encontraba apasionante el hallazgo de un dinosaurio con plumas, pero que no pensaba hacer más declaraciones sin antes examinar el animal. A continuación rellenó un impreso solicitando los permisos necesarios para verlo, aun a sabiendas de que los trámites podían llevar varios meses. El tiempo fue pasando y Jack seguía sin llamar.

En enero, dos paleontólogos chinos, Chang y Laam, analizaron y bautizaron al fin al animal. Clive estaba exultante. No creían que se tratara de un dinosaurio. Lo llamaron Sinosauropteryx y concluyeron que se trataba de un ave muy antigua, de modo que no era nada del otro mundo que tuviera plumas.

Pero poco duró aquella dicha. Los fósiles empezaron a salir del subsuelo chino como auténticas chinches y, en opinión de Chang y Laam, en ninguno de los nuevos hallazgos cabía la menor duda: no eran pájaros, sino dinosaurios, y todos tenían plumas.

Clive reenvió su solicitud para estudiar in situ el Sinosauropteryx y, cuando al fin fue aprobada, salió de inmediato hacia China. Tardó dos semanas en llevar a cabo el análisis y, antes de regresar a Canadá, aún tuvo tiempo para echarles un vistazo al Caudipteryx y al Protarchaeopteryx. Satisfecho, telefoneó a Jack desde allí mismo y le pidió que le reservase la portada del próximo número. Su entusiasmo era contagioso. Te oigo mal, dijo su amigo riendo, vuelve a llamarme cuando estés de regreso. Clive pasó en China dos días más, callejeando y de magnífico humor. Resultaba más que evidente que el Beipiaosaurus, el Sinornithosaurus, el Microraptor, el Caudipteryx y el Protarchaeopteryx eran aves primitivas, no dinosaurios. Además, los chinos eran un pueblo muy hospitalario y nada cerrado, como le habían contado, y la comida era exquisita. Una tarde estaba paseando por un jardín de cerezos en flor lleno de pétalos blancos que caían lentamente sobre los visitantes trazando poéticos dibujos cuando se sorprendió a sí mismo pensando en lo hermoso que habría sido tener a Jack allí, con él. Si pudiesen pasar más tiempo juntos… El joven era un divulgador científico, el mejor de todos, y eso, claro, tenía un precio. Compartía los puntos de vista de Clive, eso a él le constaba, pero tenía la obligación de dar cobertura a otros asuntos de interés científico y no podía dedicarse a reproducir todos los pormenores de un debate como el del origen de las aves. Si pudiesen pasar más tiempo juntos, Clive le daría todos los detalles. Ésa sí sería una buena baza. Scientific Today vendía más que nunca y todo el mundillo la leía y aspiraba a publicar en ella. Jack y Clive podrían volver a ser una pareja a prueba de bombas.

Frente al jardín de cerezos había un mercado donde compró dos escarabajos de color bronce metidos en cajitas de cristal para sus hijos y una gran pieza de seda para Kay. Cuando volviera, le pediría a Jack que le acompañara a alguna parte. Solamente dos días. Los dos.

De regreso en Canadá fue a ver a Jack. Había escrito casi todo el artículo en el avión y cuando aterrizó en Vancouver lo tenía prácticamente acabado. Lo plantó, triunfante, delante de su amigo.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Jack, sonriente.

—Bien —contestó él.

—¿Te apetece un café?

Clive declinó la invitación. Jack fue a buscar uno para él y al regresar cerró la puerta, llamó a su secretaria y dio orden de que no le molestaran durante los siguientes quince minutos. «Quince minutos», pensó Clive. Después se dejó caer con pesadez en su sillón y le miró.

—No puedo publicar tu artículo —dijo al fin.

—¿Qué estás diciendo?

—Tengo dudas.

—¿Qué tipo de dudas?

—Sobre el origen de las aves.

Levantó la mano como si pretendiese protegerse de la reacción de Clive, pero éste no dijo una palabra.

—Durante muchos años tu postura ha tenido fundamento. Faltaban fósiles determinantes, los métodos filogenéticos seguían siendo inseguros y además estaban todos los problemas de la reducción de los dedos. Durante todo ese tiempo entendía perfectamente que te resistieras a dar por buena la teoría de los dinosaurios, pero ahora… Hay nuevas evidencias saliendo de la tierra sin cesar, Clive, y todo parece indicar que las aves son dinosaurios actuales, ¿es que no lo ves? Más de doscientas cincuenta apomorfias los relacionan. Doscientas cincuenta. Entre ellas, las plumas. ¡Plumas! Añádele que el noventa y cinco por ciento de los científicos actuales están de acuerdo en que la cladística[1] es un método filogenético absolutamente válido. Todo el mundo lo utiliza excepto tú. Tienes una carrera intachable a tus espaldas, Clive. Nadie se va a llevar las manos a la cabeza si cambias de opinión, al contrario. Es la esencia de la ciencia. Una hipótesis se mantiene vigente hasta que aparece otra con más base. Piensa en Walker. Él fue el primero en rebatir su propia teoría cuando vio que empezaba a hacer agua, y eso le valió el reconocimiento de toda la comunidad.

Clive le miró fijamente. En ese instante le odiaba. Recordó un día en que Jack, de niño, se cortó con un cuchillo y él se llevó su dedo a los labios. De repente volvía a sentir el sabor de la sangre.

—Mi artículo tiene que ir en portada —dijo sin alzar la voz.

—Ya tenemos portada.

—¿Llevo treinta años de mi vida consagrado a los pájaros y ahora pretendes decirme que por un maldito capricho de la moda tengo que ponerle punto y final a mi carrera?

Se levantó bruscamente y cogió a Jack por la mandíbula.

—Mírame —le ordenó en voz baja—. He sido como un padre para ti. Te ayudé a salir del agujero podrido del que venías.

Paseó la mano por encima de la mesa maciza y los rimeros de artículos.

—Todo esto me lo debes a mí.

Le soltó y señaló una sola vez hacia el artículo. Luego se fue.

Scientific Today salió a la calle a mediados de agosto. En la portada había una imagen del Caudipteryx con el ala izquierda algo desplegada y un titular bajo las remeras:

«El traje nuevo del emperador: el pavo del Cretácico».

Clive estaba satisfecho.

En otoño del año 2005, con motivo de una gran convención ornitológica que se celebraba en Toronto, Clive recibió una invitación para participar en un debate televisado en directo con el joven paleontólogo danés Erik Tybjerg, que parecía haber ascendido de tesinando de Lars Helland a su chico de los recados. Clive, que ya había coincidido con el joven investigador en varias ocasiones porque Helland seguía vanagloriándose de no asistir a ningún simposio, no le aguantaba. Le parecía un pimpollo engreído y sabelotodo y no veía la hora de disfrutar del exquisito placer de quitarle los pañales en un directo emitido en todo el país.

En el último momento decidió volar a Toronto haciendo una escala en su ciudad natal. Desde la muerte de su padre solía ir a ver a su madre una vez cada dos años; ya era una anciana casi ciega y vivía en una residencia. Estaba deseando ver su rostro arrugado y sentir sus manos entre las suyas. Salió tres días antes del comienzo de la convención y se alojó en una casa de huéspedes que había en las inmediaciones de la residencia. El tiempo que no dedicaba a empujar la silla de ruedas de su madre lo pasaba durmiendo como un tronco en su habitación y comiendo de buena gana en el restaurante. Hasta hizo cuatro excursiones por los alrededores antes de proseguir viaje.

Aterrizó en Toronto descansado y eufórico. Un coche le recogió en el aeropuerto y le condujo directamente al simposio, donde dejó la maleta en manos de los organizadores, recogió su pase y fue a dar un paseo por los interesantes stands.

Media hora más tarde ocupaba su puesto en el estrado, un confortable sillón de color rojo. Frente a él había otro idéntico, vacío. La iluminación del estrado era tan fuerte que no se veía nada, pero intuyó que una gran cantidad de público empezaba a acomodarse en sus asientos. De pronto apareció junto a él una mujer joven y muy elegante que, tras saludarle y presentarse como la asistente de producción, le preguntó si estaba listo para que le colocasen el micrófono. Él dijo que sí, naturalmente, y aprovechó para hacerle un cumplido. Cuando la joven se acercó a colocarle la pinza del micro en la solapa, aspiró el aroma de su perfume.

—Bueno, ha sido increíble, ¿verdad? —dijo ella de pronto—. No sé mucho del asunto, pero lo cierto es que no me lo esperaba, no, señor.

Le sonrió, le colocó bien la chaqueta, hizo aparecer como por ensalmo una cajita de maquillaje y le empolvó la nariz.

—No acabo de entenderla —contestó él.

El cable del micrófono estaba tenso e intentó alargarlo dando un tirón.

—¿Le echo una mano? —le preguntó—. Dese la vuelta.

Clive se volvió mientras ella le levantaba con cuidado el faldón de la chaqueta. Notó que el cable cedía y se sintió mucho más cómodo.

—¿A qué se refería antes? —insistió.

No había encendido el móvil ni había abierto un periódico en los días que había durado la visita a su madre, y en una fracción de segundo se adueñó de él la sensación de que habían matado al presidente y él era el único que no estaba al tanto de la noticia.

—Pues a que es incr… —arrancó la joven; pero en ese momento le comunicaron algo por el auricular, se despidió y se alejó a toda prisa.

Entonces apareció Tybjerg, sonriendo como un memo bajo la luz de los focos y subiéndose unas gafas pasadas de moda.

—Profesor Freeman —dijo tendiéndole su mano sudorosa.

Clive correspondió al saludo. Puede que Tybjerg fuese una enciclopedia ambulante, uno nunca sabía qué podía sacarse de la chistera, pero desde luego estaba totalmente desprovisto de encanto.

—Como científicos no podemos hacer otra cosa que alegrarnos, independientemente de nuestras convicciones, ¿verdad? —aventuró el joven con aire cauto—. Admitirá usted que es inconcebible.

—Pero ¿de qué me habla? —le preguntó Clive todo lo calmado que fue capaz, aunque él mismo era consciente de que le temblaba la voz.

Tybjerg le miró de un modo extraño.

En ese instante llegó el presentador y empezó a dar instrucciones al público. Luego comenzó la cuenta atrás y, después de mencionar sus respectivos títulos, presentó a Clive y a Tybjerg; entre sí, al público y a los telespectadores. A continuación, el presentador cedió la palabra a los dos contendientes. El canadiense hizo un caballeroso gesto en dirección al danés, que rompió el hielo. Pues sí, no hacía ni veinticuatro horas que se había difundido la noticia del hallazgo de los restos de un tiranosaurio con plumas en el Makoshika State Park del estado de Montana, no muy lejos de Hell Creek, donde en 1902 se encontró el primer fósil de Tyrannosaurus rex del mundo. Clive le observó estupefacto.

El debate duró treinta minutos, en los cuales Tybjerg se mostró visiblemente nervioso, pero agudo. Escuchaba a su oponente sin interrumpirle y daba la vuelta a todos y cada uno de sus argumentos con minuciosidad, casi con esmero. Cuando Clive dijo que deseaba estudiar el animal antes de pronunciarse, el danés le miró de arriba abajo con sorpresa y le preguntó:

—¿Hasta cuándo piensa usar ese argumento? ¿Hasta el día en que le aterrice en el felpudo un Apatosaurus con plumas?

Era el momento de soltar la carcajada, pero no se oyó nada.

Cuando apagaron las luces y el público empezó a salir, Clive permaneció sentado mirándose las manos. No se atrevía a levantar la vista hacia Tybjerg, que no se había movido de su sitio una vez desconectados los focos. Nunca supo qué le hizo saltar. ¿Una tosecilla? ¿Su silencio arrogante? El caso es que miró al joven y, en el instante en que sus miradas se cruzaron, le abofeteó con el dorso de la mano. Tybjerg se levantó horrorizado y se llevó los dedos a la ceja partida. Clive contempló su mano, su alianza. Estaba roja. Cuando dejó de mirarla descubrió, estupefacto, que el otro se alejaba.

Luego oyó unos pasos que se acercaban por detrás.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó la asistente de producción, perpleja.

—Pues… —contestó él. Se sacudió la ropa. La asistente le observó y luego miró en dirección al punto por donde había desaparecido Tybjerg—. Pues… —repitió Clive volviendo a sacudirse la ropa.

A su regreso a Vancouver, Clive afrontó la situación con una extraña serenidad. Se negó a hablar con la prensa, no contestó a los mensajes ni a las llamadas e informó a la jefa de prensa de la facultad de que no tenía la menor intención de contraatacar.

—Me rindo ante la estupidez del mundo —le explicó.

Después reunió a su departamento y acordaron no llamar la atención de puertas afuera y concentrarse en potenciar el trabajo interno. Faltaban tres años para el siguiente reparto de fondos de investigación y no había necesidad de recordarles que si para entonces no habían logrado convencer al mundo de que las aves estaban emparentadas con los dinosaurios, pero no descendían de ellos, podían ir despidiéndose de las asignaciones.

Decidieron poner en marcha tres grandes excavaciones y, además, llevar a cabo un costoso experimento para analizar en detalle el proceso de condensación de los cartílagos en los embriones de ave. El asistente de Clive, Michael Kramer, sería el responsable del proyecto.

Una vez que todo quedó en su sitio, Clive se fue a casa.

Clive pedaleaba por el bosque con el sol brillando entre los árboles. Iba pensando en Jack. Apenas hablaban ya. Cuando le enviaba artículos, rara vez recibía contestación, y si le llamaba para hacer algún cambio de última hora, era su secretaria quien tomaba nota de las correcciones. Incluso le había llamado a casa y dejado un recado, pero Jack no le había devuelto la llamada.

Cuando abría el Scientific Today en busca de sus escritos, su alegría al encontrarlos ya no era la de antaño. Observaba las páginas de suntuosa maquetación, los gráficos y las ilustraciones, pero no llegaba a disfrutar de veras. Antes compartía su pasión por la naturaleza con Jack, pero ahora se había quedado solo.

Tras una semana entera entregado a analizar la situación, le llamó y les invitó a cenar a él y a Molly. En realidad, se lo suplicó.

—Jack —le dijo—, olvidemos el pasado y hagamos lo más sensato: no mezclar la ciencia con la amistad.

Silencio al otro lado del aparato.

—No soporto que ya no nos veamos —añadió de pronto conteniendo el aliento.

Jack contestó al fin:

—De acuerdo, iremos el sábado.

A Kay le sorprendió que el famoso Jack Jarvis y su mujer de repente fuesen a cenar con ellos.

—¡Qué invitado tan ilustre! —exclamó alegremente—. ¿Qué preparamos?

Clive le quitó el recetario de las manos, la llevó hasta el salón y le contó toda la historia. Bueno, casi toda la historia. Kay le miraba fascinada.

—Tiene que ser como un hijo para ti. ¿Por qué no me lo habías contado? ¡Y se mudaron así, sin más! —añadió—. Para ese pobre chiquillo debió de ser como perder a su padre dos veces.

Él asintió.

El sábado Jack y Molly llegaron puntuales. Ella estaba radiante y era preciosa. Estrechó enérgicamente la mano de Clive y aseguró que era un honor para ella conocer a un investigador tan legendario. Su marido le había hablado muchísimo de él a lo largo de los años, explicó, pero no sospechaba que se conocieran desde la infancia.

—Siento que las cosas no marchen demasiado bien últimamente —prosiguió con franqueza—, pero Jack dice que la ciencia es así, que al final las aguas siempre vuelven a su cauce.

Clive cogió sus abrigos sonriendo. Menuda cotorra. No sabía exactamente cómo se la había imaginado, pero, desde luego, así no.

—Es gracioso —dijo Kay cuando sus invitados se marcharon y dieron por concluida la velada—. Todo lo que tiene Molly de simpática y chispeante lo tiene él de reservado.

Clive asintió. Jack se había mostrado bastante taciturno, aunque había que reconocer que no había sido fácil colar una palabra.

Un día de comienzos de julio de 2007 Clive volvió a casa temprano a causa de un dolor de oídos. Había estado resfriado desde que él y Kay regresaron de pasar dos semanas de vacaciones en su refugio del bosque y parecía haber empeorado. El experimento para estudiar la formación de los cartílagos en huevos incubados era de lo más prometedor. No quería celebrarlo antes de tiempo, pero no podía evitar seguir la marcha del proceso con un cosquilleo en el estómago. Pensaba en Tybjerg y Helland. Este último continuaba publicando, pero no era nada en comparación con Tybjerg, que prácticamente había empezado a disparar artículos. Incluso ahora que él no publicaba casi nada porque estaba a la espera de los resultados del proyecto de condensación, el danés escribía un artículo tras otro, y en todos ellos rechazaba las teorías de Clive mencionando claramente su nombre.

Ni Tybjerg ni Helland llegaron a comentar lo sucedido en Toronto. A decir verdad, le sorprendía que Helland fuera capaz de contenerse. El paleontólogo continuaba escribiéndole de vez en cuando para recomendarle artículos que, en su opinión, debería leer, o para hacerle llegar ridículas viñetas cómicas de asunto científico, pero jamás decía una palabra sobre Tybjerg. Clive empezaba a impacientarse por ver los resultados de su experimento. Los daneses no tenían la menor idea de lo que les esperaba.

Clive terminó de atravesar el bosque. No veía el momento de enfrascarse en la lectura de los tres nuevos números de Science, Nature y Scientific Today que llevaba en la cartera. Al llegar a casa se arrellanó en el sofá y comenzó por Nature.

Vaya, ahí lo tenía. «Helland et ál.», se encontró de manos a boca en la página cinco. Larguísima y trivial descripción de un diente de dinosaurio hallado en la isla de Bornholm, entre Suecia y Alemania. Y claro, los señores no podían ahorrarse el comentario de que el hallazgo volvía a poner de relieve el parentesco directo de las aves con los dinosaurios. Clive dejó caer la revista.

Después pasó a Science. Esta vez pudo llegar nada menos que a la página diecisiete sin tropezar con el «Helland et ál.». Demonios. Este artículo también tomaba como punto de partida unas —a su entender totalmente insignificantes— excavaciones en la isla de Bornholm y era un cúmulo de conjeturas y postulados que estaban allí prácticamente de relleno. Siguió hojeando la revista un poco más y después la dejó caer al suelo. Preparó algo de té, cogió una lata de galletas y regresó al salón.

Entonces abrió Scientific Today.

El risueño rostro de Jack salió a su encuentro desde el editorial de la página tres y él le devolvió la sonrisa. Se habían visto ese mismo sábado y la relación entre ellos había sido estupenda, en la línea de los últimos seis meses. Kay y Molly se habían hecho buenas amigas y Jack parecía relajado, tanto que de pronto recordaba muchas cosas que habían hecho los dos juntos cuando era niño. El sábado se acordó de la cabaña. Había tenido que costarle un esfuerzo enorme construirla, ¿no?, le preguntó mientras las dos mujeres observaban a Clive con curiosidad. Su corazón se lanzó al galope, pero su amigo estaba tranquilo y sonriente, no parecía ocultar ninguna doble intención. Sí, bueno —le contestó—, llevó su tiempo. Lástima que nos mudásemos poco después, prosiguió Jack. Estaban tomando una fondue de queso en el comedor recién pintado de los Freeman cuando Jack anunció de pronto que su hermano mayor acababa de salir de prisión. Vaya, exclamó Clive con alivio al comprobar que la cabaña caía en el olvido del que nunca debió salir. No había querido decir nada, explicó, porque no es algo de lo que me sienta especialmente orgulloso, pero ya está fuera. Quince años en la cárcel. Molly y él habían ido a verle el día antes. No dio explicación alguna de por qué le habían encerrado y su amigo no se animó a preguntar. Esos quince años ya eran bastante elocuentes. Lo que sí explicó Jack fue lo mucho que le había gustado volver a ver a su hermano. Había encontrado trabajo en una planta de reciclaje donde clasificaba botellas y estaba muy contento. De pronto miró a Clive a los ojos y le dijo: gracias. La palabra dio paso a un silencio incómodo, Clive no supo qué decir. A Molly se le humedecieron los ojos y Kay fue a buscar el postre.

Se estiró cuan largo era en el sofá y dejó atrás la foto de Jack para leer la revista. Al llegar a la página cinco le faltó poco para atragantarse con el té. El artículo tenía una extensión de seis páginas y en lo alto ponía «Helland et ál.». Aquello no eran columnas de relleno en una época de sequía de noticias, no. Se incorporó. El texto trataba del fémur del espécimen de Berlín del Archaeopteryx, que Helland y Tybjerg acababan de medir. La última medición dada por válida, llevada a cabo en 1999 por Clive Freeman, ornitólogo y catedrático de la Universidad canadiense de British Columbia, había conducido a una serie de desafortunadas conclusiones que, según Helland et ál., habían distorsionado gravemente importantes aspectos vinculados al problema del origen de las aves. Ahora la cuestión se reducía a averiguar si esa distorsión era fruto del margen de error con que siempre se debe contar en la ciencia o si, por el contrario, la medición se había manipulado a sabiendas. A continuación incluían un breve resumen del episodio ocurrido durante la convención ornitológica de Toronto junto al posterior comunicado de prensa emitido por el departamento de Clive, que en semejante contexto parecía una capitulación pura y dura.

Clive estaba tan alterado que volcó la tetera al levantarse. Ese artículo le ridiculizaba y Jack había aprobado su publicación. Las ideas pasaban por su mente a tal velocidad que a punto estuvo de perder el equilibrio. Cogió el ejemplar de Scientific Today con la punta de los dedos, como si fuese el asa de un puchero ardiendo, y se dispuso a tirarlo a la basura lo antes posible. Cuando abrió la puerta para deshacerse de la revista se encontró con Kay, que sacaba la compra del coche. La soltó, pero le cayó en un pie. La recogió y se le quedó pegada a la mano. Kay acudió en su ayuda y le cogió por los codos.

—Pero cariño, ¿qué ocurre?

—Es Jack —contestó con voz ronca. Sacudió la revista de un lado a otro para despegársela de los dedos, y una página con una colorida hélice de ADN de otro artículo salió despedida por los aires y aterrizó en el suelo describiendo una espiral. Cuando al fin logró separarse del ejemplar, se alejó de su mujer a grandes zancadas, dio la vuelta a la casa y se sentó en el jardín, donde permaneció por espacio de una hora.

Cuando Kay entreabrió la ventana del salón para avisarle de que la cena estaba lista, regresó. A las ocho y media telefoneó a Jack y le propuso una cita. No, nada que no pudiera esperar. Quizás una partida de ajedrez. Y una cosa que quería contrastar con él.

Jack fue a su casa al día siguiente. Mientras charlaba con Kay, Clive permaneció en silencio. Una vez en el despacho, empezaron una partida de ajedrez. Era una tibia tarde de verano y por la ventana entreabierta del jardín llegaban los trinos de los pájaros a lo lejos. También se oía a Kay, que ponía el lavaplatos en la cocina. Jack, que se conducía como si nada hubiera ocurrido, consideraba largo rato sus jugadas; mientras tanto, Clive pensaba que al buscar su nombre en Google aparecían 41.700 resultados en 0,11 segundos. ¿Cuándo coño pensaba mover? Se levantó a preparar un par de vasos de whisky con soda.

—¿Por qué quieres acabar con la credibilidad de la mejor y más respetada revista científica del mundo? —preguntó con tono airado desde el mueble bar dejando a Jack estupefacto.

Dio un golpe con el vaso y se oyó el chapoteo del líquido que había en su interior.

La reacción de su amigo le dejó perplejo. Esperaba un arrepentimiento instantáneo, ver una cabeza gacha, a un chiquillo confesando ante un hombre que sabía más que él, cualquier cosa menos que Jack contestase con voz pausada:

—Eso es justamente lo que pretendo evitar.

—Entonces ¿por qué has permitido que apareciera ese artículo? ¡Quiero saber por qué!

Jack le observó largo rato antes de responder:

—Porque es mi revista, Clive, y yo decido qué artículos salen y cuáles no.

Clive adivinó un asomo de temblor en su voz.

—Es anticientífico —gritó dando una patada en el suelo—. ¡Y tú lo sabes! Sabes que su postura no está suficientemente documentada. ¿Qué hay de la reducción de los dedos? ¿Y qué me dices del desplazamiento ascendente del astrágalo? ¿Eh?

Removía el whisky en el vaso como si lo estuviese centrifugando.

—¿Y el carpo en forma de media luna, imbécil? ¿La orientación de los huesos del pubis, todos esos peros que conoces al dedillo y que hacen que tú, a diferencia de esos cretinos de Science y Nature, te atrevas a desechar esos absurdos artículos suyos sobre los dinosaurios? ¿Desde cuándo acomodas tus puntos de vista científicos a las modas? ¿Es que te has vuelto loco?

Jack le lanzó una mirada inexpresiva.

—He dejado de creer en ti —dijo al fin—. Es cierto que tus oponentes aún tienen ciertas dificultades a la hora de explicar la reducción de la mano, pero estamos hablando de doscientas ochenta y seis apomorfias, Clive, doscientas ochenta y seis. Un tiranosaurio con plumas. ¿A qué estás esperando? ¿A que Dios baje del cielo a explicarte las cosas? Te he dado respaldo profesional todos estos años, me he expuesto mucho, más de lo que debería. Porque eres… mi amigo. Pero se acabó. Un tiranosaurio con plumas, Clive. Scientific Today es una revista científica.

—¿Cómo sabes que es un tiranosaurio? —preguntó lleno de ira—. ¿Cómo sabes que son plumas? ¿Le darías plumas a un animal que no puede volar? Sabes tan bien como yo que el desarrollo de plumas está ante todo e indisolublemente ligado a la capacidad de vuelo, y sólo en un plano secundario al aislamiento del exterior, y sabes tan bien como yo que el Tyrannosaurus rex no volaba. Tú no has visto a ese bicho, pero yo sí. Es posible que esas estructuras parezcan plumas, y seguramente serán las reminiscencias de una cresta dérmica dorsal, pero precursoras de plumas auténticas, eso nunca. ¡Si cae por su propio peso! Estás publicando conjeturas, ¡eso atenta contra el espíritu científico! ¿Ya se te ha olvidado que jamás hay que basar las propias conclusiones en lo observado por otros?

—No, no se me ha olvidado —contestó Jack—, y cuando llegue tu turno de estudiar ese animal, para Scientific Today será un honor publicar un artículo bien documentado cuya conclusión quizá sea que lo que han encontrado en Montana no es un tiranosaurio y que esas estructuras no son plumas. Pero eso sólo ocurrirá cuando tu artículo esté redactado y aprobado. La ciencia nunca ha tenido por objeto demostrar nada, Clive, sino formular las hipótesis más verosímiles, y mi trabajo —se llevó una mano al pecho— consiste en publicar artículos que sean reflejo de esas hipótesis, que en estos momentos no son las tuyas.

—Desaparece —le ordenó fríamente señalando hacia la puerta.

Jack se puso en pie.

—No deberías confundir la ciencia con la amistad —dijo.

—Desaparece —repitió Clive.

El joven salió y un instante después se oyó el motor de su coche, arrancando a toda velocidad.

Kay entró en el despacho.

—¿Por qué se ha marchado Jack? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó con los ojos abiertos de par en par.

Clive no dijo una palabra. Le temblaba todo el cuerpo. Jack era un traidor.

—¿Habéis discutido? —insistió—. ¿Qué le has dicho?

Los labios de Kay se movían. «Pero di algo», decían, aunque sin sonido. Su mujer acercó su rostro franco y asombrado al suyo y removió sus brasas como un atizador hasta que el fuego estalló. La golpeó. La culpa de que la alianza le hiciera una herida en el pómulo la tuvo el ángulo. Kay se llevó la mano a la cara y le miró perpleja. Luego salió.

Él se quedó en el despacho tratando de serenarse. Empezó a hojear sus antiguos artículos y al cabo de unas horas se calmó. La buscó por toda la casa, que estaba oscura y silenciosa. El lavaplatos pitaba y la puerta del jardín estaba entornada, pero Kay no estaba ni en la cocina ni fuera. Subió al piso de arriba y trató de entrar en el dormitorio. La puerta estaba cerrada con pestillo. A un lado estaban su edredón y su almohada. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Acabó sacudiendo el picaporte.

—Abre —ordenó.

No se oía absolutamente nada. Bajó al salón y encendió el televisor. Hacia la medianoche se quedó dormido en el sofá.