A primera hora de la mañana del lunes 8 de octubre Søren iba detrás de un Honda rojo camino a Copenhague. Era el comisario jefe más joven de la historia de Dinamarca y trabajaba en la Brigada A de la Policía de Copenhague, en la comisaría 3 de Bellahøj. Era de dominio público que había ascendido en la jerarquía como un rayo por su habilidad para tirar del hilo. Tenía una habilidad innata para intuir la relación que existía entre las cosas y había llegado a las más espectaculares conclusiones jamás vistas en la brigada. A los treinta ya había llegado a comisario, de eso hacía siete años.
Søren llegaba tarde, de modo que adelantó al Honda; y llegaba tarde porque había hecho un alto en Vangede para desayunar con Vibe. Habían estado juntos durante diecisiete años, pero tres años atrás, cuando él tenía poco más de treinta y cuatro, habían roto. Antes vivían juntos en el barrio de Nørrebro, pero Søren se había mudado a una casita en Humlebæk y ella ahora vivía con su marido en un chalé junto a los lagos de Nymose, en Vangede, al norte de Copenhague.
De novios, todo lo hacían juntos. Recoger fresas, ir de InterRail, viajar a la India, compartir habitación en una residencia de estudiantes y abrir una cuenta bancaria completamente inútil. Llevaban anillo de compromiso. Durante esos diecisiete años, a él ni se le pasó por la cabeza que Vibe no fuera la chica adecuada. Era su chica y punto. Se conocieron en la segunda fiesta del primer año de instituto, y sus amores adolescentes continuaron en su vida como adultos sin que nadie, y mucho menos Søren, los cuestionara. Pero un buen día Vibe amaneció diciendo que quería tener un hijo. No era un tema del que hubiesen hablado, de modo que, cuando se lo propuso aquella mañana, él no terminó de tomarla en serio. Pero no había nada que hacer. La biología había tomado el poder y aquella hipotética criatura no tardó en convertirse en el centro de enconadas disputas. Él no quería tener un hijo y le explicaba sus motivos. No sentía el menor deseo y le parecía una razón tan válida como cualquier otra. Ella chillaba como una endemoniada. Vibe, tan calmada y tan dulce durante toda su relación; Vibe, que jamás perdía la compostura. Como una endemoniada. Se negaba a aceptar sus ridículas razones, gritaba que una relación es cosa de dos. Søren intentaba volver a explicárselo desde el principio, pero eso no cambiaba las cosas. Un día salió a dar un paseo para reflexionar. No sentía el menor deseo, pero ¿por qué? Por primera vez desde que se conocieron, empezó a considerar la posibilidad de que quizá no la amara lo suficiente. Aquella noche ella se lo planteó con esas mismas palabras, y sin gritar. Lo dijo así, sin más. Que si ella deseaba un hijo tan fervientemente y él no quería dárselo, era porque no la amaba. Pero yo te quiero, le aseguró Søren, desesperado. No lo suficiente, replicó ella. Dándole la espalda, se quitó los pendientes mientras él reflexionaba. Vibe se volvió lentamente. Tienes demasiadas dudas, le dijo, creo que deberíamos dejarlo. Había algo desafiante en su mirada. Por supuesto que no iban a dejarlo. Era su mejor amiga, la más cercana, la más íntima. Conocía a Elvira y a Knud, sabía por qué le habían criado sus abuelos, formaba parte de la familia y la amaba. Pasó toda la noche abrazado a ella y acordaron dar tiempo al tiempo. En realidad acordaron que si Søren no se decidía en breve a tener un hijo, lo mejor sería que recogiera sus cosas y se marchase.
Søren había nacido en Viborg, donde pasó los primeros cinco años de su vida en compañía de sus padres. No muy lejos de allí vivían sus abuelos maternos, Knud y Elvira, en la casa donde se había criado la madre de Søren, en lo alto de una colina a las afueras de un pueblecito; el jardín de la parte de atrás descendía abruptamente por la pendiente, el césped era imposible de cortar y todo estaba repleto de escondrijos y de una hierba alta y enmarañada. Apenas tenía recuerdos de su primera infancia, pero sí se acordaba perfectamente de la casita roja de sus abuelos, quizá porque fue allí, en el jardín, donde Knud le contó que sus padres habían perdido la vida en un accidente. Se había quedado con sus abuelos ese fin de semana mientras sus padres se llevaban prestado el coche y salían por ahí, sin rumbo fijo. Aparte de que le habían dado la noticia en la parte del fondo del jardín una tarde de verano mientras Spif, a su lado, no paraba de ladrar, no recordaba mucho más de su niñez hasta el momento de su traslado a Copenhague, a la casa de la calle Snerlevej. Knud y Elvira eran maestros y ambos consiguieron un puesto en el colegio privado del barrio, donde estudiaba su nieto. Pasó toda su infancia en Snerlevej, lejos, muy lejos de la casita roja.
Søren y Vibe llevaban casi medio año juntos cuando ella descubrió que entre su novio y la pareja a la que siempre había tomado por sus padres faltaba una generación. Empezó a sospechar un día de verano. Søren estaba preparando una jarra de zumo, se disponían a salir al jardín. Elvira había ido delante, oían cómo extendía un mantel sobre la mesa, el susurro de la hierba sin cortar. Mientras él removía el zumo, Vibe se detuvo a contemplar la fotografía de la boda de sus padres que había en el aparador del salón. De pronto su semblante quedó oscurecido por el asombro y empezó a observar la foto como si aquélla fuera la primera vez que reparaba en ella con detalle. Parecía a punto de decir algo, pero se contuvo.
Después fueron a la habitación de Søren a poner discos.
—¿Quiénes son los de la foto? —se decidió a preguntar al fin.
Él se tumbó boca arriba y cruzó los brazos por detrás de la nuca.
—Mi padre y mi madre —contestó.
Ella guardó silencio unos instantes y después se incorporó bruscamente.
—Pero no puede ser —replicó con vehemencia.
—¿Por qué no? —Søren la observaba.
—Pues porque no se puede cambiar el color de los ojos así como así, y en esa foto Knud los tiene marrones y… —dijo enfadada—, y…
Su mirada se perdió en el vacío.
—Ahora los tiene azules —soltó por fin—. Los dos tienen los ojos azules…
Se volvió hacia él y le observó sin pestañear.
—… y tú tienes los ojos marrones —susurró.
El muchacho se volvió, apoyó el codo en el colchón y la mejilla en la mano. En menos de un minuto podía sacar a rastras del rincón más recóndito del desván aquel cajón polvoriento y mostrárselo a Vibe. No era ningún secreto que Elvira y Knud eran sus abuelos, simplemente no hablaban del tema. Era así y ya estaba.
—Knud y Elvira son mis abuelos —le explicó—. Mis padres murieron en un accidente cuando yo tenía cinco años. La foto del aparador es suya. Son ellos dos el día de su boda. Se llamaban Peter y Kristine.
Vibe se quedó en silencio.
Fue Herman, el padre de Jacob Madsen, quien animó a Søren a que ingresara en el cuerpo. Jacob era un chiquillo que vivía calle abajo y solían jugar juntos. Herman Madsen era inspector de Policía y Søren sentía gran admiración por él. Jacob tenía dos hermanas mayores y una madre que trabajaba a media jornada en una biblioteca, y la familia era muy distinta de la de Søren. A sus padres se les podía calificar de cualquier cosa menos de hippies. Y no es que Elvira y Knud lo fuesen especialmente, pero sus ideas izquierdistas podían convertir el salón de su casa en un auténtico caos cada vez que había que celebrar asambleas y confeccionar pancartas. Protestaban sobre todo contra la energía atómica y, aunque el niño se sentía muy orgulloso de sus abuelos, prefería caminar cincuenta metros y refugiarse en casa de Jacob, donde reinaba la paz. El padre se sentaba en su sillón de orejas con el periódico al volver del trabajo, Jacob leía tebeos en su cama nido y la madre estaba en la cocina preparando un gratinado de verduras o bistecs con aros de cebolla. En casa de Søren, en cambio, siempre tomaban extraños potajes, ensaladas con todo lo que había a mano picado y, a menudo, puré.
En casa de Jacob, cuando la cena estaba lista su madre hacía sonar una campanita y todos ocupaban sus asientos. Cuando se sentaba el padre, todos guardaban silencio, porque no siempre se encontraba de humor para contar las historias que todos esperaban. Sabían por experiencia que si hablaban antes de cenar, muchas veces se quedaba callado, pero si guardaban silencio, se limitaban a decir cosas como «me pasas la pimienta, por favor» y le dejaban masticar los primeros bocados en paz y tranquilidad, se le alegraba el humor y se le soltaba la lengua.
—¡Herman, en la mesa no! —le reprendía la madre.
Los pequeños contenían la respiración y el inspector se lanzaba a contar historias de mujeres asesinadas, niños raptados, cadáveres ocultos y exmaridos vengativos. En particular los dos muchachos parecían clavados a la silla cada vez que daba rienda suelta a su vena narrativa. Un día Herman empezó a plantearles crímenes enigmáticos, y a partir de entonces ir a casa de Jacob se convirtió en algo tan emocionante que Elvira le preguntó a su nieto con cierto reparo si no suponía un problema que cenase con ellos tres veces a la semana. Qué va, contestó él. Había acabado siendo una especie de Cluedo real en el que Herman sabía quién había cometido el crimen, dónde lo había hecho, qué arma había utilizado y cuál era el móvil, mientras que a los chicos les correspondía dar coherencia a todos los elementos. El inspector les hacía indicaciones sobre cómo llevar adelante sus razonamientos y Søren no tardó en demostrar que tenía un gran talento. A pesar de sus diecisiete años, encontraba conexiones entre hechos y llegaba a explicaciones que, aunque muchas veces iban demasiado lejos, para su propia sorpresa y la de Herman —y para fastidio de Jacob—, otras muchas daban en el blanco. Ni él mismo sabía cómo lo hacía; era como si en su mente viese redes de caminos que al desandarlos le conducían a la resolución del enigma, literalmente. Era capaz de pensar al mismo tiempo en todos los implicados —muchos de ellos introducidos por Herman en el juego con el único objetivo de confundirlos— y salir con las preguntas más inocentes para después resolver el misterio de pe a pa.
Cuando Jacob empezó a estudiar en un internado, resultó algo raro seguir yendo a su casa. Søren también había comenzado el instituto, donde conoció a Vibe, de manera que todo quedó en un segundo plano, a excepción de los domingos, día que Herman aprovechaba para sacar a la entrada el Peugeot de la familia y lavarlo. El muchacho se dejaba caer por allí y el inspector siempre le hacía un breve resumen de cómo había transcurrido la semana en comisaría y le planteaba un enigma. Más adelante, ya adulto, se preguntó muchas veces hasta qué punto las historias de Herman serían invenciones suyas. Al fin y al cabo, estaba sujeto al secreto profesional.
A los diecinueve años, un miércoles en que había ido a comer con Elvira y Knud, se encontró con un camión de mudanzas a la puerta de la casa de Jacob, pero no vio a nadie más que a cuatro hombres vestidos de amarillo sacando cajas y somieres. En su siguiente visita a Snerlevej vio a dos niños desconocidos correteando por el césped de delante de la casa de su amigo. Después de un rato observándolos, decidió que sería policía.
Søren no tardó en ser el encargado de dar con el paradero de todo aquello que perdía la familia, ya fueran gafas de leer, manuales de instrucciones o declaraciones de la renta. Los asaeteaba a preguntas y en nueve de cada diez ocasiones acababa localizando el objeto perdido. Las gafas de Knud encima de los zapatos, a la entrada, donde se había inclinado a rascarse el tobillo; las instrucciones de la máquina de hacer refrescos en la parte de atrás del coche, encima de la caja con las guías telefónicas para reciclar; y los restos de la declaración de la renta entre las cenizas de la chimenea, porque en un momento de distracción Elvira la había arrugado y la había echado al fuego.
—¿Cómo lo haces? —le preguntó Vibe con curiosidad la noche en que, tras un concienzudo interrogatorio, su novio consiguió averiguar que la calculadora había ido a parar al cubo de la basura con un montón de papeles.
Hasta se ofreció a bajar al cuarto de la basura a ver si aún no habían vaciado el contenedor. Y al cabo de cinco minutos le devolvió la calculadora.
—Tiro del hilo —contestó él.
Vibe le observó con curiosidad.
—Para resolver un enigma —le explicó Søren— no hay que conformarse con la primera explicación; si no, solamente estarás adivinando. Así, el hombre que tiene las manos manchadas de sangre se convierte automáticamente en el asesino, y la mujer con deudas de juego, en la estafadora. Y muchas veces es cierto, pero no siempre. Cuando se tira del hilo, no se adivina.
Ella asintió.
En diciembre del año 2003, Vibe y la socia con la que dirigía su asesoría fueron a Barcelona a hacer un curso y Søren se quedó solo en casa. Apenas se marcharon, él descubrió para su sorpresa que disfrutaba con esa soledad. Su pareja llevaba varias semanas lanzándole unas miradas defraudadas que le hacían sentir remordimientos. Si algo no deseaba, era defraudarla. En su ausencia se dedicó a trabajar, a ordenar viejas cajas de fotografías, a ver Sospechosos habituales, una película para la que Vibe nunca encontraba el momento justo, y a leer Calvin & Hobbes sentado en la taza del váter; y los viernes iba a jugar al squash con Henrik, su amigo y compañero de trabajo.
A primera vista, Henrik parecía el clásico estereotipo. Hacía pesas, tenía una cantidad de tatuajes que rayaba en lo ridículo (incluido uno antirreglamentario en el cuello que a punto había estado de costarle su ingreso en la Academia de Policía) y jamás se dejaba crecer el pelo más allá de dos milímetros. Sobre el labio superior lucía un encrespado bigotito que Søren nunca había llegado a entender. Estaba casado con Jeanette desde que apenas era un recluta y se habían dado mucha prisa en tener dos hijas, que ya eran mayores, adolescentes; su padre siempre se quejaba de que era imposible encontrar un solo rincón en su piso del barrio de Østerbro que no estuviese atestado de cachivaches femeninos, ropa, zapatos y bolsos, y para ir a clase —se lamentaba— se arreglan como esas putas de Vesterbro que detenemos todos los días; Jeanette me dice que me calle la boca, que es la moda, pero ¿esto qué es? Para colmo, últimamente su mujer se pasaba el día haciendo yoga y le tenía a dos velas, dónde vamos a parar, no, señor, para eso se habría quedado soltero, que lo pasaba mejor, etcétera, etcétera. Aun así, Henrik ladraba, pero no mordía. Søren sabía a la perfección lo mucho que quería a sus tres chicas y que de buena gana daría su vida por ellas.
No le había contado nada de sus problemas con Vibe, de modo que cada vez que su amigo intentaba sonsacarle con uno de sus «qué, tío, ¿le das al meneíto?», él se salía por la tangente. Su vida privada no era asunto de nadie. Tampoco le había dicho que estaba de rodríguez, pero un día en los vestuarios, sudorosos después de su partida de squash, se le escapó que su chica estaba haciendo un curso en Barcelona. Más le habría valido morderse la lengua. A Henrik se le iluminó la cara como una atracción de feria, joder, había que salir por ahí a divertirse. Llamó a su mujer desde el mismo vestuario; al oír que se enzarzaban en una discusión por algo relacionado con la hija menor, Søren esperó con toda su alma que anularan la salida. Pero Henrik se mantuvo firme. Menuda zorra, dijo al colgar, puede ir a su puto yoga en cualquier otro momento. Les estaban esperando unas cervezas.
—No sé —protestó Søren metiendo la cabeza por el jersey—. En realidad sólo pensaba pedir una pizza y ver una película. Estoy baldado.
—Lo que estás es hecho un coñazo —replicó su amigo; y él no le contradijo.
Dieron con un pequeño restaurante en Vesterbro donde bebieron más de la cuenta. Henrik empezó a hablar a voces y Søren no veía la hora de irse a casa, pero en el último momento su amigo entabló conversación con las dos mujeres de la mesa de al lado. Una de ellas se llamaba Katrine y era de Århus, pero llevaba varios años viviendo en Copenhague porque estudiaba Pedagogía; acabaría la carrera después de Navidad. Era morena como una gitana y muy distinta de Vibe, reservada y exótica a pesar de su marcadísimo acento jutlandés. ¿A qué se dedicaba él? Empezaron a charlar y, a propuesta de Henrik, juntaron las mesas. Después fueron a un local donde Søren no había estado nunca. De pronto se sentía chispeante, ajeno a todo. Era agradable. El día a día había quedado muy atrás.
A las dos se despidió y se dispuso a coger un taxi. Katrine le preguntó si podía acompañarle; su calle era H. C. Ørstedsvej y quedaba de camino. No había problema. Montaron y el taxi arrancó. Cómo acabaron besándose era algo que le costaba recordar. Fue todo por casualidad. Cuando el taxi se detuvo frente al portal de la joven, ella le preguntó si le apetecía subir. Él asintió y pagó la carrera.
Katrine vivía en un piso abuhardillado de dos dormitorios repleto de jarapas, plantas y libros. Søren podría haberse marchado mientras ella se cepillaba los dientes, pero permaneció allí sentado hojeando un libro de fotografías de iglesias. Su anfitriona se permitió incluso tender la colada en un tendedero portátil que instaló en el salón, como si pretendiera darle la oportunidad de pensárselo dos veces. Él le había hablado de Vibe, le había explicado que su novia se encontraba en Barcelona por motivos de trabajo, y ella se había limitado a comentar con una sonrisa que era una ciudad muy bonita. Se quedó. Hicieron el amor y fue increíble. Diferente porque no era Vibe. Al principio de su relación la había engañado un par de veces, pero de eso hacía ya siglos. Katrine tenía otro tacto y otro sabor.
Se quedó a dormir y a la mañana siguiente la encontró haciendo tostadas y preparando café. Era íntimo y acogedor. No intercambiaron sus teléfonos y se fue a casa.
Esa misma tarde empezaron a atormentarle unos remordimientos tan atroces como no imaginaba que existieran. Se dio una ducha, pero no sirvió de nada. Henrik llamó y se condujo de un modo insoportable. Estaba buena la tía, ¿eh? ¿Habían llegado a algo? Por supuesto que no. Søren se hizo el ofendido y dio por zanjada la conversación. Faltaban tres días para el regreso de Vibe y los dedicó a tratar de reconsiderar su postura con respecto a lo del niño. La cuestión no era Katrine, de eso ya se había olvidado; la cuestión era que se había acostado con ella impulsado por la frustración que le producía la historia de Vibe y el niño. Estaba frustrado y había tratado de aliviarse haciendo algo totalmente inaceptable y ridículo. No era ése el tipo de hombre que quería ser. De pronto lo vio con claridad: o la dejaba embarazada o terminaba con ella para que pudiera tener con otro hombre ese hijo que tanto deseaba.
Vibe regresó tan alegre y relajada que Søren no pudo dejar de preguntarse si ella también le habría engañado. En los días que siguieron, vivieron de las rentas de su separación. Vibe ya no le lanzaba aquellas miradas zaheridas, y un proyecto que estaba desarrollando en el trabajo la tenía tan absorbida que no le dejaba fuerzas para pensar en el niño ni en su situación. En Navidad pasaron una Nochebuena de lo más familiar en Snerlevej, intercambiando regalos junto al fuego entre carantoñas, y en Nochevieja permanecieron abrazados largo rato mientras oían el estallido de los cohetes en medio de un silencio que parecía una confirmación. El 1 de enero Søren amaneció convencido de que la crisis estaba superada.
Sin embargo, una noche Vibe insistió en que tenían que hablar. Le explicó que el viaje a Barcelona había sido una gran fuente de inspiración y que de vuelta en casa se había consagrado al trabajo tan en cuerpo y alma como en los viejos tiempos, cuando por propia voluntad se quedaba a hacer horas extras casi todas las tardes. Pero ahora que ya habían entregado el proyecto, su vida había recobrado la monotonía de siempre.
—Y sigo sintiendo lo mismo —declaró sin levantar la voz—. Quiero tener un hijo. Mi cuerpo quiere tener un hijo, no lo puedo evitar.
Él se sentó en el sofá y la rodeó con sus brazos.
—Quizás haya llegado el momento de que cada uno siga su camino —dijo al fin.
Los ojos de Vibe se llenaron de lágrimas.
—¿Sigues pensando que no? ¿Pase lo que pase? —le preguntó.
—Así es.
Al cabo de un rato la joven se acostó. No le dio un beso de buenas noches, se limitó a cerrar la puerta del dormitorio. Él se quedó en el sofá; se sentía fatal. No quería tener hijos, de eso no le cabía la menor duda, pero no acertaba a adivinar qué había debajo de todo aquello. ¿Sería por Vibe? ¿No deseaba tener hijos con ella, pero sí con otra mujer? Desde luego que no. Entonces, ¿qué ocurría? Fue a buscar una cerveza a la nevera y le quitó el volumen al televisor. El mundo era un lugar peligroso, eso era. Los niños podían perder la vida, de hecho la perdían, pensó con rabia. Las cosas no eran tan románticas como ella creía. Los niños crecían y acababan en el sótano de la morgue, crías casi sin ropa, desgarradas, maltratadas y muertas, y chavales atiborrados de drogas de diseño que se hacían picadillo unos a otros o se estrellaban en coches y motos que conducían amigos con las venas inundadas de alcohol. Había acompañado a demasiados padres a aquel sótano. No quería tener hijos. Cuando se terminó la cerveza, estaba abrumado por el dolor. Tenían que separarse para que Vibe pudiera tener su hijo con otro.
Acordaron darles la noticia a Knud y Elvira los dos juntos el viernes siguiente. Ya era martes y Søren no sentía el menor deseo de que llegara el momento. Vibe era como una hija para ellos y estaba seguro de que no aceptarían sus razones. Sus abuelos habían insinuado varias veces que no les importaría tener bisnietos. Vibe pasó toda la semana durmiendo en el sofá a pesar de que él insistió en que se quedara la cama. No quería. Estaba bien en el salón.
El viernes fue a recogerla al trabajo, se dirigieron directamente a Snerlevej y aparcaron frente a la entrada. Le encantaba volver a casa y abrir la vieja puerta con la llave que tenía desde que iba a cuarto curso y empezó a ir solo al colegio; le encantaba el olor que había en el recibidor, una mezcla de lo que estaba ocurriendo en la cocina y el aroma de los abrigos húmedos, las botas, los zapatos y la lana usada. Siempre había vino en el radiador cuando iban de visita, comida sabrosa y calentita y una buena partida de Trivial Pursuit, los chicos contra las chicas. Sin embargo, esa noche, al abrir la puerta, se percibía que algo no andaba bien. Vibe entró detrás de él. Acababan de darse un breve abrazo en el jardín y él le había preguntado si estaba segura.
—Estoy segura de que quiero tener un hijo —le había contestado apartando la mirada.
Después entraron. Søren llamó a sus abuelos. En el recibidor hacía frío, no olía a vino ni a comida y la lámpara que siempre encendían cuando tenían visita estaba apagada. Colgaron los abrigos en el perchero e intercambiaron una mirada de perplejidad. Søren abrió la puerta del salón. Sus abuelos estaban en el sofá, muy juntos. Sentada entre las piernas de Knud, Elvira lloraba con la cabeza apoyada en su hombro; él la rodeaba con sus brazos. Permanecieron inmóviles sin reparar en los recién llegados.
—¿Qué ha ocurrido? —exclamó Søren, asustado.
Elvira levantó la vista y le miró con el rostro bañado en lágrimas.
—Ven aquí, cariño —dijo dando unas palmaditas en el sofá.
Vibe y Søren los observaban paralizados.
—No, dime qué es lo que pasa, por favor.
Elvira estaba enferma. Tenía un tumor en la axila que se había propagado por el sistema linfático. Acababan de darle la noticia y no había nada que hacer.
Esa noche hablaron de la vida de Elvira. Ella misma lo quiso así. De los veranos, de las ciruelas, de Perle, la cabritilla que criaron en el jardín de atrás a base de biberones, del día en que Søren encontró su alianza en un tarro de mermelada de fresa. Rieron, bebieron vino y comieron unas pizzas que su nieto fue a comprar. Había velas encendidas y la noche concluyó con una derrota de los chicos al Trivial tan aplastante que Vibe les sugirió que exigieran que les devolviesen el dinero que habían invertido en su educación. En ningún momento llegaron a nombrar el motivo de su visita.
Cuando llamó Katrine, Søren casi había olvidado su existencia. Estaba trabajando, era verano y debían de haber transcurrido unos siete meses de su encuentro en la buhardilla. El verano era suave y tierno y Vibe y Søren pasaban cada minuto que tenían libre en el jardín de Snerlevej. Elvira agonizaba. Llevaba tres semanas postrada en una cama de hospital que habían instalado en el salón y no hacía sino consumirse. No habían dicho nada de su ruptura. Les faltaba valor, de modo que habían decidido esperar a que muriera la anciana. Necesitaba sentirse rodeada de la mayor alegría posible. Vibe se había ido de casa a principios de abril, pero cuando iban a ver a Knud y a Elvira procuraban llegar juntos en coche o en autobús y atravesar el jardín cogidos de la mano. Seguían viéndose, en su antiguo apartamento y en el nuevo de Vibe. Era increíble —y un poco raro—, casi excitante, hacer el amor con ella en su cama nueva, en un dormitorio con cortinas de color verde manzana y papel pintado de florecitas; casi como si acabasen de conocerse. Iban al cine como antes, salían a correr juntos los domingos, y hasta se fueron de puente a París. Reinaba una extraña calma entre los dos, una especie de stand by. Ella le preguntó con cautela en un par de ocasiones si había cambiado de idea, pero él la besaba en la frente y le decía que se merecía a alguien mejor.
—Y tu hijo también —añadía.
Cuando comprendió que la Katrine que tenía al aparato era esa Katrine, empezaron a sudarle las manos. Lo primero que le vino a la cabeza fue un condiloma; lo segundo, el sida. No había sido tarea fácil dar con él, le aseguró riendo insegura, porque todo lo que sabía era que se llamaba Søren y trabajaba en Bellahøj. Había hablado con varios y estaba encantada de haber dado al fin con el bueno. Volvió a dejar escapar la misma risa insegura. En realidad, no pensaba llamarle, dijo de pronto con gravedad, «pero Bo y yo decidimos que era lo mejor». No acababa de entenderlo, ¿quién era Bo? Bo era su novio, le explicó; le conoció poco después de la noche que pasó en su casa y al poco tiempo empezaron a vivir juntos.
—Y, bueno, la idea es que Bo sea el padre del bebé —soltó de pronto.
Silencio total.
Søren no entendía una palabra.
Era surrealista.
Hablaron poco más y cuando colgaron se apresuró a llamar a Vibe para decirle que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde y pedirle que fuese ella sola a casa de Knud y Elvira; él se reuniría con ellos por la noche. ¿Ocurre algo?, quiso saber. No, contestó él, sólo trabajo, mintió.
Pasó el día más largo de su vida trabajando sin saber qué era lo que hacía. A las cinco fue a H. C. Ørstedsvej y llamó a la puerta. El cartelito del portero automático era nuevo y además del nombre de Katrine figuraba el de un tal Bo Beck Vestergaard. Arriba, en el piso, la situación se tornó aún más surrealista. Estaba embarazada de ocho meses y tenía una tripa inmensa y redonda. Estamos deseando que nazca el bebé, aseguró Bo con los ojos entornados. En un rincón del salón había un cambiador a medio montar, era evidente que se estaba tomando sus molestias. Pero el padre biológico era Søren, dijo Katrine, de eso no cabía duda. Cuando conoció a Bo, hacía dos meses que estaba al tanto de su embarazo. Él aceptó las cosas con naturalidad, al fin y al cabo eran gente moderna y él se había enamorado. Al principio estuvieron de acuerdo en no decir nada, pero a medida que pasaban los meses comenzaron las dudas. No querían mentirle al niño, pero eso era precisamente lo que estaban sembrando si empezaban por ocultarle su origen.
Søren no sabía qué pensar. Estaba boquiabierto y con el pánico atravesado en la garganta como un recalcitrante hollejo de tomate. Bo prosiguió. Tenían que decírselo, y al niño también cuando fuese lo bastante mayor para entenderlo, pero estaban de acuerdo en que al principio sería algo confuso para el pequeño tener varios padres a la vez. Lo entendía, ¿verdad? Por eso no hacía falta que les pasase una pensión a menos que insistiera en ello. Bo era propietario de una empresa de artículos musicales y ella había conseguido una plaza de maestra en un colegio de Valby, aunque ahora estaba de baja. Se las arreglarían. De hecho, lo que querían pedirle era que fuese discreto y permaneciera al margen, al menos hasta que el propio niño se mostrase interesado en conocer a su padre biológico. Resultaba evidente que Bo estaba más que dispuesto a evitar que surgiera ese interés. Søren asintió, formuló un par de tímidas preguntas y volvió a asentir. Concluyó que tenía que pensarlo. Bo le contempló con aire de satisfacción y le acompañó a la puerta.
Salió a la calle bañado en sudor y con la boca seca. Entró en una tienda y dio cuenta de dos botellas de refresco recién salidas del refrigerador ante la mirada desconfiada del dueño. ¿Qué le iba a decir a Vibe? ¿Qué coño le iba a decir a ella, que confiaba ciegamente en él, que delante de sus amigas se refería a él como «el tío más auténtico del mundo» a pesar de que lo habían dejado, a pesar de que se había negado a darle el hijo que tan ardientemente deseaba? Bajó a los lagos y empezó a correr de un lado a otro. Tenía que convencer a Bo y a Katrine de que lo mejor para todos sería que él no fuese el padre del bebé. De ninguna manera. Ni en los papeles ni en la vida real. Si aquello llegaba a salir a la luz, Vibe quedaría herida de muerte. Además, él no quería ser padre, carajo. Ni del hijo de Vibe, ni del de Katrine, ni, desde luego, del de Bo Beck Vestergaard. Eso quedaba excluido. Había donado un espermatozoide, eso era todo. No debería haber pasado. A Katrine debería haberle venido la regla, después habría conocido a Bo y se habrían quedado embarazados. ¿Por qué demonios no había usado condón? Allí estaba, junto al lago de Sankt Jørgen, estrellando su zapato negro contra un murete con todas sus fuerzas. Cuando recobró la calma se dirigió a casa de Knud y Elvira.
—Menos mal que has llegado —le susurró Vibe al verle aparecer en el salón.
Al principio le costó creer que Elvira estaba acostada; por un instante imaginó que se había levantado de la cama, completamente curada, y había salido al jardín a coger bayas de saúco. Pero luego la vio, acurrucada en un pliegue del edredón. La cogió de la mano, pequeña y tenue, y rompió a llorar desconsolado. Tres horas más tarde, Elvira exhaló un pequeño suspiro y los dejó para siempre.
En las semanas siguientes, Søren trató de apartar de su mente al niño. Ya tenía bastante en que pensar: un caso complicado en el trabajo, el entierro de Elvira, y luego Knud, que estaba roto de dolor. Cuando Bo le llamó al cabo de dos semanas y media, le gritó furioso que le dejaran en paz, que él no había pedido ese niño, y que si Katrine se hubiese dignado llamarle cuando supo que estaba embarazada, le habría recomendado que abortase. Esa misma tarde llamó para disculparse. Le explicó que su madre acababa de morir y que toda su vida pendía de un hilo. Al principio Bo se mostró reticente e implacable, pero a medida que la conversación fue avanzando, se ablandó.
—De acuerdo —dijo—, llámanos cuando te encuentres mejor. Al fin y al cabo no corre ninguna prisa. Como ya te explicamos, nosotros preferiríamos no tenerte por aquí metiendo las narices, perdona que sea tan franco. Lo que no quiero es mentirle a la niña. Quiero que lo sepa todo desde el principio y que tenga una infancia tranquila.
—¿Es una niña? —preguntó sorprendido.
—Sí —contestó Bo—. Y se va a llamar Maia.
Søren sólo vio a Katrine una vez más antes de que diera a luz. Una tarde en que pasaba casualmente por su calle, llamó a la puerta y la encontró sola en casa. No hablaron mucho, pero estaba muy guapa, grande y oronda, tumbada en el sofá con un aire misterioso, como si empollara un huevo de oro. De pronto se sorprendió a sí mismo prometiendo que se mantendría en un segundo plano, como ellos querían, y que contaran con él si cuando la niña creciera deseaba ver a su padre. Si. Sellaron su pacto con una taza de café y, en vista de que no había mucho más que añadir, se marchó.
Maia nació el 8 de septiembre de 2004. Fue Bo quien le anunció que Katrine había dado a luz. Se mostró bastante taciturno y simplemente le dijo que la niña había venido al mundo y que madre e hija se encontraban bien. Después colgó. A los tres días, Søren se dejó caer por el hospital de Frederiksberg. Después de darle muchísimas vueltas al asunto, al final no pudo contenerse. Llevaba un peluche para el bebé y para Katrine una crema con aroma a limón que le recomendó una joven dependienta del Matas. Antes de decidirse a entrar, permaneció unos instantes en el pasillo. ¿Y si estaba todo lleno de visitas? ¿Y si era inoportuno? Pero, qué demonios, eran ellos los que le habían involucrado en todo aquello sin necesidad alguna. Además, él no era uno de esos gilipollas que no daban la cara.
Para su sorpresa, la habitación estaba vacía. No había visitas, sólo tres camas vacías a la espera de otras tantas flamantes mamás con sus bebés y una cuarta, al lado de la ventana, ocupada por Katrine, que permanecía sentada con aire ausente. Le miró sonriendo dulcemente, como si no le reconociese, y volvió a bajar la vista. Él se acercó despacio y dejó los regalos encima de una de las camas vacías. Entonces vio a Maia. Era diminuta y la tenían envuelta en un edredoncito blanco. El peluche que le había comprado era cinco veces más grande que ella. Tenía el pelo largo y moreno, el rostro completamente arrugado y era idéntica a él. Fue incapaz de decir una palabra. Se quedó mirando a Katrine hasta que logró inclinarse y darle un beso en la frente.
Todo había cambiado. No porque en el hospital de Frederiksberg hubiera un bebé con el que, casualmente, compartía sus genes, ni por su increíble parecido con él, ni porque de pronto, desde el punto de vista biológico, era padre de otro ser, sino porque el corazón se le había ensanchado al doble de su tamaño. Rompió a reír a carcajadas. Elvira estaba muerta, Knud sufría y su relación con Vibe estaba marcada por el dolor y la rabia, y aun así iba a toda velocidad por Jagtvej riendo a carcajadas en el coche. Antes no quería un hijo y seguía sin quererlo. No deseaba sentarse a tomar esa decisión, ni con Vibe, ni con Katrine, ni con otra; pero, ahora que estaba hecho, quería tener a Maia con cada fibra de su cuerpo, no perderla de vista, protegerla de todo mal. Aquel sentimiento era una cadena de ancla pesada e inamovible que se hundía en sus entrañas. Por la noche trazó un plan. Tan pronto como le fuera posible, iría a casa de Bo y Katrine a dejarles claro desde el principio que las cosas no iban a ser como habían planeado.
Tardó dos semanas en conseguir que Bo aceptase que pasara a visitarlos, y para entonces le había dado tiempo a repasar tantas veces lo que iba a decirles que ya no estaba nervioso.
—He decidido que quiero ser su padre.
Habían servido café, pero la taza de Bo se detuvo bruscamente a medio camino entre la mesa y su boca. Le fulminó con la mirada.
—Que has ¿qué? No tienes ningún derecho.
El estruendo de su taza al estrellarse contra la mesa sobresaltó a Maia.
—Bo —intervino Katrine con cautela—, vamos a escuchar lo que tiene que decirnos.
Observó a Søren con una sonrisa casi imperceptible. Bo se levantó y se acercó a la ventana; le temblaban todos los músculos de la espalda.
—Sé muy bien que no va a ser todos los días —prosiguió Søren—, seguramente ni siquiera una vez a la semana, pero quiero formar parte de su vida, y no como un teórico comodín del que echar mano en caso de necesidad. Quiero estar siempre. Bo es tu pareja —dijo mirando a Katrine— y sé que en el corazón de Maia su padre será él, estoy preparado. Él será el que juegue con ella por las tardes, cuando salga de la guardería, el que le lea cuentos antes de acostarse, al que odiará cuando sea una adolescente.
Katrine esbozó una leve sonrisa.
—Y también el más importante para ella.
La espalda de Bo pareció serenarse un poco.
—Pero yo también quiero subirme a este barco, y si no me dejáis… —al llegar a este punto, respiró hondo—, recurriré a la justicia.
Se hizo un silencio sepulcral. Bo continuó de espaldas, pero ella dijo:
—De acuerdo, Søren; de acuerdo.
Bo no se volvió ni siquiera para verle salir de allí.
Iba a visitarlos una vez a la semana. Maia era cada vez más despierta y Bo se derretía con ella. Søren ponía cuanto podía de su parte cuando le hacía preguntas, y escuchaba sus respuestas acerca de pañales rebeldes, noches en vela o intentos de sonrisa, pero en realidad lo que le apetecía era retorcerle el pescuezo y lanzarle por la ventana.
Una tarde de noviembre las encontró a las dos solas en casa. Como Katrine le estaba dando el pecho a la niña, él mismo puso agua a calentar para el café. Cuando Maia terminó de comer, su madre preparó el café mientras él le cambiaba los pañales y la ropa. De pronto, Katrine le preguntó por Vibe desde la cocina. Hasta ese momento siempre habían evitado los temas personales, sobre todo porque Bo siempre estaba más que dispuesto a abrirle la puerta de par en par en caso de que le sobreviniera el más mínimo deseo de salir a respirar un momento, cosa que hacía las veces de amortiguador natural de cualquier tipo de confidencias. Al principio le contestó con evasivas, pero tan pronto como ella se sentó a su lado con Maia, desembuchó toda la historia. La relación con Vibe, que había empezado en la adolescencia y no podía continuar porque ella deseaba con locura tener un hijo y él no, la muerte de Elvira sin sospechar siquiera que ya no eran novios pero seguían viéndose, y ahora Knud, que intentaba perpetuar la tradición de la cena familiar de los domingos sin saber que Vibe y Søren vivían vidas separadas y fingían estar juntos para evitarle más sufrimientos. Al terminar, cogió en brazos a la pequeña y se acercó a la ventana con ella para ver los coches. Maia abría y cerraba la boca mientras él le contaba que un Ford Fiesta azul acababa de saltarse un semáforo. Tiene suerte de que papá esté ocupado cogiendo a esta cosita, le susurró, si no, habría que ponerle una multa. A su espalda, la voz de Katrine le preguntó si Vibe conocía la existencia de Maia. Sopesó su respuesta largo rato y por fin movió la cabeza de un lado a otro.
Una hora más tarde se despidió de ellas decidido a no esperar más. Katrine le había dado una fotografía de la niña y la llevaba guardada en la cartera, debajo del carné de conducir. No esperaría. Knud tenía que saber que Vibe y él ya no estaban juntos, ambos tenían que saber que Maia existía. Le horrorizaba pensar en la reacción de Vibe, no era ningún secreto, pero no veía el momento de contarle a aquel viejo gruñón que había sido bisabuelo. Primero la llamó a ella y quedaron citados el domingo; no había hecho planes, contaba con ir a cenar a Snerlevej como de costumbre. Después llamó a Knud. No contestó. Al cabo de unas horas volvió a llamarle y seguía sin contestar. Por la noche, con los nervios a flor de piel, se dirigió al hogar de su infancia. Había hecho al menos quince llamadas, todas ellas sin respuesta. Le encontró sentado en la cocina, contemplando el jardín. En el regazo tenía un marco con una fotografía de Elvira y sobre la mesa había dos bolsas de la compra que al parecer no se había animado a recoger. Le abrazó con delicadeza.
—¿Un día horrible? —preguntó cogiendo la foto con cuidado. Se veía a una Elvira vieja y arrugada, pero irresistiblemente viva. El anciano volvió la cabeza y le miró con aire ausente.
—Tengo cáncer —dijo al fin con una pálida sonrisa—. Lo que son las cosas.
El domingo cenaron en Snerlevej, como de costumbre. Vibe se ofreció a cocinar y tomaron lasaña y ensalada. Era absurdo. Knud tenía un cáncer intestinal que se había extendido al hígado, no había nada que hacer.
—Y yo que creía que el cáncer no era contagioso —dijo secamente.
No parecía ni asustado ni triste, al contrario. Se deshizo en elogios con la comida, repitió y propuso que echaran un cigarrito.
—Pero si tú no fumas —replicó Søren, perplejo.
—Claro que sí —contestó—, desde hoy.
Encendieron un cigarrillo cada uno y echaron la ceniza en los platos. Hacía más de diez años que Vibe y Søren lo habían dejado, de modo que los tres tosían como adolescentes faltos de práctica. Se echaron a reír. De pronto dijo Vibe:
—Tú tenías algo que decirnos, ¿no, Søren? —le observó con aire inquisitivo—. Eso me pareció entender el otro día.
Knud también le miraba.
—No, qué va —contestó—. Lo habrás entendido mal. No pasa nada.
El 18 de diciembre, cuando Maia tenía algo más de tres meses, Bo y Katrine la llevaron a pasar las vacaciones de Navidad a Tailandia. Søren detestaba la idea. Tailandia quedaba muy lejos y él estaba convencido de que después de tres semanas en un hotel de alguna isla perdida, la niña no le recordaría cuando volvieran a verse. Fue a felicitarles las fiestas y al llegar encontró a Katrine haciendo las maletas. Bo, por suerte, había salido. Le regaló a Maia la pulsera más diminuta del mundo con un dije en forma de trébol.
—Es demasiado pequeña para llevar pulseras —sonrió su madre; Søren observó cómo doblaba minúsculos trajecitos y los iba metiendo en una maleta abierta.
—¿Por qué no os quedáis? —preguntó de pronto.
Ella se echó a reír. Después quiso saber si ya le había hablado de la niña a su familia. Estaba a punto de contestar con una mentira, pero tardó una décima de segundo más de la cuenta y ella meneó la cabeza.
—¿Hasta cuándo piensas tener escondida a tu hija?
Søren se acercó a la ventana con Maia en brazos; esta vez el semáforo se lo estaba saltando un Nissan Micra.
—Se lo voy a decir en Navidad —contestó—, cuando estemos de vacaciones y haya un poco de tranquilidad.
—Me gustaría conocer a tu abuelo —dijo ella de pronto.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, me gustaría mucho. Si es que te animas a contárselo, claro —añadió guiñándole un ojo—. A lo mejor podríamos comer todos juntos cuando volvamos.
—¿Bo también? —le devolvió el guiño.
—Claro, Bo también —sonrió ella.
Søren asintió. Luego dejó a la pequeña en el suelo, encima de una mantita de piel de cordero. Pataleaba, agitaba los brazos y sacaba la lengua. Se le había empezado a caer el pelo y le observaba con curiosidad con sus profundos ojos azules. Al cabo de media hora tomando un café y charlando, Søren se dispuso a marcharse. Besó la suave frente de su hija y estrechó con la mano un piececito cálido y lleno de vida incluso a través del mono.
Por Año Nuevo, Søren y Vibe fueron a pasar cuatro días a Suecia, donde la socia de ésta les había prestado una antigua granja. Allí confesaría y, de regreso en Copenhague, también le hablaría de Maia a Knud. El bosque que había tras la casa parecía interminable y los árboles lo espolvoreaban todo de una nieve que caía como cristales cada vez que saltaba una ardilla o soplaba el viento. Søren salió a cortar leña y contempló el bosque, deseoso por un instante de cambiar su vida por otra más sencilla y manejable. Jugaron a muchos juegos, leyeron, hablaron de Elvira, de la primera Navidad sin ella y de Knud, que, lejos de dejarse abatir, había insistido en que se fueran. Le llamaron dos veces, pero tenía conectado el contestador; ya estaban empezando a preocuparse cuando les llegó un mensaje al móvil. Todo iba bien. Hablaban sorprendentemente poco de su relación, como si hubiesen llegado a un tácito alto el fuego. Somos como hermanos, exclamó Vibe un día dejando el libro que estaba leyendo. Él estaba en pie junto a la ventana, contemplando el jardín asilvestrado y pensando en Maia, en cómo abordar lo que tenía que decirle a Vibe. No era un mal momento. Vamos. Pero parecía tan serena allí tumbada, arrebujada en su manta, rojas las mejillas del calor de la estufa y del té que tenía en la mesa… Por primera vez en mucho tiempo.
Hicieron el amor una sola vez, en Nochevieja. Después de mucho salmón y mucho vino. Fue algo familiar y agradable. El 2 de enero, a primera hora, regresaron a casa sin que Søren le hubiera dicho nada.
Acababan de salir de la autopista y se dirigían hacia una gasolinera para comprar un litro de leche cuando leyó el titular en los carteles: «Una ola asesina mata a miles de personas en Asia».
—¿Qué ocurre? —gritó Vibe asustada. Søren había dado un frenazo y de su boca salía un sonido extraño. Compraron leche y periódicos. Todos los periódicos.
—Es horrible —repetía la joven una y otra vez mientras hojeaba los diarios—. No, es insoportable.
Bañada en lágrimas, le refirió la historia de una madre australiana que estaba con sus dos hijos, pero que, al llegar la ola, sin fuerzas para sujetarlos a los dos, había tenido que soltar al mayor, de siete años. No lo encontraron. Vibe estaba deshecha. Él no decía una palabra.
—¿Quieres subir? —le preguntó cuando aparcaron frente a su casa. Søren hizo un gesto negativo.
Maia, Katrine y Bo no figuraban en las listas, lo comprobaba en la web del Ministerio de Asuntos Exteriores cada treinta minutos las veinticuatro horas del día. No estaban. Entonces, ¿por qué no llamaban? Katrine le iba a oír cuando volviera, así no volvería a ser tan desconsiderada. Pensó a quién podía llamar y no se le ocurrió nadie. Oficialmente, él no existía como miembro de la familia Beck Vestergaard. Había donado un espermatozoide y no tenía a quién llamar. Vibe telefoneó varias veces, pero no se sentía capaz de respirar ni de hablar con ella.
Bo llamó la noche del 5 de enero. Søren estaba tratando de comer algo que había pedido por teléfono, pero no tenía apetito. Se encontraba junto a la ventana con el teléfono en el alféizar y lo cogió al primer ring.
El cuerpo de Søren era una máquina de perder kilos, de modo que a mediados de enero solicitó una excedencia. Bo llamaba todos los días, pero él no le contestaba. Una vez llamó desde otro número y consiguió engañarle, pero empezó a gritar y Søren colgó. A partir de aquel día no volvió a descolgar. En dos ocasiones llamaron a su puerta con insistencia en plena noche. Sabía que era Bo, pero en lugar de abrir se quedó muy quieto debajo del edredón. Hasta que el otro se dio por vencido.
Pasaba los días con Knud, acariciando los cabellos del anciano mientras le veía consumirse.
—¿No vas a trabajar? —le preguntaba. Søren le decía que no con la cabeza.
La víspera de su muerte, Knud estaba acostado en el salón de la casa de Snerlevej con un gotero de morfina que le mantenía adormilado. Hacia las nueve de la noche despertó bruscamente y se aferró a Søren. Tenía los ojos azules muy despiertos, pero le costaba gran trabajo mover la lengua.
—Vibe —dijo.
—Vibe no ha venido hoy. ¿Quieres que la llame?
Había recibido una invitación y habían quedado en que llevaría el móvil en modo silencio para que pudiera llamarla si ocurría lo peor. Alargó el brazo en busca del teléfono.
Knud emitió un sonido de descontento que le hizo detenerse.
—No, no llames —gimió.
Sus ojos vagaron inquietos unos segundos hasta que los párpados cayeron con pesadez. En el mismo instante en que Søren se disponía a levantarse a hacer un poco de café, volvió a oír la voz de su abuelo:
—Uno tiene que amar a su mujer —se detuvo jadeante— como yo amo a Ella.
Él era el único que llamaba así a Elvira.
—Tengo ganas de morir —aseguró con la voz sorprendentemente firme del Knud que todos conocían— porque así volveré a verla.
Esbozó una débil sonrisa. Era un ateo declarado. Una lágrima resbaló por su mejilla.
—Y tengo unas ganas locas de volver a verla.
Søren tuvo que dominarse para no romper a llorar.
—Y Vibe…
—He quedado con ella en que no tenía más que llamarla —le repitió.
—Calla —gruñó el anciano.
En esos momentos una larga explicación parecía resultarle una tortura mucho peor que un latigazo.
—Vibe es como una hija para Ella y para mí —su voz había recobrado la serenidad—, pero cuando se ama a alguien, hay que estar dispuesto incluso a dar la vida.
Sus párpados se cerraron. Søren se había quedado como una estatua de sal. De pronto Knud abrió los ojos y añadió:
—Y tú, hasta donde yo sé, no la darías por Vibe.
Ésas fueron sus últimas palabras. Søren apoyó la frente en el consumido muslo de su abuelo y se echó a llorar. Aquello parecía interminable. Advirtió un tímido movimiento en la mano de Knud, pero el anciano estaba tan extenuado que no fue capaz de alcanzar la cabeza de su nieto. Era el comisario más joven de la historia de Dinamarca, podía atrapar a un asesino con que moviera a destiempo el pelo de una ceja en la sala de interrogatorios, sabía tirar del hilo hasta descubrirlo todo, y todos los seres a los que amaba morían dejándolo solo.
Søren aparcó en el sótano de la comisaría de Bellahøj, subió por las escaleras, puso café a calentar y pasó a su despacho mientras terminaba de filtrarse. Ya hacía mucho tiempo de todo aquello. Elvira, Maia, Knud. Casi tres años. Levantó la vista hacia el cielo. Tenía aspecto de ir a nevar, aunque sólo estaban a principios de octubre. Revolvió un poco la mesa en busca de un informe que debería haber terminado. Llevaba un rato trabajando cuando Henrik abrió la puerta sin llamar y entró en su despacho como un torbellino.
—Hola, Søren —saludó—. ¿Me acompañas a la Facultad de Ciencias Naturales?
El comisario le lanzó una mirada de incomprensión, pero cogió la cazadora y empezó a ponérsela.
—Un tal Johannes Trøjborg llamó al 112 hace una hora totalmente fuera de sí para decir que su tutor estaba agonizando en su despacho. Sejr y Madsen salieron para allá con la ambulancia y acaban de comunicarnos que el ya finado es un tal Lars Helland, de cincuenta y siete años, biólogo y catedrático de la Universidad de Copenhague. El primer informe del médico de la ambulancia indica que la causa de la muerte ha sido un ataque cardiaco.
Søren hizo ademán de quitarse la cazadora.
—Pero —y aquí Henrik levantó la mano y consultó sus papeles— Helland se había mordido la lengua y la tenía cortada encima del pecho, con lo que el joven Trøjborg está completamente histérico. El forense va para allá con los chicos de la científica. ¿Y bien? ¿Me acompañas?
Søren se puso en pie y se subió la cremallera de la cazadora. Bajaron juntos al garaje y salieron a escape hacia la universidad. Henrik contó un chiste sin la menor gracia y su amigo alzó los ojos al cielo, que parecía ir a resquebrajarse de un momento a otro.