Capítulo 1

Solnhofen, sur de Alemania, 5 de abril de 1877

Anna Bella estaba soñando que descubría el Archaeopteryx, el ave primitiva de Baviera. Se hallaban en la sexta semana del viaje, hacía tiempo que una fina película de tierra recubría los rostros de todos los integrantes del grupo y los ánimos estaban por los suelos. El jefe de la expedición, Friedemann von Molsen, era el único que conservaba el buen humor. Por las mañanas, cuando, adormilada y aterida, salía de la tienda, solía encontrarle tomando un café junto al fuego; los restos de gachas de la cazuela revelaban que hacía ya mucho que estaba vestido y había desayunado. Ella estaba harta de gachas, harta de polvo y harta de arrodillarse en un suelo del que sólo salían unos huesos demasiado recientes, que, aunque no carecían de interés, no eran lo que la había impulsado a estudiar Biología y mucho menos a dedicar seis semanas de su semestre sabático a vivir en unas condiciones tan penosas.

Corría el año 1877 y, en ese punto del sueño, Anna empezó a notar la sensación de que algo no acababa de encajar. Llevaba puesto su chaquetón militar relleno de plumón y unas modernas botas gruesas de pelo con las suelas de goma, pero a Friedemann von Molsen no parecía sorprenderle lo más mínimo, a pesar de que él llevaba un terno de pana con chaleco y leontina, un gorro de lana calado hasta las orejas y una pipa corta en la boca.

Esa tarde avanzaban a buen paso. Se encontraban en Solnhofen, al norte de Múnich, con una expedición integrada por dos porteadores locales, otros dos estudiantes y la hembra de labrador de color coñac de Von Molsen, que también se llamaba Anna Bella, un detalle del sueño que resultaba de lo más irritante. Mientras trotaban por la misma loma de la víspera, Von Molsen contaba anécdotas. Bueno, anécdotas, lo que se dice anécdotas, tampoco eran, pero la joven ya había oído tantas que cada vez disfrutaba menos el hecho de estar viviendo un momento de la historia que cualquier científico habría dado su brazo derecho por presenciar. Cada vez que Friedemann von Molsen se disponía a decir algo, se arrancaba bruscamente la pipa de la boca y señalaba hacia Inglaterra. Era Darwin quien venía a perturbarle.

Por aquel entonces las teorías evolucionistas empezaban a ganar adeptos, aunque continuaba reinando un gran desacuerdo en torno al mecanismo impulsor de dicha evolución, y Von Molsen se mostraba tan absorbido por la idea como categórico a la hora de refutar la creencia de Darwin en la selección natural como su motor. Cuando los ánimos se caldeaban llegaba a tachar al inglés de paramecio. A Anna no le cabía en la cabeza que aquél fuera el insulto más fuerte del repertorio de su jefe.

La joven se había granjeado la simpatía del paleontólogo con un par de objeciones al inicio de la expedición. Von Molsen era un hombre que incitaba a sus subordinados a sentir curiosidad por los fenómenos científicos e insistía en que era legítimo ejercer de abogado del diablo con el fin de propiciar un debate provechoso, siempre y cuando, eso sí, no se estuviera de acuerdo con lo que el paramecio sostenía que sería de sentido común en el curso de unas décadas: que todo organismo vivo, del ratón al ser humano pasando por aves y escarabajos, había evolucionado a partir de un mismo punto, y que las diferencias morfológicas, fisiológicas y de comportamiento entre los diferentes individuos dependían principalmente de la adaptación y la competencia. Y ¿qué se deducía de todo ello?, preguntó el científico señalando de pronto hacia Anna con la pipa. Sin embargo, antes de que la joven alcanzara a reaccionar, se contestó él mismo.

Pues se deducía, explicó con regocijo, que el caudal hereditario no era constante, que podía variar y que no estaba al alcance de nadie predecir en función de qué, como si todo, naturaleza y existencia, fuese enteramente casual e impremeditado. ¡Qué despropósito!

En una ya célebre clase dictada en la Universidad de Oxford, Darwin afirmó que las grandes lagunas existentes en los registros fósiles de las aves se debían única y exclusivamente a que sus restos estaban por descubrir. Una vez hallados —y eso sólo era cuestión de tiempo—, el rompecabezas evolutivo, con todas sus implicaciones, quedaría resuelto, y Darwin y su reducido círculo ya no serían los únicos en ver con claridad que el motor primordial de la evolución era la selección natural. Aquel hombre no podía estar en sus cabales, insistía Von Molsen mientras observaba a la joven con mirada atenta.

Al quinto día de expedición, Anna empezó a causar sensación por sus habilidades como ajedrecista durante una partida en un tablerito con piezas de cuerno tallado que su jefe se sacó como por ensalmo del bolsillo izquierdo de la chaqueta —el lado opuesto a donde llevaba la pipa— y desplegó sobre su muslo derecho. Pero se pasó de lista, porque, en su intento de defender los postulados de Darwin, mencionó un fósil que aún habría de tardar setenta y cuatro años en ser descubierto y, para reparar su torpeza, acabó enredándose aún más al hacer referencia al dinosaurio con plumas de China que dos paleontólogos orientales encontrarían y describirían ciento veinticuatro años más tarde. Llegados a ese punto, Von Molsen estaba tan enojado que derribó sin querer su propia reina mientras Anna ardía en deseos de estrellar la cabeza contra uno de los palos de la tienda. Estaban hablando de ciencia, no de majaderías, dijo Von Molsen al recoger la pieza; ella se dio por vencida. Al fin y al cabo, no era más que un sueño.

A partir de ese momento el humor de la joven fue de mal en peor, y una mañana en que Von Molsen estaba del mejor de los talantes y se lanzó una vez más a combatir a Inglaterra con su pipa decidió que, por lo que a ella respectaba, aquél sería el último día de expedición. Regresaría a Múnich a comer como Dios manda, tomaría un tren hacia Berlín y, una vez allí, continuaría hasta Copenhague. Apretó los ojos con fuerza y trató de despertarse, pero el viento continuaba barriendo imperturbable la llanura bávara, Von Molsen había girado noventa grados en dirección norte con la pipa aparcada de nuevo en la boca, y a lo lejos se veía un conejo que, de pie sobre las patas traseras, se había detenido a husmear antes de desaparecer entre la maleza. Anna suspiró.

De día, cuando no dormía, corría el año 2007 y estaba matriculada en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Copenhague, más concretamente en el Departamento de Biología Celular y Zoología Comparada del Instituto de Biología, donde había pasado el último año escribiendo una tesina acerca de una disputa científica que tenía divididos a los expertos desde hacía más de ciento cincuenta años. ¿Eran las aves dinosaurios vivientes o descendían de un reptil primitivo aún más antiguo? Acababa de entregar el informe previo y le faltaban dos semanas para la defensa de la tesina.

Desde un punto de vista histórico, las controversias científicas eran de lo más habitual. Se había discutido si la Tierra era plana o redonda, el parentesco del hombre con el mono y la situación de la Vía Láctea con respecto al resto del universo, y todas ellas habían sido discusiones tan acaloradas como brusco había sido su final una vez reunidas evidencias suficientes. La Tierra es redonda, el hombre es un primate y es notorio que la Vía Láctea se compone fundamentalmente de estrellas gigantes rojas. Pero, al parecer, la controversia sobre el origen de las aves era distinta y seguía viva a pesar de que desde el punto de vista científico no había nada que debatir.

Von Molsen volvió a cargar su pipa y Anna sintió el cosquilleo del dulce aroma del tabaco. Alguien puso café a calentar. La joven vio y oyó cómo Daniel, uno de los estudiantes, trasteaba con una cacerola mientras se dirigía a su jefe sujetándose los pantalones, que tenían tendencia a resbalar. Cinco semanas atrás, al comienzo de las excavaciones, estaba en buena forma, pero después había seguido el mismo régimen que los demás: judías, gachas, col y café. Anna sospechaba que él también disimulaba su escepticismo ante el rechazo del científico a la selección natural. El día de su discusión con Von Molsen, cuando se torpedeó ella solita con tanto ahínco al sacar a colación dos fósiles que aún no estaban descubiertos, en un breve cruce de miradas con Daniel —que andaba por allí con el pretexto de asegurar los vientos de una de las tiendas— le había parecido ver algo en sus ojos, algo que revelaba que albergaba serias dudas sobre si las ideas de Darwin serían realmente tan absurdas como sostenían los vetustos y acomodados científicos contemporáneos.

Anna entendía perfectamente que las nuevas ideas evolucionistas pudiesen resultar inconcebibles. Durante varios siglos la creencia general había sido que Dios había creado con sus propias manos todos los animales y las plantas, y que no por ello el ratón y el gato o el haya y el arce estaban más emparentados que el desierto y la bóveda celeste o el sol y el rocío de la mañana. Todo ello era obra del Señor, y unas cosas no podían transformarse en otras sin más ni más, ni los animales y las plantas podían extinguirse a menos que entrara en Sus planes retirarlos de la cadena de producción. De modo que, por lo que respecta a las aves, el gorrión no tenía parentesco alguno con el estornino, el flamenco, la pardela o cualquier otro pájaro, y como grupo no estaban emparentadas entre sí ni con los dinosaurios ni con los reptiles u otros animales. Dios las había puesto en la Tierra así de aerodinámicas y avanzadas. Voilà.

La teoría de la evolución suponía una ruptura total con la doctrina que sostenía que la Tierra y cuantos organismos la poblaban habían sido creados simultáneamente en un acto divino, y para muchos era una provocación. ¿Cómo digerir que la evolución ocurría por sí misma, sin la intervención de Dios, porque sí?

El sueño continuaba. El sol brillaba en lo alto por encima de Solnhofen. Tras una breve reunión para distribuir las tareas del día y un café bien cargado, todos se pusieron manos a la obra. Anna trabajaba en la cima de una suave pendiente, por detrás del resto de la expedición, y le bastaba con levantar un poco la cabeza para ver dónde estaban y qué hacían los demás. La caliza litográfica se extendía a sus pies como una enorme pizarra. Raspó, levantó un par de estratos, retiró la arena y la tierra con un pincel, pasó los dedos con suavidad, se quitó el chaquetón y se remangó. Una ráfaga de viento aislada sopló del sur y la obligó a cerrar los ojos para evitar que se le llenaran de polvo. Cuando pudo volver a abrirlos y bajó la mirada, vio el fósil. El viento había arrastrado el material que lo recubría y, aunque aún faltaban por retirar dos estratos para que el animal quedara al descubierto, no cabía la menor duda. A sus pies, bañado por los amarillos rayos del sol, estaba el Archaeopteryx lithographica, uno de los fósiles más preciados del mundo; lo había visto en los libros hasta la saciedad: algo más pequeño que una gallina y con una de las alas bien extendida. Pensó que era hacer un poco de trampa, porque nada más verlo supo de qué se trataba. Reconoció el pajarillo que había estudiado en cientos de fotografías y que una semana antes, sin ir más lejos, había estado examinando en la contraplaca del espécimen de Berlín que se conservaba en la sala de vertebrados del Museo de Zoología desde que un paleontólogo danés tuviera la inmensa fortuna de poder sacarla durante un viaje a Alemania. Conocía las plumas remeras extendidas como láminas perfectas sobre el fondo oscuro, la relativamente grande timonera, la insuperable disposición de los miembros anteriores y posteriores y la magistral inclinación hacia atrás del cráneo que hacían a este espécimen completamente distinto de todos los conocidos hasta entonces. En 1861 habían descubierto el conocido como espécimen de Londres, que el Museo de Historia Natural de la capital inglesa adquirió por setecientas libras, pero Anna acababa de dar con el más hermoso e importante de los diez fósiles que el mundo llegaría a conocer, el espécimen de Berlín.

Su primer impulso fue empezar a gritar para atraer a Von Molsen, que sostenía su pipa con aire pensativo a unos pasos de allí, pero había que seguir una estrategia. Debía llamar al jefe de la expedición de modo tal que resultase evidente que había topado con algo extraordinario, aunque intentando a la vez que no notara que ella ya sabía lo que tenía entre manos. De lo contrario, empezaría a sospechar de verdad.

Von Molsen se volvió de inmediato al oírla y se aproximó lleno de fervor. Una vez junto a ella, se arrodilló al borde del agujero y contempló largo rato el animal fosilizado que había salido a la luz. Retiró con cautela de la placa de caliza los dos finos estratos que quedaban y siguió con el dedo el perfecto cuerpo del pajarillo en un gesto repleto de cariño. Anna sabía que tenía ciento cincuenta millones de años.

—Bien hecho, hija.

Había algo en la mirada de Von Molsen. Descubrió que uno de sus ojos era casi violeta. El hallazgo de su alumna le había emocionado.

—¿Mamá?

Von Molsen dejó la pipa humeante en el suelo, sacó su lupa y, en el preciso instante en que menos quería Anna salir del sueño, éste empezó a desintegrarse.

—Mamá, quiero subir —decía una vocecilla.

La joven apretó los puños y despertó en Copenhague.

El dormitorio estaba en penumbra y Lily la reclamaba de pie junto a la cama, vestida con un pelele y metida en un pañal que ya pesaba; Anna Bella la levantó cogiéndola del pañal y la subió. La niña se acurrucó en su regazo. No eran ni las seis. La luz blanquecina de la mañana empezaba a filtrarse, pero aún faltaba al menos media hora para poder distinguir los colores. Las sábanas, recién lavadas, crujían, y entre la ventana y la puerta cerrada que conducía al salón se alzaba una figura. Era Friedemann von Molsen. No le veía la cara, pero reconoció el sombrero afelpado de ala ancha que acostumbraba a ponerse cuando el sol brillaba inmisericorde. El corazón empezó a latirle con violencia, deseaba que se marchase. La presencia del paleontólogo observándola en silencio desde el rincón de su cuarto era tan real como lo había sido el sueño.

«Si espero lo suficiente, la luz se lo llevará», pensó. Sabía que estaba viendo visiones. Lo sabía. Aun así, a la pálida luz de la mañana lo veía tan claramente como veía la cómoda, el jarrón que había encima y la silueta de los lirios que había comprado y metido en agua el día anterior.

Después, cada vez que le volvía a la memoria aquella mañana, sabía perfectamente lo que era Von Molsen.

Era un presagio.