El gato fue recibido en casa como un héroe de guerra. Tuvieron que llevarlo al veterinario, pero le permitieron conservar sus huevos. Y a los pocos días, había recuperado su buen aspecto y el sillón de Papapa, donde ya no se sentaba nadie más que él. Hasta recibió un nombre: Rocky.

A Rocky le gustaba pasar las tardes estirándose y lamiéndose en el sillón. También disfrutaba afilándose las uñas contra sus brazos. Lucy nunca se las volvió a cortar. Para colmo de felicidad, el olor no volvió a molestarlo en las siguientes semanas, y hasta olvidó el odio mortal que sentía por la gata del caño de riego. No tiene sentido vivir odiando a una mujer que no se ve, ¿verdad?

Si alguna casualidad le recordaba una experiencia triste o dolorosa de su pasado, Rocky se acurrucaba cerca del respaldo del sillón, con la vista fija en la pantalla del televisor. Cada vez que lo hacía, en la pantalla aparecían los Ramos, todos juntos, saltando en la cama de los papás, reunidos para la cena o jugando cartas. Mariana se mostraba atenta y servicial, y presentaba a la familia a su primer novio formal. Sergio llevaba siempre amigos a la casa para tomar leche con galletas. Eso le gustaba a Alfredo, que disfrutaba pasando el tiempo en casa con los chicos o, a solas, con su mujer. A menudo, Sergio tenía que pedirles que no se besasen tanto en público. Era un poco desagradable. Papapa también estaba ahí, siempre sonriendo y contando sus aventuras. Todos lo escuchaban, hasta la abuela, y se quedaban impresionados con lo que había vivido. Y al final de la imagen aparecía inclusive él, Rocky.

Ésa era la parte que más le gustaba ver. Solía entrar en escena subiéndose a las piernas de Lucy o de Sergio. Ronroneaba y frotaba su cabeza con ellos, y toda la familia le rascaba la cabeza, le acariciaba el lomo y competía para darle de comer pedazos de pescado y de jamón de verdad en vez de comida artificial. Era maravilloso. Cuando veía eso, Rocky se relajaba mucho y empezaba a cerrar los ojos para dormir. Lentamente, se iba dejando ganar por el sueño y la pantalla del televisor iba desapareciendo de su vista. En realidad, aunque le gustaba, pensaba que era mejor no verla, fingir que no estaba ahí. A fin de cuentas, la pantalla sólo mostraba fantasmas, y no es bueno creer en ellos.