La noche anterior, al acostarse, había mirado a Lucy. Ella dormía con el pelo recogido y una mano bajo la cara, mientras el otro brazo sostenía la frazada casi envolviéndola. Llevaba medias. Alfredo sintió nostalgia del tacto de sus pies. Tenía el rostro fresco a pesar del maquillaje. Pasó una mano por su torso y la metió bajo su pijama. Palpó esa espalda suave e infantil. Besó los pelos que escapaban del moño. Besó la parte de atrás de su cuello.
—Estoy haciéndolo todo mal —dijo—. Creo que siempre lo he hecho mal. No sé cuándo empezó a ser así pero… pero ya no importa. Me gustaría ser otra persona. Pero sólo soy esto.
Ella movió el brazo y se rascó un poco la nariz. Volvió a quedarse quieta.
—El caso es que… nada. Olvídalo. Sólo que voy a hacerlo bien. Es algo que quería decirte. Trataré de decírtelo cuando estés despierta. Espero ser capaz.
A la mañana siguiente, lo esperaba en su escritorio una caja de bombones y un chanchito de peluche morado. Estaban justo encima del informe sobre ajuste tributario. El chanchito tenía un collar que decía: oink, oink. Los bombones estaban rellenos de cosas como coco, caramelo y ron. Rezó por que fuese el regalo de un cliente. La tarjeta decía Gloria. A ella la vio poco después. Entró a su oficina radiante, con la jarra de café en la mano y una sonrisa en la boca. Le pareció más fea que nunca. Ella lo besó en la nariz.
—¿Te gustan los bombones?
—Sí… sí… gracias. Me… sorprendió el chanchito…
—Es que pensé que puedo decirte «mi chanchis». ¿Te gusta?
—¿Chanchis?
—Mi chanchito, pues…
Le pellizcó la mejilla con un aire cómplice.
—Aquí te traje tu cafecito. ¿Almorzamos juntos?
—Tengo un almuerzo con los de Promoción… Eh… Hablamos luego.
Guardó su chanchis en un cajón y sacó la botella de whiskey. Vertió un poco en el café y siguió tomando eso durante toda la mañana, inmóvil en su asiento. Gloria entraba cada quince minutos a ver si todo estaba bien o necesitaba alguna cosa. Casi todas las veces pidió más café, que ella trajo con besos volados, guiños de ojo y sacaditas de lengua. Cancelaron el almuerzo de Promoción, pero él decidió almorzar en la oficina. Pidió hamburguesas. Ella se ofreció a acompañarlo. Él dijo que no era necesario. Ella insistió. Ya estaba sentada en su escritorio cuando las demás secretarias salieron a almorzar. Todas se despidieron de ellos con muchos saludos y risitas. Durante el almuerzo, ella habló de su familia. Vivía con su hijo y su sobrino. Su hermana había muerto hacía años y ella lo cuidaba. Le mostró fotos de ellos. Le contó de la hemorragia interna que había tenido su hijo por una intoxicación. Por suerte ya estaba bien. Le habló de sus mejores amigas en la oficina. Sugirió que Mariela recibiese un aumento, llevaba mucho tiempo pidiéndolo y se lo merecía de verdad. Alfredo se mostró de acuerdo con todo lo que ella decía. Cuando acabaron de almorzar, mientras limpiaban los restos de mayonesa del oficio de petición de materiales, él le dijo:
—Tenemos que hablar.
El resto de la tarde fue tenso. Gloria entró a la oficina como cuatro veces. Las cuatro dijo más o menos lo mismo:
—¿Te sientes bien?
—Sí… Todo está bien.
—¿Quieres que te traiga algo?
—No. Te avisaré cuando quiera algo.
—Te noto frío.
—Por favor, Gloria. Conversemos luego. Te invito un café.
Al salir de la oficina, ella subió a su auto. La jefa de personal, que estacionaba al lado de Alfredo, salió al mismo tiempo y se despidió de los dos con una sonrisa divertida. Esta vez fueron a un café de San Isidro, cerca del Olivar. Alfredo esperaba no conocer a nadie ahí. Se sentaron en un rincón de la terraza y pidieron expresos. Ella quería tocarle las piernas, pero él se sentó al otro lado de la mesa.
—Verás, Gloria. No sé… no sé si tú merezcas una relación como la que yo te podría ofrecer…
—¿Te refieres a que estás casado?
—Sí, por ejemplo…
—Entiendo, no te preocupes. Nadie se enterará.
Le sonrió con coquetería y le tomó la mano.
—Claro, Gloria… pero me preocupa cómo estés tú. ¿Me entiendes? Cómo te sientas con… una relación secreta y… eso es muy difícil de sobrellevar… emocionalmente.
—Escucha. Yo he tenido dos matrimonios. Tampoco quiero una relación formal.
—¿Ah, no?
Ella le sonrió plena de luz.
—Yo sólo quiero alguien con quien compartir un poco… divertirnos… ir a tomar café…
—Gloria… es que yo no puedo… no puedo, simplemente. ¿Entiendes?
Ella parecía escucharlo con mucha atención. Él no tenía realmente nada que decir. Balbuceó un poco más hasta que ella lo interrumpió.
—Sé lo que te pasa.
—Lo sabes.
—Tienes miedo de no… tú sabes…
—¿Yo sé qué?
—Los hombres siempre quieren ser muy… hombres. Y cuando no es así, se ponen nerviosos.
—¿Qué quieres decir?
—Que yo no necesito a un superhombre, tú sabes, en la cama —sonrió pícaramente—. Yo te quiero por todo lo que tú eres.
—¿Estás diciendo que yo no…?
Ella le puso el dedo en la boca.
—Sht. No me importa.
Alfredo suspiró y pidió un whiskey. Desde que supo que se iba a morir, gastaba demasiado dinero en whiskey. Esperó a que se lo trajeran. Bebió todo de un trago. Y dijo:
—Gloria. Lo nuestro no puede ser. No importa lo que digas, no puede ser. Ahora me siento seguro de mí mismo y voy a tratar de salvar mi matrimonio.
Gloria se quedó quieta. Lentamente bajó la cabeza. Tardó mucho en hablar.
—Entiendo. Piénsalo con calma. No te presiones. Yo no te molestaré.
—No hay nada que pensar. Es una decisión.
—¿Y cuándo tomaste esa decisión?
Alfredo vaciló.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo? ¿Anoche, después de intentar acostarte conmigo por primera vez? ¿O esta mañana, después de intentar acostarte conmigo por primera vez?
—Comprendo que estés molesta, pero yo…
—¿Molesta? ¿Yo? No, no te equivoques. No estoy molesta porque me hayas usado como un pedazo de carne durante exactamente diez minutos. ¿Tendría que molestarme eso?
La gente en las otras mesas empezó a mirar a Alfredo. Él quiso acariciarle la mejilla. Ella lo rechazó con la mano.
—Gloria…
—Sabía que tendríamos una relación corta. Pero nunca creí que tan corta.
—Yo no quería lastimarte…
—Ni siquiera lo esperabas, ¿verdad? Ni siquiera pensaste por un momento que podríamos pasar más de una noche juntos —su voz empezó a temblar—. Te resultó fácil convencerme, total, soy tu empleada. ¡No puedo negarme!
—No lo veas así…
—Te voy a denunciar por acoso sexual.
—Gloria, por favor, ¿para qué vamos a darle a esto más importancia de la que tiene?
—¿Eso pensaste ayer, después de dejarme en casa? ¿Para qué darle más importancia de la que tiene a esta estúpida?
—Entiéndeme. Me encantaría poder seguir saliendo contigo…
—Pero te da vergüenza que nos vean juntos.
—De ninguna manera. Estoy… orgulloso. El problema no eres tú, soy yo. No te merezco, Gloria. Eres… demasiado buena para mí… Tengo miedo de hacerte daño.
Se oyó a sí mismo y pensó que no había renovado sus explicaciones para terminar una relación desde que tenía quince años. Desde entonces, siempre lo habían abandonado a él. Excepto Lucy, que se había quedado para toda la vida.
—¿Que soy qué?
—Demasiado… buena.
—¿Que soy qué? Eres un imbécil, Alfredo. Compadezco a tu esposa no porque le pones los cuernos, sino porque eres un perfecto imbécil.
Se levantó y se fue. Alfredo trató de no moverse ni mirar hacia delante, a ver si las miradas se iban alejando a la par que el taconeo rígido y sonoro de Gloria. Cuando llegó a la puerta, ella se volvió y gritó:
—¡Y eres el peor amante que he tenido en mi vida!
Todo el café se sumió entonces en un silencio sepulcral alrededor de Alfredo. Él pagó, se levantó y salió. A doscientos metros, entre los olivos del parque, Gloria se había sentado a llorar. Se quedó unos minutos con la cara entre las manos. Un niño se acercó a preguntarle si se sentía bien. Ella dijo que sí, se levantó y trató de respirar hondo y guardar la calma. Llegó a un teléfono público y marcó el número de la casa de su jefe.