El domingo, Papapa durmió en el cuarto 240. El administrador había decidido colocarlo en la peor habitación del asilo para deshacerse de él. Sobre su cama había una gotera en medio de una enorme mancha de humedad. Y no tenía ventanas ni baño privado. Sus compañeros de cuarto, uno alto y gordo y otro enano y gordo, se presentaron:

—Buenas noches, me llamo Guillermo y estoy mal de la próstata.

—Eugenio. Hemorroides. Encantado. ¿Tú de qué sufres?

—De amor —respondió Papapa.

—Qué pena —dijo Guillermo—. Si estuvieras mal de la próstata podríamos intercambiar medicinas. Él es Sinesio.

Sinesio era flaco y bajito. Tenía cara de amargado. Ni siquiera volteó a saludar. Se pasaron la noche despiertos hablando de cólicos renales y problemas circulatorios. Papapa descubrió que llevaba años sin tener una conversación. Todas las personas con las que podía tenerlas se habían muerto. Y en casa le daba pudor. Pero Guillermo y Eugenio eran simpáticos. Y Sinesio también, a su manera, aunque no hablaba. Les sorprendió saber que Papapa estaba ahí voluntariamente y que no quería salir. Ellos odiaban su cuarto, pero sus hijos no querían pagar más.

A la mañana siguiente, Papapa volvió a ver a Doris. Estaba en la cola de las pastillas. La llevaba una enfermera. Papapa se ofreció a llevarla. Le contó de sus compañeros de cuarto, de sus esperanzas con ella, le aseguró que sus intenciones eran serias y compartió sus pastillas. Pasaron la mañana juntos, paseando por los jardines. Trató de almorzar con ella, pero descubrió que los comedores de hombres y mujeres estaban separados. Comió con sus amigos: caldo de pollo y flan.

—Qué asco —dijo Eugenio.

—Se supone que es comida sana y blanda. Es buena para las encías y para los parásitos.

Guillermo levantó un hueso de pollo de su plato:

—Seguro que sí. Ni los parásitos pueden vivir con esto.

Sinesio no dijo nada. Pero todos sabían que estaba de acuerdo.

Después del almuerzo, el administrador llamó a Papapa aparte. Le habló con suavidad y modales amanerados:

—Bien, ya sabe usted cómo se vive aquí.

—Sí. Es horrible.

—Bueno, hacemos lo que podemos. Si no le gusta, quizá quiera que le llame a un taxi.

—Oh, no. Me voy a quedar aquí.

—Ah.

—No puedo dejar a Doris sola en este lugar. Se moriría de tristeza.

—Entonces… será necesario que su familia… que su familia respalde su decisión.

—Soy mayor de edad. Me respaldo solo. Pero gracias por su interés.

Y abandonó la oficina llevándose un periódico. Durante el resto de la tarde, los empleados trataron de llevarlo hasta la puerta con engaños, pero no cayó en ninguna de sus trampas. Incluso llegó un punto en que pareció que usarían la fuerza, pero él se arrojó al suelo y empezó a gritar:

—¡Aaaahh! ¡Aaaaah! ¡Mi pierna! ¡Me he desgarrado un tendón! ¿Cómo van a echarme así?

Algunas de las visitas quedaron horrorizadas por el maltrato a los internos, y el administrador tuvo que pedirle públicamente a sus empleados que tratasen a Papapa con el mayor respeto. Esa noche volvió a dormir con los demás. Había empezado a llamarlos «los muchachos». Usó el periódico del administrador para que las gotas del techo no le cayesen directamente sobre la almohada. Esta vez habló con sus compañeros de borracheras memorables y de la posibilidad de jugar dominó. Sinesio siguió sin decir palabra, pero apoyó activamente todo lo que decían. Papapa sintió algunos tirones en la espalda, pero en general durmió bien. El martes por la mañana volvieron a invitarlo a abandonar el asilo. Él volvió a negarse y se reunió con los muchachos para desayunar: yogur natural, jugo y café sin cafeína.

—Este café me duerme —comentó Guillermo—. ¿También es para los parásitos?

—Sí —respondió Eugenio—. Para que crezcan sanos y fuertes.

Papapa planeaba ir a ver a Doris. Había guardado su jugo para llevárselo a ella. Salió del comedor y se dispuso a cruzar la glorieta central, cuando vio a dos de los empleados apostados a los lados de la puerta del pabellón, como dos vigilantes. Eran dos de los empleados más grandes, además. Sospechó que esos movimientos poco usuales tenían que ver con él. Cambió de ruta hacia el baño para disimular, pero en la puerta del baño había otros dos. Y las puertas de salida del asilo estaban abiertas de par en par. Siempre estaban cerradas para evitar las corrientes de aire. Papapa comprendió. Retrocedió antes de llegar a la puerta del comedor y se volvió a sentar con sus amigos. Ellos continuaban comentando el desayuno. Ahora hablaban del yogur. Papapa estaba tan triste que guardaron silencio al verlo.

—Se acabó —dijo—. Me van a sacar.

Los demás no querían que se fuese. Minutos después, Sinesio salió del comedor hacia el baño. Los centinelas seguían ahí. Caminó lentamente hacia ellos con su cara de amargado y sin decir una palabra. A la mitad de camino, de repente, se llevó la mano al corazón, empezó a temblar y cayó al suelo. Por primera vez trató de articular palabra, pero parecía que sus músculos no querían acompañar el esfuerzo. Los que estaban en la puerta del baño se acercaron a ayudarlo, y los demás fueron a buscar equipo médico. Sinesio convulsionaba en el suelo. Se formó un grupo a su alrededor. Papapa, Eugenio y Guillermo no estaban en el grupo. Salieron del comedor y cruzaron la glorieta hacia la sala de visitas. Cerraron la puerta y, entre los tres, empujaron el mueble del televisor para bloquearla. Luego trabaron las ventanas usando palos de escoba amarrados con tirantes. Después de cerrarlas definitivamente, pegaron en ellas carteles que decían: zona liberada. Cuando todo quedó listo, Sinesio se levantó de la camilla donde lo habían colocado, gruñó para que los enfermeros lo dejasen en paz y se fue a su cuarto. No dijo una palabra.

Por la tarde, mientras Alfredo volvía a invitar a Gloria un café, el administrador llamó a Lucy para pedirle que se llevase a Papapa. Lucy llevó alfajores y le prometió un aguadito de pollo si volvía a casa. Papapa rechazó los alfajores debido al azúcar y el aguadito, por la sal. Negociaron todo eso con la puerta de por medio. Finalmente, Lucy dijo que quería entrar y verle la cara mientras le hablaba. Papapa aceptó sólo con garantías de que los empleados no aprovecharían la confusión para echarlo. El administrador lo prometió y Papapa dio orden de retirar el televisor de la puerta. Cuando Lucy entró, encontró dos carpas hechas de manteles y sillas.

—Esta noche acamparemos ahí —dijo el abuelo mientras le ofrecía una escupidera invertida para que se sentase. Se veía fuerte. Hasta su piel se veía menos seca y arrugada que de costumbre.

—Papapa, ¿qué estás haciendo?

—Me estoy mudando.

—¿Acá? —Lucy puso cara de asco—. ¿Rodeado de todos estos…?

—¿Todos estos qué? —dijo Guillermo.

—No se está tan mal acá —replicó Eugenio—. Si tienes el control remoto del televisor, es un buen lugar.

Lucy trató de acomodarse en la escupidera, pero se iba para un lado. Trató de recuperar la compostura, aunque en los últimos días no le había resultado fácil.

—Papapa, ¿te hemos hecho algo? ¿No estás contento con nosotros? Somos tu familia.

Papapa le alcanzó un cojín para hemorroides en forma de dona, para que estuviese más cómoda. Con aire de galán de película, encendió un cigarrillo, pero inmediatamente empezó a toser. Tardó varios minutos en recuperarse. Luego dijo:

—Creo que es hora de que se emancipen de mí. Llega un momento en la vida que es así. Es duro, lo sé.

A Lucy no se le ocurrió qué responder. Supuso que era una crisis. Cualquiera puede tener una. De cualquier manera, no se sentía con fuerzas para discutir.

—Mariana te envía muchos recuerdos. Y Sergio hizo esto.

Lucy sacó un papel de su bolso y se lo alcanzó. Era un dibujo en el que Sergio aparecía con los abuelos y el gato. En el dibujo, Papapa llevaba falda y la abuela tenía tubos de hospital colgándole de la nariz. El abuelo se conmovió.

—Ese chico va a ser pintor —dijo. Se le habían suavizado las facciones—. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

—Bien, bien. La casa está tranquila sin ti. Demasiado.

—¿Y Alfredo?

—Bien. El domingo salió a hacer ejercicio. Eso es bueno, supongo.

—Supongo.

Hubo un silencio embarazoso, durante el cual ambos trataron de recordar si Papapa era padre de Lucy o de Alfredo. Llevaba mucho tiempo en casa. Demasiado. Finalmente, Papapa volvió a hablar.

—Voy a… necesitar Gaseovet. Si salgo a comprarlo, no me dejarán volver. Pero si no lo compro, mis compañeros de cuarto sufrirán mucho.

—Anoche fue espantoso —dijo Guillermo.

—Estuvo a punto de matarnos a todos de asfixia —dijo Eugenio.

—¿Lo intentarás? —preguntó el abuelo. Parecía un niño con dos guardaespaldas.

Lucy sólo atinó a asentir con la cabeza.

—¿Estás con nosotros? —el abuelo no le quitaba la vista de encima.

—¿En qué?

—En lo que sea.

Lucy miró a los otros dos viejos. Ahora estaban peleando por el control remoto.

—Se han vuelto locos. Están todos locos.

—Entonces, haz algo más, ¿podrás?

Esta vez, al ver la resolución de Papapa y el rubor que habían tomado sus mejillas, Lucy tuvo miedo de aceptar. Pero aceptó. Minutos después, Papapa esforzaba su columna para deslizar un papel bajo la puerta. Era un documento en el que declaraba a Lucy rehén del grupo y ofrecía un canje por Doris Rabanal. El administrador se puso furioso. Empezó a gritar y dar porrazos a la puerta.

—Señora Ramos, salga de ahí inmediatamente.

Papapa había anotado lo que Lucy debía decir. Estaba lleno de faltas ortográficas, pero se entendía. Ella leyó:

—¡No me dejan salir! ¡No sé qué planean! Por favor, cumplan con todas sus exigencias —y luego, más bajito—, Papapa, yo no puedo decir esto.

—Sssshhht —dijo Papapa.

—Señora Ramos, ¿se ha vuelto loca? Salga o entraremos.

Papapa le dio otro papel a Lucy. Ella leyó en silencio y dijo:

—Esto es ridículo —pero ante un gesto de Papapa, leyó en voz alta—: ¡No, por favor! No corran riesgos. Están armados hasta los dientes.

Uno de los viejos se quitó los dientes entre risas. Papapa les hizo señas de que se riesen más bajito, para que no se notase. Lucy no pudo evitar reír también. El administrador siguió gritando un rato. Papapa dijo que llamaría a su hijo que era periodista para que viniese a cubrir la situación si no se satisfacían sus demandas. También dijo que, si aceptaban el canje, saldrían al día siguiente por la mañana sin exigir nada más a cambio. El administrador se negó a ceder a sus chantajes. Pasaron dos horas. Ninguna de las partes cedió. Las visitas empezaron a acumularse en la puerta de la sala preguntando qué ocurría. Tras enterarse de que había un motín en el asilo, cuatro familias retiraron a sus ancianos de la casa de reposo. El administrador llamó a su asistente y le preguntó:

—¿Quién es Doris Rabanal?

—Está en el 360.

—¿Tiene visitas?

—No. Nunca.

—Tráela.

—¿La vamos a meter ahí?

—¿Tú qué crees?

—¿No deberíamos llamar a su familia?

—Claro. Y que traigan a los periodistas con ellos, ¿verdad? Mete a la gente en sus cuartos, ahuyenta a las visitas. Que no la vean. Pero tráela ya.

Llevaron a Doris a la sala de visitas. Antes de salir, Lucy se despidió de sus tres compinches con besos, abrazos y risas. Hacía mucho tiempo que no se reía tanto. Al cruzarse con Doris, le pareció una mujer guapa. Quizá un poco tímida. Daba igual. Esa noche, por primera vez en muchos años, Papapa pasaría la noche bajo el techo de una carpa con un cuerpo caliente al lado. Tendría que cerrar bien las cortinas para evitar las miradas indiscretas de los amigos, pero sabría arreglárselas. Mañana, quizá, su nueva familia lo aplaudiría al salir. Sin saber por qué, Lucy salió relajada y aliviada del asilo. Siguió así hasta llegar a casa. Se pintó rápidamente y dejó a Sergio al cuidado de su hermana. Tenía diez minutos para su siguiente cita. Cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Temió que la llamasen del asilo de nuevo por alguna otra catástrofe. Durante unos segundos se quedó de pie al lado del teléfono sin atreverse a descolgar. Los chicos se acercaron a hacerlo, pero la vieron ahí al lado y se quedaron quietos esperando una reacción. El teléfono parecía gritar. También podía ser su admirador secreto. Lucy contestó.