Durante todo el día, sintió las miradas de odio que le dirigía Katy. Eran como cuchillos. Pero sólo le hacían cosquillas. Ni siquiera se dignó voltear a recibirlas ni responderlas. Katy, para Mariana, no existía más.

Cuando sonó la campana del recreo, todas las chicas salieron corriendo, como siempre. Mariana esperó a que saliese Katy para ponerle una zancadilla. Ella cayó de cara contra el piso e hizo tropezar a dos más que cayeron sobre ella. Mariana siguió caminando como si no se hubiese dado cuenta. Después le dijo a Fiorella que Katy la había llamado ruca. A Verónica le contó que Katy se había agarrado a Emilio mientras ella era su enamorada. A Miguel le dijo que Katy se había burlado de él cuando la invitó a la fiesta de fin de año. A él le dijo que no podía ir porque no tenía permiso, pero a sus espaldas lo llamó piojoso y juró que no iría con él ni a un baile de disfraces. A la profesora Ana Paula le dijo que comparase sus exámenes de Literatura, porque Katy la había obligado a que la dejara copiarse. Y a Luismi le dijo que Katy había corrido la voz de que era maricón.

A la salida de las clases, Mariana pasó por el baño para tomar un poco de agua. Katy la había estado esperando. Se le acercó:

—¿Qué mierda te pasa, cojuda?

Mariana ni se inmutó.

—¿Qué me pasa con qué?

—No te hagas la idiota.

Sólo entonces levantó la cabeza y la miró a los ojos. Katy tenía la mirada fruncida y su pelo rubio destacaba la rigidez de su mandíbula. Estaba apretando los dientes. Mariana la odió un poco más.

—No me hago. Soy un poco idiota. ¿Te acuerdas?

—¿Por qué me estás haciendo esto?

—Una tiene que probar de todo.

Mariana se secó la cara con el revés de la mano y trató de salir. Katy le bloqueó el paso.

—¿Quieres que te pegue? ¿Eso es?

—¿Te atreverías?

—Te reventaría la chucha a patadas.

Mariana se levantó la falda escolar, dejando ver sus calzoncitos infantiles de flores.

—Dale —dijo—. Reviéntame.

—¡Eres una tortera de mierda!

—¿Qué has dicho?

—¡Que eres una lesbiana de mierda!

—Cállate, Katy.

Lo dijo en voz baja, con la cabeza gacha. No quería oír más. Sólo quería irse.

—¡Que estás celosa de que yo les guste a los chicos porque tú no les gustas ni a las mujeres!

—Katy, basta.

—Que estás enamorada de mí y no te hago ni puto caso. Te gustaría, ¿verdad? Te gustaría que te tocase la chucha aunque fuera de una patada. ¡Tortera!

—¡Cállate!

No pudo más, arrojó sus libros al suelo y se abalanzó sobre Katy. La cogió de los pelos y la arañó en la cara. Katy le devolvió algunos arañazos y luego le golpeó la cabeza contra la pared. Se formó una multitud alrededor de ellas. Había hasta algunos hombres que habían entrado al baño atraídos por la pelea. La mayoría estaba con Katy. Katy era más fuerte. Cogió del pelo a Mariana y la tiró al suelo. Se sentó sobre su pecho y le sacudió la cabeza de los pelos. Mariana no pudo defenderse. Trató de patearla, pero no la alcanzó. El pelo y la rabia no le dejaban ver bien. Katy abrió la puerta del water, la arrastró hacia dentro y, con la ayuda de dos amigas, trató de meterle la cabeza en la taza. Ella se sostuvo de los bordes. Sus gritos se perdían entre la maraña de chillidos en su contra. Sintió que le hundían las uñas en el cuello. Cuando estaba a punto de dejar de resistir, las chicas advirtieron que se acercaba una monja y el grupo se dispersó. Dejaron a Mariana arrodillada ahí adentro, cubierta de escupitajos. Le sangraba la nariz. Tenía la mano llena de pelos propios y ajenos. Se levantó con trabajo y se lavó la cara. Se peinó. Le dolía todo el cuerpo. Por suerte, al menos el water estaba limpio. Se limpió la sangre, los mocos y las lágrimas. Acabó de llorar y alisó su uniforme un poco con las manos. Hervía por dentro. Katy se había buscado la peor de las venganzas.

Salió del baño y fue al estacionamiento. Se acercó al carro de Javier. Él tenía la música puesta a todo volumen y, como siempre, un coro de imbéciles lo rodeaba. Mariana decidió no perder demasiado tiempo con ellos. Se sentó directamente en el asiento del copiloto y dijo:

—Qué bonito tu auto.

—Agarra doscientos en cinco minutos.

—¿Y tú? ¿En cuánto tiempo?

Javier era más lento que su auto, pero no tanto. La llevó a Larcomar y se estacionaron un rato ahí, frente al acantilado. Javier habló de autos durante una hora y media: pistones, sistemas de suspensión, amortiguadores, carrocerías. Comparó todos los autos del mundo con el suyo y todos salieron perdiendo. Afortunadamente, tenía huiros. Mientras fumaba, Mariana pudo olvidar por algunos minutos la repulsión que le inspiraba. Después le pidió unas cervezas. Él podía pagarlas. Siempre tenía dinero y podía pagar todo. Compró un six pack y dijo que no se veía nada del mar. Le ofreció ir a beberlo abajo, en el circuito de playas. Bajaron en el auto. En Punta Roquitas, Javier dijo que ahí corría olas y le tocó la pierna. Ella no se resistió. Casi ni hablaba. En Redondo, más adelante, dijo que ahí iba a veces con algunas de sus novias. Y le dio un beso pegajoso y baboso.

—¿A Katy la has traído acá?

—¿A Katy? No. No me la he cachado nunca. No se deja, pues. Es tranquila esa huevona.

Tranquila, sí. Ya cerca del Regatas, Javier estacionó y empezó a meterle la mano bajo la blusa. Mariana se preguntaba cuánto tiempo más podría aguantar.

—Aquí no —dijo—. Vamos cerca de mi casa.

—¿Cerca de tu casa?

—Aquí me da miedo.

—¿Qué te da miedo?

—Tirar. Aquí.

Javier le dijo que la llevaría a donde quisiera. Fumaron otro huiro en el camino porque Javier dijo que así se sentía mejor. Acabaron en el estacionamiento de la última etapa de la residencial.

—¿Aquí? —preguntó Javier al apagar el motor—. Pero nos puede ver cualquiera.

—Nadie mira —dijo ella. Miró su reloj. Eran las nueve y veinte. Katy salía de su clase de inglés a las nueve y media. Tragó saliva. Javier empezó a manosearla sin más preámbulos. Trató de bajarle los tirantes de la falda. Ella dijo:

—Espera.

—¿Qué pasa?

—Quiero otra cerveza.

—Ya las acabamos.

—Quiero otra.

—¿Tiene que ser ahora?

—¿Tienes que ser tan imbécil? No voy a darte ni las gracias si no tengo otra cerveza.

Javier bajó del auto furioso y cerró de un portazo. Mariana se quedó sola esperando. Pensó en salir del auto y correr a casa. Él volvió quince minutos después con otro pack.

—Le he dado toda la vuelta a la residencial. Has debido venir conmigo.

—Olvídalo —dijo ella. Ni siquiera probó las cervezas. Él se sentó y la jaló hacia sí. Volvió a los tirantes y le palpó las piernas. Ella lo contuvo un poco, mientras tomaba la decisión. Aún estaba a tiempo. Fue entreteniéndolo con su sostén y sus calzones, que ya no se veían tan infantiles. Había bebido demasiado. Había fumado demasiado. Javier sacó un condón y le pidió que se lo pusiera. Ella lo hizo. Al principio no sabía cómo, pero fue comprendiendo. Las cosas parecían ocurrir en una película lejana, al margen de su voluntad. Él abrió su blusa y le besó los pechos. Apestaba a alcohol y tabaco. Ella lo mordió y aguantó su saliva encima de ella por un tiempo que le pareció años. Javier no besaba, lamía. Parecía creer que tirar era algo que se hacía con la lengua. Mariana vio a Katy aparecer en una esquina. Cerró los ojos. Quería irse. Le pareció que Javier se agitaba con mucha fuerza, moviendo el auto entero. Sintió por dentro un desgarro. Gritó de dolor. Le clavó las uñas en la espalda. Quiso sacárselo de encima, pero no podía. Pesaba demasiado y el dolor en su interior era muy fuerte. Ardía. Sintió que algo la quemaba desde el vientre hasta el estómago, como si le inyectasen fuego. Javier duró treinta segundos.

—¡Guau! —le dijo después—. Mariana, estás… muy buena.

Mariana se sintió como horas antes, al salir del water. Pero peor.

—Cállate, estúpido —respondió. Se lo quitó de encima con un empujón y le quitó, prácticamente le arrancó, el condón. Lo encontró desagradable al tacto. Lo anudó por la salida para que el semen no escapase y lo guardó en uno de sus sobres de Hello Kitty.

—¿Qué haces?

—He dicho que te calles.

No quería hablar mucho porque se le escaparían las lágrimas. Se acomodó la ropa de nuevo y bajó del auto. Javier aún tenía el pantalón abajo.

—¡Espera! ¡La cerveza!

—Tómatela.

Cerró de un portazo en la cara de Javier. Caminó hasta la vereda y sacó un papel de su bloc. Tomó su lapicero de The Ponys y escribió: «Si le ofreces a alguno tirar, no importa cómo seas. Dirá que sí». Guardó la nota y el sobre con el condón en otro sobre más grande. En el destinatario, escribió el nombre de Katy escrito con esmalte de uñas negro. Fue a su edificio y esperó que alguien abriese la puerta para colarse. Subió al segundo piso y dejó el sobre apoyado contra la puerta de la casa.

Ya en su casa, fue al baño y se quitó el pantalón y el calzón. Se lavó la chucha. Luego recordó que él la había lamido toda y un escalofrío recorrió su cuerpo. Tomó una ducha entera, caliente, humeante, y se pasó el jabón por todas partes. Descubrió muchos moretones. Mientras el agua se llevaba los líquidos de Javier, observó su toalla higiénica. Estaba toda manchada de sangre. Recordó que el condón también tenía sangre. Y no eran sólo tres gotas.