Sergio y Jasmín pasaron la tarde en la azotea, calculando cómo entrar a la casa del muerto. Si se descolgaba de la azotea al balcón, Sergio podía entrar y abrir la puerta. Para eso tenía que bajar por unas rejas puntiagudas y herrumbrosas. Jasmín dijo:

—No tienes huevos.

Sergio ya sabía que esos huevos no eran los del gato. Se bajó el pantalón para demostrar que sí tenía unos puestos.

—Son chiquitos —dijo ella.

—Tú ni siquiera tienes.

—Sí tengo.

—No tienes.

—¡Sí!

—¿A ver?

Se subió la falda con las manos y se bajó el calzón. Se sentó con las piernas abiertas. No tenía.

—Parece que te los arrancaron, porque ha quedado como un hueco —dijo Sergio.

—Y a ti te ha quedado una cosa horrible colgando.

—Y tú eres estúpida.

—Y tú eres un huevón —había escuchado a Katy decir esa palabra. No sabía lo que significaba, pero seguro que tenía algo que ver con los huevos de Sergio.

Después se pusieron a jugar con los muñecos. Llegaron a un acuerdo. Barbie sería la esposa de Robo-Truck. Cuando él volvía de combatir contra los Tribion y de salvar el universo, ella le cocinaba y le lavaba la ropa. Eran felices, excepto cuando Barbie trataba de besar a Robo-Truck. Entonces, Robo-Truck le disparaba sus puños radiactivos. Cuando oscureció dejaron de jugar. Se quedaron mirando las luces de la residencial a su alrededor. El de Jasmín era uno de los edificios más bajos, y desde la azotea podía verse a las familias agruparse ante el televisor, cocinar, llorar y comer. Abajo, en la vereda, Sergio descubrió al señor Braun. Era el primer fantasma que aparecía dos veces. Y lo estaba mirando a él. Jasmín dijo:

—Mis papis se van a divorciar.

Sergio no sabía lo que era eso.

—¿Es bueno?

—Creo que no.

Sergio sintió el impulso de ponerle el brazo sobre los hombros, como hacía papá con mamá. Lo hizo. Ella empezó a temblar. Luego oyeron gritar sus nombres desde el segundo piso. Papá había venido a buscarlo. Sergio se despidió de Jasmín con un beso en el cachete que él mismo quiso darle.

Por la noche, mientras cenaban, mamá volvió a casa sin Papapa. Según mamá, se negó a irse del asilo y se acostó en medio de la sala de juegos. Dijo que si querían sacarlo tendría que ser a rastras y empezó a ponerse el pijama de franela. Los empleados del asilo se negaron a arrastrarlo. No se vería bien, dijeron. Así que terminaron por prepararle un cuarto, que mamá pagó como si fuese un hotel.

—El abuelo tiene cada ocurrencia —dijo mamá.

Sergio preguntó:

—¿Qué es divorciarse?

Todos se quedaron callados. Mariana habló:

—Cuando los esposos ya no tiran, se separan.

—¡Mariana! —dijo mamá con calma pero con la mirada fija.

Ninguno más supo qué decir. Sergio continuó:

—¿El abuelo se ha divorciado de nosotros porque ustedes ya no tiran?

Alfredo carraspeó, pero la mirada de mamá ahora estaba dirigida hacia él.

—Verás, a veces… los papis y las mamis ya no se quieren tanto… y prefieren dejar de vivir juntos. Eso es divorciarse.

—Ah.

La mesa se calmó. Todos respiraron más tranquilos y comenzaron a comer de nuevo. Hasta que Sergio preguntó:

—¿Ustedes se van a divorciar?

Ninguno de los dos se atrevió a dar una respuesta por un rato. Se miraron a los ojos y luego miraron a sus hijos. Lucy dijo:

—No, cariño. Nosotros nos vamos a querer siempre.

Y sin que Sergio supiese por qué, lo abrazó. Y papá abrazó a Mariana. Y les dejaron llevar la comida al cuarto y quedarse con ellos a ver televisión hasta tarde en su cama. Vieron las noticias y una película. Papá le hacía cosquillas a Mariana. Ella se hacía la fastidiada pero le gustaba. Mamá hizo chocolate caliente y a Sergio se le cayó la taza sobre el edredón blanco recién lavado. Se divirtió tanto que decidió volver a preguntar lo mismo al día siguiente.

Mariana no duró mucho despierta. Vio un comercial en que una chica le hablaba a su toalla higiénica. Le preguntaba si prefería ir a una fiesta, ver a un chico o quedarse en casa. La toalla higiénica, según parecía, quería salir con el chico. Sintió su propia toalla higiénica allá abajo y le pareció una carga muy pesada y pegajosa. Luego comenzó a roncar. Entonces papá los llevó a los dos a la cama y se quedó un rato más en la cabecera de Sergio, hablando bajito.

—¿Dónde escuchaste esa palabra? —le preguntó.

—¿Cuál?

—Divorciarse.

—En la azotea.

—¿En la azotea?

—Ahí estábamos.

—Ah. ¿Y por qué estaban ahí?

—Queríamos ver un muerto.

—Estás viendo uno —dijo Alfredo. No pudo evitarlo.

—No —dijo Sergio cerrando los ojos—. Uno de verdad.

—Ya. Claro.