Lucy lo despertó con la tijera de uñas. Estaba acurrucado en el sillón de Papapa, calentito, pero Lucy le agarró las patas delanteras y empezó a cortar. No tenía caso resistirse. El rito del corte de uñas era implacable e inevitable, era una parte de la vida, como las friskies de atún o la arena de la caja. Siempre estaría ahí. Afortunadamente, cuando sólo llevaba un par de uñas cortadas, sonó el teléfono y Lucy lo soltó. El gato se lamió la entrepierna y su pequeña pinguita roja asomó entre los pelos blancos. Mientras Lucy contestaba el teléfono, se acordó de su mamá. Ella solía lamerlo todito, la entrepierna, la espalda, la cara, y luego lo dejaba enganchado a su teta hasta que alguno de sus hermanos lo sacase a empujones. Nunca le cortaba las uñas. Lucy dijo pocas palabras en el teléfono y anotó una dirección. Según parecía, no volvería a molestarlo por el momento. Él se estiró y se reacomodó junto a uno de los brazos. El sillón de Papapa era como su mamá, pero no tan bueno. Se lamió un poco entre los dedos. Lucy tomó una casaca, buscó las llaves y salió corriendo. Durante un instante, el gato se preguntó qué había pasado. Pero luego sus ojos empezaron a cerrarse rápida y pesadamente, hasta que se durmió. En el último instante antes de caer rendido, volvió a sentir el olor.