Hasta esa nebulosa mañana, nunca había espiado a su mujer. No sabía cómo hacerlo. Bajó a la calle con el buzo deportivo que le había regalado Lucy tres años antes y que nunca se había puesto. Le quedaba un poco justo, pero convenció a la familia de que saldría a correr. En realidad, Lucy se rió de él, Sergio ni lo notó, Mariana no le dijo ni buenos días y Papapa se limitó a gruñir que quería ir a un asilo. Pero parecían convencidos.
Esperó tras el supermercado que saliese Lucy y la siguió. Después pensó que ya sabía adónde iba y que lo mejor habría sido apostarse directamente en el Sushi Bar. Un par de veces, cuando Lucy volteó, tuvo que esconderse en un teléfono público y en la cabina de un cajero automático. A esta última entró mientras la puerta se cerraba, y el cliente que estaba adentro se asustó. Tuvo que salir de nuevo para que no gritase.
Cuando Lucy llegó a su destino, Alfredo se escondió detrás de un seto cercano. Constató con tristeza que el Sushi Bar tenía ventanas polarizadas. Desde afuera, no se podía ver lo que ocurría adentro. Se preguntó si sería muy sospechoso entrar a pedir un vaso de agua. Pero no tenía sentido. Lucy lo vería. Pero él vería con quién estaba ella. Eso ya sería algo. Empezaba a animarse con la idea, cuando un policía se le acercó:
—Buenos días. Sus documentos, por favor.
—No los tengo, jefe. He… salido a correr.
—Lo he visto entrar a un cajero violentamente, avanzar a hurtadillas e invadir propiedad privada en este inmueble, pero correr, lo que se dice correr, no lo he visto, ¿ah?
Alfredo entendió entonces que, como agente secreto, se moriría de hambre.
—¡Ja! —empezó a reír con cierta desesperación—. Eso… es que… Se trata de una broma…
—Una broma.
—Estoy siguiendo a mi mujer para… sorprenderla.
—Sorprenderla.
—Sí. Quería darle… Eso, una sorpresa.
—¿Qué sorpresa?
—Yo.
—…
—Es decir, salirle al paso y decirle ¡Sorpresa! Hace… hace tiempo que no nos vemos y…
—Y usted ha vuelto a casa después de mucho tiempo vestido así y sin maletas…
—¿Qué tiene de malo? ¿No le gusta mi buzo o…?
—Le he pedido sus documentos.
Alfredo decidió apelar a una nueva estrategia.
—Escuche… ¿No habrá… no habrá un modo de arreglar esto?
—¿Qué quiere decir?
—No sé… alguna salida…
El policía captó el mensaje. Era perspicaz.
—Ya eso se hará según su criterio, señor.
Alfredo empezó a buscar un poco de criterio en sus bolsillos, pero lo había dejado todo en casa, en la billetera, donde solía ponerlo.
—No tengo ni un centavo, jefe.
—¿Y yo le he pedido dinero acaso? ¿Qué trata de decir? Yo no le he pedido nada más que sus documentos. Pero ahora puedo acusarlo por intento de soborno.
—No, jefe…
—¿Dónde está su mujer?
—En el Sushi Bar.
El policía parecía aburrido de Alfredo.
—Le diré lo que vamos a hacer. Vaya y dele la sorpresa. Si en verdad es su mujer y se sorprende, le creo y lo dejo en paz. Si no, me acompaña a la comandancia para constatar su identidad.
«Mierda», pensó Alfredo.
—No… no puedo, jefe —se limitó a decir.
—Me lo imaginaba. Vamos a sincerarnos: usted está preparando un robo.
—No…
—Las zapatillas, andar a escondidas, todo lo delata.
—Por favor, jefe…
—Es verdad que no parece ladrón. Debe ser un principiante. ¿Se ha quedado sin trabajo? ¿Sin plata? A veces pasa.
—Mi mujer… está con otro.
—¿Cómo?
—Está con otro hombre.
—¿Con quién?
—No lo sé. Por eso la estoy siguiendo. Para averiguarlo.
El policía mostró por primera vez cierto interés. Volteó hacia el bar.
—Qué jodido, ¿ah?
—Muy jodido, sí.
—¿Quiere que lo acompañe a esperarla?
—No, gracias. Está bien, de verdad.
—¿Seguro?
—Completamente.
—¿Y cómo sé que me dice usted la verdad?
En ese momento, Lucy apareció en la puerta del Sushi Bar. Nadie salió con ella. Tomó el camino hacia la casa.