Lucy salió a las 12.25, después de maquillarse cuidadosa pero ligeramente. No quería parecer demasiado atrevida un domingo por la mañana. Bajo la puerta del cuarto, encontró otro tríptico de la casa de reposo Mis Mejores Años. Pensó que debían haber hecho algo mal para que Papapa se quisiera ir, pero no tenía tiempo para sentirse culpable.
El Sushi Bar era elegante, y a mediodía estaba casi vacío, esperando la hora del almuerzo. Lucy pidió una Coca-Cola. Era extraño que alguien entrase solo un domingo a pedir una gaseosa, pero la atendieron con delicadeza. Inclusive los cocineros, que cocinaban a la vista de los clientes, intercambiaron sus habituales gritos en japonés para dar por recibida la orden. A Lucy le pareció gracioso. Pero estaba inquieta. Se preguntaba cómo la habían visto quitarse la blusa en el baño de la clínica. Y se preguntaba si el autor de la nota era algún japonés. Siempre tenían tecnologías raras para todos los usos. Mientras bebía su gaseosa, entró una pareja y pidió sashimi. Y nadie más. Se preguntó si su admirador secreto habría olvidado la cita. Pero luego sintió la mirada. La atacó como un látigo. Y la llenó de calor. Una vez más, no sabía de dónde venía. Pero le producía un inmenso placer. Dejó la Coca-Cola a medias sobre la mesa y preguntó dónde estaba el baño. Al entrar, cerró con pestillo y se dirigió directamente al único water. No tenía puerta independiente, pero mejor, porque desde ahí se veía el espejo. Cuidadosamente, se quitó la falda, la dobló para no arrugarla y la dejó colgada en el asa de las toallas. Luego se quitó el calzón rojo que Alfredo jamás había notado. Se observó el sexo en el espejo. No se había afeitado las ingles y parecía cubierto por una selva negra y rizada. Empezó a deslizar su mano entre las piernas, de arriba abajo. Se acomodó mejor para verse en el espejo con los ojos entrecerrados. Con las yemas de los dedos buscó los labios ocultos tras los vellos. Sintió un escalofrío. Se mordió los labios. Le habría gustado tener una lengua larga que llegase hasta ahí abajo. Sonrió de sólo pensarlo y dejó que su mano izquierda siguiese recorriendo su entrepierna hasta la línea entre los glúteos. Introdujo su dedo entre las nalgas. Se estremeció.
Diez minutos después, salió del baño, pagó y volvió a la casa. Al salir del bar, extrañamente, volvió a sentir la mirada en su nuca. Pero no volteó. Ya le había dado lo que quería.