Ahí estaba bien, calentito. Le gustaba la alfombra del baño. Era un refugio para la locura de esa casa. La arañó un poco para ablandarla y se tumbó sobre ella frotándose el cuerpo contra la pelusa azul. Ni siquiera se movió cuando entró Mariana. Ni cuando empezó a revolver el estuche de útiles de su padre hasta encontrar la navaja. Sólo la observó atentamente. Había aprendido que no hay que quitarle el ojo de encima a alguien que tiene una navaja. Pero no se alteró. Tampoco los gritos de afuera lo asustaron.
—¿Qué tal? ¿Le agarraste las tetas también?
—No entiendo por qué te pones así…
—¿No entiendes eso? Lo que yo no entiendo es qué hacías con las manos en las nalgas de mi amiga.
—Tú sabes cómo es Mari Pili.
—Por lo visto, tú lo sabes mejor.
Mariana abrió la llave del lavadero y dejó correr el agua caliente. El vapor empañó rápidamente los espejos. Sacó la navaja de la máquina de afeitar. Con los ojos cerrados y la mano temblorosa, la acercó a su muñeca. Cuando ya iba a rozar el brazo, la tiró al lavadero.
—No te permito qu…
—Baja la voz que no queremos que los niños se enteren de que has estado manoseando a la tía Mari Pili, ¿verdad?…
—Realmente, es imposible conversar contigo.
Mariana respiró hondo y volvió a intentarlo. Esta vez, mantendría los ojos abiertos. Para no fallar. Llegó a sentir el tacto de la navaja contra los vellos del brazo cuando alguien tocó la puerta. Y se oyó la voz de Alfredo:
—Mari, cariño, ¿vas a quedarte ahí toda la noche?
—Mierda —susurró Mariana. Volvió a guardar todo como pudo y salió. Se veía extraña, todos en la casa se veían extraños. Pero el gato estaba tranquilo. Esa alfombra era suya. Y no se la quitaría nadie.