El siguiente fantasma también era conocido. Y por primera vez, no lo vio solo. Estaba con el abuelo y con el gato. Parecía que habían estado juntos desde su expulsión de la ducha: Papapa sentado en su sillón de siempre, Sergio en el suelo con sus robots y el animal saltando de vez en cuando para morder algunos de los juguetes. En la televisión ponían la serie porno de madrugada, pero ninguno de los tres parecía estar especialmente atento a ella. Papapa de vez en cuando hablaba solo. Sergio jugaba a la familia de los robots: Robo-Truck era la hermana mayor que le hacía la vida imposible y entonces Minirob lo volaba en pedazos y le reventaba la cabeza y el estómago. Minirob era pequeño pero tenía huevos.

Sergio sintió que lo llamaban desde la cocina. Se suponía que no había nadie ahí. Pero volvió a oír su nombre. Sintió frío. Pero tenía que ir. Le pidió a Papapa que lo acompañase, pero el abuelo estaba demasiado concentrado en nada en particular. Sergio se puso de pie, cargó al gato contra su voluntad y se acercó a la cocina. El gato se crispó y le prendió las uñas al cuerpo. Al cruzar el umbral de la cocina, saltó. Sergio trató de agarrarlo, pero cayó al suelo en el intento. Al levantar la cabeza, encontró unas pantuflas que no eran de Papapa. Y luego unas medias viejas que olían a naftalina. Y más arriba, una bata roída por el tiempo. Sergio no tardó nada en reconocer a la abuela.

—Hola. Ya no estás dura —le dijo.

La abuela no le respondió. Aún tenía algunos de los tubos del hospital saliéndole de la nariz. Extendió la mano y se acercó a Sergio, que retrocedió. La abuela era un fantasma conocido, pero le daba miedo así, tan silenciosa. Salieron a la sala. El gato corrió al cuarto de los chicos. Sergio dijo:

—Papapa, la abuela ha venido.

La abuela siguió avanzando con el dedo apuntando a Sergio. Sergio sintió miedo y se escondió detrás del sillón del abuelo. El abuelo apenas levantó la cabeza. La vio y le dijo:

—Así que ahí estabas. ¿Dónde te habías metido?

La abuela se quedó quieta. Parecía asustada. Estaba claro que era un fantasma nuevo, una aprendiz.

—No sé qué hacer —siguió el abuelo—. Ahora que no estás todo el tiempo, me siento más inútil.

La abuela sacudió los tubos de la nariz. Parecía sorprendida por la declaración de Papapa.

—Y hay una mujer en el parque… Bueno, estaba en el parque… Se va a ir a un asilo… Ya sé lo que vas a decir… pero a estas alturas… No sé qué debería hacer… ¿Por qué te has ido? Antes todo estaba claro, al menos éramos dos.

La abuela se sentó al lado de Papapa, en el brazo de su sillón.

—No, no tienes excusa. Eres una vieja egoísta y una trapichera. ¡No me toques! En esta casa, ni siquiera saben distinguir mi ropa de la de Alfredo. En esta casa, ya no soy el hombre de la casa. Sin ti, no soy el hombre de nada. ¡No me contestes! No has hablado hasta ahora, pues ahora hablo yo. Te has portado muy mal conmigo. Muy mal. Y ni siquiera estás ahora para aconsejarme qué hacer sin ti. Además, estás gorda.

La abuela le pasó una mano por la frente. Y Sergio empezó a preguntarse si el abuelo realmente estaba viéndola o era sólo su imaginación de viejo. En la pantalla, dos mujeres empezaron a quitarse la ropa mutuamente.

—No, no me recrimines nada de Doris. Eso es culpa tuya. Por no estar. No la culpes. Ella ni siquiera habla. No es como tú que vas regañando por la casa todo el día. Nunca estás contenta. Uno siempre tiene que aguantar tus quejas de todo. Pues ahora me quejo yo. Faltaba más.

La abuela acercó su boca llena de tubos a las canas de Papapa y le dio un beso en medio de la calva. Él no se detuvo:

—Y ahora voy a tomar mis decisiones por mí mismo. Y si me voy con Doris, me voy con Doris porque quiero y porque tú no estás. ¡Y no quiero ni una queja ni una protesta! Tuviste tu oportunidad y me has dejado tirado. Ahora te jodes, con perdón de la palabra. Yo te quiero mucho, pero esto no puede ser. Si no me has llevado contigo, me dejas en paz.

Ella se puso de pie y empezó a caminar hacia la puerta de la cocina. En el umbral volteó y se despidió con la mano del abuelo. Él se quedó refunfuñando un rato más. Ahora, Sergio estaba seguro de que en ningún momento había visto a la abuela.

Minutos después entraron papá y mamá con Mariana.

—¿Se puede saber qué hacen despiertos a esta hora?

—¿Y por qué tienen puesto ese canal?

Mamá apagó la televisión. Papapa sólo entonces pareció caer en la cuenta de su presencia. Sacó un folleto que llevaba en el bolsillo de la bata.

—Te he estado esperando —dijo—. Toma.

Lucy miró los papeles. Eran fotos en las que aparecían ancianos divirtiéndose, comiendo y haciendo ejercicios.

—Quiero ir a un asilo —dijo Papapa—. Quiero ir a la casa de reposo Mis Mejores Años. Las tarifas figuran en la última página. No es caro.

—¿A un asilo? —preguntó Lucy sorprendida.

—¿Será que todo el mundo está sordo en esta casa? —dijo el abuelo, y volvió a poner la televisión en el canal porno. Se veía más joven desde su discusión con la abuela.