La discoteca estaba construida en un viejo cine de la avenida Pardo. La gente hacía colas de horas para entrar, pero en la puerta se encontraron con el imbécil de Javier, y con él entraron directamente. Había venido en su carro, con el imbécil de Eduardo y la imbécil de Carol. De todos modos, era bueno ahorrarse la cola. En el primer piso, había todo tipo de música y mucha gente. En el segundo, sonaba sólo tecno, había menos gente y el bar sólo servía agua. Javier tenía unas pastillas. Mariana se sentía segura. Le gustaba el modo en que los hombres miraban a Katy. Se sentía fuerte. Tomó dos pastillas y varios vasos de agua. Se aburrió durante una hora entre la masa que bailaba. Trataba de hablar con Katy, pero la música vibraba demasiado. Odiaba ese lugar. Hasta que las pastillas surtieron efecto. Sintió ganas de bailar. Ella nunca bailaba, pero ahora tenía ganas de hacerlo. Y podía bailar con Katy, porque todo el mundo bailaba solo. Empezó a moverse. Katy también. Por primera vez, entendió de qué se trataba bailar. Cuando se acercaban los chicos, las dos decían: «Fuera, somos pareja», y todos se reían. Conforme pasaba la noche, se divertía más y tenía más ganas de bailar. Hasta bailaba con los chicos. No importaba. Se le acercaron dos chicos que ni siquiera conocía. Trataron de hablarle. Le contaron estupideces y le ofrecieron pastillas. Uno le habló de lo bueno que era el sexo con pastillas. Ella le dijo que ella no necesitaba pastillas para eso. Se sintió guapa. Pero extrañaba la tarde que había pasado conversando con Katy y viendo películas tontas. Trató de buscarla. Se había perdido. Siguió bailando alrededor de la pista, buscándola. La gente sudaba mucho y saltaba sin parar. Parecía que faltaba el aire. Mariana se mareó y se sintió muy triste, muy triste. Fue al baño. Katy estaba en la puerta. Y Javier también. Se estaban besando. Él tenía la mano en el culo de ella. Se quedó todo el resto de la fiesta llorando en un water. Vomitó. Katy ni siquiera se dio cuenta. Al volver a la residencial, bajaron del auto de Javier y le dijo:
—Dijiste que era un cojudo.
—Es un cojudo. Pero chapa bien.
—¿Qué?
—Para agarrármelo, no me interesa su inteligencia.
A Mariana, esa palabra le dolió. Agarrármelo.
—Qué puta eres —respondió.
—Estás envidiosa porque tú no te has agarrado a nadie.
—¡Katy!
—¿Qué pasa? Ya aparecerá alguien que te haga caso, ¿no?
—¡Cállate!
—Quizá cuando te crezcan un poco las tetas…
—¿Por qué…?
—Al final, no te preocupes. Si le ofreces a alguno tirar, no importa cómo seas. Dirá que sí.
Mariana quiso preguntar muchas cosas. Quiso llorar más. Pero en ese momento, entraron a la casa. Y sus padres aún estaban en el salón, hablando de fondos de inversión.