Estaban frente a una puerta igual a todas las demás de la residencial, en el edificio de Jasmín. Pero, según ella, esta puerta era especial. A su lado colgaba el número 4-B. Y abajo había un felpudo mordido por un lado en el dintel y un gordo manojo de sobres: facturas, cuentas de luz, publicidad. Ninguna carta de una persona.
—¿Y? —preguntó Sergio.
—Hace muuuuucho tiempo que no ve sus cartas ni abre la puerta —dijo Jasmín.
—Puede estar de viaje.
—Es muy gordo. Es tan gordo que nunca sale de la casa. No pasa por la puerta.
—Entonces está dentro. Vivo.
—Entonces abriría la puerta.
Jasmín miraba a Sergio como si fuese una bobería no darse cuenta de que el vecino estaba muerto. Sergio propuso tocar el timbre y ver si salía alguien. Jasmín aceptó indulgentemente. Sergio tocó y los dos corrieron escaleras abajo. Esperaron en el tercer piso a ver si alguien abría. Minutos después, escucharon el sonido de una puerta que se abría y se cerraba rápidamente. Alguien subió al ascensor. Corrieron hacia arriba, pero era tarde. El ascensor estaba bajando. Volvieron a correr hacia abajo, tratando de ganarle la carrera al ascensor. Sergio también trataba de ganarle a Jasmín. Llegaron al primer piso sin aire en los pulmones, justo a tiempo de ver a la señora del 4-A bajando la basura.
—¿Ves? —dijo Jasmín.
—¿Qué?
—En el 4-B no hay nadie vivo.
—¿Y si está dormido? ¿O no quiere abrir la puerta?
Jasmín lo miró con los ojos cargados de una mezcla entre la lástima y el desprecio.
—¿Sabes qué, Sergio? Eres un chinche.
—¿Qué es eso?
—Uno como tú. Si te da miedo entrar, busco a alguien más.
—¡No soy un chinche y no me da miedo! —gritó Sergio—. Además, yo ya he visto un muerto. Vi a mi abuela.
—¿Y cómo era?
—Estaba dura y no tenía dientes.
—Así era cuando estaba viva.
—Más dura.
—¿Y qué más?
—Y tenía los huevos así.
Le mostró un frasco cerrado con un líquido verde. En el centro flotaban dos cosas como negras cáscaras de nuez.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Son huevos de gato. Los robé del veterinario.
—¡Puuaajjj! ¿Y tenía también los de tu abuela?
—No seas idiota. Los de mi abuela están en una clínica de personas.
—No me digas idiota o te beso.
Sergio prefirió no decirle idiota. Jasmín se impacientó:
—¿Quieres entrar a casa del muerto o qué?
—No sé.
—¿Quieres jugar a la Barbie?
—¡No! ¿Por qué no jugamos a los robots?
—Me voy.
Sergio se encogió de hombros porque no le importaba que ella se fuese. Mejor. Jasmín desapareció en el interior del edificio y Sergio se quedó mirando la ventana del 4-B. Estaba cerrada y tenía las cortinas cerradas también. Seguramente no había nadie ahí dentro. Retrocedió un poco para ver mejor pero no vio nada de todos modos. Un soplo de viento barrió el polvo a su alrededor. Sintió frío. Bajó la mirada hasta el segundo piso. Su hermana estaba ahí, con Katy. Llevaban puesta ropa de la tía Mari Pili y se la probaban y cambiaban frente a un espejo de cuerpo entero. Reían. Mariana se puso un sombrero de ala enorme bajo el cual entraban las dos. Le hizo señas a Katy, que se acercó a ella para comprobarlo. Volvieron a reír. Súbitamente, Mariana volteó hacia fuera. Vio a Sergio. Se acercó a la cortina y la cerró.
—Muy bonita tu hermana —dijo una voz a espaldas de Sergio.
Él volteó. Esta vez, lo reconoció. Era el señor Braun con uno de sus perros. Un doberman. El animal parecía tranquilo. Sergio se acercó a acariciarlo. Mamá le había dicho que nunca hablase con extraños. Pero Sergio pensaba que ahora el señor Braun no estaba en realidad, y no sería peligroso.
—Una joven muy simpática —le dijo a Sergio. Miraba hacia la ventana donde Mariana acababa de desaparecer.
—A mí me cae mal.
—¿No te respeta?
—No.
El doberman se echó en el suelo para que Sergio le acariciase la barriga. Parecía satisfecho.
—A veces es necesario aplicar un correctivo a las chicas cuando se portan mal… para que no reincidan.
—Ella no me dejaría.
—Hay que imponerse quizá.
El doberman ladró. Se había puesto tenso.
—¿Cómo?
—Hay que tener huevos. ¿Tienes huevos, Sergio?
Sergio le mostró el frasco con el líquido verde. El señor Braun sonrió.
—Los tienes que tener puestos.
Sergio se acordó de su pinga, su capuchón y sus huevos. Poco a poco, iba entendiendo para qué servía el equipo completo.
—¿Tú tienes huevos para entrar al 4-B? —preguntó.
El señor Braun sonrió. Dijo:
—¿Quieres entrar ahí?
Sergio asintió con la cabeza.
—Te puedo llevar a un lugar mejor. ¿Quieres venir?
Y le extendió una mano fofa y blanca. El doberman se levantó de inmediato, como si hubiese recibido una señal para pasear. Y empezó a dar vueltas alrededor del niño.
—¿Está lejos?
—No. Siempre está cerca.
—¿Y qué hay ahí?
—Si no vienes, no lo sabrás.
Un lugar mejor que el 4-B. Estaría bien. Sergio volvió a mirar hacia el cuarto piso. Le pareció que la cortina se había abierto ligeramente. Soltó la mano del señor Braun para señalarle la ventana.
—Hay alguien ahí —dijo.
Al bajar la mirada, tropezó con Jasmín que lo observaba desde la ventana de su cuarto. Sergio se avergonzó por estar con el señor Braun. Pensó que Jasmín lo acusaría a su mamá. Pero Jasmín sólo le sacó la lengua y cerró la ventana. Sergio se encogió de hombros. Le daba igual. Volteó para irse con su nuevo amigo. Pero ya no había nadie cerca.