Había vencido. Trataron de arrancárselos, pero los había derrotado. Y ahora sí estaba realmente furioso. Había hecho lo mejor posible por contener sus impulsos, y por lo visto, en esa casa nadie sabía apreciarlo. Mientras se lamía las partes salvadas, pensaba que quizá era hora de probar una nueva vida en algún lugar. Ya era un gato grande. Quería conocer el mundo.
Su oportunidad llegó rápido. Cuando la enfermera entró a buscar las medicinas de Papapa, parecía tener prisa. Dejó la puerta abierta. El gato pensó que ésa podría ser su última puerta abierta. Acechó el umbral por unos segundos y verificó con el olfato que no hubiese peligro. Saltó hacia fuera. Dio cuatro pasos cautelosos hasta llegar a la puerta del ascensor. Lo había hecho, se había escapado. Durante unos minutos se sintió orgulloso. Anduvo de ida y vuelta por la puerta del ascensor. Al fin libre, dueño de su territorio. En casa llorarían su partida.
Siguió caminando hacia la salida, pero se detuvo al verla. No era un camino llano, sino miles de escalones que llevaban a sabe Dios dónde. Terminaban en la oscuridad, en lo desconocido. Hacia arriba ocurría lo mismo. Escapar significaba aventurarse por esos caminos que nunca había pisado. Después se dio cuenta de que, además, no sabía el camino de vuelta. Eran cuatro pasos, pero no recordaba cuáles. Tuvo miedo. Pensó que tal vez se quedaría ahí, solo, sin comida ni calor. Abandonado a su suerte para siempre. Empezó a chillar, lloró mucho y muy fuerte, se lamentó con maullidos de desesperación. No paró hasta que la enfermera lo metió de nuevo a la casa.