Alfredo empezó a entusiasmarse sólo después del inicio de las acciones de Lucy. La hizo trepar hasta arrodillarse sobre su regazo y buscó con el pene el agujero correspondiente. No lo encontró al principio, pero siguió intentándolo hasta que ella lo dirigió con la mano. Empezó a moverse muy rápido primero, como exageradamente excitado. Ella tuvo que detenerlo y marcar un ritmo más pausado. Una vez acoplados, Alfredo empezó a buscar en su archivo mental recuerdos de mujeres para imaginar que hacía el amor con otra. Tenía varias mujeres registradas en la cabeza. Algunas exnovias, un par de viejas amigas, varias protagonistas de películas pornográficas —algunas casi prehistóricas— y a menudo dependientas de tiendas, compañeras de trabajo o mujeres con las que se había cruzado sólo durante un segundo por la calle pero que se le habían quedado grabadas por algún atractivo. Por lo general, las cruzaba. Era capaz de hacer el amor con los pechos de una, el culo de otra y la boca de una tercera, concentrándose en cada momento en la parte del cuerpo que su imaginación elegía. Hasta los gemidos de Lucy podían aparecer ante sus sentidos distorsionados por el deseo disidente. El único problema es que sus fantasías duraban menos que los coitos de Lucy. Llegaba un momento en que Alfredo sentía que era hora de terminar pero veía a su mujer aún en calentamiento. A partir de entonces, trataba de pensar en cosas inocuas como obligaciones laborales y la hipoteca para no acabar demasiado rápido. Sólo recuperaba la concentración cuando veía que ella estaba a punto de llegar al orgasmo. Entonces se ponía al día y llegaba al final con ella. Tras todo el ritual, le acariciaba el pelo mientras ella se dormía. Era una vieja costumbre que mantenía desde cuando empezó el matrimonio. Lo hacía automáticamente. Y si alguna vez llegaba a olvidarlo, ella se lo recordaba llevándole la mano hasta su frente. Normalmente lo abrazaba, pero esta vez no lo hizo. Sin saber por qué, Alfredo sintió que los dos habían hecho el amor a miles de kilómetros de distancia.
Y eso que, en un principio, él no tenía ningún interés. De hecho, estaba deprimido con ese tema. Por la mañana se había sorprendido a sí mismo masturbándose en el baño de la oficina, mientras los demás empleados tocaban la puerta y el encargado de la limpieza pedía entrar para recoger la basura. Luego, demasiado tarde, había descubierto que el baño no tenía papel higiénico. Había tenido que limpiar todo lo posible con la mano y luego secar los restos con la toalla, con la que juró no volver a secarse la cara jamás. Pero lo más doloroso era que, mientras hacía todo eso, estaba pensando en Gloria.
Al volver del baño, decidió contarle directamente a su secretaria todo lo del doctor y su pronóstico. Necesitaba hablar con alguien. La llamó tres veces. Cada una de las veces, ella entró a su oficina, se sentó y lo miró a los ojos con su agenda en la mano. Sus tetas seguían siendo horribles, pero sus ojos eran grandes y oscuros como una laguna esponjosa.
—… Eh…
—¿Quiere escribir un memorandum o un oficio?
—… Eh…
—¿Sabe el destinatario?
—Olvídelo, Gloria… Eh… Gracias.
Después, bebió un largo trago de whiskey, encendió un cigarrillo, tomó la guía telefónica y buscó con los dedos varios números al azar. A los primeros que contestaron les colgó sin más, pero una de las voces sonó acogedora. Decidió confiarse a ella:
—¿Aló?
—Hola…
—¿Sí?
—Voy… voy a morir…
—¿Quién habla?
—Me lo han dicho ayer y pensé que… pensé…
—¿Eres tú, Eduardo? ¿Es una de tus bromas?
—No… no es broma…
—¿Con quién quiere hablar?
—No lo sé.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Alfredo.
—Alfredo.
—Sí. Me quedan… seis meses. Nada más.
—Creo que se ha equivocado… Se equivocó de número.
—Ya veo, lo siento. Lo siento mucho.
Y colgaron. Tendría que hablar con Gloria, no había más remedio. La invitó a almorzar. Por instinto, trató de salir más tarde y de llegar a la puerta disimuladamente, sin que lo vieran. Quizá por eso, tuvo la sensación de que toda la empresa estaba pendiente de él, que todos los saludaban con sonrisas pícaras. Fueron a un restaurante oscuro que servía menús grasientos y baratos. Alfredo se sentía nervioso. Con los primeros platos habló de trabajo. Puras tonterías: contratos, escalas salariales, ventas. Pensó que lo mejor era ir con calma. Sólo cuando llegaron los platos de fondo empezó a hablar de temas más personales: perspectivas, vocaciones, intereses. Comprendió que no lo habían hecho nunca hasta entonces y ni siquiera sabían cómo hacerlo. Más difícil aún era llegar al tema. Parecían acercarse cuando un grupo de la oficina de Recursos Humanos se sentó en la mesa del costado. Celebraban el cumpleaños de un adjunto. Los saludaron estruendosamente y los invitaron a su mesa. Hablaban a gritos. Terminó el almuerzo y volvieron a la oficina con la sensación de que no se habían dicho nada en toda la hora. Alfredo se encerró en su oficina y pidió un café. Cuando Gloria se lo llevó, le pidió que se sentase una vez más.
—¿Traigo la agenda?
—No. Así está bien.
Ella se sentó.
—Gloria, ¿se siente usted bien trabajando aquí?
—Sí, señor Ramos.
—Si yo… yo quiero que sepa que usted… es muy importante para mí.
—Gracias.
No sabía qué más decir. Quería demostrarle cuánto la apreciaba. Se fijó que ella tenía las manos sobre el escritorio. Unas manos regordetas y oscuras con unas uñas postizas rojas. Tomó una de esas manos entre las suyas y la apretó fuertemente. Estaba fría. La acercó a sus labios. Ella la retiró con fuerza. Estaba más roja que sus uñas y sus ojos estaban muy abiertos. Temblaba.
—Creo… creo que lo mejor será que me retire, señor Ramos. Con permiso.
Se levantó y volvió a su escritorio. Alfredo no la volvió a ver durante el resto de la tarde. Cuando salió de la oficina, ella ya se había ido. Y por la noche, mientras hacía el amor con Lucy, esas manos se repitieron en su mente más que cualquier otra parte de cualquier otro cuerpo.