Estabas deliciosa en la pescadería.

Ahora quiero ver más.

Clínica San Felipe. 3.45 p. m.

Lucy se quedó viendo la nota más tiempo que la primera vez que la recibió. Era la misma letra, tinta y papel de la nota anterior, aunque parecía más apresurada, como si el autor la hubiese improvisado. Trató de pensar por un momento en las personas que habían estado cerca de su bolso, pero comprendió que, entre la calle y el mercado, podía haber sido dejada ahí por miles de desconocidos. No se turbó tanto esta vez. Al contrario, lo encontró divertido por unos segundos. Luego se sonrojó y trató de alejar la nota de su mente.

Llevó a los chicos a la casa y se encerró en el baño. Tomó el corrector Ginger para disimular las ojeras, intensificadas por la mala noche. Alguien la miraba, eso estaba claro. Alguien con una enfermedad mental, quizá. Pero la miraba. Llevaba un buen tiempo sin sentirse mirada de verdad. No es lo mismo una mirada al paso que una mirada penetrante, deliberada, una mirada que no busca respuesta, que se solaza en su propio objeto mirado sin esperar nada a cambio. Una mirada gratuita. Se aplicó el brillo de rostro Seychelles. Quería un look adecuado para un día de trabajo, como siempre, pero también quería verse sofisticada. Comprendió que durante años se había estado maquillando para verse agradable, no para brillar. Se había pintado para disimular sus defectos, no para realzar sus cualidades. Con una pequeña brocha de ojos se extendió por el párpado móvil la sombra marrón Marianbad. La morada la aplicó bajo las cejas, difuminando bien las dos. Le pareció que había estado pintándose para las miradas agresivas del mercado, para los silbidos de los hombres ante los que prefería pasar desapercibida. Para ella, el maquillaje había sido un modo de volverse transparente. Mientras preparaba una capa ligera de la máscara negra Black Orchid para las pestañas, volvió a sentir el olor a humedad. Decidió olvidarlo. Pensó que ese día saldría a la calle a refulgir.

Salió de casa calculando el tiempo que le quedaba para volver al veterinario. Calculó que la operación tardaría una hora. A las 3.25 emprendió su camino privado hacia la clínica. Llegó adelantada a las 3.36. Para no parecer demasiado ansiosa, dio la vuelta a la manzana. Ya iba a terminar la vuelta cuando vio que aún eran las 3.41. Entonces dio marcha atrás antes de doblar la última esquina y emprendió la vuelta a la manzana en sentido inverso. Acabó llegando a la puerta de la clínica a las 3.46, un minuto tarde. Es mejor hacerse esperar.

Extraño lugar para una cita, una clínica. A lo mejor el autor de las notas era un médico. Trató de pensar en los médicos que la habían atendido en esa clínica, pero sólo podía recordar al enano calvo que le había tratado un furúnculo hacía dos años. Un tipo soso como una sopa aguada. Durante la consulta, Lucy trató de relajar la atmósfera con un par de bromas educadas, pero el doctor ni siquiera las entendió. Le extendió una receta con un gesto que parecía un bostezo y la despidió sin una sonrisa. Esperaba que no fuese ese doctor el autor de sus notas. Revisó la lista de consultorios y doctores en el primer piso. No recordaba a ninguno. Esperó un rato en el salón hasta que la recepcionista le preguntó a quién buscaba. No supo qué responder. Le entró risa, soltó una carcajada mientras la recepcionista la miraba sin entender. Por decir algo, preguntó por la cafetería. Estaba al lado, era evidente desde antes de entrar. Lucy agradeció la información y salió del recibidor. Subió en el primer ascensor que encontró abierto. Había ocho personas más ahí adentro. Las contó y trató de recordar sus caras. No pareció que ninguna de esas personas la mirase a ella especialmente. Bajó en el sexto piso. Pediatría y medicina general. Y entonces sintió la mirada, como un estilete en su espalda.

Volteó justo a tiempo de ver la puerta del ascensor cerrándose. Pero la sensación de ser observada persistió. Avanzó por el pasillo, entre niños enyesados y padres de familia con cara de duelo. Empezó a acelerar la búsqueda. Se sentía cerca. A su espalda se cerró una puerta. Supo que la mirada venía de ahí. No podía contenerse. Avanzó hacia la puerta. Una enfermera trató de cortarle el paso al ver adónde se dirigía, pero era tarde. Lucy tomaba ya la perilla de la puerta, le daba vuelta y entraba.

Adentro, una niña desnuda chilló del susto. Estaba con el doctor y con su madre, que se quedaron mirando a Lucy sorprendidos. Lucy se disculpó y abandonó el consultorio. Volvió a tomar el pasillo mientras los gritos de la enfermera se apagaban a su espalda. Aún sentía sobre ella la mirada. Encontró un baño y se encerró en él. Se lavó la cara, corrigió su maquillaje y se sentó en un water. Cerró la puerta. Sintió ganas de tocarse. Se llevó una mano al pecho y metió el dedo por la abertura de la blusa hasta el sostén, pero luego se contuvo. Se preguntó qué estaba haciendo. Se avergonzó. Luego imaginó que no era su dedo, que era el dedo de otra persona. Y la idea le dio mucho calor. Volvió a introducir el dedo en busca de la areola del pezón y se abrió la blusa. Luego desabrochó el sostén. Sintió que su pecho se liberaba. Se lo acarició. Le parecía más hermoso que dos días antes, más hermoso que nunca. Súbitamente, alguien entró en el baño y ella se detuvo.

Se cerró la ropa, salió de la clínica y volvió al veterinario. Encontró un zafarrancho de combate. Habían logrado quitarle la jeringa de la espalda, pero nadie podía cazarlo. Tras muchos esfuerzos logró meterlo en su caja, pero entonces el doctor ya no quería ver a ese gato nunca más. Lucy no estaba realmente preocupada por ese tema.

Por la noche, cuando Alfredo volvió del trabajo, Lucy calentó una pizza. Los hizo comer tan rápido como fue posible y lavó los platos en cinco minutos. No había postre. Mariana llamó para decir que se quedaba a dormir en casa de Katy. Mari Pili dijo que no había problema y los invitó a cenar al día siguiente. Lucy acostó a Sergio una hora antes de lo normal y dejó a Papapa con el televisor de la sala. Entró a su cuarto y observó a Alfredo mientras salía del baño, como de costumbre, ya con ropa de dormir. Se había puesto un pijama a rayas que parecía de preso. Lucy odiaba ese pijama. Se quitó la ropa frente a él.

—¿Te gusta el calzón que me he puesto hoy?

Alfredo sonrió. Era un calzón negro con encajes. Quizá se lo había regalado él.

—Sí —se limitó a decir.

Y se acostó de espaldas a ella. Lucy caminó hasta el otro lado de la cama para terminar de desnudarse y se puso un camisón holgado mientras le sonreía a su esposo. Él le devolvió la sonrisa y cerró los ojos. Se acurrucó. Ella se acostó abrazándolo por la espalda y llevó la mano a su entrepierna. Él dejó escapar una risita y se volteó. La besó, tratando de que fuera suficiente con eso. Pero ella lo besó más, en el cuello, en la nuca, abrió la camisa del pijama y buscó sus tetillas con la lengua. Él trató de zafársela de encima con suavidad, pero no pudo evitar que ella bajase hasta su barriga, y luego hacia su vientre.

—He tenido un día difícil, Lucy.

—Por eso… por eso…

No lo oyó muy convencido hasta que empezó a acariciarlo con los labios y la lengua. Entonces sintió cómo se endurecía su voluntad y se incrementaban sus suaves jadeos. Él la tomó por la cabeza y empezó a marcar el ritmo que deseaba, primero lentamente, después más rápido. Y ella recordó la sensación que le había recorrido la espalda en el hospital. Se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Alfredo.

—Espera.

Se levantó, se acercó a la ventana y abrió la cortina de par en par.

—¿No vas a apagar la luz?

—¿Te molesta así? Para variar.

—Claro.

Luego ella volvió a la cama y se enterró bajo las sábanas. Alfredo ya mostraba interés. Ella se preguntó si habría alguien mirándolos. Le gustó imaginar que sí.