A la salida del colegio, Lucy apareció con el gato metido en una jaula. Lo iba a llevar al veterinario. El animal no paraba de chillar y maullar de miedo y ganas de salir, como si supiera lo que iba a ocurrir. A veces arañaba los lados de la caja y sus uñas aparecían entre las rejas de la puerta como garfios.
—Yo voy caminando a la casa, con Katy —dijo Mariana. A su lado, Katy asintió.
—No quiero ir con ustedes —protestó Jasmín—. Me van a dejar atrás.
—Ven conmigo en el carro —ofreció Lucy.
—¡No! —chilló Sergio—. ¡Mamá, ella no!
—Sergio, no seas malcriado con Jasmín. Súbanse atrás y vámonos.
—¡No quiero!
Jasmín bajó la cabeza, frunció los labios y dejó caer una lágrima. Parecía estar sola en la inmensidad del colegio. Lucy se enojó con su hijo.
—¡Mira lo que has hecho! Pídele perdón a Jasmín y dale un beso.
—¡Mamá!
—¿Has escuchado lo que te he dicho o quieres ir a la casa caminando?
Quería ir caminando. Dirigió una mirada suplicante a su hermana, pero Mariana le devolvió una mirada de amenaza. No tenía más remedio. Sufriendo, acercó los labios a la mejilla de Jasmín. La niña volteó la cara para recibir el beso en la boca. Durante todo el camino, Sergio no dejó de limpiarse con la mano. Jasmín, riendo, insistió en acompañarlos al veterinario.
Pasaron un rato en la sala de espera, mamá llenando unos papeles y Jasmín abrazada a Sergio. Al abrir el bolso para guardar un lapicero, mamá encontró un papel pequeñito, doblado en cuatro partes. Se quedó mirándolo sin abrirlo. Su cara se puso de un color muy raro. Sergio se preguntó si ella no sería también un fantasma. Pero en ese momento, el doctor los llamó y los hizo pasar a un cuarto con una camilla forrada de papel. A su lado, había una enfermera bajita y regordeta con una máscara verde. El doctor llevaba guantes delgados pero resistentes, a prueba de arañazos. Les dijo que esperasen afuera pero que podían ver la operación desde la ventana. Mamá preguntó si los chicos podían quedarse con la enfermera y anunció que aprovecharía para subir a la casa a pintarse un poco. Bajaría en diez minutos.
—Pórtate bien con Jasmín —dijo.
Jasmín tomó del brazo a Sergio. Sergio quería vomitar.
El doctor sacó al gato de la caja entre chillidos y lo acostó en la mesa. Lo tranquilizó un poco hablándole en voz baja y sacó una jeringa de un atril. Sergio observó la aguja enterrándose en la piel y luego en la carne del gato. Cerca de la mesa había un atril con tijeras, cuchillos y anillos de plástico. La enfermera les explicó que los anillos eran para cortar la circulación de los testículos. Sergio pensó en sus propios testículos y en su capuchón. El gato también tenía un capuchón pero más grande. Su pinga no se dejaba ver normalmente, a menos que se estuviese lamiendo las ingles. Sergio se preguntaba por qué él no podía lamerse las ingles. O los pies. El gato sí podía. En cambio, su pinga era mucho más chiquita que la de Sergio y le faltaba mucho más tiempo para hacer lo que hacían los fantasmas en el colegio. Sobre el papel de la mesa, se extendió una mancha de sangre.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Jasmín.
—Porque se está portando mal.
—¿O sea que si tú te portas mal te harán lo mismo?
—Qué idiota eres. Eso sólo se lo hacen a los gatos.
—¿Y no se mueren?
—No. Mi mamá dice que sólo engordan.
—Yo conozco a un muerto.
—Mentira. Ya te dije que no te creo.
—De verdad. Vive al costado de mi casa. Si quieres podemos visitarlo un día.
—¿En serio? Le voy a pedir permiso a mi mamá.
—No te va a dejar. Tiene que ser un secreto.
—No puede ser. Los muertos son conocidos. Salen en los periódicos.
—Éste no. Es un muerto muy calladito.
En ese momento, el gato saltó de la mesa. Tenía la jeringa clavada en la espalda, con todo su contenido aún en el tubo, balanceándose mientras él corría a un rincón, donde se atrincheró mostrando los dientes con todo el lomo erizado. La sangre de la mesa había goteado desde el lomo y continuaba cayéndole por los lados. El doctor se acercó a calmarlo, pero el gato le saltó a la cara y corrió a otro rincón. En el camino tiró el atril de los instrumentos. Se asustó todavía más y empezó a hacer ruidos con las mandíbulas, como ráfagas de una ametralladora afónica. Nadie logró calmarlo, ni la enfermera ni Sergio. Si alguien se acercaba, saltaba a otro lado dejando un rastro de arañazos y mordidas. Logró escapar de la habitación y corrió a la sala de espera, donde los otros gatos se pusieron nerviosos y los perros empezaron a perseguirlo tumbando las jaulas de los pajaritos y a las señoras que las llevaban. Uno de los perros trató de comerse al mico de un señor de la selva, y entonces los demás empezaron a pelear con él. Cuando el griterío y los aullidos se volvieron insoportables, Jasmín dijo:
—Creo que tu gato no quiere portarse bien.
Sergio pensó en los perros del señor Braun, aullando y chorreando sangre de las mandíbulas.